Cuento: "El hacha pequeña de los
indios" de Abelardo Castillo
Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por
eso ésta era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos
llenos de perplejidad (o de algo parecido a la perplejidad, que también se
parecía un poco a la locura), pero la muchacha sólo reparó en su asombro porque
él había sonreído de inmediato y cuando ella le preguntó qué era lo que había
estado a punto de decirle, el hombre alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y
se rió, y siguió riéndose como si aquello ya no tuviese importancia puesto que
estaba loco de alegría, como si realmente se hubiera vuelto loco de alegría.
Por eso, cuando ella fue hacia el
dormitorio y agregó no tardes, el hombre dijo que no. Voy en seguida, dijo.
Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto al aparador de cedro, nueva
todavía, sin usar, porque esas cosas son en realidad adornos o poco menos que
se regalan en los casamientos pero que nadie utiliza y quedan colgadas ahí,
como ésta, en el mismo sitio desde hace un año, haciéndole recordar cada vez
que la miraba (de un lado el filo; del otro, una especie de maza, con puntas,
para macerar carne) viejas historias de indios cuando él era Ojo de Halcón y
mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha parecida a ésta. Sólo que
aquélla era de palo y ésa estaba ahí, de metal brillante, frente al hombre que
ahora, al levantarse y cruzar la habitación, evocó la primera noche que cruzó
esta habitación igual que ahora, el día que se casaron pese al gesto ambiguo de
los amigos, pese a las palabras del médico, la noche un poco casual en que se
encontraron casados y mirándose con sorpresa, riéndose de sus propias caras,
después de aquel noviazgo o juego junto al mar en el que hasta hubo una gitana
y fuegos artificiales y un viejo napolitano que cantaba romanzas, fin de semana
o sueño que él recordaba desde el fondo de un país de agua como una sola y
larga madrugada verde, como estar desnudo y algo ebrio sobre una arena lunar,
de tan limpia, como un gusto a ola o a piel mojada pero sobre todo como un
jirón de música de acordeón y la voz del viejito napolitano en alguna cantina
junto a los malecones, vértigo que se consumó en dos días porque la muchacha
era hermosa –linda como una estampa de la Virgen, dijo mamá al verla, te hará
feliz, y también lo había dicho la gitana, que sin embargo bajó los ojos y no
aceptó el dinero–, y de pronto estaban riéndose y casados, pese al gesto
cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella quería tener un hijo y a
la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al
espermograma y al dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un
chico, cada vez que la veía acariciarles la cabeza y jugar atolondradamente con
ellos como una pequeña hermana mayor de ojos alocados y manos como pájaros,
pensaba estoy haciendo una porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco
parecido al que lo mareaba ahora, en el momento de descolgar el hacha pequeña,
mientras la sopesaba lo mismo que sopesó durante un año entero la idea de
contárselo todo, de contarle que al casarse con ella él le había matado de
algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín tropezante que
jamás podría andar cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes por la casa:
hasta que al fin esta misma tarde él decidió contárselo todo porque supo
secretamente que ella, la muchacha de ojos alocados y manos como pájaros, la
perra, entendería. Y llegó a la casa pensando en el tono con que pronunciaría
sus primeras palabras esa noche (tengo que decirte algo), el tono
intrascendente o ingenuo que tienen siempre las grandes revelaciones. Por eso
el hombre estaba cruzando ahora la habitación y empuñaba el hacha pequeña de
los indios que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a la
grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía algo
que decirle: algo que ella había dicho con el tono intrascendente e ingenuo de
las grandes revelaciones. "Vamos a tener un hijo", había dicho.
Simplemente. Después, hizo un paso de baile y una reverencia.
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