El huésped de Drácula
Bram Stoker
Cuando
iniciamos nuestro paseo, el sol brillaba intensamente sobre Múnich y el aire
estaba repleto de la alegría propia de comienzos del verano. En el mismo
momento en que íbamos a partir, Herr Delbrück (el maitre d’hôtel del Quatre
Saisons, donde me alojaba) bajó hasta el carruaje sin detenerse a ponerse el
sombrero y, tras desearme un placentero paseo, le dijo al cochero, sin apartar
la mano de la manija de la puerta del coche:
-No
olvide estar de regreso antes de la puesta del sol. El cielo parece claro, pero
se nota un frescor en el viento del norte que me dice que puede haber una
tormenta en cualquier momento. Pero estoy seguro de que no se retrasará
-sonrió-, pues ya sabe qué noche es.
Johann le
contestó con un enfático:
-Ja, mein
Herr.
Y,
llevándose la mano al sombrero, se dio prisa en partir.
Cuando
hubimos salido de la ciudad le dije, tras indicarle que se detuviera:
-Dígame,
Johann, ¿qué noche es hoy?
Se
persignó al tiempo que contestaba lacónicamente:
-Walpurgis
Nacht.
Y sacó su
reloj, un grande y viejo instrumento alemán de plata, tan grande como un nabo,
y lo contempló, con las cejas juntas y un pequeño e impaciente encogimiento de
hombros. Me di cuenta de que aquella era su forma de protestar respetuosamente
contra el innecesario retraso y me volví a recostar en el asiento, haciéndole
señas de que prosiguiese. Reanudó una buena marcha, como si quisiera recuperar
el tiempo perdido. De vez en cuando, los caballos parecían alzar sus cabezas y
olisquear suspicazmente el aire. En tales ocasiones, yo miraba alrededor,
alarmado. El camino era totalmente anodino, pues estábamos atravesando una
especie de alta meseta barrida por el viento. Mientras viajábamos, vi un camino
que parecía muy poco usado y que aparentemente se hundía en un pequeño y
serpenteante valle. Parecía tan invitador que, aun arriesgándome a ofenderlo,
le dije a Johann que se detuviera y, cuando lo hubo hecho, le expliqué que me
gustaría que bajase por allí. Me dio toda clase de excusas, y se persignó con
frecuencia mientras hablaba. Esto, de alguna forma, excitó mi curiosidad, así
que le hice varias preguntas. Respondió evasivamente, sin dejar de mirar una y
otra vez su reloj como protesta. Al final, le dije:
-Bueno,
Johann, quiero bajar por ese camino. No le diré que venga si no lo desea, pero
cuénteme por qué no quiere hacerlo, eso es todo lo que le pido.
Como
respuesta, pareció zambullirse desde el pescante por lo rápidamente que llegó
al suelo. Entonces extendió sus manos hacia mí en gesto de súplica y me imploró
que no fuera. Mezclaba el suficiente inglés con su alemán como para que yo
entendiese el hilo de sus palabras. Parecía estar siempre a punto de decirme
algo, cuya sola idea era evidente que le aterrorizaba; pero cada vez se echaba
atrás y decía mientras se persignaba:
-Walpurgis
Nacht!
Traté de
argumentar con él pero era difícil discutir con un hombre cuyo idioma no
hablaba. Ciertamente, él tenía todas las ventajas, pues aunque comenzaba
hablando en inglés, un inglés muy burdo y entrecortado, siempre se excitaba y
acababa por revertir a su idioma natal…. y cada vez que lo hacía miraba su
reloj. Entonces los caballos se mostraron inquietos y olisquearon el aire. Ante
esto, palideció y, mirando a su alrededor de forma asustada, saltó de pronto
hacia adelante, los aferró por las bridas y los hizo avanzar unos diez metros.
Yo lo seguí y le pregunté por qué había hecho aquello. Como respuesta, se
persignó, señaló al punto que había abandonado y apuntó con su látigo hacia el
otro camino, indicando una cruz y diciendo, primero en alemán y luego en
inglés:
-Enterrados…,
estar enterrados los que matarse ellos mismos.
Recordé
la vieja costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de los caminos.
-¡Ah! Ya
veo, un suicida. ¡Qué interesante!
Pero a fe
mía que no podía saber por qué estaban asustados los caballos.
