Tres cuentos de Abelardo Castillo
La madre de Ernesto
Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo
había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a
El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces.
Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había
metido en la cabeza –porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea
extraña, turbadora: sucia– nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera
puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero
justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o
piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es
que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva.
Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella
estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la
ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al
menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un
rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le
ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer
trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer.
–¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien
conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras,
inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico
Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a
pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a
causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije
en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto? Julio sacó un cigarrillo.
Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la
madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas
compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi
abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser
muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó
aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre… No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante
aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre
vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos,
costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer
de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el
turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario
conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a
acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no
íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamas madre vos?: una chancha
también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con
nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado
juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente
lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos
veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos
nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de
una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y
entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de
haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente
en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos
a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo
monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre
de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés –me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma
noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente.
Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía
la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez
minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién… ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la
cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo
olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y
amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer
morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenes miedo –dije yo.
–Miedo no; otra cosa. Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de
alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era
que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero
yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el
estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape
libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era
prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo
también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los
primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los
Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos
cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto
brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no
lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y
agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora
eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos
nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era
verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos
habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no
era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial.
Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha
lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por
desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún
viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué,
esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que
estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El
turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal
me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la
rubiecita:
–Llévalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus
piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le
dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por
el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó
mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida,
en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a
ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no
hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa –dijo Julio, y a todos volvió a
parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como
cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
–¡Mira si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la
risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió.
Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho.
Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio
y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había
ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos,
separados –eso: separados– delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua
saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio
en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos
quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel
verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó
del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la
mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una
sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo,
sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y
repitió “bueno”, y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez
fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me
acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella
entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por
qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque
ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres
nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así,
titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue
transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y
terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o
incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y
nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le
había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.
Conejo
Y cualquiera que escandalizare a uno de estos
pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le
colgase al cuello una piedra de molino de asno, y
se le anegase en el profundo de la mar.
Mateo, XVIII: 6
No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que
va a tardar unos meses; eso me lo dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos
te lo puedo decir porque vos entendés las cosas. Siempre entendiste las cosas.
Al principio me parecía que eras como un tren o como los patines, un juguete,
digo, y a lo mejor ni siquiera tan bueno como los patines, que un conejo de
trapo al final es parecido a las muñecas, que son para las chicas. Pero vos no.
Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines. Y las muñecas
tienen esos cachetes colorados, redondos. Caras de bobas, eso es lo que tienen.
A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y
no me vine a este rincón porque estoy triste, me vine porque ellos andan atrás
de uno, querés esto y qué querés nene y puro acariciar, como cuando te enfermas
y andan tocándote la frente, que parece que los tíos y los demás están para
cuando uno se enferma y entonces todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y
por el estúpido del Julio, el anteojudo ese, que porque tiene once años y usa
anteojos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve de acá a la puerta y encima
siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos, mírenlo, dice, miren al
nenito jugando al arrorró. Qué sabe él. Los grandes también pegan. Las madres,
sobre todo. Claro que a todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada,
pero igual, por qué tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí, vas lo más
tranquilo y les decís mira lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un
cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como
cuando te hacen un regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el
cumpleaños.
Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras
casi tan alto como yo, y eras blanco, más blanco que ahora porque ahora estás
sucio, pero igual sos el mejor conejo de todos, porque entendés las cosas. Y
cómo te trajo también me acuerdo, toma, me dijo, lo compré en Olavarría. El
primo Juan Carlos que vive en Olavarría a mí nunca me gustó mucho: los bigotes
esos que tiene, y además no es un primo como el Julio, por ejemplo, que apenas
es más grande que yo. Es de esos primos de los padres de uno, que uno nunca
sabe si son tíos o qué. Era una caja grande, y yo pensaba que sería un regalo
extraordinario, algo con motor, como el avión del rusito o una cosa así. Pero
era liviano y cuando lo desaté estabas vos adentro, entre los papeles. A mí no
me gustaba un conejo. Y ella me dijo por qué me quedaba así, como el bobo que
era, y yo le dije esto no me gusta para nada a mí, mira la cabeza que tiene.
