Virginia Woolf - UNA HABITACIÓN PROPIA
(fragmentos)
Este ensayo está basado en dos conferencias dadas en octubre de 1928 en
la Sociedad Literaria de Newham y la Odtaa de Girton. Los textos eran demasiado
largos para ser leídos en su totalidad y posteriormente fueron alterados y
ampliados
…
Durante todos estos siglos, las
mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una
silueta del hombre de tamaño doble del natural. Sin este poder, la tierra sin
duda seguiría siendo pantano y selva. Las glorias de todas nuestras guerras
serían desconocidas. Todavía estaríamos grabando la silueta de ciervos en los
restos de huesos de cordero y trocando pedernales por pieles de cordero o cualquier
adorno sencillo que sedujera nuestro gusto poco sofisticado. Los Superhombres y
Dedos del Destino nunca habrían existido. El Zar y el Káiser nunca hubieran
llevado coronas o las hubieran perdido. Sea cual fuere su uso en las sociedades
civilizadas, los espejos son imprescindibles para toda acción violenta o
heroica. Por eso, tanto Napoleón como Mussolini insisten tan marcadamente en la
inferioridad de las mujeres, ya que si ellas no fueran inferiores, ellos
cesarían de agrandarse. Así queda en parte explicado que a menudo las mujeres
sean imprescindibles a los hombres. Y también así se entiende mejor por qué a
los hombres les intranquilizan tanto las críticas de las mujeres; por qué las
mujeres no les pueden decir este libro es malo, este cuadro es flojo o lo que
sea sin causar mucho más dolor y provocar mucha más cólera de los que causaría
y provocaría un hombre que hiciera la misma crítica. Porque si ellas se ponen a
decir la verdad, la imagen del espejo se encoge; la robustez del hombre ante la
vida disminuye. ¿Cómo va a emitir juicios, civilizar indígenas, hacer leyes,
escribir libros, vestirse de etiqueta y hacer discursos en los banquetes si a
la hora del desayuno y de la cena no puede verse a sí mismo por lo menos de
tamaño doble de lo que es? Así meditaba yo, desmigajando mi pan y revolviendo
el café, y mirando de vez en cuando a la gente que pasaba por la calle. La
imagen del espejo tiene una importancia suprema, porque carga la vitalidad,
estimula el sistema nervioso. Suprimidla y puede que el hombre muera, como el
adicto a las drogas privado de cocaína. La mitad de las personas que pasan por
la acera, pensé mirando por la ventana, se van a trabajar bajo el sortilegio de
esta ilusión. Se ponen el sombrero y el abrigo por la mañana bajo sus agradables
rayos. Empiezan el día llenas de confianza, fortalecidas, creyendo su presencia
deseada en la merienda de Miss Smith;
se dicen a sí mismas al entrar en la habitación: «Soy superior a la mitad de la
gente que está aquí». Y así se explica sin duda que hablen con esta confianza,
esta seguridad en sí mismas que han tenido consecuencias tan profundas en la
vida pública y dado origen a tan curiosas notas en el margen de la mente
privada.
…
Tengo asegurados para siempre la
comida, el cobijo y el vestir. Por tanto, no sólo cesan el esforzarse y el
luchar, sino también el odio y la amargura. No necesito odiar a ningún hombre;
no puede herirme. No necesito halagar a ningún hombre; no tiene nada que darme.
De modo que, imperceptiblemente, fui adoptando una nueva actitud hacia la otra
mitad de la especie humana. Era absurdo culpar a ninguna clase o sexo en
conjunto. Las grandes masas de gente nunca son responsables de lo que hacen.
Las mueven instintos que no están bajo su control. También ellos, los
patriarcas, los profesores, tenían que combatir un sinfín de dificultades,
tropezaban con terribles escollos. Su educación había sido, bajo algunos
aspectos, tan deficiente como la mía propia. Había engendrado en ellos defectos
igual de grandes. Tenían, es cierto, dinero y poder, pero sólo a cambio de
albergar en su seno un águila, un buitre que eternamente les mordía el hígado y les picoteaba los pulmones: el instinto de
posesión, el frenesí de adquisición, que les empujaba a desear perpetuamente
los campos y los bienes ajenos, a hacer fronteras y banderas, barcos de guerra
y gases venenosos; a ofrecer su propia vida y la de sus hijos. Pasad por debajo
del Admiralty Arch (había llegado a este monumento) o recorred cualquier
avenida dedicada a los trofeos y al cañón y reflexionad sobre la clase de
gloria que allí se celebra. O ved en una soleada mañana de primavera al
corredor de Bolsa y al gran abogado encerrándose en algún edificio para hacer
más dinero, cuando es sabido que quinientas libras le mantendrán a uno vivo al
sol. Estos instintos son desagradables de abrigar, pensé. Nacen de las
condiciones de vida, de la falta de civilización, me dije mirando la estatua
del duque de Cambridge y en particular las plumas de su sombrero de tres picos
con una fijeza de la que raramente habrían sido objeto antes. Y al ir dándome
cuenta de estos escollos, el temor y la amargura se fueron transformando poco a
poco en piedad y tolerancia; y luego, al cabo de un año o dos, desaparecieron
la piedad y la tolerancia y llegó la mayor liberación de todas, la libertad de
pensar directamente en las cosas. Aquel edificio, por ejemplo, ¿me gusta o no?
