Vidrios Rotos
Cuento de Osvaldo Soriano
La primera honda que tuve me la hizo en San Luis mi tío Eugenio,
que trabajaba de detective en el casino de Mar del Plata. Era
una joya: habíamos buscado la horqueta perfecta por todos los árboles del
barrio y cuando la encontramos yo subí de rama en rama para cortar la que
guardaba el tesoro. Mi tío la peló con un cuchillo y la pintó con un barniz
amarronado. Los elásticos los cortó de una cámara que nos regalaron en la
gomería y para alojar el proyectil buscó un cuero suave, como gamuza, que hacía
juego con el color de la madera. Los amarres con firulete los hizo mi padre con
un alambre de cobre bien pulido.
Ése fue uno de los grandes días de mi
vida. Poníamos tarros de conserva alineados en el fondo de un baldío y
practicábamos hasta el anochecer. Mi tío era pura pasión pero acertaba pocas
veces. Lo mismo le pasaba con los números del casino, donde dejó fortunas
propias y ajenas. Hasta que pasó al otro lado del mostrador y aprendió la
profesión de los escruchantes para agarrarlos con las manos en la masa. Para
sorpresa de todos, el que se reveló muy bueno fue mi viejo, que había pasado
por el Otto Krause y detrás de la máscara de hombre de ciencia conservaba la
picardía de su abuelo, el pistolero de Valencia. Como todo zurdo contrariado a
mí me costaba acomodarme para tirar. Todavía recuerdo con rencor a la maestra
que alzaba la voz y me gritaba: "¡Niño Soriano, la lapicera se toma con la
diestra!". Y yo la agarraba con la derecha y dibujaba una caligrafía
imposible que todavía hoy me cuesta descifrar.
Lo cierto es que me costaba acomodarme
a la gomera. Una noche de verano salimos con mi padre en ronda de inspección
para sorprender a los que derrochaban agua corriente. Caminamos sin apuro,
después de cenar, hasta el barrio de chalés. Ahí había gente que tenía piscinas
de veinticinco metros y mandaba lavar coches, veredas, frentes con el agua que
les faltaba a los infelices que no tenían plata para pagarse tanques de reserva
ni motores eléctricos.
Mi padre tocaba el timbre y se
presentaba como un caballero, quitándose el sombrero ante las damas. Yo me
quedaba unos pasos atrás a escuchar su discurso que cambiaba cada vez y
derivaba en evocaciones poéticas y citas sarmientinas. Es verdad que a veces
hacía demagogia. Ponía en la pluma de Sarmiento y en la boca de San Martín
cosas que a mí en el colegio nunca me habían enseñado. Tenía fibra para golpear
al hígado y llegar al corazón. Una vez, frente a un industrial con pinta de
señorito consentido, que nos había mandado dos veces a la mierda, señaló un
grueso y frondoso roble que tapaba la entrada de un potrero y le preguntó con
voz serena y convencida: "¿Sabe que el general Belgrano ató su caballo a
ese árbol cuando volvía de la batalla de Tucumán?". El señorito se
sorprendió y miró al baldío mientras en su patio seguía la fiesta y los
invitados se zambullían en la pileta iluminada por grandes faroles. "A mí
qué carajo me importa", contestó el tipo y nos cerró la puerta en las
narices. Mi padre me puso la mano sobre la cabeza, se limpió el polvo de los
zapatos y volvió a tocar timbre. El tipo apareció de nuevo, metió la mano al
bolsillo y empezó a contar unos billetes arrugados. "Tomá –le dijo a mi
viejo–, andá a comprarle un helado al pibe."
Hacía tanto que no me compraban un
helado que ahí no más se me aceleró la respiración. Los billetes eran marrones,
nuevitos, y el tipo se los tendía a mi viejo con una sonrisa displicente y
pacífica. Alcanzaba para dos kilos de chocolate, crema americana y frutilla.
