Vida y memoria del guerrero Nemesio Villafañe. – PEDRO ORGAMBIDE
1
Hubiera podido escribir una memoria militar, pero era analfabeto. Además,
escribir le hubiera parecido un acto extraño, complicado e inútil. Indolente,
tampoco necesitaba hablar de lo vivido. A él le bastaba la memoria. La memoria,
se sabe, es la diversión de los pobres, un teatro iluminado, una linterna
mágica que cualquiera tiene en su cabeza. Para él, al menos, era así, una
diversión y hasta un vicio.
Los hombres del
cuartel entraban y salían casi sin verlo, como quien ve un árbol, un camino
conocido. Se quedaba acurrucado junto a la casilla del centinela sin hacer
ruido, como esos perros viejos que se echan al sol.
Se miraba los pies cubiertos con trapos, los brazos esqueléticos que ordenaban
un poco de yerba. Veía pasar a los oficiales con sus sables y sus botas
lustradas, a los milicos del 50’, compadres, achinados, que salían del cuartel
para presumir a las mozas. Entonces, por costumbre, extendía la mano como si
fuera un mendigo de iglesia, aunque a él, para decir la verdad, nunca le gustó
andar pidiendo en el atrio y prefería quedarse allí, cerca del cuartel, donde
había pasado su vida y donde, seguramente, lo encontraría la muerte.
Algún milico le arrojaba una moneda en la lata; otro, arrogante, escupía
ostentoso. No vela más; como a un ciego le bastaban muy pocas señales: el ruido
de los carros, el toque de diana, cierta tristeza del crepúsculo.
Podía quedarse horas
sin moverse, podían cambiar dos guardias sin que el viejo se levantara para
orinar frente a las caballerizas. Miraba entonces ese pedazo de pampa y veía
con toda claridad la caballada del combate, veía al mismo general ordenando la
carga, aunque sabía, claro que sabía, que ahora eso era pura diversión.
Porque antes las cosas sucedían de otro modo: era el sargento el que venla a
los gritos por el campo, y él detrás, el viejo que entonces era joven, un mozo
abriéndose paso con el sable y esos godos tirándole a matar, y ése que se
agarraba la cabeza, la frente partida de un sablazo. Terminaba el viejo de
orinar y volvía a su sitio, se acurrucaba junto a la casilla del centinela sin
hacer ruido, como esos perros viejos que se echan al sol.
Él vio a los perros tirados y a uno de esos mendigos que merodean los
cuarteles, pero apenas si les hizo caso, ocupado como estaba en sentar plaza de
soldado, en cambiar esas pobres pilchas por una casaca militar, un sable;
estaba ansioso por vestirse de milico y salir a presumir a las mozas de los
ranchos. Se ríe el viejo cuando lo recuerda, se ríe para adentro y los otros
piensan que el viejo está dormido o mamado o muerto bajo el sol. Y en verdad se
sentía como borracho probándose la ropa, se siente feliz junto a las
caballerizas olorosas de estiércol, entre los relinchos, el agrio olor de los
recados, las voces de los hombres. Mira hacia afuera. Ve la pampa, adivina la
sangre que traen los crepúsculos, imagina la gloria mientras se ajusta el
cinto. Esa noche sale de a caballo a gastar su juventud, se entrevera en
partidas de monte, está en un bailongo, oye cantar un cielito, ve los cercos
tupidos de glicinas, llega, no sabe cómo, a un pajonal donde dos hombres
pelean, feroces, bajo la luna. El amanecer lo encuentra en un rancho donde una
hembra le cura las heridas. Cuando sale (el amanecer son unos gallos, una
pesada carreta que se hunde en el barro), presiente la ciudad, comienza a
acostumbrarse a su olvido.
Así, ese joven jinete, ese gaucho analfabeto, supo de pronto lo que un
novelista tarda en aprender durante años: que en el comienzo de una historia ya
está su propio fin y que todo final es ilusorio como esas calles de tierra que
se pierden en el campo y que a la vez son el campo, que todo (la noche que
pasó, la pelea, el rudo amor, la ciudad que lo alberga), caben en la memoria.
No es la palabra empeñada la que lo lleva hacia el cuartel, ni la aventura que
desconoce, ni siquiera la paga incierta que un día antes ambicionó con codicia.
No sabe qué hay más allá de esos matorrales ni le importa. Pero intuye que esos
hombres que van saliendo de los ranchos, que aparecen a sus costados, con un
fusil, con un sable, una cuchilla, son casi lo mismo que él o su caballo, una
verdad tan simple como el olor de las caballerizas, el pelaje de un potro, un
tiento o esa pesada carreta que se hunde en el barro.
Se oye silbar. Silba el viejo recostado en la casilla, adormecido por el sol.
No es el viento todavía, ni las voces de mando, los hombres en el vivac, las
órdenes, los gritos, los estampidos. Es el capitán pasando revista a esos
reclutas, gauchos analfabetos a los que les habla de la Patria, de los cojones
que hay que tener cuando se enfrenten con el enemigo, la disciplina dice, la
subordinación, el valor. ¿Entendido? Entendido, mi capitán, dicen, se oye decir
Nemesio mientras las quemazones se levantan en el campo bajo una luna inmensa.
Hace dos horas o dos días que han dejado la ciudad y es como si nunca hubieran
estado allí, como si hubieran nacido juntos, la tropa, la tropilla, los
hombres, los caballos, el sudor, las ropas, los víveres, los jefes y ellos,
avanzando hacia el Norte.
2
Al soldado Nemesio Villafañe, hombre de caballería, aquella marcha se le bahía
olvidado. Otras huellas habían borrado a la primera, otras fatigas hablan
terminado por oscurecer ese primer amago de coraje y resignación con que
anduvieron durante esas noches, en las que él, Nemesio, aprendió a descubrir a
los otros en las sombras, adivinándoles el miedo, la tristeza o la mera
distracción, en las que él (no éste, un veterano, sino el otro, el de la
primera marcha), supo reconocer esa voluntad ciega de su general que llevaba a
esos hombres a la muerte. Ya nadie pensaba en ella, aunque alguno la nombrase
cantando. Sí; al soldado Nemesio Villafañe, hombre de caballería, aquella
marcha se le había olvidado. Pero ahora iba haciendo memoria, iba
reconstruyendo una mañana, el canto de un chajá, la rastrillada, ese caballo
solitario que pastaba ajeno al ruido del ejército, y que él se quedó mirando,
casi envidiándolo, sin saber por qué. Claro que los hombres no hablaban de esas
cosas sino del primer combate, del bautismo de fuego, del fuego saltando de las
bocas de los cañones y quemando la carne, destrozándola, diezmando el primer
batallón.
