miércoles, 18 de noviembre de 2020

PEDRO ORGAMBIDE: Tres cuentos

 Vida y memoria del guerrero Nemesio Villafañe. – PEDRO ORGAMBIDE

 

1
Hubiera podido escribir una memoria militar, pero era analfabeto. Además, escribir le hubiera parecido un acto extraño, complicado e inútil. Indolente, tampoco necesitaba hablar de lo vivido. A él le bastaba la memoria. La memoria, se sabe, es la diversión de los pobres, un teatro iluminado, una linterna mágica que cualquiera tiene en su cabeza. Para él, al menos, era así, una diversión y hasta un vicio.

Los hombres del cuartel entraban y salían casi sin verlo, como quien ve un árbol, un camino conocido. Se quedaba acurrucado junto a la casilla del centinela sin hacer ruido, como esos perros viejos que se echan al sol.
Se miraba los pies cubiertos con trapos, los brazos esqueléticos que ordenaban un poco de yerba. Veía pasar a los oficiales con sus sables y sus botas lustradas, a los milicos del 50’, compadres, achinados, que salían del cuartel para presumir a las mozas. Entonces, por costumbre, extendía la mano como si fuera un mendigo de iglesia, aunque a él, para decir la verdad, nunca le gustó andar pidiendo en el atrio y prefería quedarse allí, cerca del cuartel, donde había pasado su vida y donde, seguramente, lo encontraría la muerte.
Algún milico le arrojaba una moneda en la lata; otro, arrogante, escupía ostentoso. No vela más; como a un ciego le bastaban muy pocas señales: el ruido de los carros, el toque de diana, cierta tristeza del crepúsculo.

Podía quedarse horas sin moverse, podían cambiar dos guardias sin que el viejo se levantara para orinar frente a las caballerizas. Miraba entonces ese pedazo de pampa y veía con toda claridad la caballada del combate, veía al mismo general ordenando la carga, aunque sabía, claro que sabía, que ahora eso era pura diversión.
Porque antes las cosas sucedían de otro modo: era el sargento el que venla a los gritos por el campo, y él detrás, el viejo que entonces era joven, un mozo abriéndose paso con el sable y esos godos tirándole a matar, y ése que se agarraba la cabeza, la frente partida de un sablazo. Terminaba el viejo de orinar y volvía a su sitio, se acurrucaba junto a la casilla del centinela sin hacer ruido, como esos perros viejos que se echan al sol.


Él vio a los perros tirados y a uno de esos mendigos que merodean los cuarteles, pero apenas si les hizo caso, ocupado como estaba en sentar plaza de soldado, en cambiar esas pobres pilchas por una casaca militar, un sable; estaba ansioso por vestirse de milico y salir a presumir a las mozas de los ranchos. Se ríe el viejo cuando lo recuerda, se ríe para adentro y los otros piensan que el viejo está dormido o mamado o muerto bajo el sol. Y en verdad se sentía como borracho probándose la ropa, se siente feliz junto a las caballerizas olorosas de estiércol, entre los relinchos, el agrio olor de los recados, las voces de los hombres. Mira hacia afuera. Ve la pampa, adivina la sangre que traen los crepúsculos, imagina la gloria mientras se ajusta el cinto. Esa noche sale de a caballo a gastar su juventud, se entrevera en partidas de monte, está en un bailongo, oye cantar un cielito, ve los cercos tupidos de glicinas, llega, no sabe cómo, a un pajonal donde dos hombres pelean, feroces, bajo la luna. El amanecer lo encuentra en un rancho donde una hembra le cura las heridas. Cuando sale (el amanecer son unos gallos, una pesada carreta que se hunde en el barro), presiente la ciudad, comienza a acostumbrarse a su olvido.


Así, ese joven jinete, ese gaucho analfabeto, supo de pronto lo que un novelista tarda en aprender durante años: que en el comienzo de una historia ya está su propio fin y que todo final es ilusorio como esas calles de tierra que se pierden en el campo y que a la vez son el campo, que todo (la noche que pasó, la pelea, el rudo amor, la ciudad que lo alberga), caben en la memoria. No es la palabra empeñada la que lo lleva hacia el cuartel, ni la aventura que desconoce, ni siquiera la paga incierta que un día antes ambicionó con codicia. No sabe qué hay más allá de esos matorrales ni le importa. Pero intuye que esos hombres que van saliendo de los ranchos, que aparecen a sus costados, con un fusil, con un sable, una cuchilla, son casi lo mismo que él o su caballo, una verdad tan simple como el olor de las caballerizas, el pelaje de un potro, un tiento o esa pesada carreta que se hunde en el barro.
Se oye silbar. Silba el viejo recostado en la casilla, adormecido por el sol.


No es el viento todavía, ni las voces de mando, los hombres en el vivac, las órdenes, los gritos, los estampidos. Es el capitán pasando revista a esos reclutas, gauchos analfabetos a los que les habla de la Patria, de los cojones que hay que tener cuando se enfrenten con el enemigo, la disciplina dice, la subordinación, el valor. ¿Entendido? Entendido, mi capitán, dicen, se oye decir Nemesio mientras las quemazones se levantan en el campo bajo una luna inmensa.


Hace dos horas o dos días que han dejado la ciudad y es como si nunca hubieran estado allí, como si hubieran nacido juntos, la tropa, la tropilla, los hombres, los caballos, el sudor, las ropas, los víveres, los jefes y ellos, avanzando hacia el Norte.

2
Al soldado Nemesio Villafañe, hombre de caballería, aquella marcha se le bahía olvidado. Otras huellas habían borrado a la primera, otras fatigas hablan terminado por oscurecer ese primer amago de coraje y resignación con que anduvieron durante esas noches, en las que él, Nemesio, aprendió a descubrir a los otros en las sombras, adivinándoles el miedo, la tristeza o la mera distracción, en las que él (no éste, un veterano, sino el otro, el de la primera marcha), supo reconocer esa voluntad ciega de su general que llevaba a esos hombres a la muerte. Ya nadie pensaba en ella, aunque alguno la nombrase cantando. Sí; al soldado Nemesio Villafañe, hombre de caballería, aquella marcha se le había olvidado. Pero ahora iba haciendo memoria, iba reconstruyendo una mañana, el canto de un chajá, la rastrillada, ese caballo solitario que pastaba ajeno al ruido del ejército, y que él se quedó mirando, casi envidiándolo, sin saber por qué. Claro que los hombres no hablaban de esas cosas sino del primer combate, del bautismo de fuego, del fuego saltando de las bocas de los cañones y quemando la carne, destrozándola, diezmando el primer batallón.