Desde el fondo llegaba la melosa voz de Lucho Gatica. A mí me latía fuerte el
corazón mientras mi padre seguía parado ahí, bajo el alero del porche, con el
traje todo raído y el sombrero en la mano. No le gustaba que lo tutearan. De
pronto levantó el brazo y señaló de nuevo el árbol. "La tropa acampó atrás
–dijo–. El general estaba muy enfermo y pasó la noche abajo de ese árbol. No
tenían ni una gota de agua y todos se pusieron a rezar para que lloviera."
Hubo un largo silencio hasta que
apareció un muchachón con un balde de agua y se paró bajo el marco de la
puerta. "¿Y, llovió mucho?", preguntó el industrial, burlón, mientras
contaba dos billetes más. "Ni una gota", contestó mi viejo y movió la
cabeza, desconsolado por la triste suerte del general. "Mandó hacer un
pozo para buscar agua y enterrar a los soldados que se le morían."
Yo me di cuenta enseguida de que
tampoco esa noche iba a tener helado. Mi viejo se calzó el sombrero con un
gesto cansado mientras se escuchaban las risas de las mujeres y los arrumacos
del trío Los Panchos. "No se conseguía agua metiendo la mano en el
bolsillo, señor", dijo mi viejo. El tipo extendió el brazo con la plata y
mi viejo dio un paso atrás. "Mirá –se empezó a cansar el otro–, el gobernador
está adentro, así que tomatelás, ¿sabés? Rajá si no querés perder el
empleo." Mi padre me tomó de un hombro y empezamos a salir. Entonces llegó
el baldazo y sentí que a mí también me salpicaba el chapuzón de mi padre. Salí
corriendo pero mi viejo hizo como si nada hubiera pasado. El industrial y el
otro largaron la carcajada y la puerta se cerró de golpe. Ya tenían algo para
contarle al gobernador y reírse toda la noche al borde de la pileta.
Cruzamos la calle en silencio. Al
llegar a la esquina no pude contenerme y me eché a llorar como un tonto. Mi
viejo caminaba cabizbajo pero imperturbable y fue a sentarse bajo el árbol
donde según él había pasado la noche el general Belgrano. Prendió un
cigarrillo, sacó el talonario y escribió la multa con una letra redonda y clara
que siempre le envidié. El cielo estaba estrellado y hacía un calor de
infierno. Justo para estar al lado de la pileta tomando un helado. "No le
cuentes nada a mamá, ¿querés?", me dijo. Yo pensaba en los billetes
marrones y en los días que faltaban para fin de mes, cuando traía su sueldo de
morondanga. Por decir algo le pregunté cómo había hecho Belgrano para conseguir
agua.
–No sé, hijo; en cada puerta que
golpeaba le tiraban un balde con mierda.
Se puso de pie, se quitó el saco para
escurrirlo y me pidió que le inventáramos a mi madre un accidente con el camión
regador. Ya nos íbamos cuando de repente se paró a mirar la copa del árbol.
–¿Trajiste la gomera? –me preguntó.
Le dije que sí y se la pasé con la
bolsita de piedras que llevaba bien agarrada al cinturón.
Dejó el saco sobre un arbusto y empezó
a trepar por el tronco. No estaba para esos trotes pero alcanzó a ganar la
primera rama y de ahí pasó a otra más alta hasta que empecé a perderlo de
vista. Tenía miedo de que se cayera y se rompiera algo, como le había pasado
otras veces. Empecé a imaginar a Belgrano encaramado al árbol, oteando el
horizonte, enfermo y sucio, con el pantalón blanco, la chaqueta azul y el
poncho colorado.
Entonces escuché un ruido de vidrios
rotos y enseguida una lámpara hecha añicos y otra que reventaba. Me di vuelta y
vi que la casa de la piscina se quedaba a oscuras. Busqué a mi padre entre el
follaje del árbol y de pronto lo oí desplomarse a mi lado con la gomera en la
mano. Esta vez cayó de pie y con la cara iluminada.
–Dale –me dijo en voz baja–. Vamos a
tomar un helado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario