Cuento: Manual para mujeres de la limpieza, por
Lucia Berlin
42–PIEDMONT. Autobús lento hasta Jack London Square. Sirvientas y
ancianas. Me senté al lado de una viejecita ciega que estaba leyendo en
Braille; su dedo se deslizaba por la página, lento y silencioso, línea tras
línea. Era relajante mirarla, leer por encima de su hombro. La mujer se bajó en
la calle 29, donde se han caído todas las letras del cartel PRODUCTOS
NACIONALES ELABORADOS POR CIEGOS, excepto CIEGOS.
La calle 29 también es mi parada, pero tengo que ir hasta el
centro a cobrar el cheque de la señora Jessel. Si vuelve a pagarme con un
cheque, lo dejo. Además, nunca tiene suelto para el desplazamiento. La semana
pasada hice todo el trayecto hasta el banco pagándolo de mi bolsillo, y se
había olvidado de firmar el cheque.
Se olvida de todo, incluso de sus achaques. Mientras limpio el
polvo los voy recogiendo y los dejo en el escritorio. 10 A. M. NÁUSEAS en un
trozo de papel en la repisa de la chimenea. DIARREA en el escurridero. LAGUNAS
DE MEMORIA Y MAREO encima de la cocina. Sobre todo se olvida de si tomó el
fenobarbital, o de que ya me ha llamado dos veces a casa para preguntarme si lo
ha hecho, dónde está su anillo de rubí, etcétera.
Me sigue de habitación en habitación, repitiendo las mismas cosas
una y otra vez. Voy a acabar tan chiflada como ella. Siempre digo que no voy a
volver, pero me da lástima. Soy la única persona con quien puede hablar. Su
marido es abogado, juega al golf y tiene una amante. No creo que la señora
Jessel lo sepa, o que se acuerde. Las mujeres de la limpieza lo saben todo.
Y las mujeres de la limpieza roban. No las cosas por las que tanto
sufre la gente para la que trabajamos. Al final es lo superfluo lo que te
tienta. No queremos la calderilla de los ceniceros.
A saber dónde, una señora en una partida de bridge hizo correr el
rumor de que para poner a prueba la honestidad de una mujer de la limpieza hay
que dejar un poco de calderilla, aquí y allá, en ceniceros de porcelana con
rosas pintadas a mano. Mi solución es añadir siempre algunos peniques, incluso
una moneda de diez centavos.
En cuanto me pongo a trabajar, antes de nada compruebo dónde están
los relojes, los anillos, los bolsos de fiesta de lamé dorado. Luego, cuando
vienen con las prisas, jadeando sofocadas, contesto tranquilamente: «Debajo de
su almohada, detrás del inodoro verde sauce». Creo que lo único que robo, de
hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia.
Hoy he robado un frasco de semillas de sésamo Spice Islands. La
señora Jessel apenas cocina. Cuando lo hace, prepara pollo al sésamo. La receta
está pegada en la puerta del armario de las especias, por dentro. Guarda una
copia en el cajón de los sellos y los cordeles, y otra en su agenda. Siempre
que encarga pollo, salsa de soja y jerez, pide también un frasco de semillas de
sésamo. Tiene quince frascos de semillas de sésamo. Catorce, ahora.
Me senté en el bordillo a esperar el autobús. Otras tres
sirvientas, negras con uniforme blanco, se quedaron de pie a mi lado. Son
viejas amigas, hace años que trabajan en Country Club Road. Al principio todas
estábamos indignadas… el autobús se adelantó dos minutos y lo perdimos. Maldita
sea. El conductor sabe que las sirvientas siempre están ahí, que el 42 a
Piedmont pasa solo una vez cada hora.
Fumé mientras ellas comparaban el botín. Cosas que se habían
llevado… laca de uñas, perfume, papel higiénico. Cosas que les habían dado…
pendientes desparejados, veinte perchas, sujetadores rotos.
(Consejo para mujeres de la limpieza: aceptad todo lo que la
señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco
del asiento).
Para meterme en la conversación les enseñé mi frasco de semillas
de sésamo. Se rieron a carcajadas.
—¡Ay, chica!
¿Semillas de sésamo?
Me preguntaron cómo aguantaba tanto con la señora Jessel. La
mayoría no repiten más de tres veces. Me preguntaron si es verdad que tiene
ciento cuarenta pares de zapatos. Sí, pero lo malo es que la mayoría son
idénticos.
La hora pasó volando. Hablamos de las señoras para las que
trabajamos. Nos reímos, no sin un poso de amargura.
Las mujeres de la limpieza de toda la vida no me aceptan de buenas
a primeras. Y además, me cuesta conseguir trabajo en esto, porque soy
«instruida». Sé que ahora mismo no puedo buscarme otra cosa. He aprendido a
contarles a las señoras desde el principio que mi marido alcohólico acaba de
morir y me he quedado sola con mis cuatro hijos. Hasta ahora nunca había
trabajado, criando a los niños y demás.
