Robert Graves (Inglaterra,
1895-1985)
El grito
Cuando llegamos
con nuestras bolsas al campo de criquet del manicomio, el médico jefe, a quien
había conocido en la casa donde me hospedaba, se acercó para estrecharme la
mano. Le dije que aquel día yo sólo venía a llevar el tanteo para el equipo de
Lampton (me había roto un dedo la semana anterior, jugando en la arriesgada
posición de guardar el wicket sobre un terreno irregular).
—Ah, entonces
tendrá usted a un compañero interesante —me dijo.
— ¿El otro
tanteador? —le pregunté yo.
—Crossley es el
hombre más inteligente del hospital —respondió el médico—, gran lector, jugador
de ajedrez de primera, etcétera. Parece ser que ha viajado por todo el mundo.
Le han mandado aquí por sus manías. La más grave es que es un asesino y, según
él, ha matado a tres hombres y a una mujer en Sydney, Australia. La otra manía,
que es más cómica, es que su alma está rota en pedazos, y vaya usted a saber
qué querrá decir con eso. Edita nuestra revista mensual, nos dirige las obras
teatrales navideñas, y el otro día nos hizo una demostración de juegos de manos
muy original. Le gustará.
Me presentó.
Crossley, un hombre corpulento de cuarenta o cincuenta años, tenía un rostro
extraño, pero no desagradable. No obstante, me sentí un poco incómodo sentado
en la cabina donde se llevaba el tanteo, con sus manos cubiertas de pelos
negros tan cerca de las mías. No es que temiera algún acto de violencia física,
pero sí tenía la sensación de estar en presencia de un hombre de fuerza poco
corriente, e incluso tal vez, no sé por qué se me ocurriría, poseedor de
poderes ocultos. Hacía calor en la cabina a pesar de la amplia ventana.
—Tiempo de
tormenta —dijo Crossley, que hablaba con lo que la gente de campo llama «acento
universitario», aunque yo no llegué a determinar de qué colegio universitario
procedía—. En tiempo de tormenta, los pacientes nos comportamos de un modo
todavía más anormal que de costumbre.
Le pregunté si
jugaba algún paciente.
—Dos de ellos,
estos dos primeros bateadores. El alto, B. C. Brown, jugaba con el equipo del
condado de Hants hace tres años, y el otro es un buen jugador de club. También
suele apuntarse Pat Slingsby (ya sabe, el boleador rápido australiano), pero
hoy prescindimos de él. Cuando el tiempo está así, sería capaz de lanzar la
pelota contra la cabeza del bateador. No es que sea un demente en el sentido
corriente; sencillamente, tiene un formidable mal genio. Los médicos no pueden
hacer nada con él. Es para matarle.
Luego, Crossley
empezó a hablar del doctor:
—Un tipo de buen
corazón y, para ser médico de un hospital psiquiátrico, bastante preparado
técnicamente. Incluso estudia psicología morbosa y lee bastante; está casi al
día, digamos hasta anteayer. Como no lee ni alemán ni francés, yo le llevo una
o dos etapas de ventaja en cuestión de modas psicológicas; él tiene que esperar
que lleguen las traducciones inglesas. Invento sueños significativos para que
me los interprete y, como me he dado cuenta de que le gusta que incluya en
ellos serpientes y tartas de manzana, así suelo hacerlo. Está convencido de que
mi problema mental se debe a la consabida «fijación anti paternal»... ¡ojalá
fuera así de sencillo!
Entonces me
preguntó Crossley si podría tantear y escuchar una historia al mismo tiempo. Le
dije que sí. Era un partido lento.
—Mi historia es
verdadera —dijo—, cada palabra es cierta. O, al menos, cuando digo que mi
historia es «verdadera» quiero decir que la estoy contando de una forma nueva.
Siempre es la misma historia, pero algunas veces varío el clímax e incluso
cambio los papeles de los personajes. Las variaciones la mantienen fresca, y
por consiguiente verdadera. Si siempre utilizara la misma fórmula, pronto
perdería interés y se volvería falsa. Me interesa mantenerla viva, palabra por
palabra. Conozco personalmente a los personajes que hay en ella. Son gente de
Lampton.
Decidimos que yo
llevaría el tanteo de las carreras, incluyendo las carreras extras, y
que él llevaría la cuenta de las boleadas y su análisis, y que a la caída de
cada wicket nos copiaríamos el uno del otro.
Así fue posible
que relatara la historia.
Richard se
despertó un día diciéndole a Rachel:
—Pero ¡qué sueño
tan raro!
—Cuéntame, cariño
—le dijo ella—, y date prisa, porque yo quiero contarte el mío.
—Estaba
conversando —le explicó— con una persona (o personas, porque cambiaba muy a
menudo de aspecto) de gran inteligencia, y puedo recordar claramente la
discusión. Sin embargo, ésta es la primera vez que logro recordar una
conversación mantenida en sueños. Normalmente, mis sueños son tan diferentes
del estar despierto que sólo puedo describirlos diciendo: «Es como si estuviera
viviendo y pensando como un árbol, o una campana o un do mayor o un billete de
cinco libras; como si nunca hubiera sido humano.» La vida allí se me presenta
algunas veces rica y otras pobre, pero, repito, en cada ocasión tan diferente
que si yo dijera: «Tuve una conversación» o «Estuve enamorado», o «Escuché
música» o «Estaba enfadado», me encontraría tan lejos de la realidad de los
hechos como si intentara explicar un problema de filosofía tal como se lo
explicó Panurge, el personaje de Rabelais, a Thaumast: simplemente, haciendo
muecas con los ojos y los labios.
—A mí me ocurre
algo parecido —repuso ella—.
Creo que cuando
estoy dormida me convierto, quizá, en una piedra, con todos los apetitos y las
convicciones naturales de una piedra. Hay un refrán que dice: «Dura como una
piedra», pero puede que haya más sentido en una piedra, más sensibilidad, más
delicadeza, más sentimiento y más sensatez que en muchos hombres o mujeres. Y
no menos sensualidad —añadió, pensativa.
Era un domingo por
la mañana, así que podían quedarse en la cama, abrazados, sin preocuparse por
la hora, y como no tenían hijos, el desayuno podía esperar. Richard le dijo que
en su sueño él iba caminando por las dunas con esa persona o personas, y que
ésta le dijo: «Estas dunas no forman parte ni del mar ante nosotros ni del
herbazal detrás nuestro, ni están relacionadas con las montañas más allá del
herbazal. Son ellas mismas. Cuando un hombre camina por las dunas no tarda en
apercibirse de este hecho por el sabor del aire, y si se abstuviera de comer y
beber, de dormir y hablar, de pensar y desear, podría continuar entre ellas
para siempre, sin cambiar. No hay vida ni muerte en estas dunas. Cualquier cosa
podría suceder en las dunas.»
Rachel dijo que
eso eran tonterías y preguntó:
—Pero ¿de qué
trataba la discusión? ¡Cuenta de una vez!
