VIRGINIA WOOLF - "La
señora en el espejo. Un reflejo"
La gente no debiera dejar espejos colgados
en sus habitaciones, tal como no debe dejar talonarios de cheques o cartas
abiertas confesando un horrendo crimen. En aquella tarde de verano, una no
podía dejar de mirar el alargado espejo que colgaba allí, afuera, en el
vestíbulo. Las circunstancias así lo habían dispuesto. Desde las profundidades
del diván en la sala de estar, se podía ver, en el reflejo del espejo italiano,
no sólo la mesa con cubierta de mármol situada enfrente, sino también una parte
del jardín, más allá. Se podía ver un sendero con alta hierba que se alejaba
por entre parterres de altas flores, hasta que, en un recodo, el marco dorado
lo cortaba.
La casa estaba vacía, y una se
sentía, ya que era la única persona que se encontraba en la sala de estar,
igual que uno de esos naturalistas que, cubiertos con hierbas y hojas, yacen
observando a los más tímidos animales —tejones, nutrias, martín pescadores—,
los cuales se mueven libremente, cual si no fueran observados. Aquel atardecer,
la habitación estaba atestada de esos tímidos seres, de luz y sombras, con
cortinas agitadas por el viento, pétalos cayendo —cosas que nunca ocurren, o
eso parece, cuando alguien está mirando. La silenciosa y vieja estancia
campestre, con sus alfombras y su hogar de piedra, con sus hundidas estanterías
para libros, y sus cómodas laqueadas en rojo y oro, estaba llena de esos seres
nocturnos. Se acercaban contoneándose, y cruzaban así el suelo, pisando
delicadamente con los pies elevándose muy alto, y las colas extendidas en
abanico, y picoteando significativamente, cual si hubieran sido cigüeñas o
bandadas de pavos reales con la cola cubierta de velo de plata. Y también había
sombríos matices y oscurecimientos, como si una sepia hubiera teñido
bruscamente el aire con morado. Y el cuarto tenía sus pasiones, sus furias, sus
envidias y sus penas cubriéndolo, nublándolo, igual que un humano. Nada seguía
invariable siquiera durante dos segundos.
Pero, fuera, el espejo reflejaba la
mesa del vestíbulo, los girasoles y el sendero del jardín, con tal precisión y
fijeza que parecían allí contenidos, sin posibilidad de escapar, en su
realidad. Constituía un extraño contraste; aquí todo cambiante, allá todo fijo.
No se podía evitar que la vista saltara, para mirar lo uno y lo otro. Entre
tanto, debido a que por el calor todas las ventanas y puertas estaban abiertas,
se daba un perpetuo suspiro y cese del sonido, como la voz de lo transitorio y
perecedero, parecía, yendo y viniendo como el aliento humano, en tanto que, en
el espejo, las cosas habían dejado de alentar y se estaban quietas, en trance
de inmortalidad.
Hacía media hora que la dueña de la
casa, Isabella Tyson, se había alejado por el sendero, con su fino vestido de
verano, un cesto al brazo, y había desaparecido, cortada por el marco dorado
del espejo. Cabía presumir que había ido al jardín bajo, para coger flores; o,
lo que parecía más natural suponer, a coger algo leve, fantástico, con hojas,
con lánguidos arrastres, como clemátides o uno de esos elegantes haces de
convólvulos que se retuercen sobre sí mismos contra feos muros, y ofrecen aquí
y allá el estallido de sus flores blancas y violetas. Parecía más propio de
Isabella el fantástico y trémulo convólvulo que el erecto áster o la almidonada
zinnia, o incluso sus propias rosas ardientes, encendidas como lámparas en lo
alto de sus tallos. Esta comparación indicaba cuan poco, a pesar de los años
transcurridos, una sabía de Isabella; por cuanto es imposible que una mujer de
carne y hueso, sea quien sea, de unos cincuenta y cinco o sesenta años, sea,
realmente, un ramo o un zarcillo. Estas comparaciones son peor que estériles y
superficiales, son incluso crueles, por cuanto se interponen como el mismísimo
convólvulo, temblorosas, entre los ojos y la verdad. Debe haber verdad; debe
haber un muro. Sin embargo, no dejaba de ser raro que, después de haberla
conocido durante tantos años, una no pudiera decir la verdad acerca de lo que
Isabella era; una todavía componía frases como ésas, referentes a convólvulos y
ásteres. En cuanto a los hechos, no cabía dudar de que era solterona, rica, que
había comprado esta casa y que había adquirido con sus propias manos —a menudo
en los más oscuros rincones del mundo y con grandes riesgos de venenosas
picadas y orientales enfermedades— las alfombras, las sillas y los armarios que
ahora vivían su nocturna vida ante los ojos de una. A veces parecía que estos
objetos supieran acerca de ella más de lo que nosotros, que nos sentábamos en
ellos, escribíamos en ellos y caminábamos, tan cuidadosamente, sobre ellos,
teníamos derecho a saber. En cada uno de aquellos muebles había gran número de
cajoncitos, y cada cajoncito, con casi total certeza, guardaba cartas, atadas
con cintas en arqueados lazos, cubiertas con tallos de espliego y pétalos de
rosa. Sí, ya que otra verdad —si es que una quería verdades— consistía en que
Isabella había conocido a mucha gente, tenía muchos amigos; por lo que, si una
tenía la audacia de abrir un cajón y leer sus cartas, hallaría los rastros de
muchas agitaciones, de citas a las que acudir, de reproches por no haber
acudido, largas cartas de intimidad y afecto, violentas cartas de celos y
acusaciones, terribles palabras de separación para siempre —ya que todas esas
visitas y compromisos a nada habían conducido—, es decir, Isabella no había
contraído matrimonio, y sin embargo, a juzgar por la indiferencia de máscara de
su cara, había vivido veinte veces más pasiones y experiencias que aquellos
cuyos amores son pregonados para que todos sepan de ellos. Bajo la tensión de
pensar en Isabella, aquella estancia se hizo más sombría y simbólica; los
rincones parecían más oscuros, las patas de las sillas y de las mesas, más
delicadas y jeroglíficas.
