Punto de vista
Imaginemos
«Tristeza», el cuento de Chéjov, en primera persona. Un
anciano
explicándonos que su hijo acaba de morir. Nos sentiríamos
turbados,
incómodos, incluso aburridos, y reaccionaríamos precisamente
como
los pasajeros del cochero en el relato. La voz imparcial de Chéjov, sin
embargo,
imbuye a ese hombre de dignidad. Absorbemos la compasión del
autor
por él, y nos conmueve en lo más hondo, si no la muerte del hijo, el
hecho
de que el viejo termine hablando con el caballo.
Creo
que en el fondo es porque somos inseguros.
Quiero
decir que si les presentara así a la mujer sobre la que estoy
escribiendo…
«Soy
una mujer de cincuenta y tantos años, soltera. Trabajo en la
consulta
de un médico. Vuelvo a casa en autobús. Los sábados voy a la
lavandería
y luego hago la compra en Lucky’s, recojo el Chronicle
del
domingo
y me voy a casa», me dirían: eh, no me agobies.
En
cambio, mi historia se abre con: «Cada sábado, después de la
lavandería
y el supermercado, Henrietta compraba el Chronicle
del
domingo».
Ustedes escucharán todos y cada uno de los detalles
compulsivos,
obsesivos y aburridos de la vida de esta mujer solo porque
está
escrita en tercera persona. Caramba, pensarán, si el narrador cree que
hay
algo en esta patética criatura sobre lo que merezca la pena escribir, será
que
lo hay. Seguiré leyendo, a ver qué pasa.
En
realidad no pasa nada. La historia, de hecho, ni siquiera está escrita
todavía.
Sin embargo, aspiro a que, a fuerza de minuciosidad en el detalle,
esta
mujer les resulte tan creíble que no puedan evitar compadecerla.
La
mayoría de los escritores utilizan accesorios y decorados de su
propia
vida. Por ejemplo, mi Henrietta toma cada noche una cena frugal en
un
mantelito, con exquisitos cubiertos macizos italianos de acero
inoxidable.
Un detalle curioso, que podría parecer contradictorio en esta
mujer
que recorta los vales de descuento de los rollos de papel de cocina,
pero
capta la atención del lector. O al menos espero que así sea.
Creo
que no daré ninguna explicación en el relato. A mí, sin ir más
lejos,
me gusta comer con ese tipo de cubiertos elegante. El año pasado
encargué
un juego para seis comensales del catálogo navideño del Museo
de
Arte Moderno. Muy caro, cien dólares, pero pensé que merecía la pena.
Tengo
seis platos y seis sillas. A lo mejor daré una cena en casa, pensé en el
momento.
Resultó, sin embargo, que eran cien dólares por seis piezas. Dos
tenedores,
dos cuchillos, dos cucharas. Un juego individual. Me dio
vergüenza
devolverlos; pensé: bueno, a lo mejor el año que viene encargo
otro.
Henrietta
come con sus preciosos cubiertos y bebe vino de Calistoga en
copa.
Toma ensalada en un cuenco de madera y calienta una comida
precocinada
Lean Cuisine en un plato llano. Mientras cena, lee la sección
«Cosas
de este mundo», en la que todos los artículos parecen escritos por la
misma
primera persona.
Henrietta
espera el lunes con impaciencia. Está enamorada del doctor
B.,
el nefrólogo. Muchas enfermeras/secretarias están enamoradas de «sus»
doctores.
Una especie de síndrome Della Street.
El
doctor B. está inspirado en el nefrólogo para el que trabajé durante
un
tiempo. No estaba enamorada de él, ni mucho menos. A veces bromeaba
y
decía que teníamos una relación amor-odio. Era un hombre tan detestable
que
sin duda me recordó cómo degeneran las aventuras amorosas, a veces.
Shirley,
mi predecesora, sí que estaba enamorada de él. Me enseñó
todos
los regalos de cumpleaños que le había hecho. La maceta con la
hiedra
y la pequeña bicicleta de bronce. El espejo con el koala esmerilado.
El
estuche estilográfico. Me contó que al doctor le encantaron todos los
regalos
salvo el sillín de piel de borrego. Se lo tuvo que cambiar por unos
guantes
de ciclista.
En
mi relato, el doctor B. se burla de Henrietta cuando le regala el sillín,
es
sarcástico y cruel con ella, como sin duda podía ser en realidad. Ese sería
el
punto álgido de la historia, de hecho, cuando Henrietta se da cuenta del
desprecio
que siente por ella, de qué patético es su amor.