Él dijo que era
sobre el paradero del alma, pero que ahora ella se lo había sacado de la cabeza
por darle prisas. Lo único que recordaba era que el hombre era primero un
japonés, luego un italiano y finalmente un canguro.
A cambio, ella le contó impetuosamente su
sueño, comiéndose las palabras.
—Iba andando por
las dunas —dijo— y también había conejos allí; ¿cómo concuerda eso con lo que
dijo sobre la vida y la muerte? Os vi al hombre y a ti que veníais del brazo
hacia mí y me alejé corriendo de los dos y me di cuenta de que el hombre
llevaba un pañuelo de seda negro; corrió detrás de mí y se me cayó la hebilla
del zapato y no pude detenerme para recogerla. La dejé en el suelo y él se
agachó y se la metió en el bolsillo.
— ¿Cómo sabes que
se trataba del mismo hombre? —preguntó Richard.
Ella se rió:
—Porque tenía la
cara negra y llevaba puesto un abrigo azul, como aquel cuadro del capitán Cook.
Y porque era en las dunas.
Richard la besó en
el cuello.
—No sólo vivimos
juntos y hablamos juntos y dormimos juntos —le dijo—, sino que al parecer ahora
incluso soñamos juntos.
Y se rieron los
dos.
Luego Richard se
levantó y le trajo el desayuno. Sobre las once y media Rachel dijo:
—Sal a dar un
paseo ahora, cariño, y cuando vuelvas tráeme algo en qué pensar; vuelve a
tiempo para la comida, a la una. Era una mañana calurosa de mayo y salió por el
bosque, tomando el camino de la costa, que en menos de un kilómetro iba a parar
a Lampton.
(— ¿Usted conoce
bien Lampton? —preguntó Crossley. —No —le dije yo—, sólo estoy aquí de
vacaciones, en casa de unos amigos.)
Caminó unos cien
metros por la costa, pero luego se desvió y cruzó el herbazal pensando en
Rachel, observando las mariposas azules y mirando las rosas silvestres y el
tomillo, y pensando de nuevo en ella y en lo extraño que resultaba que pudieran
estar tan cerca el uno del otro; luego, arrancó unos pétalos de flor de aulaga
y los olió, meditando sobre el olor y pensando: «Si ella muriera, ¿qué sería de
mí?» Tomó un trozo de pizarra del muro bajo y lo hizo saltar varias veces
rozando la superficie de la charca, y pensando: «Soy un tipo muy torpe para ser
su marido», y fue caminando hacia las dunas, para alejarse de nuevo, quizá algo
temeroso de encontrarse con la persona del sueño, y finalmente describió un
semicírculo hasta llegar a la vieja iglesia pasado Lampton, al pie de la
montaña.
La misa de la
mañana había concluido y la gente estaba fuera, cerca de los monumentos
megalíticos que había detrás de la iglesia, caminando en grupos de dos o tres,
como era costumbre, sobre la suave hierba. El hacendado de la localidad hablaba
en voz muy alta sobre el rey Carlos el Mártir:
—Un gran hombre,
de verdad, un gran hombre, pero traicionado por aquellos a quienes más amaba.
Y el médico estaba
discutiendo sobre música para órgano con el párroco. Había un grupo de niños
jugando a la pelota:
— ¡Tírala aquí,
Elsie! No, a mí, Elsie, ¡Elsie! ¡Elsie!
Entonces apareció
el párroco y se metió la pelota en el bolsillo, diciendo que era domingo;
tenían que haberlo recordado. Cuando se hubo marchado, se pusieron a hacerle
muecas.
Al poco rato se
acercó un forastero, pidió permiso para sentarse al lado de Richard y empezaron
a hablar. El forastero había asistido a la misa y deseaba discutir el sermón.
El tema había sido la inmortalidad del alma; era el último sermón de una serie
que había empezado por Pascua. Dijo que no podía estar de acuerdo con la
premisa del predicador, según la cual «el alma reside continuamente en el
cuerpo». ¿Por qué tenía que ser así? ¿Qué función desempeñaba el alma, día a
día, en el trabajo rutinario del cuerpo? El alma no era ni el cerebro, ni los
pulmones, ni el estómago, ni el corazón, ni la mente, ni la imaginación. Era
sin duda algo aparte, ¿no? ¿No era en realidad menos probable que residiese en
el cuerpo que fuera de él? No tenía pruebas ni de una cosa ni de la otra, pero,
según él, nacimiento y muerte eran un misterio tan extraño que la explicación
de la vida podría muy bien estar fuera del cuerpo, que es la prueba visible de
la existencia.
—Ni siquiera
podemos saber con precisión cuáles son los momentos del nacimiento y de la
muerte —continuó diciendo—. Fíjese que en el Japón, país qué he visitado, se
calcula que un hombre tiene ya un año cuando nace; y hace poco en Italia un
hombre muerto... Pero venga a pasear por las dunas y déjeme que le cuente mis
conclusiones. Me resulta más fácil hablar cuando estoy paseando.
A Richard le
asustó escuchar todo esto y ver al hombre secarse la frente con un pañuelo de
seda negro. Logró balbucir una respuesta. En aquel momento, los niños, que se
habían acercado arrastrándose por detrás de uno de los monumentos megalíticos,
de pronto y a una señal acordada gritaron en los oídos de los dos hombres y se
quedaron allí riendo. El forastero, al sobresaltarse, se enfadó y abrió la boca
como si estuviera a punto de maldecirles, mostrando los dientes hasta las
encías. Tres de los niños chillaron y echaron a correr. Pero la niña a la que
llamaban Elsie se cayó al suelo del susto y se quedó allí sollozando. El
médico, que estaba cerca, intentó consolarla.
—Tiene cara de
demonio —se oyó decir a la niña. El forastero sonrió amablemente:
—Y un demonio es
lo que fui no hace tanto tiempo. Esto ocurrió en el norte de Australia, donde
viví entre aquellos negros durante veinte años. «Demonio» es la palabra que
mejor describe la posición que ellos me otorgaron en su tribu, y también me
dieron un uniforme de la Armada inglesa, del siglo dieciocho, para ponerme en
las ceremonias. Venga a pasear conmigo por las dunas y déjeme contarle toda la
historia. Me apasiona pasear por las dunas: por eso vengo a este pueblo... Me
llamo Charles.
—Gracias —dijo
Richard—, pero debo volver a casa enseguida. La comida me espera.
—Tonterías —dijo
Charles—, la comida puede esperar. O, si usted quiere, puedo ir a comer con
usted. Por cierto, no he comido nada desde el viernes. Estoy sin dinero.
