El relojero
Robert Louis Stevenson
La
garrafa estaba colocada sobre una mesa, en medio de la habitación. Hacía casi
una semana que nadie entraba por la puerta; la sirvienta era descuidada y no
había cambiado el agua desde hacía un mes. La raza dirigente de los animálculos
había alcanzado así una gran antigüedad y ellos estaban muy avanzados en sus
estudios científicos. Su principal deleite era la astronomía; los filósofos se
pasaban los días contemplando los cuerpos celestes, la sociedad se complacía en
comentar las distintas teorías. Dos ventanas, una que daba al este y otra al
sur, les daban dos años solares de distinta duración; el segundo se mezclaba
con el primero y el primero volvía a suceder al segundo después de un intervalo
de oscuridad. Muchas generaciones nacían y perecían durante la noche; la
tradición de un sol se vio debilitada, de modo que los pesimistas abandonaron
la esperanza de que volviera a salir; y la luna, que entonces estaba llena,
engañó a algunos de los más sabios. No fue sino hasta el sexto año solar largo
que apareció un animálculo de intelecto inigualable; él destronó la ciencia
anterior y dejó un legado de discusión.
Su
hipótesis puede llamarse La Teoría del Cuarto. Era errónea en partes. El cuarto
no estaba lleno de agua potable; tampoco estaban hechas sus paredes de la misma
sustancia que el mantel. Pero, en la mayor parte de los puntos, la teoría
concordaba burdamente con los hechos; y su autor había calculado la posición
relativa de la garrafa, la mesa, las paredes, los adornos de la repisa de la
chimenea y el reloj de ocho días hasta el millonésimo lugar de los decimales,
pues sus métodos e instrumentos eran exquisitamente finos. Hasta ahora, los más
escépticos reconocían sus méritos. Pero el filósofo era un hombre de mente
devota y obediente; y había decidido aceptar y basarse en una leyenda de su
raza. En la antigüedad, antes del surgimiento de la ciencia, se decía que el
espacio amarillo y oblongo, situado en la pared que daba al norte, se había
abierto y un objeto, cuyo tamaño descomunal superaba la imaginación, había
aparecido y, durante algunas generaciones, se había movido visiblemente en el
espacio. Una luz, a decir de algunos más brillante que el sol, según otros
apenas más brillante que la luna, acompañó al meteoro en su órbita. Mientras
tanto, la garrafa fue sacudida por tronidos e inexplicables convulsiones; los
costados del universo se oyeron crepitar; una detonación final señaló el
momento de su desaparición; y, cuando los animálculos se recobraron del susto,
vieron que el espacio amarillo y oblongo de la pared que daba al norte había
retomado su aspecto natural. Tal fue el informe de los historiadores serios y
críticos; en boca de los incultos, la versión era otra. “En la antigua era del
canibalismo”, decían ellos, “un animálculo asombrosamente enorme atravesó el
muro; tenía el sol en una garra; el movimiento de su nado sacudió la garrafa
entera; y antes de volver a salir, le hizo algo al reloj”. Para asombro de la
sociedad, esta versión popular fue la que el filósofo aceptó. Un coloso que
llevaba una luz, parecido al que había sido observado, caminaba conforme a
periodos establecidos cerca de las paredes exteriores de la habitación; y el
hecho de que pasara, primero frente a una ventana y luego frente a la otra,
explicaba los años solares. Pero el filósofo fue aún más lejos. En el Cosmos
animalcular existía un elemento de anormalidad superlativa: el reloj, con su
péndulo, su esfera y sus manecillas. Varias generaciones de observadores habían
demostrado, de modo irrefutable, que el péndulo se balanceaba, que las
manecillas reptaban por la esfera, que el fenómeno de las campanadas ocurría a
intervalos aproximadamente iguales y que al menos era posible concebir una
relación entre estos intervalos y la procesión de las manecillas. Pronto, la
atención se fijó en el reloj; las pruebas de la existencia de algún propósito
en la creación se centraron allí; el creador, que hablaba con oscuras palabras
en sus demás obras, parecía emitir una voz auténtica en el reloj; y el teísmo y
el ateísmo trabaron combate en torno a la cuestión del Relojero. El Newton
animalcular era relojerista; y se arriesgó a hacer la osada conjetura de que el
coloso que llevaba una lámpara alrededor de la habitación se vería obligado a
regular sus movimientos de acuerdo con el tiempo del reloj.
