martes, 3 de noviembre de 2020

El todo que surca la nada

 

EL TODO QUE SURCA LA NADA, CÉSAR AIRA

 

Al gimnasio van dos señoras que charlan sin parar; ocasionalmente con otros, entre ellas todo el tiempo. Parecen amigas de toda la vida, que lo tienen todo en común; teñidas del mismo matiz de rubio, la misma ropa, las mismas reacciones, seguramente los mismos gustos; hasta la voz la tienen semejante. Son de esas señoras de edad intermedia, pasados los cincuenta, que deciden ir juntas al gimnasio a hacer algo por su cuerpo, porque solas no irían. No es que éstas dos necesiten mucho una actividad física extra, porque son flacas y activas y parecen en buena forma. Señoras de barrio, sin nada especial como no sea la locuacidad, que está lejos de ser una rareza. Tampoco necesitan el gimnasio para conversar, porque empiezan antes; llegan hablando; si en ese momento yo estoy en una de las bicicletas cerca de la entrada, oigo sus voces cuando suben la escalera; hablan en el vestuario mientras se cambian, hacen sus ejercicios juntas sin parar de hablar un momento, en las bicicletas, las cintas, los aparatos; y se van hablando. No fui el único en observarlo. Una vez las oía desde el vestuario de hombres (ellas estaban en el de damas), hablando, hablando, hablando, y le dije al instructor: “Cómo hablan, ésas dos.” Asintió arqueando las cejas: “Es terrorífico. ¡Y lo que dicen! ¿Las has escuchado?” No, no lo había hecho, aunque habría sido fácil porque hablan en voz alta y clara, como esa gente que no tiene secretos ni intimidades; se conforman a ese estereotipo de señoras de barrio, esposas, madres, amas de casa, como todas las demás, seguras de sí mismas y de su representatividad. Una vez, hace años y en otro gimnasio, había visto un caso parecido pero distinto, dos chicas que hablaban todo el tiempo, aun mientras estaban haciendo ejercicios aeróbicos muy exigentes; eran muy jóvenes y debían de tener unos pulmones formidables; un día que estaban en sendas colchonetas enfrentadas haciendo flexiones abdominales de las que dejan sin aliento, y no paraban de hablar, se las señalé de lejos a la instructora de ese gimnasio, que me dijo disculpándolas: “Es que son muy amigas y las dos trabajan todo el día: éste es el único rato que pasan juntas”. No es el caso de estas dos señoras, que evidentemente pasan el día juntas: las he visto por el barrio haciendo compras, mirando vidrieras o sentadas en un café, siempre hablando, hablando, hablando.

Hasta que un día, por casualidad, seguramente porque se ubicaron en bicicletas vecinas a la mía, oí lo que decían. No recuerdo qué era, pero sí recuerdo que me causó una impresión rara, de una rareza que no pude definir en el momento pero que de algún modo inconsciente y más bien desganado (después de todo, a mí qué me importaba) me prometí explicarme.

Aquí debo aclarar algo de mí, y es que hablo poco, creo que demasiado poco, y creo que eso perjudica mi vida social. No es que tenga dificultades para expresarme, o tengo las dificultades normales que tiene todo el mundo para expresar algo difícil de poner en palabras, e inclusive diría que tengo menos, porque mi largo trato con la literatura ha terminado por darme una capacidad superior al promedio para utilizar el lenguaje. Pero no tengo el don del small talk, y es inútil que trate de aprenderlo o cultivarlo porque lo hago sin convicción. Mi estilo de conversación es espasmódico (alguien lo calificó una vez de “ahuecante”). A cada frase se abren vacíos, que exigen un recomienzo. No puedo mantener una continuidad. En pocas palabras, “hablo cuando tengo algo que decir”. Supongo que mi problema, cuyas raíces bien podrían estar en ese largo trato con la literatura, está en que le doy demasiada importancia al tema. Conmigo nunca se trata sólo de “hablar” sino “de qué hablar”. Y el esfuerzo de evaluar los temas mata la espontaneidad del diálogo. Dicho de otro modo: siempre tiene que “valer la pena” decir algo, y así no vale la pena seguir hablando. Envidio a la gente que puede iniciar una conversación con gusto y energía, y puede sostenerla. Los envidio porque ahí veo un contacto humano lleno de promesas, una realidad viviente de la que yo, mudo y solo, me siento excluido. Me pregunto “¿pero de qué hablan?”, y a todas luces ésa es la pregunta equivocada. La agria incomodidad de mi trato con el prójimo proviene de esta falla. Si miro atrás, puedo adjudicarle a ella gran parte de las oportunidades perdidas, y casi todas las melancolías de la soledad. A medida que avanzo en años, más me convenzo de que es una mutilación, que no compensan mis éxitos profesionales ni mucho menos mi “riqueza interior”. Y nunca he podido resolver la intriga que me provocan los conversadores: ¿de dónde sacan temas? Ya ni siquiera me lo pregunto, quizás por saber que no hay respuesta. No me lo preguntaba respecto de estas dos señoras, y sin embargo recibí una respuesta, tan inesperada como sorprendente, tanto que abrió ante mí un abismo pavoroso.