Mientras
hablábamos, escuchamos un sonido que era un cruce entre el aullido de un lobo y
el ladrido de un perro. Se oía muy lejos, pero los caballos se mostraron muy
inquietos, y le llevó bastante tiempo a Johann calmarlos. Estaba muy pálido y
dijo:
-Suena
como lobo…, pero no hay lobos aquí, ahora.
-¿No?
-pregunté inquisitivamente-. ¿Hace ya mucho tiempo desde que los lobos
estuvieron tan cerca de la ciudad?
-Mucho, mucho
-contestó-. En primavera y verano, pero con la nieve los lobos no mucho lejos.
Mientras
acariciaba los caballos y trataba de calmarlos, oscuras nubes comenzaron a
pasar rápidas por el cielo. El sol desapareció, y una bocanada de aire frío
sopló sobre nosotros. No obstante, tan sólo fue un soplo, y más parecía un
aviso que una realidad, pues el sol volvió a salir brillante. Johann miró hacia
el horizonte haciendo visera con su mano, y dijo:
-La
tormenta de nieve venir dentro de mucho poco.
Luego
miró de nuevo su reloj, y, manteniendo firmemente las riendas, pues los
caballos seguían manoteando inquietos y agitando sus cabezas, subió al pescante
como si hubiera llegado el momento de proseguir nuestro viaje.
Me sentía
un tanto obstinado y no subí inmediatamente al carruaje.
-Hábleme
del lugar al que lleva este camino -le dije, y señalé hacia abajo.
Se
persignó de nuevo y murmuró una plegaria antes de responderme:
-Es
maldito.
-¿Qué es
lo que es maldito? -inquirí.
-El
pueblo.
-Entonces,
¿hay un pueblo?
-No, no.
Nadie vive allá desde cientos de años.
Me
devoraba la curiosidad:
-Pero
dijo que había un pueblo.
-Había.
-¿Y qué
pasa ahora?
Como
respuesta, se lanzó a desgranar una larga historia en alemán y en inglés, tan
mezclados que casi no podía comprender lo que decía, pero a grandes rasgos
logré entender que hacía muchos cientos de años habían muerto allí personas que
habían sido enterradas; y se habían oído ruidos bajo la tierra, y cuando se
abrieron las fosas se hallaron a los hombres y mujeres con el aspecto de vivos
y las bocas rojas de sangre. Y por eso, buscando salvar sus vidas (¡ay, y sus
almas!…. y aquí se persignó de nuevo), los que quedaron huyeron a otros lugares
donde los vivos vivían y los muertos estaban muertos y no…. no otra cosa.
Evidentemente tenía miedo de pronunciar las últimas palabras. Mientras avanzaba
en su narración, se iba excitando más y más, parecía como si su imaginación se
hubiera desbocado, y terminó en un verdadero paroxismo de terror: blanco el
rostro, sudoroso, tembloroso y mirando a su alrededor, como si esperase que
alguna horrible presencia se fuera a manifestar allí mismo, en la llanura
abierta, bajo la luz del sol. Finalmente, en una agonía de desesperación,
gritó: «Walpurgis Nacht!», e hizo una seña hacia el vehículo, indicándome que
subiera. Mi sangre inglesa hirvió ante esto y, echándome hacia atrás, dije:
-Tiene
usted miedo, Johann… tiene usted miedo. Regrese, yo volveré solo; un paseo a
pie me sentará bien. -La puerta del carruaje estaba abierta. Tomé del asiento
el bastón de roble que siempre llevo en mis excursiones y cerré la puerta.
Señalé el camino de regreso a Múnich y repetí-: Regrese, Johann… La noche de
Walpurgis no tiene nada que ver con los ingleses.
Los
caballos estaban ahora más inquietos que nunca y Johann intentaba retenerlos
mientras me imploraba excitadamente que no cometiera tal locura. Me daba pena
el pobre hombre, parecía sincero; no obstante, no pude evitar el echarme a
reír. Ya había perdido todo rastro de inglés en sus palabras. En su ansiedad,
había olvidado que la única forma que tenía de hacerme comprender era hablar en
mi idioma, así que chapurreó su alemán nativo. Comenzaba a ser algo tedioso.
Tras señalar la dirección, exclamé: «¡Regrese!», y me di la vuelta para bajar
por el camino lateral, hacia el valle.
