Las doce a Bragado.- Haroldo Conti (de "La balada del álamo Carolina", 1967)
A
mi tío Agustín, por si algún día para de andar y alcanza a leerlo.
Bien,
ahora mismo, desde este invierno que empapa el pavimento y las paredes y las
ropas y el alma, si tenemos, lo que sea, esa finita tristeza que se enrosca por
dentro como una madreselva y en días así, justo, asoma sus floridas puntas por
las orejas y la nariz y los ojos, en días así, digo, cierro los ojos y veo ese
largo camino polvoriento del verano que se extiende hasta el horizonte como un
río seco bajo el sol. Es el camino de tierra entre Chacabuco y Bragado, ese mismo
semejante a una áspera corteza de árbol viejo con tantos y tantos surcos, el
almacén de don Luis Stéfano en una esquina de acacias hasta el año 33 y después
para siempre en la memoria, y la de Iglesias a la derecha, más adelante, ya por
el camino de Sastre, después esa loma que trepa brevemente hacia el cielo y
después el puente sobre el río Salado, que es el mismo límite entre los dos
partidos, según dicen los carteles de chapa en una y otra punta, y uno imagina
que hay en el aire una línea invisible y que el aire es sutilmente distinto a
cada lado de esa línea. Y ahora, es lo que veo desde este húmedo y triste
invierno, el tío Agustín aparece saliendo de la curva, un poco antes del
almacén de Iglesias, a la altura del mojón de hierro
fundido que casi
tapan los pastos, del lado de Chacabuco todavía. Viene corriendo con sus largas
piernas huesudas perseguido por una nubecita de polvo y un perro escuálido que
ladra a sus zapatillas de badana.
La gente del
almacén lo aplaude hasta que trepa a la loma y se pierde tras ella, plaf, plaf,
el tío Agustín, y el viejo Iglesias le grita a sus espaldas: "¡Dale,
flaco!". Porque el tío es puro hueso, y una llama bien encendida que
alumbra por debajo de su piel. Los ladridos del perro se sofocan detrás de la
loma y el tío debe estar cruzando el puente. Hace seis horas que largó
punteando desde la plaza San Martín, en Chacabuco, frente a la iglesia de San
Isidro Labrador. Hoy es justamente la festividad de San Isidro, 15 de mayo, y
se corre la Vuelta del Salado o La Fondo de las 12, es decir, La Carrera de
Fondo de las 12 leguas a Bragado. El tío estuvo haciendo trote en la largada
una hora antes de la partida. Tenía puesta una camiseta de frisa con el número
14 pintado en la espalda y unos pantaloncitos negros y las zapatillas de badana
y cuando el viejo Pelice disparó la bomba de estruendo el tío pegó un tremendo
salto y un grito y salió a los trancos, plaf, plaf, plaf, perseguido en la
mañana neblinosa por una hilera de hombres semidesnudos, entre ellos el loco
Garbarino que no pasaba del cementerio y se cansaba tanto de agitar los brazos
y saludar hasta a los perros, dio una vuelta a la plaza y cuando comenzaba a encendérsele
aquella blanca llama enfiló por la Avenida Alsina, pasó punteando frente al bar
japonés y rumbeó serenamente hacia las quintas. El tío corre con la huesuda
cabeza echada hacia atrás como un pájaro y a medida que entra en combustión sus
trancos son más largos y más altos.