¿Es bello aquel cuadro o no? En mi opinión, ¿este libro es bueno o malo?
Realmente, la herencia de mi tía me hizo ver el cielo al descubierto y sustituyó
la grande e imponente imagen de un caballero, que Milton me recomendaba que
adorara eternamente, por una visión del cielo abierto.
….
Al ir avanzando el siglo dieciocho,
cientos de mujeres se pusieron a aumentar sus alfileres o a ayudar a sus familias
apuradas haciendo traducciones o escribiendo innumerables novelas malas que no
han llegado siquiera a incluirse en los libros de texto, pero que todavía
pueden encontrarse en los puestos de libros de lance de Charing Cross Road. La
extrema actividad mental que se produjo entre las mujeres a finales del siglo
dieciocho —las charlas y reuniones, los ensayos sobre Shakespeare, la
traducción de los clásicos— se basaba en el sólido hecho de que las mujeres
podían ganar dinero escribiendo. El dinero dignifica lo que es frívolo si no está pagado. Quizá seguía estando de moda burlarse de
las «marisabidillas con la manía de garabatear», pero no se podía negar que
podían poner dinero en su monedero. Así, pues, a finales del siglo dieciocho se
produjo un cambio que yo, si volviera a escribir la Historia, trataría más
extensamente y consideraría más importante que las Cruzadas o las Guerras de
las Rosas. La mujer de la clase media empezó a escribir. Porque si Orgullo y prejuicio tiene alguna
importancia, si Middlemarch y Cumbres borrascosas tienen alguna
importancia, entonces tiene más importancia
que lo que es posible demostrar en un discurso de una hora el hecho de que las
mujeres en general, no sólo la aristócrata solitaria encerrada en su casa de
campo, se pusieran a escribir. Sin estas predecesoras, ni Jane Austen, ni las
Brontë, ni George Eliot hubieran podido escribir, del mismo modo que
Shakespeare no hubiera podido escribir sin Marlowe, ni Marlowe sin Chaucer, ni
Chaucer sin aquellos poetas olvidados que pavimentaron el camino y domaron el
salvajismo natural de la lengua. Porque las obras maestras no son realizaciones
individuales y solitarias; son el resultado de muchos años de pensamiento
común, de modo que a través de la voz individual habla la experiencia de la
masa.
……………
Todas las relaciones entre mujeres,
pensé recorriendo rápidamente la espléndida galería de figuras femeninas, son
demasiado sencillas. Se han dejado tantas cosas de lado, tantas cosas sin
intentar. Y traté de recordar entre todas mis lecturas algún caso en que dos
mujeres hubieran sido presentadas como amigas. Se ha intentado vagamente en Diana of the Crossways. Naturalmente,
hay las confidentes del teatro de Racine y de las tragedias griegas. De vez en cuando hay madres e hijas. Pero
casi sin excepción se describe a la mujer desde el punto de vista de su
relación con hombres. Era extraño que, hasta Jane Austen, todos los personajes
femeninos importantes de la literatura no sólo hubieran sido vistos
exclusivamente por el otro sexo, sino desde el punto de vista de su relación
con el otro sexo. Y ésta es una parte tan pequeña de la vida de una mujer… Y
qué poco puede un hombre saber siquiera de esto observándolo a través de las
gafas negras o rosadas que la sexualidad le coloca sobre la nariz. De ahí,
quizá, la naturaleza peculiar de la mujer en la literatura; los sorprendentes
extremos de su belleza y su horror; su alternar entre una bondad celestial y
una depravación infernal. Porque así es cómo la veía un enamorado, según su
amor crecía o menguaba, según era un amor feliz o desgraciado. Esto no se
aplica a las novelas del siglo diecinueve, naturalmente. La mujer adquiere
entonces más matices, se hace complicada. De hecho, quizá fue el deseo de
escribir sobre las mujeres lo que impulsó a los hombres a abandonar
gradualmente el teatro poético, que con su violencia podía hacer poco uso de
ellas, y a inventar la novela como receptáculo más adecuado. Aun así, es
evidente, hasta en la obra de Proust, que a los hombres les cuesta mucho
conocer a la mujer y la miran con parcialidad, tal como les ocurre a las
mujeres con los hombres.