Con un
gesto de desesperación, Johann volvió sus caballos hacia Múnich. Me apoyé sobre
mi bastón y lo contemplé alejarse. Marchó lentamente por un momento; luego,
sobre la cima de una colina, apareció un hombre alto y delgado. No podía verlo muy
bien a aquella distancia. Cuando se acercó a los caballos, éstos comenzaron a
encabritarse y a patear, luego relincharon aterrorizados y echaron a correr
locamente. Los contemplé perderse de vista y luego busqué al extraño pero me di
cuenta de que también él había desaparecido.
Me volví
con ánimo tranquilo hacia el camino lateral que bajaba hacia el profundo valle
que tanto había preocupado a Johann. Por lo que podía ver, no había ni la más
mínima razón para esta preocupación; y diría que caminé durante un par de horas
sin pensar en el tiempo ni en la distancia, y ciertamente sin ver ni persona ni
casa alguna. En lo que a aquel lugar se refería, era una verdadera desolación.
Pero no me di cuenta de esta particularidad hasta que, al dar la vuelta a un recodo
del camino, llegué hasta el disperso lindero de un bosque. Entonces me di
cuenta de que, inconscientemente, había quedado impresionado por la desolación
de los lugares por los que acababa de pasar.
Me senté
para descansar y comencé a mirar a mi alrededor. Me fijé en que el aire era
mucho más frío que cuando había iniciado mi camino: parecía rodearme un sonido
susurrante, en el que se oía de vez en cuando, muy en lo alto, algo así como un
rugido apagado. Miré hacia arriba y pude ver que grandes y densas nubes corrían
rápidas por el cielo, de norte a sur, a una gran altura. Eran los signos de una
tormenta que se aproximaba por algún lejano estrato de aire. Noté un poco de
frío y, pensando que era por haberme sentado tras la caminata, reinicié mi
paseo.
El terreno
que cruzaba ahora era mucho más pintoresco. No había ningún punto especial
digno de mención, pero en todo él se notaba cierto encanto y belleza. No pensé
más en el tiempo, y fue sólo cuando empezó a hacerse notar el oscurecimiento
del sol que comencé a preocuparme acerca de cómo hallar el camino de vuelta.
Había desaparecido la brillantez del día. El aire era frío, y el vuelo de las
nubes allá en lo alto mucho más evidente. Iban acompañadas por una especie de
sonido ululante y lejano, por entre el que parecía escucharse a intervalos el
misterioso grito que el cochero había dicho que era de un lobo. Dudé un
momento, pero me había prometido ver el pueblo abandonado, así que proseguí, y
de pronto llegué a una amplia extensión de terreno llano, cerrado por las
colinas que lo rodeaban. Las laderas de éstas estaban cubiertas de árboles que
descendían hasta la llanura, formando grupos en las suaves pendientes y
depresiones visibles aquí y allá. Seguí con la vista el serpentear del camino y
vi que trazaba una curva cerca de uno de los más densos grupos de árboles y
luego se perdía tras él.
Mientras
miraba noté un hálito helado en el aire, y comenzó a nevar. Pensé en los
kilómetros y kilómetros de terreno desguarnecido por los que había pasado, y me
apresuré a buscar cobijo en el bosque de enfrente. El cielo se fue volviendo
cada vez más oscuro, y a mi alrededor se veía una brillante alfombra blanca
cuyos extremos más lejanos se perdían en una nebulosa vaguedad. Aún se podía
ver el camino, pero mal, y cuando corría por el llano no quedaban tan marcados
sus límites como cuando seguía las hondonadas; y al poco me di cuenta de que
debía haberme apartado del mismo, pues dejé de notar bajo mis pies la dura
superficie y me hundí en tierra blanda. Entonces el viento se hizo más fuerte y
sopló con creciente fuerza, hasta que casi me arrastró. El aire se volvió
totalmente helado, y comencé a sufrir los efectos del frío a pesar del
ejercicio. La nieve caía ahora tan densa y giraba a mi alrededor en tales
remolinos que apenas podía mantener abiertos los ojos. De vez en cuando, el
cielo era desgarrado por un centelleante relámpago, y a su luz sólo podía ver
frente a mí una gran masa de árboles, principalmente cipreses y tejos
completamente cubiertos de nieve.