La gente resbala
como una mancha oscura por el costado de sus ojos y, después del hospital municipal, se corta, se disuelve y cuando no
hay más gente y sólo queda por delante el camino pelado, el campo húmedo y la
mañana olorosa, la llama le brota por los ojos y corre todavía más fuerte, más
liviano. Los pasos de badana resuenan suavemente cuando golpean sobre las
tablas del puente y cuando el tío se embala por la pendiente de la loma, al
otro lado, ya en el partido de Bragado, la llama le brota a chorros a través de
la piel, los ojos se le borran con tanto brillo y corre, corre locamente
bebiendo el aire perfumado de la mañana, los campos verdes inundados
de esa blanda
luz de mayo, loco caballo desbocado, loco. En tres horas más, a ese paso, puede
estar en Bragado, por lo menos en la laguna, pero un poco antes de Warnes,
cuando ya asoman los palos del alumbrado entre los altos y oscuros árboles de
la entrada, esto es antes de las vías del ferrocarril Sarmiento, tuerce el tío hacia
la izquierda y se lanza sin cambiar la marcha por el estrecho camino que bordea
el monte de eucaliptos del campo de Cirigliano cuyos negros árboles saltan
desde hace un rato en el hueco encendido de sus ojos. El tío es ahora el tibio
camino de tierra cruzado por frescas sombras que atraviesan sus
largas piernas. Corre y corre saltando las
sombras húmedas, blandos terrones de tierra, solo y alado, sobre este recuerdo,
sobre puntos y líneas, sobre el raído invierno de mi tristeza, sobre años y
tiempos, siempre volante, eterno, perenne corredor de las 12 a Bragado, el
bravo tío Agustín empujando su intensa llama por aquel solitario camino
recruzado por espantados cuises y liebres y pájaros que arrancan veloces un poco
antes de sus pasos. Salta un alambrado y sigue la carrera a campo traviesa,
llama y llama, fuego y fuego. Sólo una vez llegó hasta el Bragado porque el
tano Cersósimo, esto es, el Gringo del Pito como se lo conocía por aquellos
años, lo siguió con un sulky y cuando se quería desviar le cerraba el paso y lo
golpeaba con el látigo y llegó con dos leguas de ventaja sobre el Chino Motta,
nada menos, pero cuando la gente lo aclamaba ya y el intendente se paró en el
palco con un banderín en la mano no lo pudieron atajar porque saltó sobre la
meta con un grito profundo y siguió de carrera hacia 25 de Mayo, muy campeón,
el grandes piernas de acero de mi tío, el formidable tío Agustín. Eso fue en el
32, que batió todos los récords, aunque a él no le importaba eso sino tan sólo
correr y correr.
Pero las otras veces torció a derecha o izquierda antes del Bragado, aturdido
por el campo, y algunos lo vieron y avisaron que el tío iba a los saltos entre
las doradas espigas o las oscuras hebras de pasto o las chalas que brillaban como vidrios y azotaban sus duras
piernas, espantando liebres y pájaros y cuises, y un día o dos después lo
hallaron dormido debajo del álamo carolina, ese que se levanta solitario detrás
del campo de Cirigliano y que desde el camino real aparece todo un monte y que
para el tío era su única meta reconocida y hasta ella corrió por premio o por
mero gusto, acompañado o solo, el día de San Isidro o un día cualquiera
mientras le duró, por muchos años, aquel berretín de caballo desbocado.
Yo era pibe entonces y veía al tío, joven, como desde una enorme distancia, a
través de nieblas y velos, porque yo estaba por ser, no tenía sombra ni casi
historia, era tan sólo presente, pequeño, mero estar y ver y sentir a la sombra
de los grandes, mi abuelo, ciego por terquedad que un día prometió rezar un
millón de padrenuestros porque dijo que se le había aparecido Jesús, carpintero
como él, mi padre, que entonces correteaba para el frigorífico La Blanca montado
en un fragoroso Ford A o la tía Juana, por siempre joven, que tenía un cuarto
para ella sola y una cama muy alta que olía a jazmín y una escupidera de loza
que parecía una sopera y un novio que venía todas las tardes a las cinco y se
marchaba apenas caían las sombras en el patio de baldosas con la parra de uva
chinche y la bomba pie de molino y por supuesto el tío, tío Agustín, ese
ansioso caballo de verano. A veces cuando pateo la calle cierro los ojos, y aun
sin cerrarlos lo veo pasar entre la gente, al trote con su pantaloncito negro y
la camisa de frisa y el número 14 en la espalda, que siempre me falló en la
quiniela, lo veo, por ejemplo, trotar a las zancadas por el medio de Corrientes
o trasponer de un salto Alem, en dirección al puerto. Yo me
suspendo y pienso, casi grito, ¡Ahí va mi tío, hijos de puta! ¡Miren qué lindo
loco! Pasa como entonces con la terca y dura mirada clavada en el horizonte,
con las narices anchas de viento, cavando el aire con sus largas, muy largas
piernas.
