REDOBLE POR RANCAS, Manuel Scorza
Este libro es la crónica
exasperantemente real de una lucha solitaria: la que en los Andes Centrales
libraron, entre 1950 y 1962, los hombres de algunas aldeas sólo visibles en las
cartas militares de los destacamentos que las arrasaron. Los protagonistas, tos
crímenes, la traición y la grandeza, casi tienen aquí sus nombres verdaderos…
Ciertos
hechos y su ubicación cronológica, ciertos nombres, han sido excepcionalmente
modificados para proteger a los justos de la justicia.
Capítulo 1
1. Donde el zahorí lector oirá
hablar de cierta celebérrima moneda
Por la misma esquina de la plaza de
Yanahuanca por donde, andando los tiempos, emergería la Guardia de Asalto para
fundar el segundo cementerio de Chinche, un húmedo setiembre, el atardecer
exhaló un traje negro. El traje, de seis botones, lucía un chaleco surcado por
la leontina de oro de un Longines auténtico. Como todos los atardeceres de los
últimos treinta años, el traje descendió a la plaza para iniciar los sesenta
minutos de su imperturbable paseo.
Hacia las siete
de ese friolento crepúsculo, el traje negro se detuvo, consultó el Longines y
enfiló hacia un caserón de tres pisos. Mientras el pie izquierdo se demoraba en
el aire y el derecho oprimía el segundo de los tres escalones que unen la plaza al sardinel, una moneda de bronce se deslizó del bolsillo izquierdo
del pantalón, rodó
tintineando y se detuvo en la primera grada. Don Herón de los Ríos, el Alcalde,
que hacía rato esperaba lanzar respetuosamente un sombrerazo, gritó: «¡Don
Paco, se le ha caído un sol!».
El traje negro no se volvió.
El Alcalde de Yanahuanca, los comerciantes y la
chiquillería se aproximaron. Encendida por los finales oros del crepúsculo, la
moneda ardía. El Alcalde, oscurecido por una severidad que no pertenecía al
anochecer, clavó los ojos en la moneda y levantó el índice: «¡Que nadie la
toque!». La noticia se propaló vertiginosamente. Todas las casas de la provincia de Yanahuanca se escalofriaron con la nueva de que el doctor don
Francisco Montenegro, Juez de Primera Instancia, había extraviado un sol.
Los amantes del
bochinche, los enamorados y los borrachos se desprendieron de las primeras
oscuridades para admirarla. «¡Es el sol del doctor!», susurraban exaltados. Al día siguiente, temprano, los comerciantes de la plaza la desgastaron con temerosas miradas. «¡Es el sol del doctor!», se conmovían.
Gravemente instruidos por el Director de la Escuela —«No vaya a ser que una
imprudencia conduzca a vuestros padres a la cárcel»—, los escolares la
admiraron al mediodía: la moneda tomaba sol sobre las mismas
desteñidas hojas de eucalipto. Hacia las cuatro,
un rapaz de ocho años se atrevió a arañarla con un palito:
en esa frontera se detuvo
el coraje de la provincia.
Nadie volvió a tocarla durante los doce meses siguientes.
Sosegada la
agitación de las primeras semanas, la provincia se acostumbró a convivir con la
moneda. Los comerciantes de la plaza, responsables de primera línea, vigilaban
con tentaculares miradas a los curiosos. Precaución inútil: el último lameculos
de la provincia sabía que apoderarse de esa moneda, teóricamente equivalente a cinco galletas
de soda o a un puñado de duraznos, significaría algo peor que un carcelazo. La moneda llegó a
ser una atracción. El pueblo se acostumbró a salir de paseo para mirarla. Los
enamorados se citaban alrededor de sus fulguraciones.
El único que no
se enteró que en la plaza de Yanahuanca existía una moneda destinada a probar
la honradez de la altiva provincia fue el doctor Montenegro.