-Ah, sí -dijo Nemesio-, cierto.
Ya entonces era hombre de pocas palabras.
Fue de los primeros en entreverarse con los godos, el primero que cargó a lo
loco contra los infantes que disparaban tupido, y eso que no era un veterano
como ahora, sino un mozo abriéndose paso con el sable y esos godos tirándole a
matar y ése que se agarraba la cabeza, la frente partida de un sablazo.
Fue allí cuando he chamuscaron ha pierna, fue allí cuando le hicieron esa
herida que ahora es sólo un costurón, cosa de nada. No es raro que se olvide.
No, no le gusta hablar de esas cosas ni siquiera con la cantinera que es casi
su mujer. A ella la conoció después, cuando eh desastre, cuando los godos
sorprendieron dormido a todo el regimiento y empezaron a matar y siguieron
matando gente hasta cansarse. Eso lo recuerda bien. Será porque el hombre tiene
memoria para la desgracia. Cierto. Pero de eso no se habla, como no se habla de
los muertos que a veces no se pueden enterrar y quedan desparramados en el
campo. el había quedado así, precisa-mente, volteado cara al ciclo, cuando ella
pasó y descubrió que gemía, cuando lo levantó (y eso que Nemesio era un hombre
fuerte por aquel entonces), y lo cargó a los hombros, como una bolsa, un montón
de huesos, que robaba al osario común. Hay algo que la memoria registra: un
olor de sangre y podredumbre, de ropas y caballos destripados al sol, un olor
que lo acompaña cuando ella lo baña en el río, desnudo, y que ahora recuerda
sentado junto al fogón, junto a los hombres en la ronda del mate.
(Porque sólo las hembras pueden sacar ese olor con el olor de ellas, sólo ella
puede, tirada en el monte, enroscándose a él como la hiedra, besándolo,
buscándolo, dándole los pechos como antes la cantimplora en que calmó la sed.) Toma
un mate despacio.
Nemesio recuerda la
segunda marcha cuando el regimiento, lo que quedaba de regimiento, se juntó con
los otros batallones y encerraron a los godos, en ese cuadrado que se llenó de
pólvora. (Ellos estaban besándose todavía cuando tuvo que partir, él veía sus
piernas oscuras en la claridad que se filtraba por el techo de paja.)
Fue ese momento el
que quedó, ese barullo de españoles y criollos matándose entre los cerros, fue
ese instante -la mano que le acaricia el pelo, la cicatriz de la mejilla-, y no
la sangre, el estampido que el soldado aprende a olvidar.
-Cierto, uno se olvida -piensa Nemesio.
De haber sido otro, un general, digamos un coronel, al menos, hubiera escrito
esos olvidos. Le hubiera puesto nombre a las batallas. Pero la memoria del
soldado desconoce la Historia, se hace con esos ruidos y olores de la guerra
que se repiten, monótonos, durante meses, durante anos, mientras dura la
campaña. Nadie hace el recuento de los piojos, la fiebre, los pies llagados,
las diarreas que persiguen al soldado. A nadie le importa. Tampoco importa el
loco que en la cuesta de Chacabuco se echa a correr bajo una bandada de
murciélagos, el borracho que confunde al enemigo con un manso rebaño de ovejas
y que se muere, aturdido por su propia confusión, mirando un río imaginario, un
espejismo. Cierto. Cada soldado sabe que esas cosas ocurren después de varios anos
de servicio, cuando los nervios, el cansancio, la paga infiel y la nostalgia
comienzan a minar la resistencia de los hombres. Pero los generales no escriben
estas cosas, aunque anden como sus soldados con los ojos desencajados, enfermos
de chucho bajo sus ponchos. A veces la calentura, la falta de mujeres, hace que
uno de ellos (un jefe, un joven coronel), se bañe desnudo en la cordillera,
frotándose el sexo con la nieve. Nadie se ríe de esas cosas. Nadie se ríe en la
cordillera cuando sopla el viento, cuando las mulas y los hombres se
desbarrancan con las piedras. Nemesio mira el abismo, mira al general montado
en la mula, flaco, sombrío, envuelto en su poncho. Tampoco el general escribe
sus memorias. Cartas, nomás: informes militares, pedidos de dinero para esas
tropas que ahora cruzan los Andes, que marchan arrastrando mulas y cañones. En
la desgracia todos los hombres se parecen, todos tienen las mismas jetas,
apretadas, los labios resecos, ojos de mula a veces, ojos de loco a veces, ojos
como vacíos, mientras avanzan como si fueran uno, una serpiente negra y
perezosa arrastrándose por los desfiladeros. Y allí arriba los cóndores,
planeando su indiferencia sobre el dolor y el cansancio de los hombres que
marchan sin preguntarse para qué y que el general mira distraído, mientras tose
como un tísico arriba de la mula. A veces se le acerca un capitán, un sargento,
y se le ve la nubecita blanca que le sale de la boca mientras habla. Vaya a
saber qué dice. No es cosa que le importe a un soldado. El tiene que con-fiar
en la palabra de su general, en esa nubecita blanca, en ese calor de un cuerpo
enfermo, en ese hombre cansado y asmático que los lleva a pelear, a morir sin
preguntarse.
"Cierto, así son las cosas", piensa el soldado Nemesio Villafañe.
Se ha dormido, seguro que se ha dormido. Pero ha sido un momento nomás. Siente
los pies llagados, el frío que le corta la cara. Pero no piensa en eso, ya no
piensa en nada.
3
Ahora sabe que el porvenir no existe, que es demasiado viejo para soñarlo. En
cambio, puede recoger las monedas de cobre que los milicos arrojaron en la
lata, ir hasta el almacén que ayer fue pulpería, tomar un vino carlón o una
ginebra. Eso le basta. Apenas el alcohol entra en el cuerpo, una ilusoria
juventud se apodera del mendigo, del viejo sentado a una de esas mesas
mugrientas que un rato antes ocuparon los jugadores de truco. Quieto, sin
molestar a nadie, deja pasar las horas y hace memoria. Y la memoria, se sabe,
es la diversión de los pobres, el teatro iluminado, una linterna mágica que
cualquiera tiene en la cabeza.Medio en broma, un cadete bisoño le pregunta si
es cierto que él ha sido un guerrero de la independencia y el viejo tarda en
contestar, indolente corno es con las palabras.
-Así será, niño -responde con malicia o desgano, y se queda en silencio, porque
el silencio es suyo, corno la vejez y la muerte, y la memoria que es su
diversión, su vicio.
El otro insiste en preguntarle, le ofrece pagar una copa, se ofende ante la
indiferencia de ese pordiosero y lo llama mentiroso y vago y mal entretenido.
-Así será, niño -vuelve a decir el viejo. Se entretiene mirando el revolotear
de una mosca y ve el vuelo de un cóndor.
Antes de irse el cadete lo amenaza con meterlo preso y él está preso en el
Callao ahora, engrillado, oyendo las descargas de la artillería. Se divierte.
Ahora puede elegir un momento, dejarlo, volver a él. Transformarlo a su gusto.
Antes no. Tenía un porvenir, y la fatalidad de ser joven. Ahora no. El es el
único dueño de su teatro y es joven mientras duran el alcohol y el sueño,
mientras quiera y Dios le de salud.
(Ese que está sentado allí soy yo -se
dice el viejo-, y se ve vestido de suboficial, en Lima, después de algunos años
de cautiverio, todavía joven pero con ese aire de náufrago que jamás lo
abandona, tal vez desde el día en que estuvo en capilla, a punto de ser
fusilado, cuando el cura le decía que encomendara su alma a Dios y él
repitiendo el padrenuestro, hasta que, de un golpe, derribó a ese cura de los
godos, le dejó en pelotas y él se vistió con los hábitos del cura, paso frente
al centinela sin mirarlo, saltó a un caballo y comenzó a correr, sorprendiendo
a esos españoles que ya lo estaban persiguiendo pero éstos no me agarran, no, y
el aire se llenaba de ese polvo rojo de la tarde, del sudor del caballo, de las
ramas de un monte que se le vino encima, que lo trago en su sombra. Y luego esa
caminata esquivando las tropas de los godos, ocultándose como un ladrón,
robando, perdiéndose otra vez, hasta encontrar a los suyos, hasta decir:
Nemesio Villafañe, presente.)
Ahora está sentado,
como si nada, en la posada de Lima y en el almacén de Buenos Aires, pasan las
señoras y las niñas de la misa de once y él (los dos que son él en ese
instante), sonríe pensando en el cura que quería ayudarlo a morir, el cura en
pelotas, asustado, el ministro de Dios que le mandó Mandinga. Cierto, Dios y el
diablo debieron ayudarlo en ese entonces. El suboficial Villafañe levanta el
vaso. El viejo se mira corno en un espejo.
Ya no juega, pero a veces, solo, manosea los naipes. Se ve en una sota, en un
rey, un caballo de copas. Tira una carta y el azar le recuerda un día, una
fecha, un pueblo abandonado, una hembra de Chile, un moribundo que le entrega
un mensaje para la viuda que él va a visitar y con la que convive cinco años.
Manosea los naipes, piensa en el hijo que tuvo y que murió de viruela, recuerda
con desgano la noche pantanosa en que daba ánimo a sus hombres, perdidos como
guachos en la oscuridad. No sabe, ya no quiere elegir la suerte de los naipes,
desconoce o descree el valor de la espada, el siete bravo, ya no juega, es
verdad, sólo recuerda.
(Por eso, cuando ese colombiano lo
provoca a jugar, él se aparta, busca cualquier pretexto para irse. Siente como
un presentimiento, pero el otro está allí diciendo no sé qué cosas de los
argentinos, de la flojera, de... Entonces toma los naipes, los baraja con
calma, oye el crujido de los árboles del fondo, la madera que llora. El viejo
tira una carta, repite la jugada que el otro Villafañe ya jugó en otro tiempo,
ve la partida, las manos nerviosas del colombiano, la insolencia final, el
desafío. Ve un pajonal donde dos hombres pelean, feroces bajo la luna.)
El viejo se levanta. Arrastrándose casi, llega
a la puerta, al trajinar del cuartel donde ha pasado su vida y donde, seguramente,
lo encontrará la muerte.
4
Siempre la miró de frente. Supo que no tenía una cara sino muchas. No la buscó,
como otros, en un derroche de inútil guapeza. No la eludió tampoco, como los
traidores que se vendieron al enemigo o como los cobardes llorando como
hembras. No. Supo que estaba allí, a veces con sujeta de vieja, y otras con una
cara dulce y mansa, prometiendo reposo. Él la supo ver, caído en una zanja y en
las noches demasiado largas de su celda y en el comba te, cuando ella, la
muerte, cabalga desnuda cambiando de rostro (cada uno ve el rostro de su
madre), en un caballo con pelaje de fuego. Supo soñarla también en los días de
fiebre, con ganas de entregarse, de terminar con todo, cuando el cuerpo, como
si fuera de otro, quiere dejar su sombra. Son cosas que se saben. Los soldados
no hablan de eso. Por pudor quizá, por temor a nombrarla. Una noche, en
Mendoza, Nemesio oyó platicar sobre la muerte. Fue la única vez. El que hablaba
era ese cura metido a artillero, ese forjador de armas, ese patriota que andaba
como pez en el agua entre los yunques, un fraile muy macho, recuerda Nemesio.
Lo oyó contar una historia que, según barruntó, estaba en un libro. Supo
entonces que un día los cuerpos de los difuntos van a volver a rendir cuentas
pegados a sus ánimas, que ese día se van a oír más trompetas que en un desfile
y que Dios, el mismo Dios, va a andar entre la gente. No se extrañó de oírlo.