Richard se sintió
incómodo. Temía a Charles y no quería llevárselo a su casa a comer por lo del
sueño, las dunas y el pañuelo, pero, por otra parte, el hombre era inteligente
y apacible, vestía bastante bien y no había comido nada desde el viernes; si
Rachel se enteraba de que había rehusado darle una comida, volvería a empezar
con sus reproches. Cuando Rachel estaba malhumorada, su queja favorita era que
Richard era demasiado prudente con el dinero; pero cuando hacían las paces
admitía que era el hombre más generoso que conocía y que no se lo había dicho
en serio. Y cuando volvía a enfadarse con él, otra vez salía con que era un
avaro. «Diez peniques y medio —le decía, burlándose—, diez peniques y medio y
tres peniques en sellos.» A Richard le ardían las orejas y le entraban ganas de
pegarle. Así que dijo a Charles:
—No faltaría más,
venga a comer conmigo; pero aquella niña aún está sollozando a causa del miedo
que le tiene. Tendría que hacer algo.
Charles le hizo
señas para que se acercase y se limitó a pronunciar una dulce palabra —una
palabra mágica australiana, según le contó luego a Richard, que
significaba leche—; inmediatamente, Elsie se sintió reconfortada y
vino a sentarse sobre las rodillas de Charles, jugando con los botones de su
chaleco durante un rato, hasta que Charles la hizo marchar.
—Tiene usted
extraños poderes —dijo Richard.
—Me gustan mucho
los niños —respondió Charles—, pero el grito me alarmó; me alegro de no haber
hecho lo que por un momento tuve la tentación de hacer.
— ¿Qué era?
—preguntó Richard.
—Pude haber
gritado yo también —replicó Charles.
—Seguro que lo
hubiesen preferido —dijo Richard—. Les hubiese parecido un juego estupendo.
Seguramente, es lo que esperaban que hiciera.
—Si yo hubiese
gritado —dijo Charles—, mi grito los habría matado en el acto, o al menos los
habría trastornado. Lo más probable es que los hubiese matado, porque estaban
muy cerca.
Richard sonrió
tontamente. No sabía si debía reír o no, porque Charles hablaba con mucha
seriedad y compostura. Por lo tanto, optó por decirle:
— ¿Ah, sí? ¿Y qué
clase de grito es ése? Déjeme oírle gritar.
—No sólo podría
hacerles daño a los niños con mi grito—repuso Charles—. También los hombres
pueden volverse locos de remate; incluso el más fuerte quedaría tendido en el
suelo. Es un grito mágico que aprendí del jefe de demonios en el territorio
norteño. Tardé dieciocho años en perfeccionarlo, y sin embargo sólo lo he
utilizado, en total, cinco veces.
Richard tenía la
mente tan confusa, a causa del sueño y del pañuelo y de la palabra que le dijo
a Elsie, que no sabía qué decir. Sólo se le ocurrió murmurar:
—Le doy cincuenta
libras si con un grito despeja este lugar.
—Veo que no me
cree —dijo Charles—. ¿Es que no ha oído hablar nunca del grito del terror?
Richard meditó y
dijo:
—Bueno, he leído
algo sobre el grito heroico que utilizaban los antiguos guerreros irlandeses y
que hacía retroceder a los ejércitos... ¿y no fue Héctor, el troyano, el que
sabía proferir un terrible grito? También sé que en los bosques de Grecia se
oían unos gritos repentinos. Los atribuyeron al dios Pan, y esos gritos
infundían a los hombres un miedo enloquecedor; precisamente, de esta leyenda
proviene la palabra «pánico». Y recuerdo otro grito mencionado en el Mabinogion, en
la historia de Lludd y Llevelys. Era un chillido que se oía cada víspera del
primero de mayo y que atravesaba todos los corazones, asustando de tal modo a
los hombres, que perdían el color y la fuerza, y las mujeres sus hijos, y los
jóvenes y doncellas el juicio, y los animales, los árboles, la tierra y las
aguas quedaban estériles. Pero este grito lo lanzaba un dragón.
—Sería un mago
británico del clan de los Dragones—dijo Charles—. Yo pertenecía a los Canguros.
Sí, eso concuerda. El efecto no está descrito con exactitud, pero se aproxima
bastante.
Llegaron a la casa
a la una y Rachel estaba en la puerta, con la comida a punto.
—Rachel —dijo
Richard—, te presento al señor Charles, que ha venido a comer. El señor Charles
es un gran viajero.
Rachel se pasó la mano
por la frente como para disipar una nube, pero pudo haber sido el brillo
repentino del sol. Charles le cogió la mano y se la besó, cosa que la
sorprendió. Rachel era graciosa, menuda, con ojos de un azul intenso que
contrastaban con su cabello negro, delicada en sus movimientos y con una voz
bastante grave; tenía un sentido del humor algo extraño.
(—Le gustaría
Rachel —dijo Crossley—, algunas veces viene a visitarme aquí.)
Sería difícil
definir bien a Charles: era de mediana edad y alto, con el cabello gris y una
cara que no estaba quieta ni por un momento; los ojos grandes y brillantes,
unas veces amarillos, otras marrones y otras grises; su voz cambiaba de tono y
de acento según el tema; tenía las manos morenas, con el dorso peludo y las
uñas bien cuidadas. De Richard basta decir que era músico, que no era un hombre
fuerte pero sí un hombre de suerte. La suerte era su fuerza.
Después de comer,
Charles y Richard lavaron juntos los platos y de pronto Richard le preguntó a
Charles si le dejaría escuchar el grito, pues sabía que no podría
tranquilizarse hasta haberlo oído. Sin duda, era peor pensar en una cosa tan
terrible que oírla, porque ahora ya creía en el grito.
Charles dejó de
fregar platos, trapo en mano.
—Como quiera —le
dijo—, pero que conste que ya le he avisado de qué clase de grito se trata. Y
si grito, tiene que ser en un lugar solitario donde nadie más pueda oírlo; y no
pienso gritar en el segundo grado, el grado que mata con certeza, sino en el
primero, que únicamente horroriza. Cuando quiera que pare, tápese los oídos con
las manos.
—De acuerdo
—asintió Richard.
—Aún no he gritado
nunca para satisfacer una frívola curiosidad —explicó Charles—; siempre lo he
hecho cuando mis enemigos han puesto en peligro mi vida, enemigos blancos o negros,
y una vez, cuando me encontré solo en el desierto. Esa vez me vi forzado a
gritar, para obtener comida.
Entonces Richard
pensó: «Bueno, como soy un hombre de suerte, mi suerte me servirá incluso para
esto.»
—No tengo miedo
—le dijo a Charles.
—Iremos a caminar
por las dunas mañana temprano—sugirió Charles—, cuando aún no haya nadie, y
entonces gritaré. Dice usted que no tiene miedo.
Pero Richard tenía
mucho miedo, y lo que empeoraba su miedo era que de algún modo se sentía
incapaz de hablarle a Rachel y contárselo, pues él sabía que, de hacerlo o bien
le prohibiría salir, o bien le acompañaría. Si le prohibía ir, el miedo al
grito y un sentimiento de cobardía se cerniría sobre él para siempre, pero si
iba con él y si resultaba que el grito no era nada, ella hallaría un nuevo
motivo de burla en su credulidad y Charles se reiría con ella; y si
efectivamente resultaba ser algo, muy bien podría volverse loca. Así que no
dijo nada.