Pronto me
hallé al amparo de los mismos, y allí, en un relativo silencio, pude oír el
soplar del viento, en lo alto. En aquel momento, la oscuridad de la tormenta se
había fundido con la de la noche. Pero su furia parecía estar abatiéndose: tan
solo regresaba en tremendos resoplidos o estallidos. En aquellos momentos el
escalofriante aullido del lobo pareció despertar el eco de muchos sonidos
similares a mi alrededor.
En
ocasiones, a través de la oscura masa de las nubes, se veía un perdido rayo de
luna que iluminaba el terreno y que me dejaba ver que estaba al borde de una
densa masa de cipreses y tejos. Como había dejado de nevar, salí de mi refugio
y comencé a investigar más a fondo los alrededores. Me parecía que entre tantos
viejos cimientos como había pasado en mi camino, quizá hallase una casa aún en
pie que, aunque estuviese en ruinas, me diese algo de cobijo. Mientras rodeaba
el perímetro del bosquecillo, me di cuenta de que una pared baja lo cercaba y,
siguiéndola, hallé una abertura. Allí los cipreses formaban un camino que
llevaba hasta la cuadrada masa de algún tipo de edificio. No obstante, en el
mismo momento en que la divisé, las errantes nubes oscurecieron la luna y
atravesé el sendero en tinieblas. El viento debió de hacerse más frío, pues noté
que me estremecía mientras caminaba; pero tenía esperanzas de hallar un
refugio, así que proseguí mi camino a ciegas.
Me
detuve, pues se produjo un repentino silencio. La tormenta había pasado y,
quizá en simpatía con el silencio de la naturaleza, mi corazón pareció dejar de
latir. Pero eso fue tan sólo momentáneo, pues repentinamente la luz de la luna
se abrió paso por entre las nubes, mostrándome que me hallaba en un cementerio,
y que el objeto cuadrado situado frente a mí era una enorme tumba de mármol,
tan blanca como la nieve que lo cubría todo. Con la luz de la luna llegó un
tremendo suspiro de la tormenta, que pareció reanudar su carrera con un largo y
grave aullido, como el de muchos perros o lobos. Me sentía anonadado, y noté
que el frío me calaba hondo hasta parecer aferrarme el corazón. Entonces
mientras la oleada de luz lunar seguía cayendo sobre la tumba de mármol, la
tormenta dio muestras de reiniciarse, como si quisiera volver atrás. Impulsado
por alguna especie de fascinación, me aproximé a la sepultura para ver de quién
era y por qué una construcción así se alzaba solitaria en semejante lugar. La
rodeé y leí, sobre la puerta dórica, en alemán:
CONDESA
DOLINGEN DE GRATZ
EN ESTIRIA
BUSCÓ Y HALLÓ LA MUERTE
EN 1801
En la
parte alta del túmulo, y atravesando aparentemente el mármol, pues la
estructura estaba formada por unos pocos bloques macizos, se veía una gran
vigueta o estaca de hierro.
Me dirigí
hacia la parte de atrás y leí, esculpida con grandes letras cirílicas:
Los
muertos viajan de prisa
Había
algo tan extraño y fuera de lo usual en todo aquello que me hizo sentir mal y
casi desfallecí. Por primera vez empecé a desear haber seguido el consejo de
Johann. Y en aquel momento me invadió un pensamiento que, en medio de aquellas
misteriosas circunstancias, me produjo un terrible estremecimiento: ¡era la
noche de Walpurgis!
La noche
de Walpurgis en la que, según las creencias de millones de personas, el diablo
andaba suelto; en la que se abrían las tumbas y los muertos salían a pasear; en
la que todas las cosas maléficas de la tierra, el mar y el aire celebraban su
reunión. Y estaba en el preciso lugar que el cochero había rehuido. Aquél era
el pueblo abandonado hacía siglos. Allí era donde se encontraba la suicida; ¡y
en ese lugar me encontraba yo ahora solo…, sin ayuda, temblando de frío en
medio de una nevada y con una fuerte tormenta formándose a mi alrededor! Fue
necesaria toda mi filosofía, toda la religión que me habían enseñado, todo mi
coraje, para no derrumbarme en un paroxismo de terror.