43–SHATTUCK–BERKELEY. Los bancos con carteles de SATURACIÓN
PUBLICITARIA están empapados todas las mañanas. Le pedí fuego a un hombre y me
dio la caja de cerillas. EVITEMOS EL SUICIDIO. Era de esas que, absurdamente,
llevan la banda de fósforo detrás. Más vale prevenir.
Al otro lado de la calle, la mujer de la tintorería estaba
barriendo la acera. A ambos lados de su puerta revoloteaban hojas y basura.
Ahora es otoño, en Oakland.
Esa misma tarde, al volver de limpiar en casa de Horwitz, la acera
de la tintorería volvía a estar cubierta de hojas y porquería. Tiré mi billete
de transbordo. Siempre compro billete de transbordo. A veces los regalo, pero
normalmente me los quedo.
Ter solía
burlarse de esa manía mía de guardarlo siempre todo.
—Vamos, Maggie
May, en este mundo no te puedes aferrar a nada. Excepto a mí, quizá.
Una noche en Telegraph Avenue me desperté al notar que me ponía la
anilla de una lata de Coors en la palma de la mano y me cerraba el puño. Abrí
los ojos y lo vi sonriendo. Terry era un vaquero joven, de Nebraska. No le
gustaba ver películas extranjeras. Ahora sé que era porque no le daba tiempo a
leer los subtítulos.
Las raras veces que Ter leía un libro, arrancaba las páginas a
medida que las pasaba y las iba tirando. Al volver a casa, donde las ventanas
siempre estaban abiertas o rotas, me encontraba un remolino de hojas en la
habitación, como palomas en un aparcamiento del Safeway.
33–BERKELEY EXPRESS. ¡El autobús se perdió! El conductor se pasó
de largo en el desvío de SEARS para tomar la autopista. Todo el mundo empezó a
tocar el timbre mientras el hombre, avergonzado, giraba a la izquierda en la
calle 27. Acabamos atascados en un callejón sin salida. La gente se asomaba a
las ventanas a ver el autobús. Cuatro hombres se bajaron para ayudarle a
retroceder entre los coches que había aparcados en la calle estrecha. Una vez en
la autopista, empezó a acelerar como un loco. Daba miedo. Hablábamos unos con
otros, emocionados por el suceso.
Hoy toca la
casa de Linda.
(Mujeres de la limpieza: como norma general, no trabajéis para las
amigas. Tarde o temprano se molestan contigo porque sabes demasiado de su vida.
O dejan de caerte bien, por lo mismo).
Pero Linda y Bob son buenos amigos, de hace tiempo. Siento su
calidez aunque no estén ahí. Esperma y confitura de arándanos en las sábanas.
Quinielas del hipódromo y colillas en el cuarto de baño. Notas de Bob a Linda:
«Compra tabaco y lleva el coche a… du-duá, du-duá». Dibujos de Andrea con amor
para mamá. Cortezas de pizza. Limpio los restos de coca del jespejo con Windex.
Es el único sitio donde trabajo que no está impecable, para empezar.
Más bien está hecho un asco. Cada miércoles subo como Sísifo las escaleras que
llevan al salón de su casa, donde siempre parece que estén en mitad de una
mudanza.
No gano mucho dinero con ellos porque no les cobro por horas, ni
el transporte. No me dan la comida, por supuesto. Trabajo duro de verdad. Pero
también paso muchos ratos sentada, me quedo hasta muy tarde. Fumo y leo el New
York Times, libros porno, Cómo construir una pérgola. Sobre todo miro por la
ventana la casa de al lado, donde viví un tiempo. El 2129 ½ de Russell Street.
Miro el árbol que da peras de madera, con las que Ter hacía tiro al blanco. En
la cerca brillan los perdigones incrustados. El rótulo de BEKINS que iluminaba
nuestra cama por la noche. Echo de menos a Ter y fumo. Los trenes no se oyen de
día.
40–TELEGRAPH AVENUE–ASILO DE MILLHAVEN. Cuatro ancianas en sillas
de ruedas contemplan la calle con mirada vidriosa. Detrás, en el puesto de
enfermeras, una chica negra preciosa baila al son de «I Shot the Sheriff». La
música está alta, incluso para mí, pero las ancianas ni siquiera la oyen. Más
abajo, tirado en la acera, hay un cartel burdo: INSTITUTO DEL CÁNCER 13:30.
El autobús se retrasa. Los coches pasan de largo. La gente rica
que va en coche nunca mira a la gente de la calle, para nada. Los pobres
siempre lo hacen… De hecho, a veces parece que simplemente vayan en el coche
dando vueltas, mirando a la gente de la calle. Yo lo he hecho. La gente pobre
está acostumbrada a esperar. La Seguridad Social, la cola del paro, lavanderías,
cabinas telefónicas, salas de urgencias, cárceles, etcétera.
Mientras esperábamos el 40, nos pusimos a mirar el escaparate de
la LAVANDERÍA DE MILL Y ADDIE. Mill había nacido en un molino, en Georgia.