De repente, estos reflejos terminaron
violentamente, aunque sin producir sonido alguno. Una gran sombra negra se
cernió sobre el espejo, lo borró todo, sembró la mesa con un montón de
rectángulos de mármol veteados de rosa y gris, y se fue. Pero el cuadro quedó
totalmente alterado. De momento quedó irreconocible, ilógico y totalmente
desenfocado. Una no podía poner en relación aquellos rectángulos con propósito
humano alguno. Y luego, poco a poco, cierto proceso lógico comenzó a afectar a
aquellos rectángulos, comenzó a poner en ellos orden y sentido, y a situarlos
en el marco de los normales aconteceres. Una se dio cuenta, por fin, de que se
trataba meramente de cartas. El criado había traído el correo.
Reposaban en la mesa de mármol,
todas ellas goteando, al principio, luz y color, crudos, no absorbidos. Y
después fue extraño ver cómo quedaban incorporadas, dispuestas y armonizadas,
cómo llegaban a formar parte del cuadro, y recibían el silencio y la
inmortalidad que el espejo confería. Allí reposaban revestidas de una nueva
realidad y un nuevo significado, y dotadas también de más peso, de modo que
parecía se necesitara un escoplo para separarlas de la mesa. Y, tanto si se
trataba de verdad como de fantasía, no parecía que fueran un puñado de cartas,
sino que se hubieran transformado en tablas con la verdad eterna incisa en
ellas; si una pudiera leerlas, una sabría todo lo que se podía saber acerca de
Isabella, sí, y también acerca de la vida. Las páginas contenidas en aquellos
sobres marmóreos forzosamente tenían que llevar profuso y profundamente hendido
significado. Isabella entraría, las cogería, una a una, muy despacio, las
abriría, y las leería cuidadosamente, una a una, y después, con un profundo
suspiro de comprensión, como si hubiera visto el último fondo de todo, rasgaría
los sobres en menudas porciones, ataría el montoncito de cartas, y las
encerraría bajo llave en un cajón, decidida a ocultar lo que no deseaba se
supiera.
Este pensamiento cumplió la función
de estímulo. Isabella no quería que se supiera, pero no podía seguir saliéndose
con la suya. Era absurdo, era monstruoso. Si tanto ocultaba y si tanto sabía,
una tenía que abrir a Isabella con el instrumento que más al alcance de la mano
tenía: la imaginación. Una debía fijar la atención en ella, inmediatamente,
ahora. Una tenía que dejar clavada allí a Isabella. Una debía negarse a que le
dieran más largas mediante palabras y hechos propios de un momento determinado,
mediante cenas y visitas y corteses conversaciones. Una tenía que ponerse en
los zapatos de Isabella. Interpretando esta última frase literalmente, era
fácil ver la clase de zapatos que Isabella llevaba, allá, en el jardín de
abajo, en los presentes instantes. Eran muy estrechos y largos y muy a la moda,
del más suave y flexible cuero. Al igual que cuanto llevaba, eran exquisitos. Y
ahora estaría en pie junto al alto seto, en la parte baja del jardín, alzadas
las tijeras, que llevaba atadas a la cintura, para cortar una flor muerta, una
rama excesivamente crecida. El sol le daría en la cara, incidiría en sus ojos; pero
no, en el momento crítico una nube cubriría el sol, dejando dubitativa la
expresión de sus ojos... Qué era ¿burlona o tierna, brillante o mate? Una sólo
podía ver el indeterminado contorno de su cara un tanto marchita, bella,
mirando hacia el cielo. Pensaba, quizá, que debía comprar una nueva red para
las fresas, que debía mandar flores a la viuda de Johnson, que había ya llegado
el momento de ir en automóvil a visitar a los Hippesley en su nueva casa.