Todos los
crepúsculos cumplía veinte vueltas exactas. Todas
las tardes repetía los doscientos cincuenta y seis pasos que constituyen
la vuelta del polvoriento cuadrado. A las cuatro, la plaza hierve, a las cinco
todavía es un lugar público, pero a las seis es un desierto. Ninguna ley
prohíbe pasearse a esa hora, pero sea porque el cansancio acomete a los
paseantes, sea porque sus estómagos reclaman la cena, a las seis la plaza se
deshabita. El medio cuerpo de un hombre achaparrado, tripudo, de pequeños ojos
extraviados en un rostro cetrino, emerge a las cinco, al balcón de un caserón
de tres pisos de ventanas siempre veladas por una espesa neblina de visillos.
Durante sesenta minutos, ese caballero casi desprovisto de labios contempla,
absolutamente inmóvil, el desastre del sol. ¿Qué comarcas recorre su
imaginación? ¿Enumera sus propiedades? ¿Recuenta sus rebaños? ¿Prepara pesadas
condenas? ¿Visita a sus enemigos?
¡Quién sabe! Cincuenta y nueve minutos después de iniciada su entrevista solar, el Magistrado autoriza a su ojo
derecho a consultar el Longines, baja la escalera, cruza el portón azul y
gravemente enfila hacia la plaza. Ya está
deshabitada. Hasta los perros saben que de seis a siete no se ladra allí.
Noventa y siete
días después del anochecer en que rodó la moneda del doctor, la cantina de don Glicerio
Cisneros vomitó un racimo de borrachos. Mal aconsejado por un aguardiente de culebra Encarnación
López se había propuesto apoderarse de aquel
mitológico sol. Se tambalearon hacia la plaza.
Eran las diez de la noche. Mascullando obscenidades, Encarnación
iluminó el sol con su linterna de pilas. Los ebrios seguían sus movimientos
imantados. Encarnación recogió la moneda, la calentó en la palma de la mano, se
la metió en el bolsillo y se difuminó bajo la
luna.
Pasada la resaca,
por los labios de yeso de su mujer, Encarnación conoció al día siguiente el
bárbaro tamaño de su coraje. Entre puertas que se cerraban presurosas se
trastabilló hacia la plaza, lívido como la cera de cincuenta centavos que su
mujer encendía ante el Señor de los Milagros. Sólo cuando descubrió que él
mismo, sonámbulo, había depositado la moneda en el primer escalón, recuperó el
color.
El invierno, las
pesadas lluvias, la primavera, el desgarrado otoño y de nuevo la estación de
las heladas circunvalaron la moneda. Y se dio el caso de que una provincia cuya
desaforada profesión era el abigeato, se laqueó de una imprevista honradez.
Todos sabían que en la plaza de Yanahuanca existía una moneda idéntica a
cualquier otra circulante, un sol que en el anverso mostraba el árbol de la
quina, la llama y el cuerno de la abundancia del escudo de la República y en el
reverso exhibía la caución moral del Banco de Reserva del Perú. Pero nadie se
atrevía a tocarla. El repentino florecimiento de las buenas
costumbres inflamó el orgullo de los viejos. Todas
las tardes auscultaban a los niños que volvían de la escuela. «¿Y la
moneda del doctor?». «¡Sigue en su sitio!». «Nadie la ha tocado». «Tres arrieros de Pillao la estuvieron
admirando». Los ancianos levantaban el índice, con una mezcla de severidad y
orgullo: «¡Así debe ser; la gente honrada no necesita candados!».