Invitaron a
Charles a pasar la noche en su casa y se quedaron charlando hasta muy tarde.
Cuando ya estaban
en la cama, Rachel le dijo a Richard que le gustaba Charles y que, desde luego,
era un hombre que había visto mucho mundo, aunque era un tonto y un crío. Luego
Rachel empezó a decir muchas tonterías. Había tomado un par de copas de vino, y
casi nunca bebía.
—Oh, cariño —le
dijo—, se me olvidó decirte una cosa. Esta mañana me puse los zapatos de la
hebilla cuando tú no estabas, y vi que faltaba una. Seguro que anoche, antes de
irme a dormir, me di cuenta de que la había perdido y sin embargo no debí
registrar la pérdida en mi mente, por lo que en mi sueño se transformó en
descubrimiento; pero algo me dice..., mejor dicho, tengo la certeza de que el
señor Charles guarda la hebilla en su bolsillo, y estoy segura de que él es el
hombre a quien conocimos en nuestro sueño. Pero no me importa, en absoluto.
Richard empezó a
sentir cada vez más miedo, y no se atrevió a contarle lo del pañuelo de seda
negro y lo de las invitaciones de Charles a pasear con él por las dunas. Y lo
que era peor, Charles sólo había utilizado un pañuelo blanco mientras estaba en
su casa, así que no podía estar seguro de si en realidad lo había visto o no.
Volvió la cabeza hacia el otro lado y dijo sin convicción:
—Claro, Charles
sabe muchas cosas. Voy a dar un paseo con él mañana temprano, si no te importa;
un paseo muy de mañana es lo que necesito.
—Ah, yo también
iré —dijo ella.
Richard no sabía
cómo negárselo y comprendió que había cometido una equivocación al decirle lo
del paseo.
—Charles se
alegrará mucho. A las seis, entonces.
A las seis se
levantó, pero Rachel, después del vino, tenía demasiado sueño para ir con
ellos. Lo despidió con un beso y él se marchó con Charles. Richard había pasado
mala noche. En sus sueños nada se presentaba en términos humanos, sino que todo
era confuso y temible, y nunca se había sentido tan distante de Rachel desde su
matrimonio; además, el temor al grito aún le roía por dentro. Y también tenía
hambre y frío. Soplaba un viento fuerte de las montañas hacia el mar y caían
algunas gotas de lluvia.
Charles casi no
pronunció palabra; mascaba un tallo de hierba y caminaba deprisa. Richard se
sintió mareado y dijo a Charles:
—Espere un
momento. Tengo flato en el costado.
Se detuvieron y
Richard preguntó, jadeante:
— ¿Qué clase de
grito es? ¿Es fuerte o estridente? ¿Cómo se produce? ¿Cómo puede enloquecer a
un hombre?
Al ver que
guardaba silencio, Richard continuó con una sonrisa tonta:
—No obstante, el
sonido es una cosa curiosa. Recuerdo que cuando estudiaba en Cambridge le tocó
una noche a un alumno de King's College leer el pasaje de la Biblia. No había
pronunciado diez palabras cuando comenzó a oírse un crujido, acompañado de una
resonancia y un rechinar, y empezaron a caer trozos de madera y polvo del
techo; resultaba que su voz estaba perfectamente armonizada con la del edificio
y tuvo que callar porque podía haberse desplomado el techo, del mismo modo que
se puede romper una copa de vino si se acierta su nota en un violín.
Charles accedió a
responder:
—Mi grito no es
una cuestión de tono ni de vibración, sino algo que no puede explicarse. Es un
grito de pura maldad, y no tiene un lugar fijo en la escala. Puede asumir
cualquier nota. Es el terror puro, y si no fuera por cierta intención mía, que
no necesito contarle, me negaría a gritar para
usted.
Richard tenía el
gran don del miedo, y esta nueva descripción del grito le inquietó todavía más;
hubiese deseado estar en casa, en la cama, y que Charles se encontrase a dos
continentes de distancia. Pero se sentía fascinado. Ahora estaban cruzando el
herbazal, pasando entre el esparto, que le pinchaba a través de los calcetines
y los empapaba.
Estaban ya en las
desnudas dunas. Desde la más alta, Charles miró a su alrededor; podía
contemplar la playa que se extendía tres kilómetros o más. No se veía a nadie.
Entonces Richard vio cómo Charles sacaba una cosa de su bolsillo y la usaba
despreocupadamente para hacer malabarismos, lanzándola de la punta de un dedo a
otra, impulsándola con el índice y el pulgar para que diera vueltas en el aire
y luego recogiéndola sobre el dorso de la mano. Era la hebilla de Rachel.
Richard respiraba
con dificultad, le latía violentamente el corazón y estuvo a punto de vomitar.
Tiritaba de frío y al mismo tiempo sudaba. Pronto llegaron a un espacio abierto
entre las dunas, cerca del mar. Había un banco de arena de cierta altura sobre
el cual crecían unos cardos y un poco de hierba de un verde pálido, y el suelo
estaba lleno de piedras, traídas hasta allí por el mar, años antes, según se
deducía.
Aunque el lugar
estaba situado detrás del primer terraplén de dunas, había una abertura en la
línea, quizá causada por la irrupción de una marea alta, y los vientos que
continuamente corrían por aquel hueco lo dejaban limpio de arena. Richard tenía
la mano en el bolsillo del pantalón, buscando calor, y se dedicó a enrollar
nerviosamente un trozo blando de cera alrededor del índice derecho: el cabo de
una vela que se le había quedado en el bolsillo la noche anterior, cuando bajó
a cerrar la puerta.
— ¿Está preparado?
—preguntó Charles.
Richard asintió
con la cabeza.
Una gaviota bajó
hasta la cima de las dunas y volvió a alzar el vuelo, chillando, cuando les
vio.
—Póngase junto a
los cardos —dijo Richard con la boca seca— y yo me quedaré aquí donde están las
piedras, no demasiado cerca. Cuando levante la mano, ¡grite! Cuando me lleve
los dedos a los oídos, pare enseguida.
Así pues, Charles
se desplazó unos veinte pasos hacia los cardos. Richard vio sus anchas espaldas
y el pañuelo de seda negro que sobresalía de su bolsillo. Recordó el sueño y la
hebilla del zapato, y el miedo de Elsie. Rompió su resolución y rápidamente
partió en dos el trozo de cera y se tapó los oídos. Charles no le vio.