Y
entonces un verdadero tornado estalló a mi alrededor. El suelo se estremeció
como si millares de caballos galopasen sobre él, y esta vez la tormenta llevaba
en sus gélidas alas no nieve, sino un enorme granizo que cayó con tal violencia
que parecía haber sido lanzado por lo míticos honderos baleáricos… Piedras de
granizo que aplastaban hojas y ramas y que negaban la protección de los
cipreses, como si en lugar de árboles hubieran sido espigas de cereal. Al
primer momento corrí hasta el árbol más cercano, pero pronto me vi obligado a
abandonarlo y buscar el único punto que parecía ofrecer refugio: la profunda
puerta dórica de la tumba de mármol. Allí, acurrucado contra la enorme puerta
de bronce, conseguí una cierta protección contra la caída del granizo, pues
ahora sólo me golpeaba al rebotar contra el suelo y los costados de mármol.
Al
apoyarme contra la puerta, ésta se movió ligeramente y se abrió un poco hacia
adentro. Incluso el refugio de una tumba era bienvenido en medio de aquella
despiadada tempestad, y estaba a punto de entrar en ella cuando se produjo el
destello de un relámpago que iluminó toda la extensión del cielo. En aquel
instante, lo juro por mi vida, vi, pues mis ojos estaban vueltos hacia la
oscuridad del interior, a una bella mujer, de mejillas sonrosadas y rojos
labios, aparentemente dormida sobre un féretro. Mientras el trueno estallaba en
lo alto fui atrapado como por la mano de un gigante y lanzado hacia la
tormenta. Todo aquello fue tan repentino que antes de que me llegara el impacto,
tanto moral como físico, me encontré bajo la lluvia de piedras. Al mismo tiempo
tuve la extraña y absorbente sensación de que no estaba solo. Miré hacia el
túmulo. Y en aquel mismo momento se produjo otro cegador relámpago, que pareció
golpear la estaca de hierro que dominaba el monumento y llegar por ella hasta
el suelo, resquebrajando, desmenuzando el mármol como en un estallido de
llamas. La mujer muerta se alzó en un momento de agonía, lamida por las llamas,
y su amargo alarido de dolor fue ahogado por el trueno. La última cosa que oí
fue esa horrible mezcla de sonidos, pues de nuevo fui aferrado por la
gigantesca mano y arrastrado, mientras el granizo me golpeaba y el aire parecía
reverberar con el aullido de los lobos. La última cosa que recuerdo fue una
vaga y blanca masa movediza, como si las tumbas de mi alrededor hubieran dejado
salir los amortajados fantasmas de sus muertos, y éstos me estuvieran rodeando
en medio de1a oscuridad de la tormenta de granizo.
Gradualmente,
volvió a mí una especie de confuso inicio de consciencia; luego una sensación
de cansancio aniquilador. Durante un momento no recordé nada; pero poco a poco
volvieron mis sentidos. Los pies me dolían espantosamente y no podía moverlos.
Parecían estar dormidos. Notaba una sensación gélida en mi nuca y a todo lo
largo de mi espina dorsal, y mis orejas, como mis pies, estaban muertas y, sin
embargo, me atormentaban; pero sobre mi pecho notaba una sensación de calor
que, en comparación, resultaba deliciosa. Era como una pesadilla…, una
pesadilla física, si es que uno puede usar tal expresión, pues un enorme peso
sobre mi pecho me impedía respirar normalmente.
Ese
período de semiletargo pareció durar largo rato, y mientras transcurría debí de
dormir o delirar. Luego sentí una sensación de repugnancia, como en los
primeros momentos de un mareo, y un imperioso deseo de librarme de algo, aunque
no sabía de qué. Me rodeaba un descomunal silencio, como si todo el mundo
estuviese dormido o muerto, roto tan sólo por el suave jadeo de algún animal
cercano. Noté un cálido lametón en mi cuello, y entonces me llegó la
consciencia de la terrible verdad, que me heló hasta los huesos e hizo que se
congelara la sangre en mis venas. Había algún animal recostado sobre mí y ahora
lamía mi garganta. No me atreví a agitarme, pues algún instinto de prudencia me
obligaba a seguir inmóvil, pero la bestia pareció darse cuenta de que se había
producido algún cambio en mí, pues levantó la cabeza. Por entre mis pestañas vi
sobre mí los dos grandes ojos llameantes de un gigantesco lobo. Sus aguzados
caninos brillaban en la abierta boca roja, y pude notar su acre respiración
sobre mi boca.