A pie o a
caballo, la celebridad de la moneda recorrió caseríos desparramados en diez
leguas. Temerosos que una imprudencia provocara en los pueblos pestes peores
que el mal de ojo, los Teniente-gobernadores advirtieron, de casa en casa, que
en la plaza de Armas de Yanahuanca envejecía una moneda intocable. ¡No fuera
que algún comemierda bajara a la provincia a comprar fósforos y «descubriera»
el sol! La fiesta de Santa Rosa, el aniversario de la Batalla de Ayacucho, el
Día de los Difuntos, la Santa Navidad, la Misa de Gallo, el Día de los
Inocentes, el Año Nuevo, la Pascua de Reyes, los Carnavales, el Miércoles de
Ceniza, la Semana Santa, y, de nuevo, el aniversario de la Independencia
Nacional sobrevolaron la moneda. Nadie la tocó. No bien llegaban los
forasteros, la chiquillería los enloquecía: «¡Cuidado, señores, con la moneda
del doctor!». Los fuereños sonreían burlones, pero la borrascosa cara de los
comerciantes los enfriaba. Pero un agente viajero, engreído con la
representación de una casa mayorista de Huancayo (dicho sea de paso: jamás
volvió a recibir una orden de compra en Yanahuanca), preguntó con una
sonrisita: «¿Cómo sigue de salud la moneda?». Consagración Mejorada le
contestó: «Si usted no vive aquí, mejor que no abra la boca». «Yo vivo en
cualquier parte», contestó el bellaco, avanzando. Consagración —que en el
nombre llevaba el destino— le trancó la calle con sus dos metros: «Atrévase a
tocarla», tronó. El de la sonrisita se congeló. Consagración, que en el fondo
era un cordero, se retiró confuso. En la esquina lo felicitó el Alcalde:
«¡Así hay que ser: derecho!». Esa
misma noche, en todos los fogones, se supo que Consagración, cuya única hazaña
conocida era beberse sin parar una botella de aguardiente, había salvado al
pueblo. En esa esquina lo parió la suerte. Porque no bien amaneció los
comerciantes de la plaza de Armas, orgullosos de que un yanahuanquino le
hubiera parado el macho a un badulaque huancaíno, lo contrataron para
descargar, por cien soles mensuales, las mercaderías.
La víspera de la
fiesta de Santa Rosa, patrona de la Policía, descubridora de misterios, casi a
la misma hora en que, un año antes, la extraviara, los ojos de ratón del doctor
Montenegro sorprendieron una moneda. El traje negro se detuvo delante del
celebérrimo escalón. Un murmullo escalofrió la plaza. El traje negro recogió el
sol y se alejó. Contento de su buena suerte, esa noche reveló en el club:
«¡Señores, me he encontrado un sol en la plaza!».
La provincia suspiró.
Capítulo 18
1.
Sobre las
anónimas peleas de Fortunato
Setiembre encontró más de treinta mil
ovejas muertas. Ensordecidos por el estruendo de su desgracia, los pueblos sólo
sabían llorar. Sentados en el mar de lana de sus ovejas moribundas, sollozaban,
inmóviles, con los ojos fijos en la carretera.
El tercer viernes
de setiembre el Personero Rivera mandó llamar al padre Chasán. El padrecito vino a celebrar.
Todos los pecadores, todos
los ranqueños, llenaron la iglesia. El padre pronunció un sermón oído de rodillas.
—Padrecito
—preguntó el Personero al terminar la misa—, ¿por qué Dios nos envía este
castigo?
El padre respondió:
—El Cerco no es
obra de Dios, hijitos. Es obra de los americanos. No basta rezar.
Hay que pelear.
La cara de Rivera
se azuló.
—¿Cómo se puede
luchar con «La Compañía», padrecito? De los policías, de los jueces, de los
fusiles, de todo son dueños.
—Con
la ayuda de Dios todo se puede. El Personero Rivera se arrodilló.
—Bendición, padrecito.
El padre Chasán dibujó una cruz.
Comenzaron a
pelear. A las cuatro de la mañana, Rivera tocó todas las puertas de los
varones. Se reunieron en la plaza. Helaba. Saltaban sobre las piedras para no
pelarse de frío. Se armaron de garrotes y hondas. Se repartieron tres botellas
de cañazo. Todavía oscuro se agazaparon para esperar la ronda de «La Compañía».
El sol no conseguía sacar las patas de la tela de araña de una neblina rosada.
Vagas estatuas ecuestres emergieron. Cayeron sobre los cabalgados. El miedo
endureció sus puños coléricos. Brillantes de excitación y de rocío, los perros
participaban de la cólera. Los sorprendidos caporales, magullados, con las
caras rajadas por los hondazos, se esfumaron en la neblina.
—¡Rompan el Cerco! —ordenó el Personero Rivera escupiendo un diente.
—¿Qué cosa, don
Alfonso?
—¡Rompan el Cerco
y metan el ganado! —insistió el Personero secándose la sangre de la nariz con
un pañuelo mugroso.