Después crecí, eché sombra como un árbol y hasta yo mismo participé en La Fondo
de las 12 a Bragado, pero no pasé del cementerio. Cuando doblé por el hospital
y vi a lo lejos los altos humos de los hornos de ladrillo, algo que, supongo,
trastornaba al tío, el cual quería darle alcance a cuanto se ponía al fondo del
camino, las sienes me empezaron a temblar y me dolían las encías como si fuese
a echar un puñado de dientes. Al llegar al cementerio rodé con un grito entre
polvo, sudores y piernas que pasaron zumbando al lado de mi cabeza.
El tío, por ese entonces, trabajaba en la carpintería del abuelo, sobre el
pasaje Intendente Beltrán, frente a la plaza Gral. Necochea o la Plaza del
Mercado donde está hoy la estación de colectivos. Ahora cierro los ojos y me
veo en la penumbra del taller con paredes de ladrillo a la vista y un espeso
olor a polvo, sillas y elásticos que cuelgan de las vigas y al fondo la mesa de
carpintero en la que trabajaba el tío. A veces no recuerdo al tío sino que mi
pensamiento se sujeta de un objeto cualquiera y ese objeto cubre casi todo mi
día. Hoy, por ejemplo, mientras cruzaba hasta el bar Falucho aguantando el
viento que barría la Avenida Santa Fe, me acordé de buenas a primeras de
aquella sierra de ingletes o de falsa escuadra que había en una punta de la mesa.
El día crece lentamente alrededor de ese objeto, lo rodea como la pulpa de un
fruto y el día en todo caso vale nada más que por eso. Aquella sierra que había
sido construida en Inglaterra en 1895, que en consecuencia había atravesado el
mar embalada cuidadosamente en un cajón de
pinotea, me atraía misteriosamente. Era una sierra montada sobre un bastidor,
con una empuñadura negra como la de una ametralladora y servía para cortar
marcos, escuadras, ángulos, encastres y demás cortes de precisión. La veo ahora
mismo en el aire, negra y pulida y, por fuerza, al rato veo en la punta de la
empuñadura al tío Agustín. Él se movía silenciosamente de un lado a otro del
taller aporreando maderas, reparando vencidos elásticos de cama o reemplazándolos
por otros nuevos que estiraba para encajarlos en el armazón en una prensa, especie
de potro que giraba con bruscos chirridos metálicos. El tío era de una
silenciosa precisión en todo. Yo me maravillaba de que hombre tan silencioso y
preciso en sus movimientos produjese a ratos tanto ruido de una vez. Por
ejemplo cuando se calzaba un pañuelo negro delante de su aguda nariz y echaba a
andar aquella cardadora mecánica que era el supremo orgullo de la mueblería y
carpintería El Mercurio. El tío metía la lana apelmazada por un lado y ya mismo
salía por el otro en blandos copos que caían lentamente dentro de un corralito
de alambre de gallinero. La máquina rechinaba en la punta de las manos del tío.