Estaba tumbado sobre una hilera de cinco lavadoras, instalando un televisor
enorme en la pared. Addie hacía pantomimas para nosotros, simulando que el
televisor se iba a caer en cualquier momento. Los transeúntes se paraban
también a mirar a Mill. Nos veíamos reflejados en la pantalla, como en un
programa de cámara oculta.
Calle abajo hay un gran funeral negro en FOUCHÉ. Antes pensaba que
el cartel de neón decía «touché», y siempre imaginaba a la muerte enmascarada,
apuntándome al corazón con un florete.
He reunido ya treinta pastillas, entre los Jessel, los Burn, los
McIntyre, los Horwitz y los Blum. En cada una de esas casas donde trabajo hay
un arsenal de anfetas o sedantes que bastaría para dejar fuera de circulación a
un ángel del infierno durante veinte años.
18–PARK BOULEVARD–MONTCLAIR. Centro de Oakland. Hay un indio
borracho que ya me conoce, y siempre me dice: «Qué vueltas da la vida, cielo».
En Park Boulevard un furgón azul de la policía del condado, con
las ventanas blindadas. Dentro hay una veintena de presos de camino a
comparecer ante el juez. Los hombres, encadenados juntos y vestidos con monos
naranjas, se mueven casi como un equipo de remo. Con la misma camaradería, a
decir verdad. El interior del furgón está oscuro. En la ventanilla se refleja
el semáforo. Ámbar DESPACIO DESPACIO. Rojo STOP STOP.
Una hora larga de modorra hasta las colinas neblinosas de
Montclair, un próspero barrio residencial. Solo van sirvientas en el autobús.
Al pie de la Iglesia Luterana de Sion hay un letrero grande en blanco y negro
que dice PRECAUCIÓN: TERRENO RESBALADIZO. Cada vez que lo veo, se me escapa la
risa. Las otras mujeres y el conductor se vuelven y me miran. A estas alturas
ya es un ritual. En otra época me santiguaba automáticamente cuando pasaba
delante de una iglesia católica. Tal vez dejé de hacerlo porque en el autobús
la gente siempre se daba la vuelta y miraba. Sigo rezando automáticamente un
avemaría, en silencio, siempre que oigo una sirena. Es un incordio, porque vivo
en Pill Hill, un barrio de Oakland lleno de hospitales; tengo tres a un paso.
Al pie de las colinas de Montclair mujeres en Toyotas esperan a
que sus sirvientas bajen del autobús. Siempre me las arreglo para subir a Snake
Road con Mamie y su señora, que dice: «¡Caramba, Mamie, tú tan preciosa con esa
peluca atigrada, y yo con esta facha!». Mamie y yo fumamos.
Las señoras siempre suben la voz un par de octavas cuando les
hablan a las mujeres de la limpieza o a los gatos.
(Mujeres de la limpieza: nunca os hagáis amigas de los gatos, no
les dejéis jugar con la mopa, con los trapos. Las señoras se pondrán celosas.
Aun así, nunca los ahuyentéis de malos modos de una silla. En cambio, haceos
siempre amigas de los perros, pasad cinco o diez minutos rascando a Cherokee o
Smiley nada más llegar. Acordaos de bajar la tapa de los inodoros. Pelos, goterones
de baba).
Los Blum. Este
es el sitio más raro en el que trabajo, la única casa realmente bonita. Los dos
son psiquiatras. Son consejeros matrimoniales, con dos «preescolares»
adoptados.
(Nunca trabajéis en una casa con «preescolares». Los bebés son geniales.
Puedes pasar horas mirándolos, acunándolos en brazos. Con los críos más
mayores… solo sacarás alaridos, Cheerios secos, hacerte inmune a los accidentes
y el suelo lleno de huellas del pijama de Snoopy).
(Nunca
trabajéis para psiquiatras, tampoco. Os volveréis locas. Yo también podría
explicarles a ellos un par de cosas… ¿Zapatos con alzas?).
El doctor Blum está en casa, otra vez enfermo. Tiene asma, por el
amor de Dios. Va dando vueltas en albornoz, rascándose una pierna peluda y
pálida con la alpargata.La, la, la, la, Mrs. Robinson… Tiene un equipo estéreo
de más de dos mil dólares y cinco discos. Simon & Garfunkel, Joni Mitchell
y tres de los Beatles.
Se queda en la puerta de la cocina, rascándose ahora la otra
pierna. Me alejo contoneándome con la fregona hacia el office, mientras él me
pregunta por qué elegí este tipo de trabajo en particular.
—Supongo que
por culpabilidad, o por rabia —digo con desgana.
—Cuando se
seque el suelo, ¿podré prepararme una taza de té?
—Mire, vaya a
sentarse. Ya se lo preparo yo. ¿Azúcar o miel?
—Miel. Si no
es mucha molestia. Y limón, si no es…
—Vaya a
sentarse —le llevo el té.