Obedecieron. Volvieron a Rancas por las ovejas:
tuvieron que arrastrarlas. Pero el pasto es milagroso; una hora después los
borregos comían y saltaban, de nuevo, entre los perros, locos de contento. Esa
noche, por primera vez en semanas, sonaron risas en Rancas. Todos se jactaban de verdaderas o
imaginarias hazañas. Los mismos comerciantes fiaban contentos. Don Eudocio
invitó a todos los que mostraban caras magulladas o labios rotos. Siguieron
peleando. Cada madrugada se enfrentaban a las rondas de la «Cerro de Pasco
Corporation». Como antes al pastoreo, salían ahora a cumplir el antiquísimo
rito de los varones. Volvían ensangrentados.
Egoavil, el jefe de los caporales, un jayán de casi dos metros, reforzó a su
gente. Se acabaron las patrullas de cinco; las rondas de «La Cerro» se cumplían
de veinte en veinte cabalgados. Así y todo peleaban. Y los más fieros eran los viejos.
«Nosotros no tenemos
dientes —decían—.
¿Qué nos importa que nos rompan la
jeta? Ustedes, jóvenes, cuiden sus dientes para agradar a las muchachas.
¿Nosotros de qué servimos?».
Pero Egoavil
no era manco. Una mañana
los pastores de «La Florida»
entraron en Rancas llorando
detrás de un rebaño de vacas que mugía lastimeramente. Las vacas parecían
cuyes: no tenían rabo. Así empezó la violencia. Oveja que encontraban las
cuadrillas era oveja pisoteada. Y pasó peor: una madrugada tres pastores se
calentaban delante de una fogata de bosta. La neblina era espesa. Se calentaban
al pie de una ladera cuando crepitó una carcajada. Se levantaron alarmados
mientras una pelota rodaba hasta sus pies. Se acercaron: era la cabeza de Mardoqueo
Silvestre.
La gente comenzó
a ralear. Los últimos que se atrevían a pelear,
volvían arrastrándose. En vano el Personero tocaba las puertas
obstinadas. A fines de setiembre ni los valientes osaron combatir. Un día los caporales vinieron
con uniformados. Un pelotón de la Guardia Republicana escoltó, desde entonces,
a la ronda. Atacarla era atacar a la Fuerza Armada. Egoavil entró en Rancas
acompañado de tres guardias republicanos, ostentosamente recorrió la calle,
taconeó en la plaza y entró en la cantina de don Eudocio.
—Una docena de
cervezas para los señores guardias —gruñó recostándose en el mostrador.
Hubo que servirle.
En la vastedad de los campos clausurados sólo quedó
Fortunato.
En casetas de madera apresuradamente construidas por
los carpinteros de la
«Cerro
de Pasco Corporation», la Guardia Republicana colocó centinelas, cada tres kilómetros.
Nadie se atrevió a atacar.
Nadie salvo Fortunato.
Cuando Egoavil,
el gigantesco hijo de puta, jefe de los caporales, miró al único adversario de
«La Compañía» la risa casi lo derribó de la silla. Se carcajeó hasta las
lágrimas y se alejó. Pero al día siguiente la ronda tropezó, de nuevo, con el
viejo. En su aplastada cara ardían dos candelas. El viejo divisó a los jinetes
y les soltó un hondazo.
Desmontaron y lo
molieron a puñetazos. Fortunato volvió arrastrándose. La madrugada siguiente, insistió. Egoavil mandó tallarlo a latigazos. El Cara de Sapo —
así lo llamaba Egoavil— se retorcía como culebra, pero no gritaba.
Cuando los látigos lo desdeñaron tenía los labios mordidos.
Volvió. Regresó a Rancas
igualito al San Sebastián de la iglesia
de Villa de Pasco. Un camino de cuatro kilómetros le
demoró tres horas. Entró dejando un reguero de sangre.
—No insista, don
Fortunato —le suplicó esa mañana Alfonso Rivera—. Usted solo no puede. Uno solo
no puede pelear contra quinientos.
—Te matarán,
papacito —sollozaban sus hijas—. Vivo nos
sirves; muerto, no nos traerás ni agua.
—Solo no puedes, Fortunato —insistió Rivera.
No contestó.