Por aquel tiempo había dejado de correr hasta el álamo carolina, pero después
del trabajo emprendía largas caminatas hasta el zanjón o el cementerio o el
Prado Español o la quinta de Pastore, o la estación del Pacífico, donde
esperaba ver pasar al "Cuyano" que hendía la noche como un carbón
encendido
aventando sombreros y papeles. Los años lo habían enflaquecido aún más y un día
que lo sorprendí inclinado sobre la fabulosa sierra de ingletes le vi brillar
las blancas sienes y el emplumado mechón de pelos encanecidos que le caía sobre
la frente. Y esa vez sentí verdadero amor por el tío, aquel ansioso caballo del
verano que ahora descendía a la carrera la larga cuesta de sus días. Yo, en
cambio, trepaba los míos. Esos días me llevaron lejos del pueblo y cuando volví,
algún verano después, y entré en el taller penumbroso, el tío levantó la cara
por encima de la sierra y me observó con una mansa sonrisa por arriba del
armazón de metal de unos lentes. La luz de la tarde penetraba por una claraboya
y el tío flotaba, blando y casi transparente, en aquella luz polvorienta. Me
preguntó qué tal estaba la ruta 7. Por lo que recuerdo, fue la primera vez que habló
conmigo demostrando cierto interés sobre algo concreto. Señal que yo había
crecido realmente y ahora era un hombre, al menos para él, que la medida de mi
tiempo. Siempre preguntaba sobre caminos. La ruta 7 terminaba de ser reparada
entre San Andrés de Giles y Carmen de
Areco. Eso lo alegró al tío. Ese mismo año había ido a pie hasta Luján portando
el
estandarte de la Congregación de San Luis Gonzaga. Me explicó que era cuestión
de echarse a andar y no cambiar el paso, vendarse los pies y calzar botines
bien armados. Volvió con el Expreso Rojas y recién entonces notó que la ruta
estaba levantada en algunos tramos. Fue toda una conversación. Por él me enteré
de que el camino entre Chacabuco y Bragado seguía siendo de tierra, pero que
ahora le habían puesto la electrificación rural y era probable que en un par de
años le echaran encima cemento. Ya no va a ser lo mismo, dijo el tío con
tristeza.
Seguía haciendo sus largas caminatas, pero ahora se extraviaba cada dos por
tres. Una vez lo trajo un vigilante que lo encontró perdido por el Agua
Corriente, y otra el viejo Punta que lo cruzó en el camino a Salto, por el
almacén de Cattaneo, y él le preguntó dónde quedaba el Tiro Federal y el viejo
entendió el Estadio Municipal y como de todas maneras ambos quedaban para el
otro lado, lo subió a la jardinera y lo trajo hasta la mueblería.
Un día el tío, esto lo supe dos veranos después, ya hombre entero y él más
viejo y más flaco, y el camino a Bragado todavía sin asfaltar, fue hasta la
farmacia de Marino, al otro lado de la plaza, pero cuando llegó a la Avenida
Alsina, que fue asfaltada en el 32, bajo la intendencia de don Esteban Cernuda,
la encontró de tierra, como cuando era chico y después mozo y corría ya en la Vuelta
del Salado. Los charrés y los sulkys iban y venían por la avenida de tierra y
algunos jinetes trotaban entre espumosas nubes de tierra. El tío, flaco y
encorvado, vio con algo de sorpresa cómo avanzaba por el medio de la calle un
landó descapotado como los de la cochería Grossi Hermanos con la señorita
Lombardi en su interior. El coche se detuvo justo enfrente del tío y la señorita
Lombardi asomó su cabeza cubierta con una capelina de raso y apuntándole con su
sombrilla de seda estampada le preguntó por la abuela Adela que había muerto,
si mal no recordaba, seis años atrás. Él se quitó el sombrero, sonrió
complacido a la tan señorita y se inclinó hasta que la sombra del carruaje
desapareció de su vista. Naturalmente, no cruzó la avenida ni fue hasta la
farmacia de Marino porque en aquel tiempo la farmacia no existía todavía.
Volvió al taller y el resto del día, hasta que vino la luz de la tarde, se
sentó en un rincón, detrás de la mesa de carpintero, entre cajas de
herramientas y rollos de elásticos y tablones de pino que olían a resina y
pensó en la muy dulce señorita Lombardi que para él, el tiempo le daba la
razón, no iba a envejecer nunca. Quizá dentro de unos pocos días, pensó, si se
entrenaba un poco, podía volver a correr en La Fondo de las 12 a Bragado. Ya no
quedaban campeones y en el tiempo que tardaba ahora cualquier buen fondista de
la zona él podía llegar a Bragado saltando sobre un pie. Cuando entró aquel
melancólico rayo de luz por la alta claraboya, el tío echó a
andar hasta el Prado Español.