De algún modo, él sabía que aquello iba a suceder, tarde o temprano. Se había
acostumbrado a convivir con los fantasmas, sobre todo en el momento de pelear,
cuando, al frente de su pelotón, se metía a los gritos, espoleando a su
caballo, y veía junto a él a los soldados que hablan muerto dos meses o tres años
antes. El sabía que ellos peleaban todavía, que, ignorantes de la letra,
seguían en servicio. Tal vez fueran los ángeles de los que hablaba el fraile.
(La vio llegar montada en una mula.
-¿Vos sos Nemesio Villafañe?
-Mande -respondió él, mientras se arrodillaba.
-Vine a buscarte porque hace mucho que faltás del rancho.
-Estoy en campaña, doña. No vuelvo hasta que no vuelva mi general.
-¿Vos no te acordás de mí?
-Con su perdón, no la conozco.
-A veces me soñás, a veces me llamás por las noches.
-Me olvido de los sueños, doña. La verdad.
-Te creo, hijo. Yo me fui muy temprano. Tenía ganas de verte.
El la miró.
La mujer buscaba algo entre sus ropas. Se levantó para ayudarla, para tocar a
su madre, cuando desapareció.)
Para ellos el cuartel
era su casa, su madre. El cuartel o las tiendas del campamento y aun el campo raso,
donde los hombres dormitaban o morían entre un combate y otro. En Maipú, en
Cancha Rayada o adonde diablos los mandara la suerte. Gauchos del Litoral, de
Buenos Aires, combatían lejos de su tierra, olvidados ya de las llanuras,
peleando en las montañas de Salta, o más al Norte, en Chile o en Perú, a
orillas del océano, entre otras gentes, bajo las estrellas forasteras que se
cuidaban de no mirar para no arriar recuerdos y molestas nostalgias. Gauchos y
guachos, huérfanos, salían a pelear para volver, en la re mota esperanza de un
poco de galleta, un yerbeado, otro día ilusorio. Ellos volvían a la casa: la
infantería de rostros cetrinos, el batallón de morenos (algunos veteranos de
las invasiones inglesas, otros en el aprendizaje de pelear, tan jóvenes, con el
candombe adentro), volvía la caballería, los jinetes altivos entre los que iba
Nemesio, los artilleros, los oficiales, los arrieros de mulas, los prisioneros,
con el orgullo o el miedo o simplemente la ausencia brillándole en los ojos, y
más atrás los carros, los cañones, los más viejos renqueando, los heridos, los
muertos amontonados en una carreta que se hundía en la tarde y arriba un vuelo
de chimangos o cuervos. Cada vez que volvían al cuartel, a la casa, a la madre,
había fiesta que alivianaba el luto, no faltaba el cantor, el vino y, a veces,
las mujeres. El mismo general festejaba el triunfo con sus oficiales, comía
galleta, carne, sobre un tablón, con un cuchillo, con la mano, aunque era
hombre de educación y hasta hablaba en francés. Pero era un soldado, uno de
ellos, y les bahía dicho que tenían que seguir adelante aunque fuera en pelotas
corno los mismos indios. Hombre el general, muy hombre, si, muy de a caballo. Él
lo miró de lejos. El, que era un guacho, sintió que era su hijo, como cada uno
de los que volvían al cuartel. Por eso se quedaba allí aunque esa noche, de
patrulla, iba a andar por la ciudad como un extraño. Ya tendría otra noche para
demorarse en brazos de una mulata y otra más y otra, hasta que llamaran a
formación, tiempo había y de sobra. Ese tiempo ilimitado que no conocen los
civiles, ocupados como están en mirar el reloj, la mujer, las hijas, los
negocios. ¿Qué vigilarán estos hombres?, se preguntaba Nemesio en la ciudad. Se
le hacía cuento que otros pudieran vivir sin pelear, sin mirar otro ciclo. Los
bahía visto en los balcones de las casas, aplaudiendo junto a las niñas,
discutiendo en los boliches, las plazas, rezando en las iglesias. Gente rara.
Miraban al soldado con una mezcla de temor y respeto, recelosos siempre. Sólo
una vez Nemesio miró a una señora de la ciudad, sólo una vez, cuan do ella
pareció invitarlo con los ojos. El iba de a caballo, de patrulla, con su gente.
Tenía la piel muy blanca la señora. Y unos ojos enormes. Fue una sola vez.
Gente rara. Como ese general español, el prisionero, paseándose con su camisa
llena de volados. En el portón le dieron el alto y el quién vive. El respondió:
la Patria. Y a lo mejor, la Patria era eso, esos hombres tirados en sus mantas,
los soldados arrebujados en sus ponchos, las caballerizas olorosas de
estiércol, los relinchos, el agrio olor de los recados.
(-Nemesio Villafañe...
-Ordene, mi general.
El viejo está tirado junto a la casilla del centinela, no puede moverse, ya no
le quedan fuerzas.
Pero el general se baja del caballo, le tiende la mano, lo ayuda a levantarse.
-Gracias, mi general, estoy muy viejo. Yo no sabía que volvía.
Con vergüenza mira su lata de limosnas, los pies envueltos en los trapos que
ahora arrastra hasta el general. Trata de unir los talones, de cuadrarse.
-No hace falta, Nemesio, ya no hace falta. El viejo tiene ganas de orinar.
-Con su permiso -dice.
Orina bajo la luna, frente a las caballerizas. En el resplandor de un relámpago
ve su caballo negro.
-Yo también estoy viejo -dice el general-. Vamos, compadre.
Se arrastra el viejo hasta la caballeriza, monta el caballo, se acerca a su
jefe.
Sabe entonces que la muerte no tiene una cara sino muchas. Ahora puede mirar al
general de frente, mirarse en él igual que en un espejo.
-Vamos, compadre -dice.
El cielo se incendia hacia el oeste. Después está la oscuridad.
Nemesio espolea su caballo. Al galope, a los gritos, corre a buscar su suerte.)
Al toque de diana, se
sorprende de despertar entre los vivos. La muerte, la vieja puta de la
soldadesca, juega con él, lo llama, lo rechaza a la vez. Se ha acostumbrado a
eso. Ordena sus trapos junto a la casilla, va en busca del agua para el mate.
Otro día, se dice. Los hombres del cuartel entran y salen casi sin verlo, como
quien mira un árbol, un camino conocido.