Siguió peleando. Día tras día salía a enfrascarse en las inútiles peleas. Para
los caporales no era un combate, era una diversión. Los barbajanes se lo
rifaban. «No le pegues muy duro, hay que conservar a nuestro sapito», se
burlaba Egoavil. El viejo seguía acudiendo a la cita. Caía y se levantaba. No
cedía. Era como esos tentetiesos que, doblados en cualquier dirección, siempre
vuelven a quedar erectos. Maltratarlo era una rutina que dependía de los
humores de Egoavil. Así, al amanecer de la noche en que la Culoeléctrico lo desairó públicamente después de bebérsele una
botella de anisado Poblete, Egoavil
quiso quitarse esa mosca del ojo. Ocho jinetes clausuraron un círculo alrededor
de la palidez del viejo. Una hora se lo cedieron, uno a otro, a puntapiés y
puñetazos. Fortunato se tambaleaba mareado; su cara era una máscara
desportillada. Cuando lo soltaron, no se le veían los ojos. Se derrumbó como un
saco vacío.
Se quedó tirado
sobre el pasto, jadeando, cara al cielo, con la boca abierta. Unos arrieros lo
recogieron al mediodía: entró en Rancas vomitando. Se tiró lacio en su jergón
tres días con la verde-amarilla-morada cara cubierta con pedazos de carne
fresca. El cuarto día se levantó. La quinta madrugada salió, de nuevo, a
enfrentar a la ronda. Encontró a Egoavil cambiado. Esta vez no descendió ningún
jinete.
—¡Váyase, Fortunato, lárguese! —le gritaron, alejándose.
El viejo quiso
perseguirlos a pedradas, pero se lo prohibieron su debilidad y el trote de los
bastardos.
Egoavil había
comenzado a soñarlo. Fortunato lo perseguía en sueños. Se le aparecía todas las
noches. En su soñera vagaba por un desierto, más allá de toda fatiga, cuando
oyó una voz; alarmado, Egoavil apresuró el paso, pero lo silbaron de nuevo.
¿Quién podía nombrarlo en esa planetaria soledad? Siguió huyendo de la voz implacable. Sólo leguas más allá reconoció
aterrado que el hablador era su caballo;
se descabalgó tiritando para descubrir que el cuartago tenía la
tumefacta, la anaranjada cara de Fortunato. Y soñó también que encontraba en su
dormitorio un retrato del viejo. Enloquecido, arrancó
el rostro odiado
sólo para descubrir que era un calendario
atroz y que debajo de cada cara arrancada surgían cientos de rostros del viejo:
Fortunato riéndose, Fortunato sacándole la lengua, Fortunato llorando, Fortunato guiñándole los ojos, Fortunato con la
cara azul, Fortunato con la cara agujereada, Fortunato granizado. Y soñó peor:
Fortunato se le apareció crucificado. Lo ensoñó como un Jesucristo clavado en
una cruz. Los fieles de Rancas, los devotos de toda la tierra, seguían
el anda rezando. El crucificado vestía los mismos
pantalones sebosos y la deshilachada camisa del viejo; en
lugar de la corona de espinas, lucía su sombrero rotoso. Nítidamente Egoavil
distinguió la cara hinchada. El crucificado, el Señor de Rancas, aparentemente,
no padecía; de tiempo en tiempo descolgaba un brazo y se llevaba a la boca una
botella de aguardiente. Egoavil avanzó tras el anda temblando, con una vela en
la mano, queriendo ocultarse, pero el crucificado lo reconoció y le gritó: «¡No
se me corra, Egoavil! ¡Mañana nos veremos!», guiñándole un ojo tapiado por una
amarilla, atroz tumefacción. Se despertó gritando.
Calmosamente, sentado
en una roca, el viejo se remangó
la camisa. Egoavil
sintió la boca de paja.
—¡Don Fortunato!
—enronqueció desde el caballo—. Ya sé
de sobra que usted es un macho. —Y su mano despectiva abarcó la ronda silenciosa—: Aquí no hay ningún
varón como usted. Ninguno de estos huevones es tan hombre como usted. ¿Para qué
seguir esta pelea? Usted solo no puede nada, don Fortunato. «La Cerro» es
poderosísima. Todos los pueblos se
han echado. Usted es el único que insiste. ¿Para qué seguir, don Fortunato?