Además, proseguí, volviendo de nuevo
los ojos hacia la página, se está viendo cada vez más claramente que las
mujeres tienen, como los hombres, otros intereses, aparte de los intereses
perennes de la domesticidad. «A Chloe le gustaba Olivia. Compartían un
laboratorio…». Seguí leyendo y descubrí que estas dos jóvenes se ocupaban de
machacar hígado, que es, según parece, una cura para la anemia perniciosa;
aunque una de ellas estaba casada y tenía —no creo equivocarme— dos niños de
corta edad. Ahora bien, todo esto antes se tuvo que dejar de lado,
naturalmente, y el espléndido retrato literario de la mujer resulta
extremadamente sencillo y monótono. Supongamos, por ejemplo, que en la
literatura se presentara a los hombres sólo como los amantes de mujeres y nunca
como los amigos de hombres, como soldados, pensadores, soñadores; ¡qué pocos
papeles podrían desempeñar en las tragedias de Shakespeare! ¡Cómo sufriría la
literatura! Quizá nos quedase la mayor parte de Otelo y buena parte de Antonio;
pero no tendríamos a César, ni a Bruto, ni a Hamlet, ni a Lear, ni a Jaques. La
literatura se empobrecería considerablemente, de igual modo que la ha
empobrecido hasta un punto indescriptible el que tantas puertas les hayan sido
cerradas a las mujeres. Casadas en contra de su voluntad, forzadas a permanecer
en una sola habitación, a hacer una única tarea, ¿cómo hubiera podido un
dramaturgo hacer de ellas una descripción completa,
interesante y verdadera? El amor era el único intérprete posible.
…..
Pero la visión de aquellas dos
personas subiendo al taxi y la satisfacción que me produjo también me hicieron
preguntarme si la mente tiene dos sexos que corresponden a los dos sexos del
cuerpo y si necesitan también estar unidos para alcanzar la satisfacción y la
felicidad completas. Y me puse, para pasar el rato, a esbozar un plano del alma
según el cual en cada uno de nosotros presiden dos poderes, uno macho y otro
hembra; y en el cerebro del hombre predomina el hombre sobre la mujer y en el
cerebro de la mujer predomina la mujer sobre el hombre. El estado de ser normal
y confortable es aquel en que los dos viven juntos en armonía, cooperando
espiritualmente. Si se es hombre, la parte femenina del cerebro no deja de obrar; y la mujer también tiene contacto con el hombre que hay
en ella. Quizá Coleridge se refería a esto cuando dijo que las grandes mentes
son andróginas. Cuando se efectúa esta fusión es cuando la mente queda
fertilizada por completo y utiliza todas sus facultades. Quizás una mente
puramente masculina no pueda crear, pensé, ni tampoco una mente puramente
femenina. Pero convenía averiguar qué entendía uno por «hombre con algo de
mujer» y por «mujer con algo de hombre» hojeando un par de libros.
…
Y con el desasosiego con que uno saca libros
de los estantes y los vuelve a colocar en su sitio sin mirarlos, me puse a
imaginar una era futura de virilidad pura, de autoafirmacíón de la virilidad,
como la que las cartas de los profesores (tomemos las cartas de Sir Walter Raleigh, por ejemplo) parecen
augurar y que los gobernantes de Italia ya han iniciado. Porque difícilmente
deja uno de sentirse impresionado en Roma por una sensación de masculinidad
inmitigada; y sea cual fuere desde el punto de vista del estado el valor de la
masculinidad inmitigada, su efecto sobre el arte de la poesía es discutible. De
todos modos, según los periódicos, reina en Italia cierta ansiedad acerca de la
novela. Ha habido una reunión de académicos cuyo objeto era «estimular la
novela italiana».