Se volvió y
Richard le hizo la señal con la mano. Charles se inclinó de un modo extraño,
sacando la barbilla y mostrando los dientes. Richard jamás había visto tal
mirada de terror en la cara de un hombre. Para esto no estaba preparado. La
cara de Charles, que normalmente era blanda y cambiante, incierta como una
nube, se endureció hasta parecer una áspera máscara de piedra, al principio
blanca como la muerte, y luego el color se fue extendiendo, empezando por los
pómulos, primero rojo, luego de un rojo más intenso y al final negro, como si
estuviera a punto de ahogarse. Entonces se le fue abriendo la boca hasta el
máximo, y Richard cayó de bruces, con las manos sobre los oídos, en un desmayo.
Cuando volvió en
sí se encontró solo, tendido entre las piedras. Se incorporó y, al sentirse
entumecido, se preguntó si llevaría mucho tiempo allí. Se encontraba muy débil,
con náuseas, y en el corazón un escalofrío más helado que el que sentía en su
cuerpo. No podía pensar. Puso la mano en el suelo para levantarse y se apoyó en
una piedra; era más grande que casi todas las demás. La cogió y palpó su superficie
distraídamente. Su mente divagó. Empezó a pensar en el trabajo de zapatero,
sobre el cual nunca había sabido nada pero cuyo arte le resultaba ahora
totalmente familiar.
—Debo de ser un
zapatero —dijo en voz alta. Luego se corrigió:
—No, soy músico.
¿Será que me estoy volviendo loco?
Tiró la piedra;
dio contra otra y rebotó.
—Veamos, ¿por qué
habré dicho que era un zapatero? —se preguntó—. Hace un momento, me pareció que
sabía todo lo que hay que saber sobre la profesión de zapatero, y ahora no sé
nada en absoluto sobre este tema. Tengo que volver a casa con Rachel. ¿Por qué
se me ocurriría salir?
Entonces vio a
Charles sobre una duna, a unos cien metros de distancia, con la mirada perdida
en el mar. Recordó su miedo y se aseguró de que aún tenía la cera puesta en los
oídos; se puso en pie tambaleándose. Notó como si algo se agitase en la arena y
vio en ella un conejo tendido sobre un costado, retorciéndose a sacudidas,
presa de convulsiones. Al acercarse Richard, la agitación cesó: el conejo estaba
muerto.
Richard se
arrastró por detrás de una duna para no ser visto por Charles y luego echó a
andar hacia su casa, corriendo con torpeza sobre la blanda arena. No había
avanzado veinte pasos cuando encontró la gaviota. Estaba de pie sobre la arena,
como atontada, y, en lugar de echar a volar cuando se acercó Richard, cayó
muerta.
Richard no supo
cómo llegó a casa, pero se encontró en ella abriendo la puerta trasera y se
arrastró a gatas escaleras arriba. Se destapó los oídos. Rachel estaba
incorporada en la cama, pálida y temblorosa.
—Menos mal que has
regresado —dijo—. He tenido una pesadilla, la peor de toda mi vida. Fue
espantoso. Yo estaba en mi sueño, en el más profundo sueño que he tenido, como
el que te conté. Era como una piedra, y sentía que estaba próxima a ti; tú eras
tú, estaba bien claro, aunque yo era una piedra, y tú sentías mucho miedo y yo
no podía hacer nada para ayudarte, y tú esperabas algo y ese algo terrible no
te ocurrió a ti sino a mí. No puedo decirte lo que era, pero sentía como si
todos mis nervios chillaran de dolor al mismo tiempo, y me estuvieran
atravesando una y otra vez con el rayo de alguna luz intensa y maligna que me
hacía retorcer. Me desperté y mi corazón latía tan deprisa que apenas si podía
respirar. ¿Crees que tuve un ataque cardíaco y que mi corazón se saltó un
latido? Dicen que uno se siente así. ¿Dónde has estado, cariño? ¿Dónde está el
señor Charles?
Richard se sentó en la cama y le cogió la
mano.
—Yo también he
tenido una mala experiencia —le dijo—. He salido a pasear junto al mar, con
Charles, y mientras él se adelantaba para escalar la duna más alta, sentí como
un desmayo y caí sobre un montón de piedras, y cuando recobré el sentido el
miedo me había empapado en sudor y tuve que volver enseguida a casa. Así que he
regresado solo, corriendo. Ocurrió hará cosa de media hora. No le contó nada
más. Le preguntó si podía volver a meterse en la cama y si ella podría preparar
el desayuno. Eso era algo que no había hecho en todos sus años de casada.
—Estoy tan enferma
como tú —contestó ella. Quedaba entendido entre ellos que Rachel siempre estaba
enferma; Richard tenía que encontrarse bien.
—No es verdad —le
dijo él, y volvió a desmayarse. Rachel le ayudó de mala gana a meterse en la
cama, se vistió y bajó lentamente las escaleras. Un olor a café y bacon subió
a su encuentro y allí estaba Charles, con el fuego encendido y dos desayunos
sobre una bandeja. Fue tanto su alivio al no tener que preparar el desayuno y
tanta su confusión debido a la experiencia que había tenido, que le dio las
gracias y le dijo que era un sol, y él le besó la mano con seriedad y se la
apretó. Había hecho el desayuno tal como a ella le gustaba: el café bien fuerte
y los huevos fritos por ambos lados.
Rachel se enamoró
de Charles. A menudo se había enamorado de otros hombres antes y después de su
matrimonio, pero cuando ocurría tenía por costumbre contárselo a Richard, igual
que él acordó contárselo siempre a ella; de este modo, la pasión sofocada
hallaba un desahogo y no había celos, porque ella siempre le decía (igual que
él podía decírselo a ella): «Sí, estoy enamorada de fulano,
pero sólo te amo a ti.»
Nunca había ido
más lejos la cosa. Pero esto era diferente. De algún modo, no sabía por qué, no
podía admitir que estaba enamorada de Charles, pues ya no amaba a Richard. Le
odiaba por estar enfermo y le dijo que era un perezoso y un farsante. Así pues,
sobre las doce, Richard se levantó, pero anduvo gimiendo por el dormitorio
hasta que ella le mandó de nuevo a la cama a seguir gimiendo.
Charles la ayudaba
con el trabajo de la casa, guisando todas las comidas, pero no subió a ver a
Richard porque no se lo habían pedido. Rachel se sentía avergonzada, y se
disculpó ante Charles por la grosería de Richard al marcharse corriendo de
aquel modo.
Pero Charles
explicó apaciblemente que no lo había tomado como un insulto; también él se
había sentido extraño aquella mañana, pues era como si algo se agitara en el
aire cuando llegaron a las dunas. Ella le dijo que también había notado esta
sensación extraña. Más tarde, Rachel descubrió que todo Lampton hablaba de lo
mismo. El médico sostenía que se trataba de un temblor de tierra, pero la gente
del campo decía que había sido el demonio que pasaba por allí. Había venido a
buscar el alma negra de Salomón Jones, el guardabosque, a quien encontraron
muerto aquella mañana en su casita cerca de las dunas.