Entonces dijo desagradecido igual que tu padre. Después, cuando papá vino del
trabajo, todavía seguía enojada y eso que había estado un mes en Olavarría,
lejos de papá, y que papá siempre me dice escribile a tu madre que la
extrañamos mucho y que venga pronto, pero es él el que más la extraña, me
parece. Y esa noche se pelearon. Siempre se pelean, bueno: papá no, él no dice
nada y se viene conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me
dijo que era un gaucho. A papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y
yo no te llevo a la placita, pero porque tengo miedo que los chicos se rían.
Ellos qué saben cómo sos vos. No tienen la culpa, claro, hay que conocerte. Yo,
al principio, también me creía que eras un juguete como los caballos de madera,
o los perros, que no son los mejores juguetes. Pero después no, después me di
cuenta que eras como Pinocho, el que contó mamá. Ella contaba cuentos, a la
mañana sobre todo, que es cuando nunca está enojada. Y al final vos y yo
terminamos amigos, mejor que con los amigos de verdad, los chicos del barrio
digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en seguida te andan gritando
patadura, anda al arco querés, y malas palabras y hasta delante de las chicas
te gritan, que es lo peor. Una vez me dijeron por qué no traes a tu hermanito
para que atajen juntos, y se reían. Por vos me lo dijeron, por los dientes míos
que se parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron a propósito a vos, por
los dientes.
Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro
hacer caricias ahora, se piensan que uno es un nenito o un zonzo. O a lo mejor
saben que sé, igual que con los Reyes y todo eso, que todo el mundo pone cara
de no saber y es como un juego. Y aunque el Julio no me hubiera dicho nada era
lo mismo, pero el Julio, la basura esa, para qué tenía que venir a decirme. Era
preferible que insultara o anduviera buscando camorra como siempre y no que
viniera a decir esa porquería. Si yo ya me había dado cuenta lo mismo. Papá
está así, que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y ellos le piden que
se calme, que yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar con vos que lo
entendés a uno y sos casi mucho mejor que el tren y ni por un avión como el del
rusito te cambiaba, que si llegan a imaginar que yo te iba a querer tanto no te
traen de regalo, no. Y nadie va a llorar como una nena porque ella está enferma
y no puede volver por un tiempo. Y si son mentiras mejor. Oscarcito tampoco
lloraba. Ese día también había venido mucha gente, pero era distinto. En la sala
grande había un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito. Estaba blanca.
Oscarcito parecía no entender nada, nos miraba a todos los chicos, pero no
lloró, le decían que la mamá de él estaba en el cielo. Y esto es distinto. Mi
mamá no está en el cielo, en Olavarría está. El Julio, la basura esa de
porquería me lo dijo, pero a lo mejor se fue enferma a algún otro lado y por
qué no puede ser. Todos lo dicen. Todos menos el primo Juan Carlos, que tampoco
está. Y mejor si no está, que a mí no me gustó nunca por más que ella dijera
tenes que quererlo mucho, y una vez que yo fui a Olavarría no los dejaba que se
quedaran solos. Anda a jugar al patio, siempre querían que me fuera a jugar al
patio: ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no se
da cuenta, como ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan
aconsejando a papá y él me mira, y se queda mirándome y me dice hijo, hijo. Y a
veces me dan ganas de contestarle alguna cosa, pero no me sale nada, porque es
como un nudo. Por eso me vine. Y no para llorar tranquilo sin que me vean. Me
vine porque sí, para hablar con vos que lo entendés a uno, y sos el mejor
conejo de todos, el mejor del mundo con esas orejas largas, y dos dientes para
afuera, como yo cuando me río.
Me parece que no me voy a reír nunca más en la vida
yo. Eso es lo que me parece.