Una vez le traje una blusa negra de lentejuelas a Natasha, que
tiene cuatro años, para que se engalanara. La doctora Blum puso el grito en el
cielo y dijo que era sexista. Por un momento pensé que me estaba acusando de
intentar seducir a Natasha. Tiró la blusa a la basura. Conseguí rescatarla y
ahora me la pongo de vez en cuando, para engalanarme.
(Mujeres de la limpieza: aprenderéis mucho de las mujeres
liberadas. La primera fase es un grupo de toma de conciencia feminista; la
segunda fase es una mujer de la limpieza; la tercera, el divorcio).
Los Blum tienen un montón de pastillas, una plétora de pastillas.
Ella tiene estimulantes, él tiene tranquilizantes. El señor doctor Blum tiene
pastillas de belladona. No sé qué efecto hacen, pero me encantaría llamarme
así.
Una mañana los oí hablando en el office de la cocina y él dijo:
«¡Hagamos algo espontáneo hoy, llevemos a los niños a volar una cometa!».
Me robó el corazón. Una parte de mí quiso irrumpir en la escena
como la sirvienta de la tira cómica del Saturday Evening Post. Se me da muy
bien hacer cometas, conozco varios sitios con buen viento en Tilden. En
Montclair no hay viento. La otra parte de mí encendió la aspiradora para no oír
lo que ella le contestaba. Fuera llovía a cántaros.
El cuarto de los juguetes era una leonera. Le pregunté a Natasha
si Todd y ella realmente jugaban con todos aquellos juguetes. Me dijo que los
lunes al levantarse los tiraban por el suelo, porque era el día que iba yo a
limpiar.
—Ve a buscar a
tu hermano —le dije.
Los había puesto a recoger cuando entró la señora Blum. Me
sermoneó sobre las interferencias y me dijo que se negaba a «imponer
culpabilidad o deberes» a sus hijos. La escuché, malhumorada. Luego, como si se
le ocurriera de pronto, me pidió que desenchufara el frigorífico y lo limpiara
con amoniaco y vainilla.
¿Amoniaco y vainilla? A partir de ahí dejé de odiarla. Una cosa
tan simple. Me di cuenta de que realmente quería vivir en un hogar acogedor,
que no quería imponer culpabilidad o deberes a sus hijos. Más tarde me tomé un
vaso de leche, y sabía a amoniaco y vainilla.
40–TELEGRAPH AVENUE–BERKELEY. Lavandería de Mill y Addie. Addie
está sola dentro, limpiando los cristales del escaparate. Detrás de ella,
encima de una lavadora, hay una enorme cabeza de pescado en una bolsa de
plástico. Ojos ciegos y perezosos. Un amigo, el señor Walker, les lleva cabezas
de pescado para hacer caldo. Addie traza círculos inmensos de espuma blanca en
el vidrio. Al otro lado de la calle, en la guardería St. Luke, un niño cree que
lo está saludando. La saluda, haciendo los mismos gestos con los brazos. Addie
para, sonríe y lo saluda de verdad. Llega mi autobús. Toma Telegraph Avenue
hacia Berkeley. En el escaparate del SALÓN DE BELLEZA VARITA MÁGICA hay una
estrella de papel de plata pegada a un matamoscas. Al lado, tienda de ortopedia
con dos manos suplicantes y una pierna.
Ter se negaba a ir en autobús. Ver a la gente ahí sentada lo
deprimía. Le gustaban las estaciones de autobuses, en cambio. Íbamos a menudo a
las de San Francisco y Oakland. Sobre todo a la de Oakland, en San Pablo
Avenue. Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue.
Él era como el vertedero de Berkeley. Ojalá hubiera un autobús al
vertedero. Íbamos allí cuando añorábamos Nuevo México. Es un lugar inhóspito y
ventoso, y las gaviotas planean como los chotacabras del desierto al anochecer.
Allá donde mires, se ve el cielo. Los camiones de basura retumban por las
carreteras entre vaharadas de polvo. Dinosaurios grises.
No sé cómo
salir adelante ahora que estás muerto, Ter. Aunque eso ya lo sabes.
Es como
aquella vez en el aeropuerto, cuando estabas a punto de embarcar para
Albuquerque.
—Mierda, no
puedo irme. Nunca vas a encontrar el coche.
O aquella otra
vez, cuando te ibas a Londres.
—¿Qué vas a
hacer cuando me vaya, Maggie? —repetías sin parar.
—Haré macramé,
chaval.
—¿Qué vas a
hacer cuando me vaya, Maggie?
—¿De verdad
crees que te necesito tanto?
—Sí
—contestaste. Sin más, una afirmación rotunda de Nebraska.
Mis amigos dicen que me recreo en la autocompasión y el
remordimiento. Que ya no veo a nadie. Cuando sonrío, sin querer me tapo la boca
con la mano.
Voy juntando somníferos. Una vez hicimos un pacto: si para 1976
las cosas no se arreglaban, nos mataríamos a tiros al final del muelle. Tú no
te fiabas de mí, decías que te dispararía y echaría a correr, o me mataría yo
primero, cualquier cosa. Estoy harta de bregar, Ter.