De pronto, en el fluir incesante del diálogo, una le estaba diciendo a la otra: “Le dieron los resultados de los análisis a mi marido, y tiene cáncer, pedimos turno con el oncólogo...” Eso lo registré, y me puse a pensar. Por supuesto, creí haber oído mal, pero no era así. No sé si reproduzco las palabras exactas, pero era eso lo que decía una de ellas, y su amiga le respondía, con la debida simpatía y preocupación pero sin demasiada sorpresa, sin soltar gritos o desmayarse. Y sin embargo la noticia era de grueso calibre. Demasiado como para intervenir en la conversación de un modo casual, en medio de otros datos y en un plano de igualdad con ellos. Me constaba que las dos llevaban una hora larga en el gimnasio, y habían estado hablando todo el tiempo; además, habían venido juntas, lo que significaba que la charla había empezado un buen rato antes... ¿O sea que habían estado tocando diez, veinte, treinta temas, antes de que le llegara el turno a éste, tan trascendente? Barajé varias posibilidades. Quizás la afectada había venido reservando deliberadamente este asunto fundamental, para lanzarlo “como una bomba” en cierto momento; quizás había estado reuniendo fuerzas para decírselo a su amiga; quizás una especie de pudor la había retenido hasta que el tema salió por sí solo. O bien podía ser que la noticia no fuera tan importante, por ejemplo si el que ella llamaba (por costumbre, para entenderse) “mi marido”, era un ex marido del que estaba separada hacía muchísimos años y con el que ya no tenía ningún compromiso afectivo. Había explicaciones más audaces o imaginativas, como suponer que estaban hablando del argumento de una novela o guión teatral que una de ellas estuviera escribiendo (para un taller literario al que concurrieran juntas como concurrían al gimnasio); o que estuviera contando un sueño, sin usar los tiempos verbales adecuados a ese tipo de relato; o cualquier otra cosa. Apenas menos improbable que estas suposiciones era plantear que desde que se habían encontrado esa mañana, dos o tres horas atrás, habían estado hablando de asuntos más importantes y urgentes que el cáncer del marido de una de ellas, y éste llegaba en su debido momento, nada más. Absurda como parecía, esta explicación terminó siendo la más lógica y realista, o al menos la única que quedó en pie.

En el curso de estas reflexiones yo había recordado la ocasión anterior en que las había oído, y la sensación difusa de extrañeza que me había causado. Ahora podía ponerla en foco y explicarme retrospectivamente la extrañeza. Era lo mismo, pero había sido necesaria la repetición para que entrara plenamente a mi conciencia. Aquella vez se trataba (porque ahora sí lo recordé) de algo menos pasmoso como noticia: una le informaba a la otra que el día anterior habían empezado a pintar las paredes de su casa, y tenía todos los muebles tapados con sábanas viejas, y el descalabro usual de cuando “entraban los pintores”; la otra la compadecía, y ella respondía que con toda la incomodidad indecible que comportaba, era necesario renovar la pintura, no podían seguir viviendo en una tapera descascarada, etc., etc. La pequeña intriga que yo no había podido definir en mi mente era que esa noticia, tan central en la vida de un ama de casa, se pronunciara en medio de una conversación, y no al comienzo de la jornada, e inclusive que no hubiera sido anticipada días antes. Lo del cáncer del marido, ahora, me abría los ojos porque era mucho más chocante, aunque en esencia seguía siendo el mismo mecanismo.

A partir de ahí, empecé a prestar atención. Debo decir que no era tan fácil, por razones tanto físicas como psicológicas. De las primeras, la principal era que un gimnasio es un sitio muy ruidoso; los aparatos resuenan cuando se golpean las pesas de fierro, las poleas rechinan, el semáforo que marca los ritmos de actividad suelta unos pitidos agudos cada quince segundos, los motores eléctricos de las cintas zumban y gimen, el coro de bicicletas fijas puede hacerse ensordecedor cuando hay varias funcionando al mismo tiempo, todo el mundo habla y algunos gritan; y, por supuesto, el televisor está pasando ininterrumpidamente videos musicales a todo volumen, a lo que suele superponerse, en el salón del fondo, la música mucho más fuerte (hace temblar los vidrios) de la clase de aerobics. Las dos señoras, ya lo dije, hablan en voz alta, sin preocuparse porque las oigan, y en efecto es fácil oír que están hablando; lo que no es tan fácil es oír qué están diciendo, salvo que uno esté muy cerca. La continua movilidad a la que obliga una rutina de ejercicios me daba muchas oportunidades de colocarme cerca de ellas, pero, por lo mismo, no podía seguir cerca mucho tiempo sin despertar sospechas.