Días después, al cruzar la plaza, le dio un salto el corazón. Debajo de la
pérgola que había sido echada abajo en tiempos de Fresco vio y hasta escuchó a
la banda del maestro Marsiletti. La banda tocaba aquel número de fuerza que le
hacía temblar las piernas al tío, Tremi gli insani del mio furore, Nabucco,
Acto I, y que el maestro Marsiletti tarareaba y por momentos aullaba tratando
de imitar a Titta Ruffo. No sólo estaba aquella pérgola, que semejaba una jaula
florida, sino que hacia el lado del Palacio Municipal vio brillar entre los
oscuros árboles al lago artificial que mandó rellenar el intendente Barcán y en
el que el loco Garbarino se zambulló un 25 de mayo. La banda, con el maestro
Marsiletti que blandía la batuta y un Avanti que sacudía en la boca al compás
de la música, parecía flotar en el aire de la pérgola debajo de una luz
amarilla como la que penetraba en la claraboya del taller. Después de Nabucco,
tocaron Alegría de la hoguera, una polca-mazurca de Strauss con la cual el
maestro Marsiletti parecía remontar un vuelo y la plaza comenzó a poblarse de
muchachas y muchachos que en dos hileras giraban por el centro, alrededor de la
estatua de San Martín, que de golpe había reemplazado a la pérgola y que en
aquel tiempo era pedestre, no ecuestre, según se acostumbra, por razones de
economía,
pues la partida que votó el Concejo Deliberante no alcanzó para el caballo, lo
cual terminó por convertirse en una curiosidad y hasta en una atracción hasta
que en tiempo del gobernador Aloé, que era de Chacabuco, le pusieron el caballo
y es así como cabalga ahora en el alto cielo de mi pueblo entre las espléndidas
copas de los árboles, en dirección a la confitería San Martín, hacia la que
apunta un dedo.
En eso el tío vio pasar al Cholo Barrios que, según tenía entendido, porque
estuvo en el velatorio, se voló la cabeza mientras probaba una escopeta de un
caño, calibre 20, vio al Cholo con sus bigotazos renegridos, rancho, polainas
blancas y un bastoncito con el pomo de plata que lo saludó con el brazo en
alto, muy en su contexto, lustroso caballero el Cholo, gran amigo de violentas
farras y fuerte apostador en las cuadreras y reñideros, propietario de un gallo
"Ají Seco", apodado Racoto, de origen peruano, que batió a todos los
gallos de combate del 36 al 45.
Otra vez el tío iba para el Círculo Obrero donde estaba cambiando el esterillado
de las sillas y no pudo seguir de la Avenida Alsina, pues se tropezó con la
procesión de Nuestra Señora del Carmen, con el padre Doglia debajo del palio y
los tanos Minervino y Visiconti tocando la gaita a la cabeza, todos muy de
solemnis sobre la calle de tierra mientras las campanas de la iglesia batían a
fiesta bien pulsadas por el viejo Santiago, gordas palomas de bronce por el
aire limpio de la mañana.
El último verano que estuve en el pueblo, este que pasó, fui hasta
la vieja casa del abuelo y, como siempre, después de los saludos y los mates
penetré en el empolvado taller del fondo. Tardé un rato en acostumbrarme a la
penumbra, cegado como entré por el sol del patio, y en aquella momentánea
ceguera sentí el tibio olor a maderas y a cola de carpintero y oí el escamoso crujir
de las chapas del techo recalentadas por el sol. Cuando mis ojos se fueron
acostumbrando a aquel velado y quieto paisaje de objetos sepultados por el
polvo descubrí cada cosa en su exacto lugar, como si el tiempo no se hubiese movido
y yo tornara de golpe a mi infancia.