58–UNIVERSIDAD–ALAMEDA. Las viejecitas de Oakland van todas al
centro comercial Hink, en Berkeley. Las viejecitas de Berkeley van al centro
comercial Capwell, en Oakland. En este autobús todos son jóvenes y negros, o
viejos y blancos, incluidos los conductores. Los conductores viejos blancos son
cascarrabias y nerviosos, especialmente en la zona del Politécnico de Oakland.
Siempre paran con un frenazo, gritan a los que fuman o van escuchando la radio.
Dan bandazos y se detienen en seco, haciendo que las viejecitas se choquen contra
las barras. A las viejecitas les salen cardenales en los brazos,
instantáneamente.
Los conductores jóvenes negros van rápido, surcan Pleasant Valley
Road pasándose todos los semáforos en ámbar. Sus autobuses son ruidosos y echan
humo, pero no dan bandazos.
Hoy me toca la casa de la señora Burke. También tengo que dejarla.
Ahí nunca cambia nada. Nunca hay nada sucio. Ni siquiera entiendo para qué voy.
Hoy me sentí mejor. Al menos he entendido lo de las treinta botellas de Lancers
Rosé. Antes había treinta y una. Por lo visto ayer fue su aniversario de bodas.
Encontré dos colillas de cigarrillo en el cenicero del marido (en lugar de la
que hay siempre), una copa de vino (ella no bebe) y la botella en cuestión. Los
trofeos de petanca estaban ligeramente desplazados. Nuestra vida juntos.
Ella me enseñó mucho sobre el gobierno de la casa. Coloca el rollo
de papel de váter de manera que salga por abajo. Abre la lengüeta del
detergente solo hasta la mitad. Quien guarda halla. Una vez, en un ataque de
rebeldía, rasgué la lengüeta de un tirón con tan mala suerte que el detergente
se vertió y cayó en los quemadores de la cocina. Un desastre.
(Mujeres de la limpieza: que sepan que trabajáis a conciencia. El
primer día dejad todos los muebles mal colocados, que sobresalgan un palmo o
queden un poco torcidos. Cuando limpiéis el polvo, poned los gatos siameses
mirando hacia otro lado, la jarrita de la leche a la izquierda del azucarero.
Cambiad el orden de los cepillos de dientes).
Mi obra maestra en este sentido fue cuando limpié encima del
frigorífico de la señora Burke. A ella no se le escapa nada, pero si yo no
hubiera dejado la linterna encendida no se habría dado cuenta de que me había
entretenido en rascar y engrasar la plancha, en reparar la figurita de la
geisha, y de paso en limpiar la linterna.
Hacer mal las cosas no solo les demuestra que trabajas a
conciencia, sino que además les permite ser estrictas y mandonas. A la mayoría
de las mujeres estadounidenses les incomoda mucho tener sirvientas. No saben
qué hacer mientras estás en su casa. A la señora Burke le da por repasar la
lista de felicitaciones de Navidad y planchar el papel de regalo del año
anterior. En agosto.
Procurad trabajar para judíos o negros. Te dan de comer. Pero
sobre todo porque las mujeres judías y negras respetan el trabajo, el trabajo
que haces, y además no se avergüenzan en absoluto de pasarse el día entero sin
hacer nada de nada. Para eso te pagan, ¿no?
Las mujeres de la Orden de la Estrella de Oriente son otra
historia. Para que no se sientan culpables, intentad siempre hacer algo que
ellas no harían nunca. Encaramaos a los fogones para restregar del techo las
salpicaduras de una Coca-Cola reventada. Encerraos dentro de la mampara de la
ducha. Retirad todos los muebles, incluido el piano, y ponedlos contra la
puerta. Ellas nunca harían esas cosas, y además así no pueden entrar.
Menos mal que siempre están enganchadas como mínimo a un programa
de televisión. Dejo la aspiradora encendida media hora (un sonido relajante) y
me tumbo debajo del piano con un trapo de limpiar el polvo en la mano, por si
acaso. Simplemente me quedo ahí tumbada, tarareando y pensando. No quise
identificar tu cadáver, Ter, aunque eso trajo muchas complicaciones. Temía
empezar a pegarte por lo que habías hecho. Morir.
El piano de los Burke lo dejo para el final. Lo malo es que la
única partitura que hay en el atril es el himno de la Marina. Siempre acabo
marchando a la parada del autobús al ritmo de «From the Halls of Montezuma…».
58–UNIVERSIDAD–BERKELEY. Un conductor viejo blanco cascarrabias.
Lluvia, retrasos, gente apretujada, frío. Navidad es una mala época para los
autobuses. Una hippy joven colocada empezó a gritar «¡Quiero bajarme de este
puto autobús!». «¡Espera a la próxima parada!», le gritó el conductor. Una mujer
de la limpieza gorda que iba sentada delante de mí vomitó y ensució las
galochas de la gente y una de mis botas. El olor era asqueroso y varias
personas se bajaron en la siguiente parada, como ella. El conductor paró en la
gasolinera Arco de Alcatraz y trajo una manguera para limpiarlo, pero lo único
que hizo fue echarlo hacia atrás y encharcar aún más el suelo. Estaba colorado
y rabioso, y se saltó un semáforo; nos puso a todos en peligro, dijo el hombre
que había a mi lado.
