EL TODO QUE SURCA LA NADA, CÉSAR AIRA
Al gimnasio van dos señoras que charlan sin parar;
ocasionalmente con otros, entre ellas todo el tiempo. Parecen amigas de toda la
vida, que lo tienen todo en común; teñidas del mismo matiz de rubio, la misma
ropa, las mismas reacciones, seguramente los mismos gustos; hasta la voz la
tienen semejante. Son de esas señoras de edad intermedia, pasados los
cincuenta, que deciden ir juntas al gimnasio a hacer algo por su cuerpo, porque
solas no irían. No es que éstas dos necesiten mucho una actividad física extra,
porque son flacas y activas y parecen en buena forma. Señoras de barrio, sin
nada especial como no sea la locuacidad, que está lejos de ser una rareza.
Tampoco necesitan el gimnasio para conversar, porque empiezan antes; llegan
hablando; si en ese momento yo estoy en una de las bicicletas cerca de la
entrada, oigo sus voces cuando suben la escalera; hablan en el vestuario
mientras se cambian, hacen sus ejercicios juntas sin parar de hablar un
momento, en las bicicletas, las cintas, los aparatos; y se van hablando. No fui
el único en observarlo. Una vez las oía desde el vestuario de hombres (ellas
estaban en el de damas), hablando, hablando, hablando, y le dije al instructor:
“Cómo hablan, ésas dos.” Asintió arqueando las cejas: “Es terrorífico. ¡Y lo
que dicen! ¿Las has escuchado?” No, no lo había hecho, aunque habría sido fácil
porque hablan en voz alta y clara, como esa gente que no tiene secretos ni
intimidades; se conforman a ese estereotipo de señoras de barrio, esposas,
madres, amas de casa, como todas las demás, seguras de sí mismas y de su
representatividad. Una vez, hace años y en otro gimnasio, había visto un caso
parecido pero distinto, dos chicas que hablaban todo el tiempo, aun mientras
estaban haciendo ejercicios aeróbicos muy exigentes; eran muy jóvenes y debían
de tener unos pulmones formidables; un día que estaban en sendas colchonetas
enfrentadas haciendo flexiones abdominales de las que dejan sin aliento, y no
paraban de hablar, se las señalé de lejos a la instructora de ese gimnasio, que
me dijo disculpándolas: “Es que son muy amigas y las dos trabajan todo el día:
éste es el único rato que pasan juntas”. No es el caso de estas dos señoras,
que evidentemente pasan el día juntas: las he visto por el barrio haciendo
compras, mirando vidrieras o sentadas en un café, siempre hablando, hablando,
hablando.
Hasta que un día, por casualidad, seguramente
porque se ubicaron en bicicletas vecinas a la mía, oí lo que decían. No
recuerdo qué era, pero sí recuerdo que me causó una impresión rara, de una
rareza que no pude definir en el momento pero que de algún modo inconsciente y
más bien desganado (después de todo, a mí qué me importaba) me prometí
explicarme.
Aquí debo aclarar algo de mí, y es que hablo poco,
creo que demasiado poco, y creo que eso perjudica mi vida social. No es que
tenga dificultades para expresarme, o tengo las dificultades normales que tiene
todo el mundo para expresar algo difícil de poner en palabras, e inclusive
diría que tengo menos, porque mi largo trato con la literatura ha terminado por
darme una capacidad superior al promedio para utilizar el lenguaje. Pero no
tengo el don del small talk, y es inútil que trate de aprenderlo o
cultivarlo porque lo hago sin convicción. Mi estilo de conversación es
espasmódico (alguien lo calificó una vez de “ahuecante”). A cada frase se abren
vacíos, que exigen un recomienzo. No puedo mantener una continuidad. En pocas
palabras, “hablo cuando tengo algo que decir”. Supongo que mi problema, cuyas
raíces bien podrían estar en ese largo trato con la literatura, está en que le
doy demasiada importancia al tema. Conmigo nunca se trata sólo de “hablar” sino
“de qué hablar”. Y el esfuerzo de evaluar los temas mata la espontaneidad del
diálogo. Dicho de otro modo: siempre tiene que “valer la pena” decir algo, y
así no vale la pena seguir hablando. Envidio a la gente que puede iniciar una
conversación con gusto y energía, y puede sostenerla. Los envidio porque ahí
veo un contacto humano lleno de promesas, una realidad viviente de la que yo,
mudo y solo, me siento excluido. Me pregunto “¿pero de qué hablan?”, y a todas
luces ésa es la pregunta equivocada. La agria incomodidad de mi trato con el
prójimo proviene de esta falla. Si miro atrás, puedo adjudicarle a ella gran
parte de las oportunidades perdidas, y casi todas las melancolías de la
soledad. A medida que avanzo en años, más me convenzo de que es una mutilación,
que no compensan mis éxitos profesionales ni mucho menos mi “riqueza interior”.