—¡Baja o te bajo,
cabrón! —gritó el Cara de Sapo.
—Por favorcito, don Fortunato, no me insulte.
—¡Hijo de puta por parte de madre!
—No queremos pegarle. Si usted no se presenta por
aquí, ya no volverá la ronda.
—¡Hijo de puta por parte de padre!
Egoavil recorrió
los rostros de cuero de la ronda, entrevió la faz del Cristo, sintió el sudor de la soñarrera y saltó del caballo. Se trenzaron. Fortunato
atacaba con rabia, con puñetazos de mula. Egoavil
respondía con golpes de lana.
Este libro forma parte de un ciclo llamado “La guerra silenciosa” formado por 5 novelas (o Cantares, como los llama el autor): 1- Redoble por Rancas, 2- Garabombo, el invisible, 3 – El jinete insomne, 4 – El cantar de Agapito Robles, 5 – La tumba del relámpago
ResponderEliminarQuiero destacar la riqueza de recursos literarios del realismo mágico que despliega este escritor para desarrollar un relato que, partiendo de hechos reales, se convierte en un hecho artístico, para de esa manera llamar la atención sobre los esos hechos reales.
En primer lugar leyendo sólo los títulos de las novelas se ve que fueron elegidos con mucha imaginación poética y están llenos de musicalidad. Para mí este escritor es esencialmente un poeta que escribe en prosa unas historias fantásticas llenas de ingenio, humor, ironía, denuncia, y tratando a sus personajes (buenos y malos) con una ternura casi de padre.
En el primer capítulo se despliegan las imágenes exageradas y llenas de ironía para presentar la relación de poder entre el juez Montenegro (Monte=cima, Negro= poder oscuro), y el temor del pueblo que, evidentemente conocía de sus arbitrariedades (que se irán desplegando a lo largo de toda la sega). Por eso la gente “suspira aliviada” cuando el juez reencuentra su moneda.
En el capítulo 18, en cambio lo que se pone en evidencia es el otro extremo de esa relación de poder, donde uno de los campesinos, Fortunato, representa esa capacidad de rebelión que reaparece, a veces de maneras insólitas en la gente sometida. Y lo más impresionante y conmovedor lo que le pasa a Egoavil, el jefe de la guardia militar del Cerco, que deja de castigarlo porque lo torturan los sueños que tiene con el viejo Fortunato en Cristo crucificado, razón por la cual, en lugar de castigarlo con la fiereza habitual, al final mientras Fortunato “lo golpeaba con puñetazos de mula, Egoavil respondía con golpes de lana”.
Muy bueno tu comentario, María. Yo además hago otra lectura. Veo además de un pueblo sometido, un pueblo embelesado x el poder del DOCTOR. Con admiración y una especie de deslumbramiento o respeto religioso, además de miedo al poder. Porque más allá del temor a lo que les pueda pasar está el orgullo de pertenecer a ese grupo que venera además de temer al Dr. Es una sumisión religiosa, además de física, económica.
ResponderEliminarPor otra parte el uso del lenguaje, el hablar de objetos como personas (traje negro) o con emociones (escalofrió la plaza). los viejos AUSCULTAN a los chicos cuando vuelven de la escuela. Es un placer inagotable leerlo! Lo vuelvo a leer y me lo quiero meter en la cabeza, no olvidarlo, es sublime!!!!
Ensordecidos por el estruendo de su desgracia,,,El sol no conseguía sacar las patas de la tela de araña de una neblina rosada.El miedo endureció sus puños coléricos...crepitó una carcajada ... En la vastedad de los campos clausurados sólo quedó Fortunato...los látigos lo desdeñaron... esa planetaria soledad...Fortunato granizado...los rostros de cuero de la ronda ¿Se puede ser tan genio de la palabra?!!!!