-Ah, sí -dijo Nemesio-, cierto.
Ya entonces era hombre de pocas palabras.


Fue de los primeros en entreverarse con los godos, el primero que cargó a lo loco contra los infantes que disparaban tupido, y eso que no era un veterano como ahora, sino un mozo abriéndose paso con el sable y esos godos tirándole a matar y ése que se agarraba la cabeza, la frente partida de un sablazo.


Fue allí cuando he chamuscaron ha pierna, fue allí cuando le hicieron esa herida que ahora es sólo un costurón, cosa de nada. No es raro que se olvide.


No, no le gusta hablar de esas cosas ni siquiera con la cantinera que es casi su mujer. A ella la conoció después, cuando eh desastre, cuando los godos sorprendieron dormido a todo el regimiento y empezaron a matar y siguieron matando gente hasta cansarse. Eso lo recuerda bien. Será porque el hombre tiene memoria para la desgracia. Cierto. Pero de eso no se habla, como no se habla de los muertos que a veces no se pueden enterrar y quedan desparramados en el campo. el había quedado así, precisa-mente, volteado cara al ciclo, cuando ella pasó y descubrió que gemía, cuando lo levantó (y eso que Nemesio era un hombre fuerte por aquel entonces), y lo cargó a los hombros, como una bolsa, un montón de huesos, que robaba al osario común. Hay algo que la memoria registra: un olor de sangre y podredumbre, de ropas y caballos destripados al sol, un olor que lo acompaña cuando ella lo baña en el río, desnudo, y que ahora recuerda sentado junto al fogón, junto a los hombres en la ronda del mate.
(Porque sólo las hembras pueden sacar ese olor con el olor de ellas, sólo ella puede, tirada en el monte, enroscándose a él como la hiedra, besándolo, buscándolo, dándole los pechos como antes la cantimplora en que calmó la sed.) Toma un mate despacio.

Nemesio recuerda la segunda marcha cuando el regimiento, lo que quedaba de regimiento, se juntó con los otros batallones y encerraron a los godos, en ese cuadrado que se llenó de pólvora. (Ellos estaban besándose todavía cuando tuvo que partir, él veía sus piernas oscuras en la claridad que se filtraba por el techo de paja.)

Fue ese momento el que quedó, ese barullo de españoles y criollos matándose entre los cerros, fue ese instante -la mano que le acaricia el pelo, la cicatriz de la mejilla-, y no la sangre, el estampido que el soldado aprende a olvidar.
-Cierto, uno se olvida -piensa Nemesio.
De haber sido otro, un general, digamos un coronel, al menos, hubiera escrito esos olvidos. Le hubiera puesto nombre a las batallas. Pero la memoria del soldado desconoce la Historia, se hace con esos ruidos y olores de la guerra que se repiten, monótonos, durante meses, durante anos, mientras dura la campaña. Nadie hace el recuento de los piojos, la fiebre, los pies llagados, las diarreas que persiguen al soldado. A nadie le importa. Tampoco importa el loco que en la cuesta de Chacabuco se echa a correr bajo una bandada de murciélagos, el borracho que confunde al enemigo con un manso rebaño de ovejas y que se muere, aturdido por su propia confusión, mirando un río imaginario, un espejismo. Cierto. Cada soldado sabe que esas cosas ocurren después de varios anos de servicio, cuando los nervios, el cansancio, la paga infiel y la nostalgia comienzan a minar la resistencia de los hombres. Pero los generales no escriben estas cosas, aunque anden como sus soldados con los ojos desencajados, enfermos de chucho bajo sus ponchos. A veces la calentura, la falta de mujeres, hace que uno de ellos (un jefe, un joven coronel), se bañe desnudo en la cordillera, frotándose el sexo con la nieve. Nadie se ríe de esas cosas. Nadie se ríe en la cordillera cuando sopla el viento, cuando las mulas y los hombres se desbarrancan con las piedras. Nemesio mira el abismo, mira al general montado en la mula, flaco, sombrío, envuelto en su poncho. Tampoco el general escribe sus memorias. Cartas, nomás: informes militares, pedidos de dinero para esas tropas que ahora cruzan los Andes, que marchan arrastrando mulas y cañones. En la desgracia todos los hombres se parecen, todos tienen las mismas jetas, apretadas, los labios resecos, ojos de mula a veces, ojos de loco a veces, ojos como vacíos, mientras avanzan como si fueran uno, una serpiente negra y perezosa arrastrándose por los desfiladeros. Y allí arriba los cóndores, planeando su indiferencia sobre el dolor y el cansancio de los hombres que marchan sin preguntarse para qué y que el general mira distraído, mientras tose como un tísico arriba de la mula. A veces se le acerca un capitán, un sargento, y se le ve la nubecita blanca que le sale de la boca mientras habla. Vaya a saber qué dice. No es cosa que le importe a un soldado. El tiene que con-fiar en la palabra de su general, en esa nubecita blanca, en ese calor de un cuerpo enfermo, en ese hombre cansado y asmático que los lleva a pelear, a morir sin preguntarse.
"Cierto, así son las cosas", piensa el soldado Nemesio Villafañe.


Se ha dormido, seguro que se ha dormido. Pero ha sido un momento nomás. Siente los pies llagados, el frío que le corta la cara. Pero no piensa en eso, ya no piensa en nada.