Y nunca he podido resolver la intriga que me provocan los conversadores: ¿de
dónde sacan temas? Ya ni siquiera me lo pregunto, quizás por saber que no hay
respuesta. No me lo preguntaba respecto de estas dos señoras, y sin embargo
recibí una respuesta, tan inesperada como sorprendente, tanto que abrió ante mí
un abismo pavoroso.
De pronto, en el fluir incesante del diálogo, una
le estaba diciendo a la otra: “Le dieron los resultados de los análisis a mi
marido, y tiene cáncer, pedimos turno con el oncólogo...” Eso lo registré, y me
puse a pensar. Por supuesto, creí haber oído mal, pero no era así. No sé si
reproduzco las palabras exactas, pero era eso lo que decía una de ellas, y su
amiga le respondía, con la debida simpatía y preocupación pero sin demasiada
sorpresa, sin soltar gritos o desmayarse. Y sin embargo la noticia era de
grueso calibre. Demasiado como para intervenir en la conversación de un modo
casual, en medio de otros datos y en un plano de igualdad con ellos. Me
constaba que las dos llevaban una hora larga en el gimnasio, y habían estado
hablando todo el tiempo; además, habían venido juntas, lo que significaba que
la charla había empezado un buen rato antes... ¿O sea que habían estado tocando
diez, veinte, treinta temas, antes de que le llegara el turno a éste, tan
trascendente? Barajé varias posibilidades. Quizás la afectada había venido
reservando deliberadamente este asunto fundamental, para lanzarlo “como una
bomba” en cierto momento; quizás había estado reuniendo fuerzas para decírselo
a su amiga; quizás una especie de pudor la había retenido hasta que el tema
salió por sí solo. O bien podía ser que la noticia no fuera tan importante, por
ejemplo si el que ella llamaba (por costumbre, para entenderse) “mi marido”,
era un ex marido del que estaba separada hacía muchísimos años y con el que ya
no tenía ningún compromiso afectivo. Había explicaciones más audaces o imaginativas,
como suponer que estaban hablando del argumento de una novela o guión teatral
que una de ellas estuviera escribiendo (para un taller literario al que
concurrieran juntas como concurrían al gimnasio); o que estuviera contando un
sueño, sin usar los tiempos verbales adecuados a ese tipo de relato; o
cualquier otra cosa. Apenas menos improbable que estas suposiciones era
plantear que desde que se habían encontrado esa mañana, dos o tres horas atrás,
habían estado hablando de asuntos más importantes y urgentes que el cáncer del
marido de una de ellas, y éste llegaba en su debido momento, nada más. Absurda
como parecía, esta explicación terminó siendo la más lógica y realista, o al
menos la única que quedó en pie.
En el curso de estas reflexiones yo había recordado
la ocasión anterior en que las había oído, y la sensación difusa de extrañeza
que me había causado. Ahora podía ponerla en foco y explicarme
retrospectivamente la extrañeza. Era lo mismo, pero había sido necesaria la
repetición para que entrara plenamente a mi conciencia. Aquella vez se trataba
(porque ahora sí lo recordé) de algo menos pasmoso como noticia: una le
informaba a la otra que el día anterior habían empezado a pintar las paredes de
su casa, y tenía todos los muebles tapados con sábanas viejas, y el descalabro
usual de cuando “entraban los pintores”; la otra la compadecía, y ella
respondía que con toda la incomodidad indecible que comportaba, era necesario
renovar la pintura, no podían seguir viviendo en una tapera descascarada, etc.,
etc. La pequeña intriga que yo no había podido definir en mi mente era que esa
noticia, tan central en la vida de un ama de casa, se pronunciara en medio de
una conversación, y no al comienzo de la jornada, e inclusive que no hubiera
sido anticipada días antes. Lo del cáncer del marido, ahora, me abría los ojos
porque era mucho más chocante, aunque en esencia seguía siendo el mismo
mecanismo.
A partir de ahí, empecé a prestar atención. Debo
decir que no era tan fácil, por razones tanto físicas como psicológicas. De las
primeras, la principal era que un gimnasio es un sitio muy ruidoso; los
aparatos resuenan cuando se golpean las pesas de fierro, las poleas rechinan,
el semáforo que marca los ritmos de actividad suelta unos pitidos agudos cada
quince segundos, los motores eléctricos de las cintas zumban y gimen, el coro
de bicicletas fijas puede hacerse ensordecedor cuando hay varias funcionando al
mismo tiempo, todo el mundo habla y algunos gritan; y, por supuesto, el
televisor está pasando ininterrumpidamente videos musicales a todo volumen, a
lo que suele superponerse, en el salón del fondo, la música mucho más fuerte
(hace temblar los vidrios) de la clase de aerobics. Las dos señoras, ya lo
dije, hablan en voz alta, sin preocuparse porque las oigan, y en efecto es
fácil oír que están hablando; lo que no es tan fácil es oír qué están diciendo,
salvo que uno esté muy cerca. La continua movilidad a la que obliga una rutina
de ejercicios me daba muchas oportunidades de colocarme cerca de ellas, pero,
por lo mismo, no podía seguir cerca mucho tiempo sin despertar sospechas.