ResponderEliminarEste capítulo me parece lo más de lo más. Impecable uso del lenguaje, insólito, la fuerza de las expresiones, las imágenes se sienten no solo se ven, además de lo poético en cuanto lírico. Y x otra parte el contenido. Fortunato es un superhéroe, un Superman, y Egoavil su alter ego, su partener, que tiene que estar para que Fortunato sea tal. Cristo y Judas, Caín y Abel, Batman y el guasón. Egoavil en el desierto oye una voz como Pablo evangelista, pero en vez de Dios es el caballo! Como Caín se esconde pero Fortunato, como Dios a Caín, lo ve. El cura es un personaje genial, no es tema de Dios pero Dios nos va a ayudar, acomoda a Dios según sus necesidades. Finalmente Egoavil, como dos generales de ejércitos enemigos, demuestra su admiración x el MACHO q es Fortunato y reconoce que él no se la Company sino una pieza USADA x ese verdadero poder. Lo veo todo como muy setentista, como el reportaje, héroes y villanos, héroes solitarios y valientes hasta la perdición tipo Che. Exaltación del macho, Fortunato parece San Sebastián y no grita x más que lo torturan, bien macho y mártir. Lo llama el Señor de Rancas pero saca un brazo de la cruz para tomar alcohol, especatacular!!!!! Mecha humor en medio de lo trágico y místico.
ResponderEliminarUn pueblo que obedece, al Dr o a Don Alfonso, cuando les dice que traigan las ovejas, como antes reverenció al juez con el tema de la moneda. Es un extasis leer a este escritor.
Capítulo 18, me olvidé de aclarar
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarCapítulo 1
ResponderEliminarDesde el título el autor nos invita a descubrir lo que está oculto ya que nos delega la tarea del zahorí.
Nos presenta desde un comienzo clases sociales bien marcadas, al magistrado con su traje, la leontina de oro, su reloj suizo y su casa de tres pisos con balcón. Un ser intocable. A la gente del pueblo como personas sumisas y obedientes.
Hace una descripción del tiempo y del espacio cargada de adjetivos y comparaciones poéticas.
Los nombres propios de los personajes resuenan como muy potentes y únicos: Herón, Glicerio, Consagración.
En la historia, el ritmo de la naturaleza y lo religioso están unidos... Por miedo, por angustia, por desesperación...
Capítulo 18
Otra vez en este capítulo la actividad económica del hombre de los Andes está íntimamente ligada a la naturaleza y a la voluntad de unos pocos seres soberbios y poderosos.
"Con el estruendo de su desgracia los pueblos sólo sabían llorar".
Esta historia me llevó a sentir desigualdad, violencia, maltrato, soledad, impotencia, atropello a la integridad humana, esclavitud...
Pero a partir de tanto dolor surge la rebelión y la esperanza.
No conocía este escritor me gusto muchísimo. Me maravilló como nos transporta de lo real a lo mágico y desde la raíz mas popular describe lo cotidiano de un mundo a la vez violento y poético.
ResponderEliminarEn el capítulo 1 : Un pueblo que se dedicaba al abigeato de pronto descubre el valor de la honestidad o es parte del temor que inspira esa figura omnipotente representada por el juez?. La duda esta en esta frase " el repentino florecimiento de las buenas costumbres inflamó el orgullo de los ancianos".
En el otro capítulo hace mención a las revueltas campesinas donde también el tema del poder está en el centro. La lectura deja de ser solo eso y uno pasa a sentir eldolor de Fortunato, no solo el dolor físico sino la impotencia , la desesperación y la necesidad de resistir y rebelarse más alla de toda lógica para defender su dignidad de ser humano frente a la actitud de los poderosos que usan a otros miembros del mismo pueblo para el atropello, el maltrato, la injusticia.
El final con un Fortunato que se alza como héroe y un Egoavil que se arrastra en su verguenza nos
imprime una obstinada esperanza.
Cuando leo ficción me detengo más en el relato que en las formas pero en el fragmento del capítulo uno me gustaron mucho las imágenes porque creo que, además de dar mayor lucimiento al texto, dan profundidad al hecho narrado.Me impactó leer que "el atardecer exhaló un traje negro".
ResponderEliminarEn cuanto al fondo, ambos relatos, se me presentan como una vívida imagen de la diferencia de percepción de la realidad según el lugar de poder en el que cree ubicarse cada uno.
Me gustaron mucho ambos fragmentos.