Durante
otro período de tiempo lo olvidé todo. Luego escuché un gruñido, seguido por un
aullido, y luego por otro y otro. Después, aparentemente muy a lo lejos,
escuché un «¡hey, hey!» como de muchas voces gritando al unísono. Alcé
cautamente la cabeza y miré en la dirección de la que llegaba el sonido, pero
el cementerio bloqueaba mi visión. El lobo seguía aullando de una extraña manera,
y un resplandor rojizo comenzó a moverse por entre los cipreses, como siguiendo
el sonido. Cuando las voces se acercaron, el lobo aulló más fuerte y más
rápidamente. Yo temía hacer cualquier sonido o movimiento. El brillo rojo se
acercó más, por encima de la alfombra blanca que se extendía en la oscuridad
que me rodeaba. Y de pronto, de detrás de los árboles, surgió al trote una
patrulla de jinetes llevando antorchas. El lobo se apartó de encima de mí y
escapó por el cementerio. Vi cómo uno de los jinetes (soldados, según parecía
por sus gorras y sus largas capas militares) alzaba su carabina y apuntaba. Un
compañero golpeó su brazo hacia arriba, y escuché cómo la bala zumbaba sobre mi
cabeza. Evidentemente me había tomado por el lobo. Otro divisó al animal
mientras se alejaba, y se oyó un disparo. Luego, al galope, la patrulla avanzó,
algunos hacia mí y otros siguiendo al lobo mientras éste desaparecía por entre
los nevados cipreses.
Mientras
se aproximaban, traté de moverme; no lo logré, aunque podía ver y oír todo lo
que sucedía a mi alrededor. Dos o tres de los soldados saltaron de su monturas
y se arrodillaron a mi lado. Uno de ellos alzó mi cabeza y colocó su mano sobre
mi corazón.
-¡Buenas
noticias, camaradas! -gritó-. ¡Su corazón todavía late!
Entonces
vertieron algo de brandy entre mis labios; me dio vigor, y fui capaz de abrir
del todo los ojos y mirar a mi alrededor. Por entre los árboles se movían luces
y sombras, y oí cómo los hombres se llamaban los unos a los otros. Se
agruparon, lanzando asustadas exclamaciones, y las luces centellearon cuando
los otros entraron amontonados en el cementerio, como posesos. Cuando los
primeros llegaron hasta nosotros, los que me rodeaban preguntaron ansiosos:
-¿Lo
hallaron?
La
respuesta fue apresurada:
-¡No! ¡No!
¡Vámonos…. pronto! ¡Éste no es un lugar para quedarse, y menos en esta noche!
-¿Qué
era? -preguntaron en varios tonos de voz.
La
respuesta llegó variada e indefinida, como si todos los hombres sintiesen un
impulso común por hablar y, sin embargo, se vieran refrenados por algún miedo
compartido que les impidiese airear sus pensamientos.
-¡Era…
era… una cosa! -tartamudeó uno, cuyo ánimo, obviamente, se había derrumbado.
-¡Era un
lobo…, sin embargo, no era un lobo! -dijo otro estremeciéndose.
-No vale
la pena intentar matarlo sin tener una bala bendecida -indicó un tercero con
voz más tranquila.
-¡Nos
está bien merecido por salir en esta noche! ¡Desde luego que nos hemos ganado
los mil marcos! -espetó un cuarto.
-Había
sangre en el mármol derrumbado –dijo otro tras una pausa-. Y desde luego no la
puso ahí el rayo. En cuanto a él… ¿está a salvo? ¡Miren su garganta. Vean,
camaradas: el lobo estaba echado encima de él, dándole calor.
El
oficial miró mi garganta y replicó:
-Está
bien; la piel no ha sido perforada. ¿Qué significará todo esto? Nunca lo
habríamos hallado de no haber sido por los aullidos del lobo.
-¿Qué es
lo que ocurrió con ese lobo? -preguntó el hombre que sujetaba mi cabeza, que
parecía ser el menos aterrorizado del grupo, pues sus manos estaban firmes, sin
temblar. En su bocamanga se veían los galones de suboficial.
-Volvió a
su cubil -contestó el hombre cuyo largo rostro estaba pálido y que temblaba
visiblemente aterrorizado mientras miraba a su alrededor-. Aquí hay bastantes
tumbas en las que puede haberse escondido. ¡Vámonos, camaradas, vámonos rápido!
Abandonemos este lugar maldito.
El
oficial me alzó hasta sentarme y lanzó una voz de mando; luego, entre varios
hombres me colocaron sobre un caballo. Saltó a la silla tras de mí, me sujetó
con los brazos y dio la orden de avanzar; dando la espalda a los cipreses,
cabalgamos rápidamente en formación.