5
Ya era un hombre hecho cuando regresó a Buenos Aires. Nada quedaba del mozo ni
de la noche del comienzo, nada, a no ser un vago recuerdo de carretas, de
ranchos diseminados junto al río. Supo que era otro el gobierno. Pero eso no es
cosa que le importe a un soldado. El seguía enganchado y en servicio, aun que
ya no quedase el regimiento y los capitanes tuviesen otro nombre. Lástima que
el general se fuera para Europa, cansado de las intrigas y la sangre que ahora
se derramaba entre los criollos. Lo supo en las pulperías donde no faltan
charlatanes de la política. El los oyó en silencio, entre una partida de taba y
el monótono rasgueo de un payador. Intuyó que su suerte, como la de los otros,
era la de pelear y entre ellos. No le gustó. Aunque no tenía otro oficio que el
de matar, soñó otra vida. Fue un momento nomás, lo que duran los sueños.
Fue leal al gobierno, al gobernador que fusilaron, a la ciudad que lo vio
partir.
Un día cayó en una emboscada y reconoció entre sus captores a uno de sus
soldados.
-Mírenlo a Villafañe -se reía el tape mientras lo ajustaban con el lazo.
No entendió las burlas de los hombres, no pudo o no quiso comprender la
humillación que le infligían los paisanos.
-Mírenlo al Villafañe -seguía riéndose el tape-mírenlo al macho.
Lo empujaron y alguien lo cacheteó como si fuera una criatura. Nemesio no
contestó a esa fiesta de borrachos; bajó los ojos y contuvo la rabia.
Una hora después, frente a un sargento que se jactaba de haber domado más
hombres que los de todo un batallón, respondió, desganado, las preguntas. Le
parecía estar viviendo otro momento, no ese, creía estar, otra vez, frente al
oficial realista. Pero la voz del paisano, la cara achinada, llena de
cicatrices, como la suya, ese tono cadencioso, ese fatalismo para nombrar las
cosas, eran de aquí, seguro. Se miró en el otro con vergüenza. Ahora le pedían
datos sobre su regimiento. Calló Nemesio, fiel a su divisa, al gobernador que
los otros habían fusilado. Lo apuró el sargento y, como al descuido, le golpeó
el hombro con el rebenque.
-No tengo lengua'e loro -dijo Nemesio y miró el sol que quemaba los campos.
-Pero tenís la lengua seca -le respondió el sargento y le acercó el latón de
agua. Por instinto, la mano de Nemesio se acercó al latón, pero el sargento lo
apartó sin apuro.
-Primero vamos a hablar. Después te podés llenar como si fueras sapo.
-No -dijo Nemesio-. Se agradece, sargento.
Al rato, estaqueado bajo el sol, sentía doblársele la lengua. Ya ni saliva
tenía para tragar; le dolían los ojos heridos por el sol de la siesta, los
brazos que se estiraban como tientos, las piernas, la columna corvada como la
de esos locos que echan espuma por la boca.
Primero el sol subió como fuego. Después se le fue metiendo en la cara, en las
tripas, en la cabeza que se le llenó de ruido.
(Ahora, estás muerto, Nemesio. Oís las
voces de los hombres que andan bajo la tierra como si fueran topos, las voces
de las mujeres que salen de sus ranchos para llamar a las ánimas, ves los ríos
que arrancan las raíces y limpian el bicherío de las tumbas. Estás muerto.
Mirás la culebra, los huevos del yacaré, las cuevas de la mulita, los huesos de
los milicos que no vuelven. Debe ser el fuego de Mandinga ese calor, seguro,
debe ser otro, no vos, el que grita como un tigre).
Dos hombres lo
levantaron, lo arrastraron hasta el campamento. Uno era el tape.
-Mírenlo al macho -se reía-. Mírenlo al carajo éste.
6
Entre los prisioneros había un oriental que después de pelear en la otra
orilla, andaba entreverado en los combates de aquí como otros gauchos. También
estaba un entrerriano para quien Buenos Aires era tanto el exilio como el fin
del mundo. No faltaba un negro, hijo de esclavos y esclavo él mismo hasta hace
poco: era el único que hablaba de la libertad. Y hasta un irlandés,
lugarteniente de un caudillo, un pelirrojo enorme que se revolvía en la furia
del sueño, pataleando y puteando en su idioma. Nemesio reconoció que eran pocos
los soldados de línea, muy escasos los hombres de carrera, insólitos y
espontáneos los jefes. Ahora el tape podía burlarse de él frente a esos
gauchos. De nada le valían a Nemesio su grado o sus años de servicio. Sólo para
estorbo, se dijo, mientras miraba de soslayo a los centinelas. Como un perro
después del castigo, también él parecía exagerar su mansedumbre. Anduvo acarreando
tierra bajo la mirada del tape, llevando de un lado a otro los arreos y lujos
de los vencedores, oficiando de sirviente, de cocinero, de peón. No contó el
tiempo que estuvo allí. En cambio hizo el recuento minucioso de los guardias,
los aperos, los yeguarizos, las distancias del campamento, vigiló los pasos,
las costumbres, las borracheras y cantos de la tropa. Pudo andar como un ciego
orientándose por el ruido, por el viento en los pastos. Sólo entonces expuso su
proyecto al oriental, al entrerriano, al negro y al irlandés. Esa noche el
gringo se deslizó como lombriz y prendió fuego cerca de la caballada que se
espantó como si viera al diablo. El negro y el entrerriano redujeron al tape.
Iba a gritar, cuando Nemesio lo degolló. Se escabulleron antes de los primeros
tiros, montaron los caballos de los oficiales que salían del sueño con una
espada en la mano. Lo demás fue correr, huir en dirección al monte, volver las
cabalgaduras hacia el pajonal, cabalgar hacia el este, hacia los ríos, perderse
en la noche sin luna.
Le parecía estar repitiendo un acto conocido, algo que ya había hecho y
olvidado. Pero no; entonces andaba solo, forastero, y era un soldado de la
Patria. Ya no, habla perdido la bandera. No tenla tropa sino cómplices, no
tenía cuartel adonde dirigirse, sino la pampa, el desierto. Lo mismo que el
infiel o que los pumas, pensó. El oriental y el entrerriano iban adelante;
atrás, el negro y el irlandés, medio chamuscado, puteando en su idioma y con la
cabeza como un montón de chispas.