Entre los
piadosos, las interrogantes del filósofo pronto se erigieron en doctrinas de la
iglesia. El coloso de la leyenda fue identificado con el sol, junto con el
creador del reloj. El culto al relojero reemplazó las religiones anteriores, la
veneración del agua, la veneración de los ancestros y la adoración bárbara de
la repisa de la chimenea; a él le fueron atribuidas todas las virtudes; y todo
el comportamiento animalcular de buen tono quedó reunido bajo la rúbrica de
Comportamiento Relojeroso. Mientras tanto, el otro bando clamaba a favor del
animalculomorfismo. El filósofo había declarado que todo el espacio estaba
ocupado por el agua; no había nada menos comprobado, nada menos comprobable;
más allá de la piel interna de la botella, el agua dejaba de existir; y, si
éste era el caso, ¿en dónde quedaba el relojero? La vida implicaba agua, el
pensamiento implicaba agua. Nadie que no viviera en el agua podía concebir la
idea del tiempo, ¡mucho menos la de un reloj! Examinen su hipótesis (decían los
relojeristas) y todo se reduce a esto: una criatura que vive en el agua
¡viviendo fuera del agua! ¿Pueden acaso los animálculos razonables entretenerse
con semejante absurdo? Y admitiendo lo imposible, admitiendo (únicamente con el
propósito de aclarar la cuestión) que la vida y el pensamiento existen más allá
de las paredes de la garrafa, ¿por qué no se manifiesta el Relojero? Sería
sencillo para él comunicarse con los animálculos; cuando creó el reloj, le
habría sido fácil colocar sobre la esfera señales inteligibles (por ejemplo, la
proposición cuadragésima séptima) o incluso (si acaso le hubiera importado)
algún medidor del paso fugaz del tiempo; y en vez de eso, a distancias que más
o menos se aproximan a la igualdad, tienen lugar esas marcas sin sentido, que
probablemente son el resultado del ebullicionismo. Entonces, si acaso existe un
relojero, hay que figurárselo como un frívolo y maligno sinvergüenza, que creó
la garrafa, la mesa y la habitación con el único objeto de regodearse con las
tribulaciones de los animálculos. Semejantes opiniones hallaron una expresión
más violenta en boca de los poetas contemporáneos; la infame “Oda a un
Relojero”, que estremeció a la sociedad, empezaba más o menos así:
Enormes
son tus pecados,
Enormes como una garrafa entera.
Relojero, yo te reto.
Tu crueldad es mayor que la de un jarrón sobre la repisa de la chimenea,
Y redonda como la esfera del reloj.
Eres fuerte, te jactas de ello;
Eres astuto e inventas cronómetros;
¡Vanas son tu fuerza y astucia!
Basta con que un solo animálculo honrado te mire a los ojos,
Y quedas vencido en medio de tus instrumentos.
Palideces y te ocultas en la trastienda.
El sentir
universal fue que el poeta había llegado demasiado lejos. Si en efecto existía
un relojero, cabía suponer que no toleraría que esas declaraciones quedaran
impunes; cabía temer que toda la garrafa se vería implicada en su venganza.
Después de un juicio en donde él se vanaglorió de sus horrendos sentimientos,
el poeta fue condenado y públicamente destruido; y, durante algunas
generaciones, este acto de rigor frenó el espíritu del libre pensamiento.
Todos
esperaban con ansia el amanecer del séptimo año solar doble. Al acercarse el
momento, todos los telescopios que había en la botella se dirigieron hacia la ventana
que daba al este o hacia el reloj; y una vez que el acontecimiento hubo tenido
lugar y mientras se preparaban los cálculos, las muchedumbres esperaron afuera
de las casas de los astrónomos, algunos rezando, otros haciendo irreverentes
apuestas sobre el resultado. Éste no fue concluyente. El reloj y el sol no
tenían ninguna relación precisa de concordancia; a los fieles más ardientes les
fue imposible proclamar su triunfo. Mas la discrepancia era pequeña; y el más
firme de los librepensadores fue consciente de la existencia de una duda
íntima.
En El
Relojero revelado en todas sus obras, El Relojero reivindicado y La
verdadera ciencia relojerosa exhibida y justificada, los piadosos buscaron
disimular su desilusión; en obras de distinta naturaleza, los librepensadores
magnificaron su victoria. Conforme pasaban las horas y una generación sucedía a
otra, todos percibieron que la fe había sido sacudida. La creencia en un
Relojero decayó de forma estable; y pronto el reloj mismo, con sus movimientos
disminuidos y su regularidad irregular, se convirtió en un tema de burla para
los bromistas.
En medio
de todo esto, se vio abrirse el espacio amarillo y oblongo de la pared que daba
al norte y el relojero entró y procedió a darle cuerda al reloj.
El cambio
fue total; los animálculos de todas las edades y condiciones sociales se
apiñaron en los lugares de culto; la garrafa retumbó con salmos; y, de un
extremo a otro de la botella, no hubo ninguna criatura consciente que no
hubiese sacrificado todo lo que poseía con tal de prestarle un servicio al
relojero.
Cuando
acabó de darle cuerda al reloj, el relojero divisó la garrafa; y como tenía sed
por haber tomado cerveza la noche anterior, la apuró hasta las heces. Después,
por espacio de tres semanas, yació en cama, enfermo; y el médico que lo atendía
mandó sanear todo el suministro de agua de esa parte de la ciudad.
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