Allí estaba la tremenda cardadora a motor, la carcomida mesa de carpintero y
sobre ella, en un extremo, mi querida sierra de ingletes que apuntaba hacia la
puerta. En la prensa había un elástico a medio tender. Aquella suave pero
insistente permanencia de las cosas, luego de tantos años y tantos cambios y
tanto y tanto, recuperó por un momento ese firme presente de mi infancia, sin
sombras ni pesos, errante edad de mi pueblo. De repente sentí un leve raspón
junto al tablero de las herramientas y achicando los ojos vi emerger por detrás
de la mesa la blanca cabeza del tío que estaba sentado en un banquito. Parecía
un viejo pájaro, uno de esos viejos cóndores que con las raídas alas abiertas
toman el sol en la jaula del Zoológico. El tío se caló los anteojos que extrajo
lentamente de su estuche a presión y me observó en silencio con sus ojos lagañosos,
como de vidrio mellado. "¿De quién sos?", preguntó al cabo de un rato
con una voz finita. Quería decir de quién era hijo yo, que es lo que se
pregunta o como se pregunta a un muchacho cualquiera de los pueblos. Yo dije
"El hijo de Pedro Isidro". Él cabeceó y repitió para sí, sin
reconocerme, posiblemente sin reconocer siquiera aquel nombre: "Pedro
Isidro...". Pedro Isidro es mi padre, su hermano. Se levantó y caminó
hasta mí, encorvado. Me echó una afilada mano encima del hombro y preguntó esta
vez: "¿De dónde venís, muchacho...?". No preguntó qué tal estaba la
ruta 7, ni tampoco supe si por fin habían asfaltado el fabuloso camino a Bragado.
Luego supe por la tía Teresa que en esos días se había encontrado en la esquina
de la tienda Ciudad de Messina con Pepe Provenzano, que pateaba como siempre la
calle vendiendo billetes de lotería y con Pancho Tonelli, ambos bien finados,
lo mismo que la tienda, que cerró allá por el 58. Después, cuando trató de
volver a la casa no dio con la calle y aunque pasó por enfrente de la puerta,
al recorrer el pueblo por tercera vez, no acertó a reconocerla. Por suerte se
tropezó en la esquina del Almacén Inglés con el gordo De Nigris, otro muertito,
que lo condujo, siempre tan gentil caballero, hasta aquella salteada puerta y
se lo devolvió a la tía cuando ya oscurecía.
Para Reyes vino la hija de Buenos Aires y el tío se calzó los anteojos y le
preguntó de quién era. A partir de ahí empezó a equivocar las puertas y los
cuartos y a veces charlaba en los rincones del patio con personajes invisibles.
No mucho después, como lo pronosticó la madre Benedicta, ni siquiera reconoció
a la tía a la que confundió una vez con Martita Romero, su primer filo, y otra
con Filomena Perrone, que fue reina del carnaval del Club Porteño, en el año
38.
Acabo de volver del pueblo y por eso pienso tan fuerte en el tío en esta
podrida noche de invierno mientras bebo un semillón en el bar Falucho, en Fitz
Roy y Luis María Campos. Cuando fui a ver al tío lo encontré acostado en el
medio de esa buena cama inglesa con cabezales de bronce y remaches de cobre y
elástico de flejes que perteneció a la familia Mediavilla y compró en un remate
de Warnes. Tenía puesto un camisón de frisa y un gorrito de lana y de tan
flaquito y huesudo se perdía sobre la pila de almohadas. Hace meses que no sale
de ahí. Fuera de los límites de esa cama no reconoce nada en el mundo. A eso se
ha reducido el suyo, a aquella buena cama inglesa de bronce bien lustrado. Sin
embargo, no la pasa tan mal. Siempre tiene algún muertito con el que charlar y
por detrás de la barras de bronce ve cosas de hermosa extravagancia, como el
corso del año 23 o el Circo Sarrasani, e incluso el día en que el loco Garbarino
ganó de tarro La Fondo de las 12 a Bragado.
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