En el Politécnico de Oakland una veintena de estudiantes con
radios esperaban detrás de un hombre prácticamente impedido. La Seguridad
Social está justo al lado del Politécnico. Mientras el hombre subía al autobús,
con muchas dificultades, el conductor gritó «¡Ah, por el amor de Dios!», y el
hombre pareció sorprendido.
Otra vez la casa de los Burke. Ningún cambio. Tienen diez relojes
digitales y los diez están en hora, sincronizados. El día que me vaya, los
desenchufaré todos.
Finalmente dejé a la señora Jessel. Seguía pagándome con un
cheque, y en una ocasión me llamó cuatro veces en una sola noche. Llamé a su
marido y le dije que tengo mononucleosis. Ella no se acuerda de que me he ido,
anoche me llamó para preguntarme si la había visto un poco pálida. La echo de
menos.
Una señora nueva,
hoy. Una señora de verdad.
(Nunca me veo
como «señora de la limpieza», aunque así es como te llaman: su señora o su
chica).
La señora
Johansen. Es sueca y habla inglés con mucha jerga, como los filipinos.
Cuando abrió
la puerta, lo primero que me dijo fue: «¡Santo cielo!».
—Uy. ¿Llego
demasiado pronto?
—En absoluto,
querida.
Invadió el escenario. Una Glenda Jackson de ochenta años. Quedé
hechizada. (Mirad, ya estoy hablando como ella). Hechizada en el recibidor.
En el recibidor, antes incluso de quitarme el abrigo, el abrigo de
Ter, me puso al día sobre su ida.
Su marido, John, había muerto hacía seis meses. A ella lo que más
le costaba era dormir. Se aficionó a hacer puzles. (Señaló la mesita de la sala
de estar, donde el Monticello de Jefferson estaba casi terminado, salvo por un
agujero protozoario, arriba a la derecha).
Una noche se enfrascó tanto en el puzle que ni siquiera durmió. Se
olvidó, ¡se olvidó de dormir! Y hasta de comer, para colmo. Cenó a las ocho de
la mañana. Luego se echó una siesta, se despertó a las dos, desayunó a las dos
de la tarde y salió y se compró otro puzle.
Cuando John vivía era Desayuno a las 6, Almuerzo a las 12, Cena a
las 6. Los tiempos han cambiado, ¡a mí me lo van a decir!
—Así que no,
querida, no llegas demasiado pronto —concluyó—. Solo que quizá me vaya de
cabeza a la cama en cualquier momento.
Yo seguía de pie en el recibidor, acalorada, sin apartar la mirada
de los ojos radiantes y somnolientos de mi nueva señora, como si los cuervos
fueran a hablar.
Lo único que tenía que hacer era limpiar las ventanas y aspirar la
moqueta; pero antes de aspirar la moqueta, encontrar la pieza que faltaba del
puzle. Cielo con unas hojas de arce. Sé que se ha perdido.
Disfruté en el balcón, limpiando las ventanas. Aunque hacía frío, el
sol me calentaba la espalda. Dentro, ella siguió con su puzle. Absorta, pero
sin dejar de posar en ningún momento. Se notaba que había sido muy hermosa.
Después de las ventanas vino la tarea de buscar la pieza del
puzle. Repasar centímetro a centímetro la alfombra verde, encontrar entre las
largas hebras migas de biscotes, gomas elásticas del Chronicle. Estaba
encantada, era el mejor trabajo que había tenido nunca. A ella le «importaba un
rábano» si fumaba o no, así que seguí gateando por el suelo mientras fumaba,
deslizando el cenicero a mi lado.
Encontré la pieza lejos de la mesita donde estaba el puzle, al
otro lado del salón. Era cielo, con unas hojas de arce.
—¡La encontré!
—gritó—. ¡Sabía que se había perdido!
—¡Yo la he
encontrado! —exclamé.
Entonces pude pasar la aspiradora, y entretanto ella terminó el
puzle con un suspiro. Al irme le pregunté cuándo creía que me necesitaría otra
vez.
—Ah… ¿qué
será, será? —dijo ella.
—Lo que tenga
que ser… será —dije, y las dos nos reímos.
Ter, en
realidad no tengo ningunas ganas de morir.
40–TELEGRAPH AVENUE. Parada del autobús delante de la LAVANDERÍA
DE MILL Y ADDIE, que está abarrotada de gente haciendo turno para las
lavadoras, pero en un clima festivo, como si esperaran una mesa. Charlan de pie
al otro lado de la vidriera, tomando latas verdes de Sprite. Mill y Addie
alternan como estupendos anfitriones, dando cambio a los clientes. En la
televisión, la Orquesta Estatal de Ohio toca el himno nacional. Arrecia la
nieve en Michigan.