Ciertamente, esas eran las cosas de que hablaba durante la cena. Pero una
estaba cansada de las cosas de que hablaba en la cena. Era su profundo estado
de ser lo que una quería aprehender y verter en palabras, aquel estado que es a
la mente lo que la respiración es al cuerpo, lo que se llama felicidad o desdicha.
Al mencionar estas palabras quedó patente, sin duda, que forzosamente Isabella
tenía que ser feliz. Era rica, era distinguida, tenía muchos amigos, viajaba
—compraba alfombras en Turquía y cerámica azul en Persia. Avenidas de placer se
abrían hacia allí y allá, desde el lugar en que ahora se encontraba, con las
tijeras alzadas para cortar temblorosas ramas, mientras las nubes con calidad
de encaje velaban su cara.
Y aquí, con un rápido movimiento de
las tijeras, cortó un haz de clemátides que cayó al suelo. En el momento de la
caída, se hizo, sin la menor duda, más luz, y una pudo penetrar un poco más en
su ser. Su mente rebosaba ternura y remordimiento... Cortar una rama en exceso
crecida la entristecía debido a que otrora vivió y amó la vida. Sí, y al mismo
tiempo la caída de la rama le revelaba que también ella debía morir, y la
trivialidad y carácter perecedero de las cosas. Y una vez más, asumiendo este
pensamiento, con su automático sentido común, pensó que la vida le había
tratado bien; incluso teniendo en cuenta que también tendría que caer, sería
para yacer en la tierra e incorporarse suavemente a las raíces de las violetas.
Y así estaba, en pie, pensando. Sin dar precisión a pensamiento alguno —por
cuanto era una de esas reticentes personas cuya mente retiene el pensamiento
envuelto en nubes de silencio—, rebosaba pensamientos. Su mente era como su
cuarto, en donde las luces avanzaban y retrocedían, avanzaban haciendo piruetas
y contoneándose y pisando delicadamente, abrían en abanico la cola, a picotazos
se abrían camino; y, entonces, todo su ser quedaba impregnado, lo mismo que el
cuarto, de una nube de cierto profundo conocimiento, de un arrepentimiento no
dicho, y entonces quedaba toda ella repleta de cajoncitos cerrados bajo llave,
llenos de cartas, igual que sus canteranos. Hablar de «abrirla», como si fuera
una ostra, de utilizar en ella la más hermosa, sutil y flexible herramienta
entre cuantas existen, era un delito contra la piedad y un absurdo. Una tenía
que imaginar —y allí estaba ella, en el espejo. Una tuvo un sobresalto.
Al principio, estaba tan lejos que
una no podía verla con claridad. Venía despacio, deteniéndose de vez en cuando,
enderezando una rosa aquí, alzando un clavel allá para olerlo, pero no dejaba
de avanzar. Y, constantemente, se hacía más grande y más grande en el espejo, y
más y más completa era la persona en cuya mente una había intentado penetrar.
Una la iba comprobando poco a poco, incorporaba las cualidades descubiertas a
aquel cuerpo visible. Allí estaba su vestido verde gris, y los alargados
zapatos, y el cesto, y algo que relucía en su garganta. Se acercaba tan
gradualmente que no parecía perturbar las formas reflejadas en el espejo, sino
que se limitara a aportar un nuevo elemento que se movía despacio, y que
alteraba los restantes objetos como si les pidiera cortésmente que le hicieran
sitio. Y las cartas y la mesa y los girasoles que habían estado esperando en el
espejo se separaron y se abrieron para recibirla entre ellos. Por fin llegó,
allí estaba, en el vestíbulo. Se quedó junto a la mesa. Se quedó totalmente
quieta. Inmediatamente el espejo comenzó a derramar sobre ella una luz que
parecía gozar de la virtud de fijarla, que parecía como un ácido que corroía
cuanto no era esencia, cuanto era superficial, y sólo dejaba la verdad. Era un
espectáculo fascinante. Todo se desprendió de ella —las nubes, el vestido, el
cesto y el diamante—, todo lo que una había llamado enredaderas y convólvulos.
Allí abajo estaba el duro muro. Aquí estaba la mujer en sí misma. Se encontraba
en pie y desnuda bajo la luz despiadada. Y nada había. Isabella era totalmente
vacía. No tenía pensamientos. No tenía amigos. Nadie le importaba. En cuanto a
las cartas, no eran más que facturas. Mírala, ahí, en pie, vieja y angulosa,
con abultadas venas y con arrugas, con su nariz de alto puente y su cuello
rugoso, ni siquiera se toma la molestia de abrirlas.
La gente no debiera dejar espejos
colgados en sus estancias.
http://albalearning.com/audiolibros/woolf/lasenora-sp.html
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