Cuando Richard
pudo bajar y caminar un poco sin gemir, Rachel lo mandó al zapatero a comprarle
una hebilla nueva para su zapato. Lo acompañó hasta el fondo del jardín. El
camino bordeaba una escarpada pendiente. Richard parecía enfermo y gemía
levemente al andar, así que Rachel, medio enfadada y medio en broma, le dio un
empujón y le hizo caer cuesta abajo rodando entre ortigas y hierro viejo. Luego
regresó a la casa, riendo a carcajadas. Richard suspiró, intentó a su vez
reírse de la broma que le había gastado Rachel —aunque ella ya se había ido—,
se levantó con esfuerzo, sacó los zapatos de entre las ortigas y al cabo de un
rato subió despacio por la cuesta, salió por la verja y bajó por el sendero, deslumbrado
por el resplandor del sol.
Cuando llegó a
casa del zapatero, se sentó pesadamente. El zapatero se alegró de poder charlar
con él.
—Tiene mala cara
—dijo el zapatero.
—Sí—contestó
Richard—, el lunes por la mañana tuve una especie de desmayo; sólo ahora
empiezo a recuperarme.
— ¡Madre mía!
—exclamó el zapatero—. Si usted tuvo una especie de desmayo, ¿qué no tendría
yo? Fue como si alguien me estuviese manoseando en carne viva, como si me
hubieran despellejado. Era como si alguien hubiese cogido mi alma y se hubiese
puesto a hacer malabarismos con ella, tal como se juega con una piedra, y la
hubiese lanzado al aire, arrojándola muy lejos. Nunca se me olvidará la mañana
del pasado lunes.
A Richard se le
ocurrió la extraña idea de que era el alma del zapatero lo que él había tocado
en forma de piedra. «Es posible —pensó— que las almas de cada hombre, mujer y
niño de Lampton estén entre aquellas piedras.» Pero no dijo nada de todo esto,
pidió la hebilla y regresó a su casa.
Rachel le esperaba
con un beso y una broma; Richard podía haber guardado silencio, pues su
silencio siempre la hacía sentirse avergonzada. «Pero ¿por qué hacerla sentirse
avergonzada? —pensó—. De la vergüenza pasa luego a la justificación y busca una
riña por otro lado, que siempre es diez veces peor que la burla. Me lo tomaré
alegremente y aceptaré la broma.»
Se sentía infeliz.
Y Charles se había instalado en la casa: trabajador, con voz suave, y
poniéndose continuamente de parte de Richard contra las mofas de Rachel. Eso
resultaba mortificante porque a Rachel no le importaba.
(—Lo que ahora
sigue —dijo Crossley— es el alivio cómico, el relato de cómo Richard volvió a
las dunas, al montón de piedras, e identificó las almas del médico y del
párroco [la del médico porque tenía forma de botella de whisky, y la del
párroco porque era negra como el pecado original] y cómo se demostró a sí mismo
que esta idea no era una fantasía. Pero me saltaré este trozo y llegaré al
momento en que Rachel, dos días más tarde, se volvió de pronto afectuosa y amó
a Richard, según ella, más que nunca.)
La razón fue que
Charles se había marchado, nadie sabía a dónde, y de momento había mitigado la
magia de la hebilla, porque tenía la seguridad de que podría renovarla a su vuelta.
Así que al cabo de un par de días Richard ya se encontró mejor y todo fue como
había sido siempre, hasta una tarde en que se abrió la puerta y allí estaba
Charles.
Entró sin saludar
siquiera y colgó el sombrero en la percha. Se sentó al lado del fuego y
preguntó:
— ¿Cuándo estará
lista la cena?
Richard miró a
Rachel, levantando las cejas, pero Rachel parecía fascinada por aquel hombre.
—A las ocho
—respondió con su voz grave, e, inclinándose, le sacó las botas llenas de fango
y le trajo un par de zapatillas de Richard.
—Bien. Ahora son
las siete —dijo Charles—. Dentro de una hora, la cena. A las nueve, el chico
traerá el periódico de la tarde. A las diez, Rachel, tú y yo dormiremos juntos.
Richard pensó que
Charles se había vuelto loco de repente. Pero Rachel respondió serenamente:
—Pues claro que
sí, querido.
Luego se volvió
hacia Richard con una mirada perversa y le dijo:
—Y tú, hombrecito,
¡ya te estás largando!
Y le dio una
bofetada en la mejilla, con todas sus fuerzas. Richard se quedó aturdido, acariciándose
la mejilla.
Como no podía
creer que Rachel y Charles se hubieran vuelto locos a la vez, debía de ser él
el loco. De todos modos, Rachel sabía lo que quería y tenían un pacto secreto
mediante el cual si alguno de los dos alguna vez quisiese romper la promesa del
matrimonio, el otro no tenía que impedírselo. Habían hecho este pacto porque
querían sentirse unidos por amor más que por ceremonia. Así que, con toda la
calma que pudo reunir, dijo:
—Muy bien, Rachel.
Os dejaré a los dos.
Charles le lanzó
una bota, diciendo:
—Si metes la nariz
en la puerta a partir de este momento y hasta la hora del desayuno, gritaré
hasta dejarte la cabeza sin orejas.
Cuando Richard
salió, esta vez no sintió miedo sino un frío interior y la mente bastante
despejada. Cruzó la verja, bajó por el sendero y atravesó el herbazal. Faltaban
aún tres horas para la puesta de sol. Bromeó con los niños que jugaban un
improvisado partido de criquet en el campo de la escuela. Empezó a tirar
piedras, haciéndolas rozar la superficie del agua. Pensó en Rachel y los ojos
se le llenaron de lágrimas. Entonces empezó a cantar para consolarse.
—Ay, desde luego
debo de estar loco —dijo—, y ¿dónde demonios está mi suerte? Por fin llegó a
las piedras.
—Ahora encontraré
mi alma en este montón —murmuró—, y la romperé en cientos de pedazos con este
martillo.
Había cogido el
martillo de la carbonera al salir. Entonces empezó a buscar su alma. Ahora bien,
se puede reconocer el alma de otro hombre o de otra mujer, pero uno nunca puede
reconocer la suya propia.
Richard no pudo
encontrar la suya. Pero dio por casualidad con el alma de Rachel y la reconoció
(una piedra delgada y verde con centelleos de cuarzo) porque ella estaba
alejada de él en aquel momento. Junto a ésta había otra piedra, un sílex feo e
informe, de un color marrón abigarrado.
—Voy a destruir
esto —juró—, debe de ser el alma de Charles.
Besó el alma de
Rachel y fue como besar sus labios. Luego tomó el alma de Charles y alzó el
martillo.
— ¡Te golpearé
hasta convertirte en cincuenta fragmentos! —gritó.
Se detuvo. Richard
tenía escrúpulos. Sabía que Rachel amaba a Charles más que a él, y se sintió
obligado a mantener el pacto. Había otra piedra (la suya sin duda), al otro
lado de la de Charles, era lisa, de granito gris, y del tamaño de una pelota de
criquet.