7
Cuando un general teme perder su honor o el reconocimiento de sus méritos,
puede escribir un libro y titularlo Mis
memorias, puede contar las injusticias, cargarlas en las tramposas cuentas
de sus contemporáneos. Sus compatriotas (y los hijos y los nietos que llevarán
su nombre), pueden leer así su desventura, la desdicha de un hombre que luego
será estatua. Pero ningún soldado, que se sepa, intentó jamás una tarea
semejante. Le hubiera parecido desmedida ambición. Además, muy pocos entre
ellos sabían escribir: apenas cartas con faltas de ortografía, algún recado,
petición de pensiones, pedidos de plazas de vigilante, todo ese triste papeleo
que no merece la atención de la Historia. No, el viejo no dice que no, pero se
le hace inútil eso de andar fastidiando a las autoridades con un caso que, como
él dice, es un desperdicio. Claro que le agradece a ese señor del diario la
molestia que se toma, cómo no, y no le desprecia un pitillo o un patacón o un
poco de yerba. Pero, ¿para qué hablar de él? Claro que estuvo en esa batalla y
también en esa otra, sí, señor, pero eso fue hace mucho, añares hace y se me
afloja la memoria. Asiente el viejo. Se ríe bajito y se deja invitar con esa
ginebra y después vuelve a la casilla, gracias señor, hasta más ver, le dice.
Prefiere quedarse allí, mirar a los mozos que marchan con sus fusiles nuevos,
con las botas de media cana o con polainas de botones relucientes, limpitos
como para desfile, piensa el viejo y se ríe pensando en esos montoneros,
gauchos rotosos de los montes.
Cuando los vio, supo que eran los suyos. El venía con el irlandés, el oriental,
el negro.
El entrerriano se adelantó.
-Son amigos míos -dijo-buenos gauchos.
Esa noche volvieron a comer galleta y se mamaron a la salud del caudillo.
(-¿De ande venís, gringo? -pregunta el
viejo.
Ve la cabeza del irlandés clavada en la pica.
-De mi patria -dice el pelirrojo-. Siempre quise volver.
-Queda lejos eso, no?
-Lejos sí.
-Peno estás muerto, gringo.
-Me ahorcaron en Irlanda.
-No -porfía Nemesio-. A vos te ajusticiaron en Cerro Alto. Me acuerdo como si
fuera hoy.
-Cierto -dice el gringo.
-Yo me les disparé -dice el viejo como quien reconoce una falta.
En lo alto de la pica, la cabeza del irlandés empieza a cantar.
-No te entiendo, gringo. Hablá en cristiano que no entiendo lo que decís.
-Está loco -dice el entrerriano.
-¿Loco?
-Si sueña con el mar.)
Cuando el irlandés
sueña con el mar parece que relinchara debajo de su poncho. Los otros gauchos
lo miran divertidos, aunque he respetan el coraje. El mismo caudillo lo tiene
por hombre de confianza. Sabe batirse solo con los regulares, entrar a lanza
entre la gente de línea, desaparece como una exhalación para volver otra vez al
ataque, siempre de sorpresa, siempre mañoso, como si fuera gaucho. Nunca se
pone en pedo aunque tome diez litros de ese aguardiente que calienta a los
hombres y los vuelve pendencieros y taimados; nunca, sólo se emborracha soñando
con el mar.
Ahora están los dos, eh irlandés y Nemesio, en lo alto de la barranca, mirando
a los regulares que se acercan. Ocultos entre las matas los dejan avanzar. De
pronto el irlandés pega el grito y Nemesio y el entrerriano hacen saltar las
piedras que se despeñan sobre los regulares, mientras el negro y el oriental
disparan sus fusiles. Sor prendidos, los regulares retroceden, contestando el
fuego y la pedrea. Entonces sal en del monte veinte montoneros que atacan de a
caballo a la retaguardia, que entran a degüello, mientras desde el otro flanco
el mismo caudillo y una docena de hombres entran en acción tacuara en mano. Se
anima Nemesio en lo alto de la barranca, invita al irlandés y al entrerriano a
meterse en el baile, bajan a lo loco gritando a muerte con sus cabalgaduras,
con los sables robados.
(-Peleabas lindo, gringo.
-Vos también.
-Lástima lo de Cerro Alto.
-Lástima, si. Me acuerdo del oriental.
-A él lo despenaron por espía.
-Raro morir así ¿no?
-Es más raro estar vivo -reflexiona el viejo mientras sueña.)
8
(Toda memoria es infiel. Más piadosa que
la vida, menos exigente, reacomoda los hechos, los separa, los vuelve a juntar
en su universo despojado de lógica. Menos loca que el sueño, menos ruidosa que
la realidad de los días, rescata un instante, el color o el olor o el sonido de
algo que paso y que, por ella, vuelve a transcurrir de una manera diferente.
Todo escritor, el militar que escribe sus memorias, el hombre que redacta este
cuento, pide su gracia, busca su inspiración, su azaroso designio. También
Nemesio, el Viejo. Puede Nemesio, el Joven, seguir su biografía, servir con
lealtad a su caudillo, enfermarse, combatir a los que antes defendió, aparecer
un día en los pagos de Olta y otro a orillas del Salado, envejecer, mirar cómo
sus manos acarician el cuerpo de un recién nacido, entrar a la iglesia para
cristianar a esa criatura, sentir que la vida es una sucesión de ayeres. Para
Nemesio, el Viejo, esa sucesión no cuenta: él comienza su historia en cualquier
parte. ¿Será él o su hijo el que llora bajo el agua bendita?
¿Qué hace esa mujer con el crío en los brazos?
-Viene a traértelo, Nemesio.
-Déjamelo, mujer. Ya es hora que lo apartes de tus polleras. Parece charabón el
chango. Venga para acá -le dice-, y lo sube a un potrillo.)
-Dicen que los
regulares vienen con refuerzos, que fusilan a los prisioneros y los degüellan y
clavan sus cabezas en las picas para escarmiento de los gauchos.