Mi lengua
seguía rehusando cumplir con su función y me vi obligado a guardar silencio.
Debí de quedarme dormido, pues lo siguiente que recuerdo es estar de pie,
sostenido por un soldado a cada lado. Ya casi era de día, y hacia el norte se
reflejaba una rojiza franja de luz solar, como un sendero de sangre, sobre la
nieve. El oficial estaba ordenando a sus hombres que no contaran nada de lo que
habían visto, excepto que habían hallado a un extranjero, un inglés, protegido
por un gran perro.
-¡Un gran
perro! Eso no era ningún perro -interrumpió el hombre que había mostrado tanto
miedo-. Sé reconocer un lobo cuando lo veo.
El joven
oficial le respondió con calma:
-Dije un
perro.
-¡Perro!
-reiteró irónicamente el otro. Resultaba evidente que su valor estaba
ascendiendo con el sol y, señalándome, dijo-: Mírele la garganta. ¿Es eso obra
de un perro, señor?
Instintivamente
alcé una mano al cuello y, al tocármelo, grité de dolor. Los hombres se
arremolinaron para mirar, algunos bajando de sus sillas, y de nuevo se oyó la
calmada voz del joven oficial:
-Un
perro, he dicho. Si contamos alguna otra cosa, se reirán de nosotros.
Entonces
monté tras uno de los soldados y entramos en los suburbios de Múnich. Allí
encontramos un carruaje al que me subieron y que me llevó al Quatre Saisons; el
oficial me acompañó en el vehículo, mientras un soldado nos seguía llevando su
caballo y los demás regresaban al cuartel.
Cuando
llegamos, Herr Delbrück bajó tan rápidamente las escaleras para salir a mi
encuentro que se hizo evidente que había estado mirando desde dentro. Me sujetó
con ambas manos y me llevó solícito al interior. El oficial hizo un saludo y se
dio la vuelta para alejarse, pero al darme cuenta insistí en que me acompañara
a mis habitaciones. Mientras tomábamos un vaso de vino, le di las gracias
efusivamente, a él y a sus camaradas, por haberme salvado. Él se limitó a responder
que se sentía muy satisfecho, y que Herr Delbrück ya había dado los pasos
necesarios para gratificar al grupo de rescate; ante esta ambigua explicación
el maître d’hôtel sonrió, mientras el oficial se excusaba, alegando tener que
cumplir con sus obligaciones, y se retiraba.
-Pero
Herr Delbrück -interrogué-, ¿cómo y por qué me buscaron los soldados?
Se
encogió de hombros, como no dándole importancia a lo que había hecho, y
replicó:
-Tuve la
buena suerte de que el comandante del regimiento en el que serví me autorizara
a pedir voluntarios.
-Pero
¿cómo supo que estaba perdido? -le pregunté.
-El
cochero regresó con los restos de su carruaje, que resultó destrozado cuando
los caballos se desbocaron.
-¿Y por
eso envió a un grupo de soldados en mi busca?
-¡Oh, no!
-me respondió-. Pero, antes de que llegase el cochero, recibí este telegrama
del boyardo de que es usted huésped -y sacó del bolsillo un telegrama, que me
entregó y leí:
BISTRITZ
«Tenga
cuidado con mi huésped: su seguridad me es preciosa. Si algo le ocurriera, o lo
echasen a faltar, no ahorre medios para hallarle y garantizar su seguridad. Es
inglés, y por consiguiente aventurero. A menudo hay peligro con la nieve y los
lobos y la noche. No pierda un momento si teme que le haya ocurrido algo.
Respaldaré su celo con mi fortuna. – Drácula.
Mientras
sostenía el telegrama en mi mano, la habitación pareció girar a mi alrededor y,
si el atento maître d’hôtel no me hubiera sostenido, creo que me hubiera
desplomado. Había algo tan extraño en todo aquello, algo tan fuera de lo
corriente e imposible de imaginar, que me pareció ser, en alguna manera, el
juguete de enormes fuerzas…, y esta sola idea me paralizó. Ciertamente me
hallaba bajo alguna clase de misteriosa protección; desde un lejano país había
llegado, justo a tiempo, un mensaje que me había arrancado del peligro de la
congelación y de las mandíbulas del lobo.
FIN
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