—Romperé mi propia
alma en pedazos y ése será mi final —se dijo a sí mismo.
El mundo se tornó
negro, la vista se le nubló y estuvo a punto de desmayarse. Pero se recuperó y
con un tremendo grito dejó caer el martillo —crac, y otra vez, crac— sobre la
piedra gris.
Se partió en
cuatro trozos, despidiendo un olor que parecía de pólvora, y cuando Richard se
dio cuenta de que aún estaba vivo y entero, empezó a reír y a reír. ¡Oh, estaba
loco, completamente loco! Tiró el martillo, se tumbó, exhausto, y se quedó
dormido.
Se despertó cuando
se ponía el sol. De regreso a casa iba confuso, pensando: «Esto ha sido una
pesadilla y Rachel me ayudará a salirme de ella.» Cuando llegó a las afueras
del pueblo encontró a un grupo de hombres que hablaban animadamente bajo un
farol. Uno decía:
—Ocurrió sobre las
ocho, ¿verdad?
—Sí —dijo el otro.
—Estaba más loco
que una cabra —comentó otro—. «Si me tocan gritaré —dijo—. Gritaré hasta que
les dé algo, a todo este maldito cuerpo de policía. Gritaré hasta volverles
locos.» Y entonces dice el inspector: «Vamos, Crossley, ponga las manos en
alto; por fin le tenemos acorralado.» «Les doy una última oportunidad —dice el
otro—. Márchense y déjenme solo, o gritaré hasta que queden muertos y rígidos.»
Richard se había
detenido a escuchar.
— ¿Y qué le
ocurrió entonces a Crossley? —siguió el otro—. ¿Y qué dijo la mujer?
—«Por lo que más
quiera —le dijo la mujer al inspector—, márchese o le matará.»
— ¿Y gritó?
—No gritó. Se le
arrugó la cara por un momento y respiró profundamente. Ay, Dios mío, nunca en
mi vida he visto una cara tan horrorosa. Luego tuve que tomarme tres o cuatro
coñacs. Y al inspector va y se le cae el revólver y se le dispara, pero nadie
se hizo daño. Entonces, de pronto ese hombre, Crossley, presenta un cambio. Se
da unas palmadas en los costados, y luego en el corazón, y la cara se le pone
otra vez lisa y como muerta. Entonces se echa a reír y a bailar, y a hacer
cabriolas, y la mujer le mira fijamente y no se cree lo que ve, y la policía se
lo lleva. Si al principio estaba loco, luego se volvió chiflado pero
inofensivo, y no les causó ningún problema. Se lo han llevado en una ambulancia
al manicomio de West County.
Así que Richard
volvió a casa con Rachel y se lo contó todo y ella también a él, aunque no
había mucho que contar. No se había enamorado de Charles, dijo Rachel; sólo
quería molestar a Richard y nunca había dicho nada ni había oído decir nada a
Charles que se pareciese siquiera un poco a lo que le contaba él; debía de
formar parte de su sueño. Ella le había amado siempre y únicamente a él, a
pesar de sus defectos, que se puso a enumerar: su tacañería, su locuacidad, su
desorden... Charles y ella habían cenado tranquilamente y a ella le había
parecido mal que Richard se hubiese marchado de este modo, sin dar explicación
alguna, y que hubiese estado tres horas fuera. Charles pudo haberla asesinado.
Incluso había empezado a darle algún empujón, para divertirse, porque quería
que bailase con él, y luego llamaron a la puerta y el inspector gritó:
—Walter Charles
Crossley, en nombre del rey, queda arrestado por el asesinato de George Grant,
Harry Grant y Ada Coleman en Sydney, Australia. Entonces Charles se había
vuelto loco de remate. Dirigiéndose a una hebilla de zapato que había sacado
del bolsillo, había dicho:
—Guárdamela para
mí.
Luego le había
dicho a la policía que se fuera o gritaría hasta matarles. Acto seguido, hizo
una mueca aterradora y entonces le dio una especie de ataque de nervios.
—Era un hombre
bastante agradable —concluyó Rachel—, ¡me gustaba tanto su cara y me da tanta
pena!
— ¿Le ha
gustado la historia? —preguntó Crossley.
—Sí —dije yo,
ocupándome del tanteo—, un estupendo cuento milesio. Lucio Apuleyo, le
felicito. Crossley se volvió hacia mí con expresión preocupada, los puños
cerrados, tembloroso.
—Cada palabra es
cierta —dijo—; el alma de Crossley se rompió en cuatro pedazos y yo soy un
loco. No es que culpe a Richard ni a Rachel. Forman una agradable pareja de
tontos enamorados y nunca les he deseado ningún daño; a menudo me vienen a
visitar aquí. De todos modos, ahora que mi alma yace rota en pedazos, he
perdido mis poderes. Sólo me queda una cosa —añadió—, y esa cosa es el grito.
Yo había estado
tan ocupado llevando la puntuación y escuchando la historia al mismo tiempo,
que no había notado la tremenda acumulación de nubes negras que se iban
acercando hasta extenderse por delante del sol y oscurecer todo el cielo. Cayeron
gotas de lluvia tibias, nos deslumbró el destello de un relámpago y con él sonó
el violento y seco estampido de un trueno.
En un momento,
reinó la confusión. Cayó una lluvia que lo empapaba todo, los jugadores echaron
a correr buscando abrigo y los locos empezaron a chillar, a rugir y a pelearse.
Un joven alto, el mismo B. C. Brown que en otro tiempo había jugado con el
equipo de Hants, se quitó toda la ropa y corría por allí en cueros. Fuera de la
cabina, un hombre viejo con barba se puso a rezarle al trueno:
— ¡Bah! ¡Bah!
¡Bah!
A Crossley los
ojos se le contraían de orgullo.
—Sí—dijo,
señalando el cielo—, el grito se parece a esto; ésta es la clase de efecto que
produce, pero yo puedo mejorarlo.
De pronto, la cara
se le inmutó y su expresión reflejó tristeza y una preocupación infantil.
— ¡Dios mío!
—exclamó—. Me volverá a gritar ese Crossley, ya lo verá. Me helará hasta la
médula.
La lluvia
repiqueteaba sobre el tejado de zinc y casi no podía oírle. Otro relámpago,
otro estampido seco de trueno, aún más fuerte que el primero.
—Pero eso no es
más que el primer grado —gritó en mi oído—, es el segundo grado el que mata. Ah
—continuó—, ¿es que no me entiende? —Me sonrió neciamente—. Ahora yo soy
Richard y Crossley me va a matar.
El hombre desnudo
iba corriendo de aquí para allá, blandiendo un palo de wicket en
cada mano y chillando; una desagradable escena.
— ¡Bah! ¡Bah!
¡Bah! —rezaba el viejo, mientras la lluvia le caía a chorro por la
espalda desde el sombrero que llevaba echado hacia atrás.