-Así será, mujer. No he de morir de viejo -dice el joven.
9
Es el santón que baja de los cerros. Sin
piernas y sin manos, viene a los saltos como si fuera cabra. Su tronco ya no
siente el dolor y ese es su mérito, toda su virtud, la santidad que Dios le ha
dado. También él fue un guerrero. Las viejas cuentan que siguió al general más
allá de los Andes, que vio iglesias adornadas de oro, que conoció el mar. El
santón baja de los cerros y chilla o silba a veces como un asno en celo, otras como
la víbora. Las viejas encienden velas y le piden milagros. Baja el santón. En
el Día de los Inocentes. Dicen que el general lo utilizó de guía, de espía, de
rastreador. Un indio, lo que queda de un indio: ese tronco sin piernas y sin
manos que baja de los cerros. Los montoneros hacen la señal de la Cruz. Lloran,
cantan las viejas. Entonces Nemesio le sale al cruce, se arrodilla. Quiere que
le salve al hijo. Una vida por muchas. ¿Llora Nemesio? Cubre al santón con el
poncho, lo levanta, lo lleva a la capilla.
-¿Qué iba a hacer el santón, Nemesio? Te habías desgraciado.
-Cierto.
-Siempre rezo por él, Nemesio, por el inocente.
10
Ese jinete, ese gaucho analfabeto, supo
lo que un novelista tarda en aprender durante años: que en el comienzo de una
historia ya está su propio fin y que todo final es ilusorio como las calles de
tierra que se pierden en el campo y que a la vez son el campo; supo, mientras
entraba a la ciudad, que todo (las noches, las peleas, el rudo amor, el hijo
ausente), se hundía en la memoria como agua de pozo. Flojo en su cabalgadura,
pasó por los mataderos, entre las bromas de los matarifes que vieron a un
gaucho harapiento sobre un caballo flaco. Anduvo por los mercados, por las
calles que ya eran distintas, por las orillas donde se refugiaban los hijos del
gauchaje. Durmió en una barraca, en un potrero, junto a los carromatos de unos
gringos que levantaban la carpa de un circo.
Ya nadie hablaba de la guerra.
Vio a otros soldados de su general, muy viejos, mendigando en las escalinatas
de las iglesias. Rumbeó para el cuartel que era su casa, su madre.
"A hora no sirvo ni para estorbo ", meditó.
Venía de muy lejos y no se sorprendió cuando el caballo se negó a seguir,
cuando cayó como un montón de huesos en la calle de tierra.
Lo miró boquear como quien mira su muerte.
Se miró los pies cubiertos con trapos, los brazos esqueléticos; vio la pampa y
adivinó las voces que traen los difuntos. Creyó oír; mientras caminaba bajo el
sol, el ruido de un combate olvidado.
Otros viejos, generales cargados de medallas, en ese instante estaban
escribiendo sus memorias.
Pero esa es otra historia.
……………….
La
señorita Wilson.- Pedro Orgambide
Los vecinos dicen que es una vergüenza. No es posible, dicen, tener esa pieza
de madera en la terraza, sobre todo ahora que vamos a comprar los departamentos
en propiedad horizontal. Es como tener una mancha de grasa en el smoking. Así
piensa Luchini, el importador de géneros, aunque es poco probable que haya
usado smoking alguna vez. Pero lo dice y los vecinos asienten. Sí, es una
verdadera vergüenza, opina la señora de Guzmán, y también Magda (no lo hubiera
creído) esa chica que pasa avisos por televisión. Estamos reunidos en el
departamento del arquitecto y hablamos de una pieza de madera. Estamos todos o
casi todos los vecinos de la casa. Todos menos la señorita Wilson. No la hemos
invitado. Ella no va a comprar su departamento. Y además,¿se puede llamar
departamento a esa pieza de madera? La señorita Wilson vive allí desde hace
quince años. "Es inconcebible- dice el arquitecto- que en una casa como
esta se haya permitido edificar una covacha solo para beneficiar a esa
mujer" Pero parece que el dueño tenía buen corazón o quería ganar un poco
más. Vaya uno a saber. Lo cierto es que la señorita Wilson vive allí, entre
nosotros y el cielo.
"¡Oh, no, es imposible tener ese adefesio allí!", o0pina Ruiz, el
muchacho del cuarto piso. Se acaba de casar y escucha hermosos conciertos en su
tocadiscos. ¿Cómo? ¿También él? Yo he visto a la señorita Wilson en la terraza,
escuchando una sinfonía de Mozart que se empinaba por las paredes grises y
subía hasta los cables tendidos y las antenas de televisión y las nubes de un
atardecer en Buenos Aires. Y me pareció que la señorita Wilson sonreía. No con
la sonrisa de sus sesenta años, sino-¿cómo decirlo?- con una sonrisa joven, la
que tendría cuando estudiaba, cuando leía a Marlowe sin entenderlo o cuando
veía cruzar, por la pradera inglesa, a uno de esos jinetes como los que tiene
en los cuadritos. Pero Ruiz dice que es un adefesio (ella o su casa, ya es lo
mismo) y apenas si oigo lo que dice Magda.
Ah, sí, las medias. La señorita Wilson no respeta la ordenanza municipal. Tiene
un perrito. Y el perro, dice Magda, un día le destrozó las medias que había
colgado en la terraza. Luchini la mira. Magda tiene hermosas piernas. Cada vez
que pasa un aviso por televisión la cámara las enfoca. Deben estar aseguradas
en un millón de pesos, por lo menos. Claro, ahora no cuelga más sus ropas en la
terraza. Las manda al lavadero. ¡Hay tanto trabajo en la TV! Y, según dice, muy
poca gente de confianza para el servicio doméstico. Las mujeres asienten. Se
han olvidado del perro de la señorita Wilson. ¿Qué importancia tiene un perro
comparado con la TV?
Pero para la señorita Wilson tal vez el perro sea una de las pocas cosas que
importan en su vida. La señorita Wilson le dice:"¡Tony! ¡Tony! ¡Come here,
Tony!" Y el perro va hacia ella, deja de jugar y de mover la cola y siente
la caricia de unos dedos demasiado finos, una caricia que pareciera volver
sobre sí misma.