3
Ahora sabe que el porvenir no existe, que es demasiado viejo para soñarlo. En cambio, puede recoger las monedas de cobre que los milicos arrojaron en la lata, ir hasta el almacén que ayer fue pulpería, tomar un vino carlón o una ginebra. Eso le basta. Apenas el alcohol entra en el cuerpo, una ilusoria juventud se apodera del mendigo, del viejo sentado a una de esas mesas mugrientas que un rato antes ocuparon los jugadores de truco. Quieto, sin molestar a nadie, deja pasar las horas y hace memoria. Y la memoria, se sabe, es la diversión de los pobres, el teatro iluminado, una linterna mágica que cualquiera tiene en la cabeza.Medio en broma, un cadete bisoño le pregunta si es cierto que él ha sido un guerrero de la independencia y el viejo tarda en contestar, indolente corno es con las palabras.
-Así será, niño -responde con malicia o desgano, y se queda en silencio, porque el silencio es suyo, corno la vejez y la muerte, y la memoria que es su diversión, su vicio.
El otro insiste en preguntarle, le ofrece pagar una copa, se ofende ante la indiferencia de ese pordiosero y lo llama mentiroso y vago y mal entretenido.
-Así será, niño -vuelve a decir el viejo. Se entretiene mirando el revolotear de una mosca y ve el vuelo de un cóndor.
Antes de irse el cadete lo amenaza con meterlo preso y él está preso en el Callao ahora, engrillado, oyendo las descargas de la artillería. Se divierte. Ahora puede elegir un momento, dejarlo, volver a él. Transformarlo a su gusto. Antes no. Tenía un porvenir, y la fatalidad de ser joven. Ahora no. El es el único dueño de su teatro y es joven mientras duran el alcohol y el sueño, mientras quiera y Dios le de salud.


(Ese que está sentado allí soy yo -se dice el viejo-, y se ve vestido de suboficial, en Lima, después de algunos años de cautiverio, todavía joven pero con ese aire de náufrago que jamás lo abandona, tal vez desde el día en que estuvo en capilla, a punto de ser fusilado, cuando el cura le decía que encomendara su alma a Dios y él repitiendo el padrenuestro, hasta que, de un golpe, derribó a ese cura de los godos, le dejó en pelotas y él se vistió con los hábitos del cura, paso frente al centinela sin mirarlo, saltó a un caballo y comenzó a correr, sorprendiendo a esos españoles que ya lo estaban persiguiendo pero éstos no me agarran, no, y el aire se llenaba de ese polvo rojo de la tarde, del sudor del caballo, de las ramas de un monte que se le vino encima, que lo trago en su sombra. Y luego esa caminata esquivando las tropas de los godos, ocultándose como un ladrón, robando, perdiéndose otra vez, hasta encontrar a los suyos, hasta decir: Nemesio Villafañe, presente.)

Ahora está sentado, como si nada, en la posada de Lima y en el almacén de Buenos Aires, pasan las señoras y las niñas de la misa de once y él (los dos que son él en ese instante), sonríe pensando en el cura que quería ayudarlo a morir, el cura en pelotas, asustado, el ministro de Dios que le mandó Mandinga. Cierto, Dios y el diablo debieron ayudarlo en ese entonces. El suboficial Villafañe levanta el vaso. El viejo se mira corno en un espejo.


Ya no juega, pero a veces, solo, manosea los naipes. Se ve en una sota, en un rey, un caballo de copas. Tira una carta y el azar le recuerda un día, una fecha, un pueblo abandonado, una hembra de Chile, un moribundo que le entrega un mensaje para la viuda que él va a visitar y con la que convive cinco años. Manosea los naipes, piensa en el hijo que tuvo y que murió de viruela, recuerda con desgano la noche pantanosa en que daba ánimo a sus hombres, perdidos como guachos en la oscuridad. No sabe, ya no quiere elegir la suerte de los naipes, desconoce o descree el valor de la espada, el siete bravo, ya no juega, es verdad, sólo recuerda.


(Por eso, cuando ese colombiano lo provoca a jugar, él se aparta, busca cualquier pretexto para irse. Siente como un presentimiento, pero el otro está allí diciendo no sé qué cosas de los argentinos, de la flojera, de... Entonces toma los naipes, los baraja con calma, oye el crujido de los árboles del fondo, la madera que llora. El viejo tira una carta, repite la jugada que el otro Villafañe ya jugó en otro tiempo, ve la partida, las manos nerviosas del colombiano, la insolencia final, el desafío. Ve un pajonal donde dos hombres pelean, feroces bajo la luna.)

 El viejo se levanta. Arrastrándose casi, llega a la puerta, al trajinar del cuartel donde ha pasado su vida y donde, seguramente, lo encontrará la muerte.


4
Siempre la miró de frente. Supo que no tenía una cara sino muchas. No la buscó, como otros, en un derroche de inútil guapeza. No la eludió tampoco, como los traidores que se vendieron al enemigo o como los cobardes llorando como hembras. No. Supo que estaba allí, a veces con sujeta de vieja, y otras con una cara dulce y mansa, prometiendo reposo. Él la supo ver, caído en una zanja y en las noches demasiado largas de su celda y en el comba te, cuando ella, la muerte, cabalga desnuda cambiando de rostro (cada uno ve el rostro de su madre), en un caballo con pelaje de fuego. Supo soñarla también en los días de fiebre, con ganas de entregarse, de terminar con todo, cuando el cuerpo, como si fuera de otro, quiere dejar su sombra. Son cosas que se saben. Los soldados no hablan de eso. Por pudor quizá, por temor a nombrarla. Una noche, en Mendoza, Nemesio oyó platicar sobre la muerte. Fue la única vez. El que hablaba era ese cura metido a artillero, ese forjador de armas, ese patriota que andaba como pez en el agua entre los yunques, un fraile muy macho, recuerda Nemesio. Lo oyó contar una historia que, según barruntó, estaba en un libro. Supo entonces que un día los cuerpos de los difuntos van a volver a rendir cuentas pegados a sus ánimas, que ese día se van a oír más trompetas que en un desfile y que Dios, el mismo Dios, va a andar entre la gente. No se extrañó de oírlo. De algún modo, él sabía que aquello iba a suceder, tarde o temprano. Se había acostumbrado a convivir con los fantasmas, sobre todo en el momento de pelear, cuando, al frente de su pelotón, se metía a los gritos, espoleando a su caballo, y veía junto a él a los soldados que hablan muerto dos meses o tres años antes. El sabía que ellos peleaban todavía, que, ignorantes de la letra, seguían en servicio. Tal vez fueran los ángeles de los que hablaba el fraile.