Aun así, lo que oí bastó para alimentar una
perplejidad creciente. No importaba la hora, o el momento, que estuvieran
llegando o yéndose, a la mitad de su rutina o en el vestuario o en las camillas
de masajes con rodillo: siempre se estaban dando noticias importantes, y
comentándolas con la debida avidez. Y si en un mismo día yo las oía dos o tres
o cuatro veces, extremando mis maniobras de acercamiento, eran otras tantas
noticias importantes, demasiado importantes para que siguieran apareciendo
después de horas de conversación; pero, aun así, eran la única materia de
conversación. “Con la tormenta de anoche se cayó el árbol del fondo de casa y
me aplastó la cocina.” “Ayer nos robaron el auto”. “Mañana se casa mi hijo.”
“Murió mamá.”
Eso no era small talk, de ninguna
manera. Pero en realidad yo no sé lo que es el small talk; creía
saberlo, pero ahora, al dudar de su existencia, ya no lo sé; si el caso de
estas dos señoras puede generalizarse, entonces es posible que cuando la gente
habla, lo hace porque tiene algo que decir, algo que vale la pena decir;
empiezo a preguntarme si existirá el “hablar por hablar”, si no será un mito
que yo me había inventado para disimular mi falta de vida, que en el fondo es
una falta de temas.
¿O es al revés? ¿No serán estas dos señoras el mito
que yo he inventado? Salvo que ellas existen. Vaya si existen. Las veo (y las
oigo) todos los días. Y no sólo existen en el “campo magnético” del gimnasio.
Como dije, las he visto y oído hablar en la calle también. Ayer al atardecer,
justamente, había salido a caminar y me las crucé, salían de una perfumería
charlando animadamente. Alcancé a oír un par de frases al pasar. Una le estaba
diciendo a la otra que el día anterior había tenido una discusión con la hija,
y que ésta había terminado anunciándole que se iba a vivir sola... Eran las
siete de la tarde, y ellas habían estado juntas y hablando todo el día (por la
mañana habían estado en el gimnasio). Descarto la posibilidad de que digan esas
cosas “para mí”, no sólo porque sería una broma demasiado complicada y sin
objeto, sino porque ellas no han registrado mi existencia, ni falta que les
hace.
La respuesta a mis preguntas sería hacer una lista
de todos los temas que tocan en un día, y ver si siguen una progresión
(descendente) de importancia, como lo ordenaría el verosímil más elemental. Yo
estaría en condiciones casi inmejorables para hacerlo, porque las tengo a mi
alcance a primera hora de la mañana, en el gimnasio, durante dos horas
largas... Pero no lo hice, ni lo voy a hacer. Ya mencioné los obstáculos
físicos que se interponen, y dije que también había razones psicológicas. Estas
razones se resumen en una sola: el miedo. Miedo a una cierta clase de locura.
En el ensayo Espectáculos de realidad (Beatriz Viterbo, 2007), el crítico Reinaldo Laddaga encontraba en la obra de Aira, el peruano-mexicano Mario Bellatin y el brasileño João Gilberto Noll, la clase de literatura sobre la que viajaba tatuado el paisaje contemporáneo. "Estos son libros que se escriben en una época en que, por primera vez en mucho tiempo, no está claro que el vehículo principal de la ficción verbal sea lo impreso: en la época de Internet, de la televisión en cable, de la transmisión televisiva durante 24 horas [.]. En estos universos contemporáneos, la letra escrita no está nunca enteramente aislada de la imagen y del sonido, sino ya inserta en cadenas que se extienden a lo largo de varios canales [.]. Esta es la literatura de un momento en que todos los impulsos se reúnen en lo que el arquitecto Rem Koolhaas llama junkspace (espacio basura), la continuidad de los residuos que se resuelven en un mismo flujo que conjuga informaciones, ficciones, invenciones, documentos y disfraces". Para Laddaga, lo de Aira más que novelas son emisiones, posteos, de un único y larguísimo libro ya traducido a más de veinte idiomas, incluido el mongol. César Aira. El dadaísta oculto La Nación
ResponderEliminar"Escribo cuentos de hadas dadaístas". En esas cinco palabras entra un complejo mecanismo que entrecruza el relato iniciático, ejemplificador, con la vanguardia del siglo XX que mayor penetración ha tenido en la estética contemporánea. Al llamarse de algún modo dadaísta, Aira se inscribe en una tradición subversiva que va del ready made de Duchamp a la escatología punk y la desmaterialización de la obra aplicada a una forma de relato atávica. El proyecto parece no tener límite, de allí su prolífico e incansable aliento en la escritura, explotando escenarios rurales (parodias de la gauchesca) y urbanos (Flores como mapa delirante). La Nación
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