—Tonterías —le dije—,
sea un hombre y recuerde que usted es Crossley. Usted le da mil vueltas a
Richard. Tomó parte en un juego y perdió. Richard tuvo la suerte, pero usted
aún tiene el grito.
Yo mismo me sentía
un poco loco. Entonces el médico del manicomio entró corriendo en la cabina con
los pantalones blancos chorreando, las defensas y los guantes aún puestos, y
sin las gafas. Había oído cómo levantábamos la voz y separó violentamente las
manos de Crossley de las mías.
— ¡A su dormitorio
enseguida! —le ordenó.
—No me iré —dijo
Crossley, orgulloso de nuevo—, ¡miserable domador de serpientes y tartas de
manzana!
El médico lo cogió
por la chaqueta e intentó sacarle a empujones. Crossley le echó a un lado; en
sus ojos brillaba la locura.
—Salga —le ordenó—
y déjeme aquí solo, o gritaré. ¿No me oye? Gritaré. Os mataré a todos,
¡malditos! Gritaré hasta echar abajo el manicomio. Quemaré la hierba. Gritaré.
Tenía la cara desfigurada por el terror. Una mancha roja apareció en cada
pómulo y se extendió por toda su cara.
Me tapé los oídos
con los dedos y salí corriendo de la cabina. Había corrido unos veinte metros
cuando una indescriptible y súbita quemazón me hizo dar varias vueltas,
dejándome aturdido y entumecido.
No sé cómo logré
escapar de la muerte; supongo que soy un hombre con suerte, como el Richard de
la historia. Pero el rayo cayó sobre Crossley y el médico y los mató.
El cadáver de
Crossley fue hallado rígido; el del médico estaba acurrucado en un rincón, con
las manos en las orejas. Nadie se lo explicaba, porque la muerte había sido
instantánea y el médico no era persona capaz de taparse los oídos para no oír
los truenos.
Resulta un final
bastante insatisfactorio decir que Rachel y Richard eran los amigos con quienes
me hospedaba. Crossley los había descrito muy acertadamente, pero cuando les
conté que un hombre llamado Charles Crossley había muerto fulminado por un rayo
junto con su amigo el médico, parecieron tomarse la muerte de Crossley como
cosa de poca importancia comparada con la del doctor. Richard no se inmutó y
Rachel dijo:
— ¿Crossley? Creo
que era aquel hombre que se hacía llamar «El ilusionista australiano» y que nos
hizo aquella fantástica demostración de magia el otro día. Su único accesorio
era un pañuelo de seda negro. ¡Me gustaba tanto su cara! Ah, y a Richard no le
gustaba en absoluto.
—No, no podía
soportar su forma de mirarte sin cesar —dijo Richard.
Me gusto mucho este cuento pero me dejo muchas dudas. Acaso Crossley personifica al demonio
ResponderEliminary en este caso el demonio posee alma'? Y Hay acaso una alusion a lo sobrenatural en la muerte de Crossley ? estas son mis dudas. Norma
Para mi no es el demonio, es simplemente un loco que cree tener el poder de matar con su grito, que, si mal no leí, nadie escuchó, sólo vieron la cara horrorosa que pone (que me recuerda la que ponen los jugadores rugby de Nueva Zelanda y Australia). Y por otro lado, en el cuento que él relata sí hay varios hechos sobrenaturales: el alma en las rocas, los sueños interrelacionados y cumplidos, etc. MARIA
EliminarEs un autor para seguir leyendo!! Este cuento en particular, tiene un inicio poco atrapante, pero superado esos pocos renglones, es cuando comienza la historia mágica!!muchas partes tuve que releer para comprenderlo mejor, pero creo que en eso reside su surrealismo !!
ResponderEliminarEs un cuento redifícil xq tiene muchas interpretaciones, es para charlar. Incluso el tipo escribió sobre historia, asís que también debe tener un significado totémico eso de las piedras. Es el autor de YO CLAUDIO, que daban hace muuuuuchos años x televisión. Patricia
ResponderEliminarMe gustó mucho el recurso de poner un cuento fantástico dentro de otro cuento fantástico (fíjense que está diferenciado por el tipo de letra): en los dos se produce esa "vacilación" en el personaje y en el lector, la duda de si lo que está pasando es real o imaginario, o es un sueño; la duda de si lo que cuenta el loco sobre el grito es real (recuerden la posición de taparse las orejas del doctor que murió junto con él después del rayo) o fruto de una especulación de un demente.
ResponderEliminarMe pareció muy interesante y poético eso de cuestionar dónde reside el alma, y la posibilidad de que esté en una piedra y si se rompe , el alma de esa persona queda partida.
También hay mucho de surrealismo, como opinó Analía ( que aparece como Unknown) en la interrelación de lo que sueñan y de lo que pasa.
MARIA
El Grito. Fui y vine con los personajes, de la realidad al sueño, y del sueño al relato del "loco" del manicomio. Criquet, un pequeño pueblo de la campiña, el manicomio, la iglesia, monumentos megalíticos, ambientan el típico cuento ingles. Con una trama fantastica y de terror. El grito que mata el alma? Un cuento que lleva a analizar donde se encuentra lo que nos hace humanos. Muy interesante.
ResponderEliminarAnaofelia
EliminarMe gusto.El tema de la existencia del alma fuera del cuerpo y materializadas , en piedras, con la posibilidad de destruirse. Se mezcla la demencia o locura, el delirio, los sueños premonitoris, lo fantástico ,pero lo que me impacto fue el GRITO. Que representa ese grito aterrador ,que paraliza, que mata.Es la muerte que lo viene a buscar...ADRIANA
ResponderEliminarEspero tener suerte y que no se borre..
ResponderEliminarMuchas veces me pregunté dónde está lo que llamamos alma, espíritu. En una parte del cuento en el diálogo entre Richard y el forastero este dice que discrepa con el predicador que sostiene que el alma está en el cuerpo. Para él estaba fuera. Me cuesta pensarla fuera del cuerpo. Para mí, aunque no sea de manera absoluta, nuestro cerebro está involucrado en los procesos espirituales.
Chicas, me copé con los comentarios, qué bueno! Reinteresantes,tantas maneras distintas de leer el cuento, qué maravilla. Eso me encanta de los cuentos fantásticos, que tienen tantos significados como lectores.
ResponderEliminarBusqué el grito en la mitología y encontré esto: Banshee (mitología celta)
ResponderEliminar. Son consideradas hadas y mensajeras del otro mundo. Se cree que las aos sí (‘personas de los túmulos’, ‘personas de paz’) son remanentes de deidades, espíritus de la naturaleza o los ancestros También son criaturas europeas sobrenaturales que al gritar causan desastres. Mucha gente presume que las banshees tienen el poder de romperle los tímpanos a cualquier persona que se les cruce con su poderoso grito.
Yo estoy segura que el grito que mata es un atributo de algún dios,pero no lo encuentro. Si alguna lo encuentra, súbanlo xfa