«Hombres famosos por su nacimiento,
o en los círculos financieros, la industria o las corporaciones fascistas» se
reunieron el otro día y discutieron el asunto, y se envió al Duce un telegrama
en que se expresaba la esperanza de que «la era fascista pronto produciría un
poeta digno de ella». Podemos unirnos todos a esta esperanza, pero dudo de que
la poesía pueda nacer de una incubadora. La poesía debería tener una madre, lo
mismo que un padre. El poema fascista, hay motivos para temer, será un pequeño
aborto horrible como los que se ven en tarros de cristal en los museos de las
ciudades de provincias. Estos monstruos nunca viven mucho tiempo, se dice;
nunca se ven prodigios de esta clase cortando la hierba en un prado. Dos
cabezas en un cuerpo no garantizan una larga vida.
….
En segundo lugar, puede que me
reprochéis el haber insistido demasiado sobre la importancia de lo material.
Aun concediendo al simbolismo un amplio margen y suponiendo que quinientas
libras signifiquen el poder de contemplar y un pestillo en la puerta el poder
de pensar por sí mismo, quizá me digáis que la mente debería elevarse por
encima de estas cosas; y que los grandes poetas a menudo han sido pobres.
Dejadme entonces citaros las palabras de vuestro propio profesor de Literatura,
que sabe mejor que yo qué entra en la fabricación de un poeta. Sir Arthur Quiller-Couch escribe.
¿Cuáles son los grandes nombres de
la poesía de estos últimos cien años aproximadamente? Coleridge, Wordsworth,
Byron, Shelley, Landor, Keats, Tennyson, Browning, Arnold, Morris, Rossetti,
Swinburne. Parémonos aquí. De éstos, todos menos Keats, Browning y Rossetti
tenían una formación universitaria; y de estos tres, Keats, que murió joven,
segado en la flor de la edad, era el único que no disfrutaba de una posición
bastante acomodada. Quizá parezca brutal decir esto, y desde luego es triste
tener que decirlo, pero lo rigurosamente cierto es que la teoría de que el
genio poético sopla donde le place y tanto entre los pobres como entre los
ricos, contiene poca verdad. Lo rigurosamente cierto es que nueve de estos doce
poetas tenían una formación universitaria: lo que significa que, de algún modo,
consiguieron los medios para obtener la mejor educación que Inglaterra puede
dar. Lo rigurosamente cierto es que de los tres restantes, Browning, como
sabéis, era rico, y me apuesto cualquier cosa a que, si no lo hubiera sido, no
hubiera logrado escribir Saúl o El anillo y el libro, de igual modo que Ruskin no hubiera logrado escribir Pintores modernos si su padre no hubiera sido un próspero
hombre de negocios. Rossetti tenía una pequeña renta personal; además pintaba.
Sólo queda Keats, al que Atropos mató joven, como mató a John Clare en un
manicomio y a James Thomson por medio del láudano que tomaba para drogar su
decepción. Es una terrible verdad, pero debemos enfrentarnos con ella. Lo
cierto —por poco que nos honre como nación— es que, debido a alguna falta de nuestro sistema social y económico, el poeta pobre no
tiene hoy día, ni ha tenido durante los pasados doscientos años, la menor
oportunidad. Creedme —y he pasado gran parte de diez años estudiando unas
trescientas veinte escuelas elementales—, hablamos mucho de democracia, pero de
hecho en Inglaterra un niño pobre no tiene muchas más esperanzas que un esclavo
ateniense de lograr esta libertad intelectual de la que nacen las grandes obras
literarias.
Nadie podría exponer el asunto más
claramente. «El poeta pobre no tiene hoy día, ni ha tenido durante los últimos
doscientos años, la menor oportunidad… En Inglaterra un niño pobre no tiene más
esperanzas que un esclavo ateniense de lograr esta libertad intelectual de la
que nacen las grandes obras literarias». Exactamente. La libertad intelectual
depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y
las mujeres siempre han sido pobres, no sólo durante doscientos años, sino
desde el principio de los tiempos. Las mujeres han gozado de menos libertad
intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres no han
tenido, pues, la menor oportunidad de escribir poesía. Por eso he insistido
tanto sobre el dinero y sobre el tener una habitación propia. Sin embargo,
gracias a los esfuerzos de estas mujeres desconocidas del pasado, de estas
mujeres de las que desearía que supiéramos más cosas, gracias, por una curiosa
ironía, a dos guerras, la de Crimea, que dejó salir a Florence Nightingale de
su salón, y la Primera Guerra Mundial, que le abrió las puertas a la mujer
corriente unos sesenta años más tarde, estos males están en vías de ser
enmendados. Si no, no estaríais aquí esta noche y vuestras posibilidades de
ganar quinientas libras al año, aunque desgraciadamente, siento decirlo, siguen
siendo precarias, serían ínfimas.
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