(La vio llegar montada en una mula.
-¿Vos sos Nemesio Villafañe?
-Mande -respondió él, mientras se arrodillaba.
-Vine a buscarte porque hace mucho que faltás del rancho.
-Estoy en campaña, doña. No vuelvo hasta que no vuelva mi general.
-¿Vos no te acordás de mí?
-Con su perdón, no la conozco.
-A veces me soñás, a veces me llamás por las noches.
-Me olvido de los sueños, doña. La verdad.
-Te creo, hijo. Yo me fui muy temprano. Tenía ganas de verte.
El la miró.
La mujer buscaba algo entre sus ropas. Se levantó para ayudarla, para tocar a su madre, cuando desapareció.)

Para ellos el cuartel era su casa, su madre. El cuartel o las tiendas del campamento y aun el campo raso, donde los hombres dormitaban o morían entre un combate y otro. En Maipú, en Cancha Rayada o adonde diablos los mandara la suerte. Gauchos del Litoral, de Buenos Aires, combatían lejos de su tierra, olvidados ya de las llanuras, peleando en las montañas de Salta, o más al Norte, en Chile o en Perú, a orillas del océano, entre otras gentes, bajo las estrellas forasteras que se cuidaban de no mirar para no arriar recuerdos y molestas nostalgias. Gauchos y guachos, huérfanos, salían a pelear para volver, en la re mota esperanza de un poco de galleta, un yerbeado, otro día ilusorio. Ellos volvían a la casa: la infantería de rostros cetrinos, el batallón de morenos (algunos veteranos de las invasiones inglesas, otros en el aprendizaje de pelear, tan jóvenes, con el candombe adentro), volvía la caballería, los jinetes altivos entre los que iba Nemesio, los artilleros, los oficiales, los arrieros de mulas, los prisioneros, con el orgullo o el miedo o simplemente la ausencia brillándole en los ojos, y más atrás los carros, los cañones, los más viejos renqueando, los heridos, los muertos amontonados en una carreta que se hundía en la tarde y arriba un vuelo de chimangos o cuervos. Cada vez que volvían al cuartel, a la casa, a la madre, había fiesta que alivianaba el luto, no faltaba el cantor, el vino y, a veces, las mujeres. El mismo general festejaba el triunfo con sus oficiales, comía galleta, carne, sobre un tablón, con un cuchillo, con la mano, aunque era hombre de educación y hasta hablaba en francés. Pero era un soldado, uno de ellos, y les bahía dicho que tenían que seguir adelante aunque fuera en pelotas corno los mismos indios. Hombre el general, muy hombre, si, muy de a caballo. Él lo miró de lejos. El, que era un guacho, sintió que era su hijo, como cada uno de los que volvían al cuartel. Por eso se quedaba allí aunque esa noche, de patrulla, iba a andar por la ciudad como un extraño. Ya tendría otra noche para demorarse en brazos de una mulata y otra más y otra, hasta que llamaran a formación, tiempo había y de sobra. Ese tiempo ilimitado que no conocen los civiles, ocupados como están en mirar el reloj, la mujer, las hijas, los negocios. ¿Qué vigilarán estos hombres?, se preguntaba Nemesio en la ciudad. Se le hacía cuento que otros pudieran vivir sin pelear, sin mirar otro ciclo. Los bahía visto en los balcones de las casas, aplaudiendo junto a las niñas, discutiendo en los boliches, las plazas, rezando en las iglesias. Gente rara. Miraban al soldado con una mezcla de temor y respeto, recelosos siempre. Sólo una vez Nemesio miró a una señora de la ciudad, sólo una vez, cuan do ella pareció invitarlo con los ojos. El iba de a caballo, de patrulla, con su gente. Tenía la piel muy blanca la señora. Y unos ojos enormes. Fue una sola vez. Gente rara. Como ese general español, el prisionero, paseándose con su camisa llena de volados. En el portón le dieron el alto y el quién vive. El respondió: la Patria. Y a lo mejor, la Patria era eso, esos hombres tirados en sus mantas, los soldados arrebujados en sus ponchos, las caballerizas olorosas de estiércol, los relinchos, el agrio olor de los recados.


(-Nemesio Villafañe...
-Ordene, mi general.
El viejo está tirado junto a la casilla del centinela, no puede moverse, ya no le quedan fuerzas.
Pero el general se baja del caballo, le tiende la mano, lo ayuda a levantarse.
-Gracias, mi general, estoy muy viejo. Yo no sabía que volvía.
Con vergüenza mira su lata de limosnas, los pies envueltos en los trapos que ahora arrastra hasta el general. Trata de unir los talones, de cuadrarse.
-No hace falta, Nemesio, ya no hace falta. El viejo tiene ganas de orinar.
-Con su permiso -dice.
Orina bajo la luna, frente a las caballerizas. En el resplandor de un relámpago ve su caballo negro.
-Yo también estoy viejo -dice el general-. Vamos, compadre.
Se arrastra el viejo hasta la caballeriza, monta el caballo, se acerca a su jefe.
Sabe entonces que la muerte no tiene una cara sino muchas. Ahora puede mirar al general de frente, mirarse en él igual que en un espejo.
-Vamos, compadre -dice.
El cielo se incendia hacia el oeste. Después está la oscuridad.
Nemesio espolea su caballo. Al galope, a los gritos, corre a buscar su suerte.)

Al toque de diana, se sorprende de despertar entre los vivos. La muerte, la vieja puta de la soldadesca, juega con él, lo llama, lo rechaza a la vez. Se ha acostumbrado a eso. Ordena sus trapos junto a la casilla, va en busca del agua para el mate. Otro día, se dice. Los hombres del cuartel entran y salen casi sin verlo, como quien mira un árbol, un camino conocido.