"Podríamos comprar el departamento entre todos y buscarle una comodidad a
la inglesa".¿Quién dice eso? No lo sé. Alguien opina que en una pensión
estaría mejor que en esta casa. Hay una señora que habla de pensiones para
señoritas. Son lugares "correctos”. Pero también son "correctos"
los asilos y son tristes. Lo digo y los demás me miran como a un loco.
"No nos trate de desalmados", se defiende el arquitecto y se acerca
para despejar el malentendido. "Vamos, vamos, somos vecinos, nunca hubo
una palabra más alta que otra entre nosotros. ¿Es así o no? Nadie quiere mal a
esa mujer. Pero a usted mismo, a usted que le gustan las cosas buenas de la
vida, le tiene que molestar esa covacha encima de su departamento. Porque no
puede negar que la señorita Wilson tiene costumbres raras. Es espiritista o
algo parecido. Y hay días en que viene gente muy rara a visitarla, gente que
canta salmos o cosas por el estilo; en fin, gente que no es como
nosotros.". Le explico que la señorita Wilson es evangelista. Y que la oí
predicar en una plaza. Los vecinos callan, divertidos. ¡Eso sí que no lo sabían!
La inglesa predicando en una plaza. Nunca lo hubieran imaginado. Sí: un grupo
de hombres y mujeres canta, y de pronto uno dice que la hermana Wilson (no sé
si la llaman por su apellido o le dicen simplemente hermana) hablará para
todos.
-¿Y qué dice? ¿Qué dice?- pregunta Magda, curiosa. Porque al fin es casi colega
suya. También la señorita Wilson tiene su público: conscriptos aburridos que no
encuentran muchachas en el parque, un matrimonio "haciendo tiempo"
antes de entrar en el cine, algún ocioso como yo, y unos cuantos viejos, más
preocupados que nosotros por las cosas del cielo.
¿Y qué dice la señorita Wilson? Habla de la bondad, de Jesús, de los
pescadores, del pan, de la sal y del vino, habla con los ojos fijos en el
cielo. Y dice: "Yo he sido pecadora."
-¿Dice eso?- interrumpe Magda-
- Dice eso.
Es imposible imaginar a la señorita Wilson pecadora. Y menos en los pecados de
la carne, que son los primeros en los que pensamos. Quizá la señorita Wilson se
refiera a sus años de mujer joven, cuando trabajaba como institutriz en casas
de familias importantes, en algún vago amor con el padre de un alumno. O en la
avaricia. En un tiempo ganaba su dinero con placer. O en la gula. Hubo una
época en que comía dulces y bombones hasta el hartazgo. Es cómico. Después tuvo
diabetes y el médico la condenó a un régimen frugal. Ahora es delgada, ascética
y, como dicen las mujeres, nada femenina. Me parece verla en el parque: lata,
con el cabello recogido sobre la nuca, el cuello emergiendo de una blusa
monacal, la pollera lisa contra las piernas. Unos ridículos botines. Y esa voz,
esa voz de pájaro que hace reír a Magda.
-¿Y qué dice? ¿Qué dice?- preguntan los vecinos.
La señorita Wilson, con toda su voz y ante las risas sofocadas de algún
intruso, dice:
Los que confían en sus haciendas, y de sus riquezas se jactan.
Ninguno de ellos podrá de manera alguna redimir al hermano y dar a Dios su
rescate.
- No entendí nada- comenta Magda. -¿Pero qué hora es?
Es tarde, sí, y tiene que ir al estudio. Es una lástima que no pueda quedarse.
¡Se ha divertido tanto con el cuento de la inglesa! Me lo agradece como si yo
hubiera inventado a la señorita Wilson.
-¡Miren que ponerse a hablar en la plaza! ¡Es rarísima!
"Habría que ayudar de alguna forma a esa pobre mujer", comenta
alguien. Y todos estamos de acuerdo. Hay que ayudar a la señorita Wilson. Los
buenos vecinos proponemos una indemnización si ella se va. Una parte el dueño y
ora nosotros. Tal vez la señorita pueda vivir en un templo evangelista. Pero
algún entendido explica que no hay que confundir esos templos con los albergues
del Ejército de Salvación. Allí sí tienen camas. No, no vamos a discutir eso.
La señorita Wilson ya va a encontrar un lugar. Lo importante es que acepte. ¿De
acuerdo? La generosidad, como la risa, es contagiosa. No, yo no estoy de acuerdo.
¿Pero cómo explicarles? ¿Cómo decirles que la señorita Wilson no puede llevar a
cualquier parte sus muebles viejos, las mantelerías que no usa, la caja de los
remedios, las manías, los hábitos, los cuadritos con los jinetes que corren por
la pradera inglesa? Y Tony ¿O no han pensado en Tony?
La muerte vino en ayuda de la señorita Wilson. Magda se llevó a Tony. Le rompe
las medias pero la divierte. Los demás vivimos sin zozobras. El mundo está
lleno de pequeños e inocentes asesinos como nosotros. La señorita Wilson fue la
elegida. Por eso su corazón, al enterarse de nuestros proyectos, tuvo la
delicadeza de dejarse morir.
……………….
El incrédulo.- Pedro Orgambide
Mienten los que dicen
que Emiliano Zapata vive todavía. ¡Ni modo, mano, está muerto y bien muerto!
¡Si yo fui uno de los que lo mató! Mienten los que dicen que anda en un caballo
blanco por el desierto de Arabia. Puros cuentos, cotorreo de esos viejos que se
llenan la cabeza de pulque, de sueños y de pájaros. Se lo digo yo: está muerto.
A mí no me falla la memoria ni la puntería. Si ahorita, de un balazo, puedo
acabar con el vuelo de un zopilote de las sierras. Esto de que Emiliano vive es
cuento, señor, toda esa historia del caballo blanco...
Así dijo el viejo. Sólo que aquella noche, el
incrédulo, vio bajar de las sierras al caballo blanco y su jinete. Sacó su
pistola. Pero tarde. El jinete le disparó su 30-30. Se desparramaron en la
tierra los pensamientos del incrédulo.
Fue así como murió don Buenaventura Salazar,
según dicen.
………………………..
No hay comentarios:
Publicar un comentario