El pozo
[Ricardo Güiraldes
Sobre el brocal desdentado del viejo pozo, una cruz de palo roída por la
carcoma miraba en el fondo su imagen simple. Toda una historia trágica.
Hacía mucho tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua
como sangre cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de la piedra
para descansar su cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del
tranquilo redondel. Allí le sorprendieron el cansancio, la noche y el sueno; su
espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió golpeando blandamente en las
paredes hasta romper la quietud del disco puro.
Ni tiempo para dar un grito o retenerse en las salientes, que le
rechazaban brutalmente después del choque. Había rodado llevando consigo
algunos pelmazos de tierra pegajosa. Aturdido por el golpe, se debatió sin
rumbo en el estrecho cilindro líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos
espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo.
Luego quedó exánime, solo emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser
concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración.
Con su mano libre tante el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida.
Miró hacia arriba: el mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en
cuyo centro la noche hacía nacer una estrella tímidamente.
Los ojos se hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que
dejaba, hasta el fondo, caer su punto de luz. Unas voces pasaron no lejos,
desfiguradas, tenues; un frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza
de terror, se le quedó en la boca. Hizo un movimiento y el líquido onduló en
torno, denso como mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido
por esa nueva y angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo
del estrecho tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes, mirando
el fin siempre lejano como en las pesadillas.
Más de una vez, la tierra insegura cedió su peso, crepitando abajo en
lluvia fina; entonces suspendía su acción tendido de terror, vacío el pecho, y
esperaba inmóvil la vuelta de sus fuerzas.
Sin embargo un mundo insospechado de energías nacía en cada paso; y como
por impulso adquirido maquinalmente, mientras se sucedían las impresiones de
esperanza y desaliento, llegó al brocal, exhausto, incapaz de saborear el fin
de sus martirios. Allí quedaba, medio cuerpo de fuera, anulada la voluntad por
el cansancio, viendo delante suyo la forma de un aguaribay como cosa irreal…
Alguien pasó ante su vista, algún paisano del lugar seguramente, y el
moribundo alcanzó a esbozar un llamado. Pero el movimiento de auxilio que
esperaba fue hostil. El gaucho, luego de santiguarse, resbalaba del cinto su
facón, cuya empuñadura, en cruz, tendió hacia el maldito. El infeliz
comprendió: hizo el último y sobrehumano esfuerzo para hablar; pero una enorme
piedra vino a golpearle en la frente, y aquella visión de infierno desapareció
como sorbida por la tierra.
Ahora todo el pago conoce el pozo maldito, y sobre su brocal, desdentado
por los años de abandono, una cruz de madera semipodrida defiende a los
cristianos contra las apariciones del malo.
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