5
Ya era un hombre hecho cuando regresó a Buenos Aires. Nada quedaba del mozo ni de la noche del comienzo, nada, a no ser un vago recuerdo de carretas, de ranchos diseminados junto al río. Supo que era otro el gobierno. Pero eso no es cosa que le importe a un soldado. El seguía enganchado y en servicio, aun que ya no quedase el regimiento y los capitanes tuviesen otro nombre. Lástima que el general se fuera para Europa, cansado de las intrigas y la sangre que ahora se derramaba entre los criollos. Lo supo en las pulperías donde no faltan charlatanes de la política. El los oyó en silencio, entre una partida de taba y el monótono rasgueo de un payador. Intuyó que su suerte, como la de los otros, era la de pelear y entre ellos. No le gustó. Aunque no tenía otro oficio que el de matar, soñó otra vida. Fue un momento nomás, lo que duran los sueños.
Fue leal al gobierno, al gobernador que fusilaron, a la ciudad que lo vio partir.
Un día cayó en una emboscada y reconoció entre sus captores a uno de sus soldados.
-Mírenlo a Villafañe -se reía el tape mientras lo ajustaban con el lazo.
No entendió las burlas de los hombres, no pudo o no quiso comprender la humillación que le infligían los paisanos.
-Mírenlo al Villafañe -seguía riéndose el tape-mírenlo al macho.
Lo empujaron y alguien lo cacheteó como si fuera una criatura. Nemesio no contestó a esa fiesta de borrachos; bajó los ojos y contuvo la rabia.
Una hora después, frente a un sargento que se jactaba de haber domado más hombres que los de todo un batallón, respondió, desganado, las preguntas. Le parecía estar viviendo otro momento, no ese, creía estar, otra vez, frente al oficial realista. Pero la voz del paisano, la cara achinada, llena de cicatrices, como la suya, ese tono cadencioso, ese fatalismo para nombrar las cosas, eran de aquí, seguro. Se miró en el otro con vergüenza. Ahora le pedían datos sobre su regimiento. Calló Nemesio, fiel a su divisa, al gobernador que los otros habían fusilado. Lo apuró el sargento y, como al descuido, le golpeó el hombro con el rebenque.
-No tengo lengua'e loro -dijo Nemesio y miró el sol que quemaba los campos.
-Pero tenís la lengua seca -le respondió el sargento y le acercó el latón de agua. Por instinto, la mano de Nemesio se acercó al latón, pero el sargento lo apartó sin apuro.
-Primero vamos a hablar. Después te podés llenar como si fueras sapo.
-No -dijo Nemesio-. Se agradece, sargento.
Al rato, estaqueado bajo el sol, sentía doblársele la lengua. Ya ni saliva tenía para tragar; le dolían los ojos heridos por el sol de la siesta, los brazos que se estiraban como tientos, las piernas, la columna corvada como la de esos locos que echan espuma por la boca.
Primero el sol subió como fuego. Después se le fue metiendo en la cara, en las tripas, en la cabeza que se le llenó de ruido.
(Ahora, estás muerto, Nemesio. Oís las voces de los hombres que andan bajo la tierra como si fueran topos, las voces de las mujeres que salen de sus ranchos para llamar a las ánimas, ves los ríos que arrancan las raíces y limpian el bicherío de las tumbas. Estás muerto. Mirás la culebra, los huevos del yacaré, las cuevas de la mulita, los huesos de los milicos que no vuelven. Debe ser el fuego de Mandinga ese calor, seguro, debe ser otro, no vos, el que grita como un tigre).

Dos hombres lo levantaron, lo arrastraron hasta el campamento. Uno era el tape.
-Mírenlo al macho -se reía-. Mírenlo al carajo éste.


6
Entre los prisioneros había un oriental que después de pelear en la otra orilla, andaba entreverado en los combates de aquí como otros gauchos. También estaba un entrerriano para quien Buenos Aires era tanto el exilio como el fin del mundo. No faltaba un negro, hijo de esclavos y esclavo él mismo hasta hace poco: era el único que hablaba de la libertad. Y hasta un irlandés, lugarteniente de un caudillo, un pelirrojo enorme que se revolvía en la furia del sueño, pataleando y puteando en su idioma. Nemesio reconoció que eran pocos los soldados de línea, muy escasos los hombres de carrera, insólitos y espontáneos los jefes. Ahora el tape podía burlarse de él frente a esos gauchos. De nada le valían a Nemesio su grado o sus años de servicio. Sólo para estorbo, se dijo, mientras miraba de soslayo a los centinelas. Como un perro después del castigo, también él parecía exagerar su mansedumbre. Anduvo acarreando tierra bajo la mirada del tape, llevando de un lado a otro los arreos y lujos de los vencedores, oficiando de sirviente, de cocinero, de peón. No contó el tiempo que estuvo allí. En cambio hizo el recuento minucioso de los guardias, los aperos, los yeguarizos, las distancias del campamento, vigiló los pasos, las costumbres, las borracheras y cantos de la tropa. Pudo andar como un ciego orientándose por el ruido, por el viento en los pastos. Sólo entonces expuso su proyecto al oriental, al entrerriano, al negro y al irlandés. Esa noche el gringo se deslizó como lombriz y prendió fuego cerca de la caballada que se espantó como si viera al diablo. El negro y el entrerriano redujeron al tape. Iba a gritar, cuando Nemesio lo degolló. Se escabulleron antes de los primeros tiros, montaron los caballos de los oficiales que salían del sueño con una espada en la mano. Lo demás fue correr, huir en dirección al monte, volver las cabalgaduras hacia el pajonal, cabalgar hacia el este, hacia los ríos, perderse en la noche sin luna.
Le parecía estar repitiendo un acto conocido, algo que ya había hecho y olvidado. Pero no; entonces andaba solo, forastero, y era un soldado de la Patria. Ya no, habla perdido la bandera. No tenla tropa sino cómplices, no tenía cuartel adonde dirigirse, sino la pampa, el desierto. Lo mismo que el infiel o que los pumas, pensó. El oriental y el entrerriano iban adelante; atrás, el negro y el irlandés, medio chamuscado, puteando en su idioma y con la cabeza como un montón de chispas.


7
Cuando un general teme perder su honor o el reconocimiento de sus méritos, puede escribir un libro y titularlo Mis memorias, puede contar las injusticias, cargarlas en las tramposas cuentas de sus contemporáneos. Sus compatriotas (y los hijos y los nietos que llevarán su nombre), pueden leer así su desventura, la desdicha de un hombre que luego será estatua. Pero ningún soldado, que se sepa, intentó jamás una tarea semejante. Le hubiera parecido desmedida ambición. Además, muy pocos entre ellos sabían escribir: apenas cartas con faltas de ortografía, algún recado, petición de pensiones, pedidos de plazas de vigilante, todo ese triste papeleo que no merece la atención de la Historia. No, el viejo no dice que no, pero se le hace inútil eso de andar fastidiando a las autoridades con un caso que, como él dice, es un desperdicio. Claro que le agradece a ese señor del diario la molestia que se toma, cómo no, y no le desprecia un pitillo o un patacón o un poco de yerba. Pero, ¿para qué hablar de él? Claro que estuvo en esa batalla y también en esa otra, sí, señor, pero eso fue hace mucho, añares hace y se me afloja la memoria. Asiente el viejo. Se ríe bajito y se deja invitar con esa ginebra y después vuelve a la casilla, gracias señor, hasta más ver, le dice. Prefiere quedarse allí, mirar a los mozos que marchan con sus fusiles nuevos, con las botas de media cana o con polainas de botones relucientes, limpitos como para desfile, piensa el viejo y se ríe pensando en esos montoneros, gauchos rotosos de los montes.
Cuando los vio, supo que eran los suyos. El venía con el irlandés, el oriental, el negro.
El entrerriano se adelantó.
-Son amigos míos -dijo-buenos gauchos.
Esa noche volvieron a comer galleta y se mamaron a la salud del caudillo.


(-¿De ande venís, gringo? -pregunta el viejo.
Ve la cabeza del irlandés clavada en la pica.
-De mi patria -dice el pelirrojo-. Siempre quise volver.
-Queda lejos eso, no?
-Lejos sí.
-Peno estás muerto, gringo.
-Me ahorcaron en Irlanda.
-No -porfía Nemesio-. A vos te ajusticiaron en Cerro Alto. Me acuerdo como si fuera hoy.
-Cierto -dice el gringo.
-Yo me les disparé -dice el viejo como quien reconoce una falta.
En lo alto de la pica, la cabeza del irlandés empieza a cantar.
-No te entiendo, gringo. Hablá en cristiano que no entiendo lo que decís.
-Está loco -dice el entrerriano.
-¿Loco?
-Si sueña con el mar.)

Cuando el irlandés sueña con el mar parece que relinchara debajo de su poncho. Los otros gauchos lo miran divertidos, aunque he respetan el coraje. El mismo caudillo lo tiene por hombre de confianza. Sabe batirse solo con los regulares, entrar a lanza entre la gente de línea, desaparece como una exhalación para volver otra vez al ataque, siempre de sorpresa, siempre mañoso, como si fuera gaucho. Nunca se pone en pedo aunque tome diez litros de ese aguardiente que calienta a los hombres y los vuelve pendencieros y taimados; nunca, sólo se emborracha soñando con el mar.
Ahora están los dos, eh irlandés y Nemesio, en lo alto de la barranca, mirando a los regulares que se acercan. Ocultos entre las matas los dejan avanzar. De pronto el irlandés pega el grito y Nemesio y el entrerriano hacen saltar las piedras que se despeñan sobre los regulares, mientras el negro y el oriental disparan sus fusiles. Sor prendidos, los regulares retroceden, contestando el fuego y la pedrea. Entonces sal en del monte veinte montoneros que atacan de a caballo a la retaguardia, que entran a degüello, mientras desde el otro flanco el mismo caudillo y una docena de hombres entran en acción tacuara en mano. Se anima Nemesio en lo alto de la barranca, invita al irlandés y al entrerriano a meterse en el baile, bajan a lo loco gritando a muerte con sus cabalgaduras, con los sables robados.

(-Peleabas lindo, gringo.
-Vos también.
-Lástima lo de Cerro Alto.
-Lástima, si. Me acuerdo del oriental.
-A él lo despenaron por espía.
-Raro morir así ¿no?
-Es más raro estar vivo -reflexiona el viejo mientras sueña.)


8
(Toda memoria es infiel. Más piadosa que la vida, menos exigente, reacomoda los hechos, los separa, los vuelve a juntar en su universo despojado de lógica. Menos loca que el sueño, menos ruidosa que la realidad de los días, rescata un instante, el color o el olor o el sonido de algo que paso y que, por ella, vuelve a transcurrir de una manera diferente. Todo escritor, el militar que escribe sus memorias, el hombre que redacta este cuento, pide su gracia, busca su inspiración, su azaroso designio. También Nemesio, el Viejo. Puede Nemesio, el Joven, seguir su biografía, servir con lealtad a su caudillo, enfermarse, combatir a los que antes defendió, aparecer un día en los pagos de Olta y otro a orillas del Salado, envejecer, mirar cómo sus manos acarician el cuerpo de un recién nacido, entrar a la iglesia para cristianar a esa criatura, sentir que la vida es una sucesión de ayeres. Para Nemesio, el Viejo, esa sucesión no cuenta: él comienza su historia en cualquier parte. ¿Será él o su hijo el que llora bajo el agua bendita?
¿Qué hace esa mujer con el crío en los brazos?
-Viene a traértelo, Nemesio.
-Déjamelo, mujer. Ya es hora que lo apartes de tus polleras. Parece charabón el chango. Venga para acá -le dice-, y lo sube a un potrillo.
)

-Dicen que los regulares vienen con refuerzos, que fusilan a los prisioneros y los degüellan y clavan sus cabezas en las picas para escarmiento de los gauchos.
-Así será, mujer. No he de morir de viejo -dice el joven.


9
Es el santón que baja de los cerros. Sin piernas y sin manos, viene a los saltos como si fuera cabra. Su tronco ya no siente el dolor y ese es su mérito, toda su virtud, la santidad que Dios le ha dado. También él fue un guerrero. Las viejas cuentan que siguió al general más allá de los Andes, que vio iglesias adornadas de oro, que conoció el mar. El santón baja de los cerros y chilla o silba a veces como un asno en celo, otras como la víbora. Las viejas encienden velas y le piden milagros. Baja el santón. En el Día de los Inocentes. Dicen que el general lo utilizó de guía, de espía, de rastreador. Un indio, lo que queda de un indio: ese tronco sin piernas y sin manos que baja de los cerros. Los montoneros hacen la señal de la Cruz. Lloran, cantan las viejas. Entonces Nemesio le sale al cruce, se arrodilla. Quiere que le salve al hijo. Una vida por muchas. ¿Llora Nemesio? Cubre al santón con el poncho, lo levanta, lo lleva a la capilla.
-¿Qué iba a hacer el santón, Nemesio? Te habías desgraciado.
-Cierto.
-Siempre rezo por él, Nemesio, por el inocente.

10
Ese jinete, ese gaucho analfabeto, supo lo que un novelista tarda en aprender durante años: que en el comienzo de una historia ya está su propio fin y que todo final es ilusorio como las calles de tierra que se pierden en el campo y que a la vez son el campo; supo, mientras entraba a la ciudad, que todo (las noches, las peleas, el rudo amor, el hijo ausente), se hundía en la memoria como agua de pozo. Flojo en su cabalgadura, pasó por los mataderos, entre las bromas de los matarifes que vieron a un gaucho harapiento sobre un caballo flaco. Anduvo por los mercados, por las calles que ya eran distintas, por las orillas donde se refugiaban los hijos del gauchaje. Durmió en una barraca, en un potrero, junto a los carromatos de unos gringos que levantaban la carpa de un circo.
Ya nadie hablaba de la guerra.
Vio a otros soldados de su general, muy viejos, mendigando en las escalinatas de las iglesias. Rumbeó para el cuartel que era su casa, su madre.
"A hora no sirvo ni para estorbo ", meditó.
Venía de muy lejos y no se sorprendió cuando el caballo se negó a seguir, cuando cayó como un montón de huesos en la calle de tierra.
Lo miró boquear como quien mira su muerte.
Se miró los pies cubiertos con trapos, los brazos esqueléticos; vio la pampa y adivinó las voces que traen los difuntos. Creyó oír; mientras caminaba bajo el sol, el ruido de un combate olvidado.
Otros viejos, generales cargados de medallas, en ese instante estaban escribiendo sus memorias.
Pero esa es otra historia.

……………….

 