El
día que empecé a trabajar allí, encargué camisones de papel. Shirley
los
utilizaba de algodón: «Cuadros azules para los chicos, flores rosas para
las
chicas». (La mayoría de nuestros pacientes eran tan viejos que usaban
andadores).
Todos los fines de semana, Shirley cargaba con la ropa sucia y
se
la llevaba a casa en el autobús, y no solo la lavaba, sino que además la
almidonaba
y la planchaba. En eso anda ahora mi Henrietta… planchando
en
domingo, después de limpiar su apartamento.
Por
supuesto buena parte de mi relato va de las costumbres de Henrietta.
Costumbres.
Quizá ni siquiera malas en sí mismas, sino tan arraigadas.
Cada
sábado, año tras año.
Cada
domingo, Henrietta lee las páginas rosas. Primero el horóscopo,
siempre
en la página 16, como es costumbre de ese periódico. Normalmente
los
astros le traen a Henrietta noticias picantes. «Luna llena, sexy Escorpio,
¡y
ya sabes qué significa! ¡Prepárate para que surja la chispa!».
Los
domingos, después de limpiar y planchar, Henrietta prepara algo
especial
para cenar. Capón al horno. Un salteado instantáneo Stove Top con
salsa
de arándanos. Guisantes a la crema. Una chocolatina Forever Yours de
postre.
Después
de lavar los platos, ve 60 Minutos.
No es que le interese
especialmente
el programa. Le gustan los presentadores y tertulianos. Diane
Sawyer,
siempre distinguida y guapa, y los hombres, todos tan serios,
fiables
e implicados en los temas a debate. A Henrietta le gusta cómo
mueven
la cabeza con gesto taciturno, o sonríen cuando hay una situación
divertida.
Y sobre todo le gustan los primeros planos de la esfera del reloj.
El
minutero y el tictac del paso del tiempo.
Luego
ve Se ha escrito un crimen, que
no le gusta pero es lo único que
hay.
Me
está costando mucho escribir sobre el domingo. Plasmar la larga
sensación
de vacío de los domingos. Sin correo, las máquinas cortando el
césped
a lo lejos, la desesperanza.
O
cómo describir que Henrietta se muere de ganas de que sea lunes por
la
mañana. El clic, clic, clic de los pedales de la bicicleta del doctor y el
chasquido
de la llave cuando se encierra en el despacho a ponerse su traje
azul.
—¿Ha
disfrutado del fin de semana? —le pregunta Henrietta.
Él
nunca contesta. Nunca dice hola o adiós.
Cuando
el doctor se marcha y sale con la bicicleta, ella le aguanta la
puerta.
—¡Adiós!
¡Que se divierta! —dice sonriendo.
—¿Que
me divierta? Por el amor de Dios, déjese de tonterías.
Aun
así, por desagradable que sea con ella, Henrietta cree que existe un
vínculo
entre los dos. El doctor tiene un pie deforme, una pronunciada
cojera,
mientras que ella tiene escoliosis, una desviación en la columna.
Una
joroba, de hecho. Ella es tímida y vergonzosa, pero entiende que él
pueda
ser tan cáustico. Una vez le dijo que reunía las dos cualidades
necesarias
en una enfermera… Ser «estúpida y servil».
Después
de Se ha escrito un crimen, Henrietta
se da un baño,
mimándose
con perlas perfumadas de aroma floral.
Luego
ve las noticias mientras se esparce la crema por la cara y las
manos.
Ha puesto agua para el té. Le gusta el parte meteorológico. Los
pequeños
soles sobre Nebraska y Dakota del Norte. Nubes de lluvia sobre
Florida
y Luisiana.
Se
estira en la cama a tomar una infusión relajante. Echa de menos su
vieja
manta eléctrica, con el regulador BAJO-MEDIO-ALTO. La que tiene ahora
se
anunciaba como la «manta eléctrica inteligente». La manta sabe que no
hace
frío, así que apenas se calienta. Ojalá se calentara de verdad y la
reconfortara.
¡Demasiado lista, la condenada! A Henrietta se le escapa la
risa.
Suena chocante en el pequeño dormitorio.
Apaga
el televisor mientras toma la infusión, escuchando los coches que
entran
y salen de la gasolinera Arco al otro lado de la calle. De vez en
cuando
un coche se para con un frenazo junto a la cabina telefónica.