Es un día frío, claro de enero. Cuatro motoristas con patillas
aparecen por la esquina de la calle 29 como la cola de una cometa. Una Harley
pasa muy despacio por delante de la parada del autobús y varios críos saludan
al motorista greñudo desde la caja de una ranchera, una Dodge de los años
cincuenta. Lloro, al fin.
Me gustó esa manera irónica de describir con pequeños detalles algunas de las características de los distintos sectores sociales yanquis: las señoras, los choferes, las trabajadoras, las viejitas (“Las viejecitas de Oakland van todas al centro comercial Hink, en Berkeley. Las viejecitas de Berkeley van al centro comercial Capwell, en Oakland”; las estoy viendo y me enternecen)
ResponderEliminarMe impresiona lo que dice sobre la cantidad de pastillas que acostumbran tomar, que me recuerda como en casi todas las películas de la época de oro de Hollywood también me impresionaba verlos en toda ocasión con un vaso de whisky en la mano.
Además hace observaciones muy pintorescas (los carteles, las vitrinas, la caja de fósforos, etc.), que hacen notar cómo la vida cotidiana está plagada de situaciones irónicas.
Y al mismo tiempo, esa manera de ir mechando en la descripción de su trabajo el recuerdo de su dolor por la pérdida de su pareja, que hace pensar que toda esa actividad es para evadirse de ese dolor.
Me gustó. Me pareció muy interesante cómo logra que sintamos el dolor que tiene dentro todo el tiempo, a través de contarnos su día como uno más, pero donde siempre aparecen ráfagas de dolor, o sea del recuerdo del marido muerto, que según podemos imaginar o se suicidó o murió x alcohólico. Me pareció muy interesante que es un cuento que parece no decir nada y nos cuenta una situación límite,la viudez aparentemente imprevista, (ella tuvo que reconocer el cadáver) y lo que deja que pensar, para qué quiere tantas pastillas, ¿para suicidarse? O sea, abre un abanico de dudas y posibles realidades sin mencionarlas, como al pasar, sin que sean el centro de la narración, pero que me parece, hacen a la esencia del cuento. Ta'bueno
ResponderEliminarbuenisima la BERLIN
ResponderEliminarMe gustó la sencillez con que escribe presentando personajes a lo largo del trayecto en autobus
ResponderEliminary marcando en distintos pasajes lo dificil que se le hace soportar las actitudes discriminatorias
de las patronas.
De todos los personajes que en las diferentes paradas me encantó la descripción que hace de Millie y Addie (la lavandería)
Al principio del cuento hay una sombra de posible suicidio (las pastillas que robaba y el pacto que hace con Ter en 1976), suicidio que desecha al final cuando dice :" Ter en realidad no tengo ganas de morir" y sobre el final "Lloro al fin". A todo lo largo del cuento va mechando el dolor x el ser querido y por lo que le ha tocado vivir pero finalmente apuesta por la vida.
Algo que me llamó la atención como si fuera lo más normal dice que iban al vertedero cuando añoraban Nueva Mejico por que es un lugar inhospito y ventoso pero donde mires ves el cielo (alu-
ción a los rascacielos quizas?) cruel y real no?
Es de escritura sencilla. Muestra con cierta ironía el choque,aunque creo no es la palabra adecuada pero no encuentro otra,entre las costumbres, los gustos y las necesidades de los empleadores; y las costumbres, gustos y necesidades de las empleadas. Y digo de los empleadores y no de "sus empleadores" porque en este relato ella generaliza y enuncia una serie de consejos productos de su experiencia que parecería caracterizar el modelo de vínculo que se establece en ese tipo trabajo. En un momento del relato expresa que "ser instruida" le representaba una dificultad para conseguir trabajo. En mi opinión para algunos integrantes de ciertos sectores sociales esa característica en lugar de agregar calidad al desempeño representa una amenaza.
ResponderEliminarTambién pinta los prejuicios existentes de ambos lados: "todas las empleadas domésticas roban". O cuando refiere a la señora Blum: "dejé de odiarla, me di cuenta que realmente quería vivir en un hogar acogedor"
"La capacidad de una escritora para plasmar el mundo resulta más evidente aún cuando su mirada abarca lo cotidiano junto a lo extraordinario, la vulgaridad y la fealdad junto a la belleza."Esto lo copié de un comentario que leí, les dejo lo que yo extracté y el título, si quieren buscarlo.
ResponderEliminarMANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA
Lucia Berlin
Prólogo. La historia es lo que cuenta
Por Lydia Davis
…Y luego está la lengua en sí, palabra por palabra. Lucia Berlin siempre está escuchando, oyendo. Palpamos su sensibilidad a los sonidos del lenguaje, y saboreamos también el ritmo de las sílabas, o la perfecta coincidencia entre sonido y significado. Una telefonista enfadada se mueve «tratando sus cosas a porrazos y bofetadas». En otra historia, Berlin evoca los graznidos de los «cuervos desgarbados, chillones». En una carta que me escribió desde Colorado en 2000, «Ramas cargadas de nieve se quiebran y crujen sobre mi tejado, y el viento estremece las paredes. Acogedor, sin embargo, como estar en un barco recio, una gabarra o un remolcador».