Y al final a nadie se le importa un pito de los
dientes, porque yo te quiero lo mismo y te quiero porque sí, porque se me
antoja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver. Ojalá se muera. Y lo
que estoy viendo es que esa cabeza, que tenes no es nada linda, no, y si quiero
vamos a ver si no te tiro a la basura, que al final de cuentas nunca me
gustaste para nada vos. Y lo que vas a ganar es que te voy a romper todo, los
dientes, y las orejas, y esos ojos de vidrio colorado como los estúpidos, así,
sin que me dé ninguna gana de llorar ni nada, por más que te arranque el brazo
y te escupa todo, y vos te crees que estoy llorando, pero no lloro, aunque te
patee por el suelo, así, aunque se te salga todo el aserrín por la barriga y te
quede la cabeza colgando, que para eso tengo el tren y los patines y…
El marica
Escúchame, César, yo no sé por dónde andarás ahora,
pero cómo me gustaría que leyeras esto, porque hay cosas, palabras, que uno
lleva mordidas adentro y las lleva toda la vida, hasta que una noche siente que
debe escribirlas, decírselas a alguien, porque si no las dice van a seguir ahí,
doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Escúchame.
Vos eras raro, uno de esos pibes que no pueden orinar
si hay otro en el baño. En la Laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante
de nosotros. A ellos les daba risa. Y a mí también, claro; pero yo decía que te
dejaran, que cada uno es como es. Cuando entraste a primer año venías de un colegio
de curas; San Pedro debió de parecerte algo así como Brobdignac. No te gustaba
trepar a los árboles ni romper faroles a cascotazos ni correr carreras hacia
abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue, cuando uno
es chico encuentra cualquier motivo para querer a la gente, sólo recuerdo que
un día éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Un domingo hasta me
llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de
flauta adiós, los novios, a vos se te puso la cara como fuego y yo me di vuelta
puteándolo y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me
lastimé la mano.
Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
–Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando dijiste eso, sentí frío en la espalda. Yo tenía
mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado
blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
O a lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo,
tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que
en el fondo a ninguno de nosotros le importaba mucho, y alguna vez lo dije,
dije que esas cosas no significan nada, que son cuestiones de educación, de
andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían, y uno también,
César, acaba riéndose, acaba por reírse de macho que es y pasa el tiempo y una
noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente,
como quieren los que todavía están limpios. Eras un poco menor que nosotros y
me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te explicaba
las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil escuchar, contarte
todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de
perplejidad, una mirada rara, la misma mirada, acaso, con la que yo no me
atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
–Sabes, te admiro.
No pude aguantar tus ojos. Mirabas de frente, como los
chicos, y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
–Es un marica.
–Qué va a ser un marica.
–Por algo lo cuidas tanto.
Supongo que alguna vez tuve ganas de decir que todos
nosotros juntos no valíamos ni la mitad de lo que él, de lo que vos valías,
pero en aquel tiempo la palabra era difícil y la risa fácil, y uno también
acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa
noche cuando vino el negro y habló de verle la cara a Dios y dijo me pasaron un
dato.
–Me pasaron un dato –dijo–, por las Quintas hay una
gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso el César le ve la cara a Dios.
Y yo dije macanudo.
–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los
muchachos. Quiero que vengas.
–¿Con los muchachos?
–Sí, qué tiene.
Porque no sólo dije macanudo sino que te llevé
engañado. Vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna
enorme, me acuerdo. Alta entre los árboles.
–Abelardo, vos lo sabías.
–Callate y entra.
–¡Lo sabías!
–Entra, te digo.
El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos
miraba como si nos midiera. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza,
pibes. Siete por cinco, treinticinco. Verle la cara a Dios, había dicho el
negro.
De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años.
Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca, nunca en mi vida me voy a
olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso
de tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía una pelota en el
estómago, no me animaba a mirarte. Los demás hacían chistes brutales,
anormalmente brutales, en voz de secreto; todos estábamos asustados como locos.
A Aníbal le temblaba el fósforo cuando me dio fuego.
–Debe estar sucia.
Cuando el negro salió de la pieza venía sonriendo,
triunfador, abrochándose la bragueta. Nos guiñó un ojo.
–Pasa vos.
–No, yo no. Yo después.
Entró el colorado; después entró Aníbal. Y cuando
salían, salían distintos. Salían hombres. Sí, ésa era exactamente la impresión
que yo tenía.
Entré yo. Cuando salí vos no estabas.
–Dónde está César.
–Disparó.
Y el ademán –un ademán que pudo ser idéntico al del
negro– se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento
del patio porque de pronto yo estaba fuera del rancho.