Después
la puerta se cierra de golpe y el coche arranca y se aleja.
Oye
un coche que se acerca despacio hacia los teléfonos. Dentro suena
jazz
a todo volumen. Henrietta apaga la luz y levanta la persiana junto a su
cama,
apenas una rendija. La ventana está empañada. En la radio del coche
suena
Lester Young. El hombre que habla por teléfono sujeta el auricular
con
la barbilla. Se pasa un pañuelo por la frente. Me apoyo en la repisa fría
de
la ventana y le observo. Escucho el suave saxo de «Polka Dots and
Moonbeams».
Escribo una palabra en el vidrio empañado. ¿Qué? ¿Mi
nombre?
¿El de un hombre? ¿Henrietta? ¿Amor? Sea cual sea, la borro
antes
de que nadie la vea.
Cuanto más leo más me gusta. Creo que comparte con Chejov eso de contar sin mucha acción, sólo interioridad. Este cuento me parece excelente x la multiplicidad de cosas que encierra. Los lectores acompañamos a la autora al escribirlo. Hay tres mujeres y no sabemos si alguna es real, todas y ninguna, todas comparten la SOLEDAD. El paso del tiempo, le gusta el tictac xq indica que el tiempo pasa, que un día x fin se acabará?
ResponderEliminarFascinante, un ensayo de escritura, una historia de mujeres, un cuento sobre la SOLEDAD, una reflexión sobre vínculos posibles...todo en uno. Genia total
Ese recurso de presentar "la obra en construcción" me gusta mucho porque es una manera abierta y franca de acercarse al lector, de hacernos sentir a su misma altura, dignos de conocer sus vacilaciones como escritora.
ResponderEliminarAl mismo tiempo ese paralelo que traza entre ella y el personaje de la historia que nos quiere contar, para mí es una manera de tender también un puente entre ella y su personaje, entre su realidad y su ficción, fundiendo ambas cosas en el cuento.
Es muy realista su manera de describir los pequeños detalles y dramas de la vida cotidiana. Y es inquietante esa intencional exposición de la soledad.
Un relato muy atractivo por la combinación entre la historia del personaje y la escritora. Oraciones cortas y precisas que hacen transcurrir hechos cotidianos. Historias comunes de mujeres comunes en las que el paso del tiempo, la desesperanza y ocultar los sentimientos marcan sus vidas.
ResponderEliminarConcuerdo con ustedes en sus comentarios. Me gusto muy mucho este cuento. El realismo en su escritura hace resaltar la soledad y el aislamiento del personaje. Me recuerda las pinturas de Edward Hopper 1920-1967, pintor neoyorquino que plasmaba en su obra la soledad y la incomunicación de sus congéneres.
ResponderEliminarLes recomiendo escuchar el tema musical que está al final del cuento "Polka dots and moonbeams; "LUNARES Y RAYOS DE LUNA" por Lester Young o Frank Sinatra O...
ResponderEliminarHERMOSO! MUY AÑOS 40/50
EliminarSi me llamo particularmente la atención eso de mostrar el trabajo de la escritora con el relato sobre un personaje Sus historias recorren lo cotidiano, las emociones de personajes reales , comunes siempre con simpleza, diría un relato limpio ,directo ,muy atractivo ADRIANA
ResponderEliminarAna Ofelia, es cierto! esos bares desiertos de Hopper! es el mismo ambiente de algunos cuentos de este libro y de Bukowski, tal cual
ResponderEliminarMUY ACERTADO LO DE ANA OFELIA! NO CONOCIA AL PINTOR Y LO BUSQUE, Y ES MUY CIERTO LO QUE DICE ANA. AQUI LES TRASCRIBO ALGO DE UNA PAGINA QUE HABLA DE ÉL:
ResponderEliminar"Hopper es uno de los máximos representantes del realismo estadounidense, y no hay nada más americano que su obra, que muestra escenas contemporáneas rurales o urbanas, personajes solitarios, aún rodeados de gente, figuras en silencio que retratan a la perfección este occidente cada vez más deshumanizado.
Sus figuras solitarias reflejan la incomunicación moderna mediante grandes espacios vacíos. Sus rostros son a menudo difusos, genéricos e inexpresivos. Las perspectivas son sencillas y geométricas, destacando las líneas rectas en apagadas tonalidades, que amplifican esa melancólica impresión de soledad y aislamiento."