En «Manual para mujeres de la limpieza», escribe: «Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue».
Salta directamente a otra comparación, más sorprendente aún: «Él era como el vertedero de Berkeley».
Y es tan lírica describiendo un vertedero (sea en Berkeley o en Chile) como al describir un prado de flores silvestres:
Ojalá hubiera un autobús al vertedero. Íbamos allí cuando añorábamos Nuevo México. Es un lugar inhóspito y ventoso, y las gaviotas planean como los chotacabras del desierto al anochecer. Allá donde mires, se ve el cielo. Los camiones de basura retumban por las carreteras entre vaharadas de polvo. Dinosaurios grises.
Anclando siempre las historias en un mundo real y tangible hallamos esa misma imaginería concreta, física: los camiones «retumban», el polvo sale en «vaharadas». A veces se trata de imágenes bellas, otras veces no son bellas pero sí intensamente palpables: experimentamos cada uno de los relatos no solo con el intelecto y el corazón, sino también a través de los sentidos
La capacidad de una escritora para plasmar el mundo resulta más evidente aún cuando su mirada abarca lo cotidiano junto a lo extraordinario, la vulgaridad y la fealdad junto a la belleza.
Aunque la gente habla, como si fuera algo nuevo, de esa modalidad literaria que en Francia se denominó «autoficción», la narración de la propia vida, tomada sin modificar apenas la realidad, seleccionada y narrada con criterio y vocación artística, creo que es eso, o una versión de eso, lo que Lucia Berlin ha hecho desde el principio, ya en la década de 1960. Su hijo luego añadió: «Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando poco a poco, hasta el punto de que no siempre sé con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la historia es lo que cuenta».
Al leer el último comentario de Patricia se me ocurrió buscar más información sobre la autora y su obra. En eso estaba cuando encontré el libro completo. Si alguna tiene interés en bajarlo puede acceder por https://amsafe.org.ar/wp-content/uploads/Manual-para-mujeres-de-la-limpieza-Lucia-Berlin.pdf
ResponderEliminarlo baje. gracias Ana Maria!
EliminarGRACIAS ANA MARIA! QUE HALLAZGO!!!
EliminarEste cuento me lleva de un lado a otro. me hace sonreír y me llena de sensaciones; me recuerda circunstancias similares. Su manera de mirar las cosas, mas allá de lo que ve, revelan una mujer sensible a la vida. Muy bonita y elegante, traqueteo por casas y ciudades.
ResponderEliminar“Cuando empecé a escribir, estaba sola. Mi primer marido me había dejado, tenía nostalgia, mis padres me habían rechazado porque me había casado joven y luego divorciado. Escribí simplemente para ir a casa”, explicaba. Por entonces, en los años 60, la escritura era un lugar “donde sentía que estaba a salvo”. Con el tiempo, escribir se transformó en alegría: “Es el sitio en el que soy, donde siento que está mi yo más honesto”, definía en 1996.
Creo que estas líneas la retratan.
Chicas qué buenos, interesantes y completos comentarios han realizado!!! tomando de lo que han escrito, digo: qué bien que hace la autora la descripción de lo cotidiano, encima sobre la limpieza en diferentes casas, las tareas domésticas, que las va tejiendo con su propia historia, para eso se tira abajo del piano o enciende la aspiradora y la deja funcionando, para relajarse. creo que su mérito como escritora es contar su vida tomando como marco y referencia a las MUJERES DE LA LIMPIEZA.
ResponderEliminarAdemás, aprendí qué significa que "a las viejecitas le salgan cardenales en los brazos" son hematomas! O, el LANCERS ROSÉ; es un vino espumante rosado portugués (cuesta 3,85 Euros)y el Monticello de Jefferson, fue la casa del tercer presidente de EE.UU, Tomás Jefferson, diseñada por él mismo, hoy Museo, designada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Lo que importa es la HISTORIA dice Lucía (en todo sentido) !!!
La historia contada por la protagonista me llevó a conocer, a través de su relato,las calles con su gente, el camino de los ómnibus, los negocios y sus quehaceres domésticos. Y a partir de esto hace un recorrido por su vida y su dolor, el transcurrir del tiempo y lo impredecible de las situaciones de los seres humanos.
ResponderEliminarLogra una observación minuciosa de las personas para las cuales trabaja y muestra las dificultades y beneficios que puede lograr a partir de su experiencia en casas de familia.
Recordé al leer esta historia la película Criadas y señoras (2012), en la cual una chica de la sociedad del Misisipi de los años 60, quiere ser escritora y entrevista a las mujeres negras que trabajan en casas de familia.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarADRIANA Me parecio muy interesante su relato, como entreteje su historia con las otras, las de la limpieza y si acuerdo con Silvia hay un parecido con la película Criadas y senoras, como las criadas saben de sus Senoras todos sus secretos. Me gusto mucho
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