Aun así, lo que oí bastó para alimentar una perplejidad creciente. No importaba la hora, o el momento, que estuvieran llegando o yéndose, a la mitad de su rutina o en el vestuario o en las camillas de masajes con rodillo: siempre se estaban dando noticias importantes, y comentándolas con la debida avidez. Y si en un mismo día yo las oía dos o tres o cuatro veces, extremando mis maniobras de acercamiento, eran otras tantas noticias importantes, demasiado importantes para que siguieran apareciendo después de horas de conversación; pero, aun así, eran la única materia de conversación. “Con la tormenta de anoche se cayó el árbol del fondo de casa y me aplastó la cocina.” “Ayer nos robaron el auto”. “Mañana se casa mi hijo.” “Murió mamá.”

Eso no era small talk, de ninguna manera. Pero en realidad yo no sé lo que es el small talk; creía saberlo, pero ahora, al dudar de su existencia, ya no lo sé; si el caso de estas dos señoras puede generalizarse, entonces es posible que cuando la gente habla, lo hace porque tiene algo que decir, algo que vale la pena decir; empiezo a preguntarme si existirá el “hablar por hablar”, si no será un mito que yo me había inventado para disimular mi falta de vida, que en el fondo es una falta de temas.

¿O es al revés? ¿No serán estas dos señoras el mito que yo he inventado? Salvo que ellas existen. Vaya si existen. Las veo (y las oigo) todos los días. Y no sólo existen en el “campo magnético” del gimnasio. Como dije, las he visto y oído hablar en la calle también. Ayer al atardecer, justamente, había salido a caminar y me las crucé, salían de una perfumería charlando animadamente. Alcancé a oír un par de frases al pasar. Una le estaba diciendo a la otra que el día anterior había tenido una discusión con la hija, y que ésta había terminado anunciándole que se iba a vivir sola... Eran las siete de la tarde, y ellas habían estado juntas y hablando todo el día (por la mañana habían estado en el gimnasio). Descarto la posibilidad de que digan esas cosas “para mí”, no sólo porque sería una broma demasiado complicada y sin objeto, sino porque ellas no han registrado mi existencia, ni falta que les hace.

La respuesta a mis preguntas sería hacer una lista de todos los temas que tocan en un día, y ver si siguen una progresión (descendente) de importancia, como lo ordenaría el verosímil más elemental. Yo estaría en condiciones casi inmejorables para hacerlo, porque las tengo a mi alcance a primera hora de la mañana, en el gimnasio, durante dos horas largas... Pero no lo hice, ni lo voy a hacer. Ya mencioné los obstáculos físicos que se interponen, y dije que también había razones psicológicas. Estas razones se resumen en una sola: el miedo. Miedo a una cierta clase de locura.

2 comentarios:

  1. En el ensayo Espectáculos de realidad (Beatriz Viterbo, 2007), el crítico Reinaldo Laddaga encontraba en la obra de Aira, el peruano-mexicano Mario Bellatin y el brasileño João Gilberto Noll, la clase de literatura sobre la que viajaba tatuado el paisaje contemporáneo. "Estos son libros que se escriben en una época en que, por primera vez en mucho tiempo, no está claro que el vehículo principal de la ficción verbal sea lo impreso: en la época de Internet, de la televisión en cable, de la transmisión televisiva durante 24 horas [.]. En estos universos contemporáneos, la letra escrita no está nunca enteramente aislada de la imagen y del sonido, sino ya inserta en cadenas que se extienden a lo largo de varios canales [.]. Esta es la literatura de un momento en que todos los impulsos se reúnen en lo que el arquitecto Rem Koolhaas llama junkspace (espacio basura), la continuidad de los residuos que se resuelven en un mismo flujo que conjuga informaciones, ficciones, invenciones, documentos y disfraces". Para Laddaga, lo de Aira más que novelas son emisiones, posteos, de un único y larguísimo libro ya traducido a más de veinte idiomas, incluido el mongol. César Aira. El dadaísta oculto La Nación

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  2. "Escribo cuentos de hadas dadaístas". En esas cinco palabras entra un complejo mecanismo que entrecruza el relato iniciático, ejemplificador, con la vanguardia del siglo XX que mayor penetración ha tenido en la estética contemporánea. Al llamarse de algún modo dadaísta, Aira se inscribe en una tradición subversiva que va del ready made de Duchamp a la escatología punk y la desmaterialización de la obra aplicada a una forma de relato atávica. El proyecto parece no tener límite, de allí su prolífico e incansable aliento en la escritura, explotando escenarios rurales (parodias de la gauchesca) y urbanos (Flores como mapa delirante). La Nación

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