La señorita Wilson.- Pedro Orgambide

Los vecinos dicen que es una vergüenza. No es posible, dicen, tener esa pieza de madera en la terraza, sobre todo ahora que vamos a comprar los departamentos en propiedad horizontal. Es como tener una mancha de grasa en el smoking. Así piensa Luchini, el importador de géneros, aunque es poco probable que haya usado smoking alguna vez. Pero lo dice y los vecinos asienten. Sí, es una verdadera vergüenza, opina la señora de Guzmán, y también Magda (no lo hubiera creído) esa chica que pasa avisos por televisión. Estamos reunidos en el departamento del arquitecto y hablamos de una pieza de madera. Estamos todos o casi todos los vecinos de la casa. Todos menos la señorita Wilson. No la hemos invitado. Ella no va a comprar su departamento. Y además,¿se puede llamar departamento a esa pieza de madera? La señorita Wilson vive allí desde hace quince años. "Es inconcebible- dice el arquitecto- que en una casa como esta se haya permitido edificar una covacha solo para beneficiar a esa mujer" Pero parece que el dueño tenía buen corazón o quería ganar un poco más. Vaya uno a saber. Lo cierto es que la señorita Wilson vive allí, entre nosotros y el cielo.
"¡Oh, no, es imposible tener ese adefesio allí!", o0pina Ruiz, el muchacho del cuarto piso. Se acaba de casar y escucha hermosos conciertos en su tocadiscos. ¿Cómo? ¿También él? Yo he visto a la señorita Wilson en la terraza, escuchando una sinfonía de Mozart que se empinaba por las paredes grises y subía hasta los cables tendidos y las antenas de televisión y las nubes de un atardecer en Buenos Aires. Y me pareció que la señorita Wilson sonreía. No con la sonrisa de sus sesenta años, sino-¿cómo decirlo?- con una sonrisa joven, la que tendría cuando estudiaba, cuando leía a Marlowe sin entenderlo o cuando veía cruzar, por la pradera inglesa, a uno de esos jinetes como los que tiene en los cuadritos. Pero Ruiz dice que es un adefesio (ella o su casa, ya es lo mismo) y apenas si oigo lo que dice Magda.
Ah, sí, las medias. La señorita Wilson no respeta la ordenanza municipal. Tiene un perrito. Y el perro, dice Magda, un día le destrozó las medias que había colgado en la terraza. Luchini la mira. Magda tiene hermosas piernas. Cada vez que pasa un aviso por televisión la cámara las enfoca. Deben estar aseguradas en un millón de pesos, por lo menos. Claro, ahora no cuelga más sus ropas en la terraza. Las manda al lavadero. ¡Hay tanto trabajo en la TV! Y, según dice, muy poca gente de confianza para el servicio doméstico. Las mujeres asienten. Se han olvidado del perro de la señorita Wilson. ¿Qué importancia tiene un perro comparado con la TV?
Pero para la señorita Wilson tal vez el perro sea una de las pocas cosas que importan en su vida. La señorita Wilson le dice:"¡Tony! ¡Tony! ¡Come here, Tony!" Y el perro va hacia ella, deja de jugar y de mover la cola y siente la caricia de unos dedos demasiado finos, una caricia que pareciera volver sobre sí misma.
"Podríamos comprar el departamento entre todos y buscarle una comodidad a la inglesa".¿Quién dice eso? No lo sé. Alguien opina que en una pensión estaría mejor que en esta casa. Hay una señora que habla de pensiones para señoritas. Son lugares "correctos”. Pero también son "correctos" los asilos y son tristes. Lo digo y los demás me miran como a un loco.
"No nos trate de desalmados", se defiende el arquitecto y se acerca para despejar el malentendido. "Vamos, vamos, somos vecinos, nunca hubo una palabra más alta que otra entre nosotros. ¿Es así o no? Nadie quiere mal a esa mujer. Pero a usted mismo, a usted que le gustan las cosas buenas de la vida, le tiene que molestar esa covacha encima de su departamento. Porque no puede negar que la señorita Wilson tiene costumbres raras. Es espiritista o algo parecido. Y hay días en que viene gente muy rara a visitarla, gente que canta salmos o cosas por el estilo; en fin, gente que no es como nosotros.". Le explico que la señorita Wilson es evangelista. Y que la oí predicar en una plaza. Los vecinos callan, divertidos. ¡Eso sí que no lo sabían! La inglesa predicando en una plaza. Nunca lo hubieran imaginado. Sí: un grupo de hombres y mujeres canta, y de pronto uno dice que la hermana Wilson (no sé si la llaman por su apellido o le dicen simplemente hermana) hablará para todos.
-¿Y qué dice? ¿Qué dice?- pregunta Magda, curiosa. Porque al fin es casi colega suya. También la señorita Wilson tiene su público: conscriptos aburridos que no encuentran muchachas en el parque, un matrimonio "haciendo tiempo" antes de entrar en el cine, algún ocioso como yo, y unos cuantos viejos, más preocupados que nosotros por las cosas del cielo.
¿Y qué dice la señorita Wilson? Habla de la bondad, de Jesús, de los pescadores, del pan, de la sal y del vino, habla con los ojos fijos en el cielo. Y dice: "Yo he sido pecadora."
-¿Dice eso?- interrumpe Magda-
- Dice eso.
Es imposible imaginar a la señorita Wilson pecadora. Y menos en los pecados de la carne, que son los primeros en los que pensamos. Quizá la señorita Wilson se refiera a sus años de mujer joven, cuando trabajaba como institutriz en casas de familias importantes, en algún vago amor con el padre de un alumno. O en la avaricia. En un tiempo ganaba su dinero con placer. O en la gula. Hubo una época en que comía dulces y bombones hasta el hartazgo. Es cómico. Después tuvo diabetes y el médico la condenó a un régimen frugal. Ahora es delgada, ascética y, como dicen las mujeres, nada femenina. Me parece verla en el parque: lata, con el cabello recogido sobre la nuca, el cuello emergiendo de una blusa monacal, la pollera lisa contra las piernas. Unos ridículos botines. Y esa voz, esa voz de pájaro que hace reír a Magda.
-¿Y qué dice? ¿Qué dice?- preguntan los vecinos.
La señorita Wilson, con toda su voz y ante las risas sofocadas de algún intruso, dice:
Los que confían en sus haciendas, y de sus riquezas se jactan.
Ninguno de ellos podrá de manera alguna redimir al hermano y dar a Dios su rescate.
- No entendí nada- comenta Magda. -¿Pero qué hora es?
Es tarde, sí, y tiene que ir al estudio. Es una lástima que no pueda quedarse. ¡Se ha divertido tanto con el cuento de la inglesa! Me lo agradece como si yo hubiera inventado a la señorita Wilson.
-¡Miren que ponerse a hablar en la plaza! ¡Es rarísima!
"Habría que ayudar de alguna forma a esa pobre mujer", comenta alguien. Y todos estamos de acuerdo. Hay que ayudar a la señorita Wilson. Los buenos vecinos proponemos una indemnización si ella se va. Una parte el dueño y ora nosotros. Tal vez la señorita pueda vivir en un templo evangelista. Pero algún entendido explica que no hay que confundir esos templos con los albergues del Ejército de Salvación. Allí sí tienen camas. No, no vamos a discutir eso. La señorita Wilson ya va a encontrar un lugar. Lo importante es que acepte. ¿De acuerdo? La generosidad, como la risa, es contagiosa. No, yo no estoy de acuerdo. ¿Pero cómo explicarles? ¿Cómo decirles que la señorita Wilson no puede llevar a cualquier parte sus muebles viejos, las mantelerías que no usa, la caja de los remedios, las manías, los hábitos, los cuadritos con los jinetes que corren por la pradera inglesa? Y Tony ¿O no han pensado en Tony?


La muerte vino en ayuda de la señorita Wilson. Magda se llevó a Tony. Le rompe las medias pero la divierte. Los demás vivimos sin zozobras. El mundo está lleno de pequeños e inocentes asesinos como nosotros. La señorita Wilson fue la elegida. Por eso su corazón, al enterarse de nuestros proyectos, tuvo la delicadeza de dejarse morir.

……………….

El incrédulo.-  Pedro Orgambide

Mienten los que dicen que Emiliano Zapata vive todavía. ¡Ni modo, mano, está muerto y bien muerto! ¡Si yo fui uno de los que lo mató! Mienten los que dicen que anda en un caballo blanco por el desierto de Arabia. Puros cuentos, cotorreo de esos viejos que se llenan la cabeza de pulque, de sueños y de pájaros. Se lo digo yo: está muerto. A mí no me falla la memoria ni la puntería. Si ahorita, de un balazo, puedo acabar con el vuelo de un zopilote de las sierras. Esto de que Emiliano vive es cuento, señor, toda esa historia del caballo blanco...

 Así dijo el viejo. Sólo que aquella noche, el incrédulo, vio bajar de las sierras al caballo blanco y su jinete. Sacó su pistola. Pero tarde. El jinete le disparó su 30-30. Se desparramaron en la tierra los pensamientos del incrédulo.

 Fue así como murió don Buenaventura Salazar, según dicen.

 

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