–Vos también te asustaste, pibe.
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda;
el chico jugaba entre sus piernas.
–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
–Agarró pa aya –con la misma mano que sostenía la
pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. Y el chico también dijo pa aya.
Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste
arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
–Lo sabías.
–Volvé.
–No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
–Volvé, animal.
–Por Dios que no puedo.
–Volvé o te llevo a patadas en el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de
verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de
pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me
ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar; ensuciarte para olvidarse de
aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos
igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico
cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
–Maricón. Maricón de mierda.
Y después lo grité. Escúchame, César. Es necesario que
leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza
toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el
espejo. Pero, de golpe, un día necesita decirlas, confesárselas a alguien.
Escúchame.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le
pedí, por favor, no se lo vaya a contar a los otros. Porque aquella noche yo no
pude. Yo tampoco pude.
Hernán
Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo
y porque Hernán, lo sé, aunque haya hecho muchas cosas repulsivas en su vida,
nunca podrá olvidarse de ella: la ridícula señorita Eugenia, que un día, con la
mano en el pecho, abrió grandes los ojos y salió de clase llevándose para
siempre su figura lamentable de profesora de literatura que recitaba largamente
a Bécquer y, turbada, omitía ciertos párrafos de los clásicos y en los últimos
tiempos miraba de soslayo a Hernán. Quiero contarlo ahora, de pronto me dio
miedo olvidar esta historia. Pero si yo la olvido nadie podrá recordarla, y es
necesario que alguien la recuerde, Hernán, que entre el montón de porquerías
hechas en tu vida haya siempre un sitio para ésta de hace mucho, de cuando
tenías dieciocho años y eras el alumno más brillante de tu división, el que
podía demostrar el Teorema de Pitágoras sin haber mirado el libro o ridiculizar
a los pobres diablos como el señor Teodoro o hacerle una canallada brutal a la
señorita Eugenia que guardaba violetas aplastadas en las páginas de Rimas y
leyendas y olía a alcanfor.
Ella llegó al Colegio Nacional en el último año de mi
bachillerato. Entró a clase y desde el principio advertimos aquella cosa
extravagante, equívoca, que parecía trascender de sus maneras, de su voz, lo
mismo que ese tenue aroma a laurel cuyo origen, fácil de adivinar, era una
bolsita colgada sobre su pecho de señorita Eugenia, bajo la blusa. Ella entró
en el aula tratando de ocultar, con ademanes extraños, la impresión que le
causábamos, cuarenta muchachones rígidos, burlonamente rígidos junto a los
bancos, y cualquiera de los cuarenta debía mirar a la altura del hombro para
encontrar sus ojos de animalito espantado. Habló. Dijo algo acerca de que
buscaba ser una amiga para nosotros, una amiga mayor, y que la llamáramos
señorita Eugenia, simplemente. Alguien, entonces, en voz alta –lo bastante alta
como para que ella bajara los ojos, con un gesto que después me dio lástima–,
se asombró mucho de que todavía fuera señorita, yo me asombré mucho de que
todavía fuera señorita y los demás rieron, y ella, arreglando nerviosamente los
pliegues de su pollera, fue hacia el escritorio. Al levantar los ojos se
encontró con todos parados, mirándola. No atinó sino a parpadear y a juntar las
manos, como quien espera que le expliquen algo, y cuando torpemente creyó que
debía insinuarnos “pueden sentarse”, nosotros ya estábamos sentados y ella
reparó por primera vez en Hernán. Él se había quedado de pie, tieso, se había
quedado de pie él solo. Y en medio del silencio de la clase, dijo:
–Yo –dijo pausadamente– soy Hernán.
Esto fue el primer día. Después pasaron muchos días, y
no sé, no recuerdo cómo hizo él para darse cuenta: acaso fue por aquellas
miradas furtivas que, al llegar a ciertos párrafos de los clásicos, la señorita
Eugenia dirigía hacia su banco, o acaso fue otra cosa. De todos modos, cuando
se lo dijeron ya lo sabía. “Me parece que la vieja…”, le dijeron, y Hernán
debió fingir un asombro que jamás sintió, puesto que él lo había adivinado
desde el comienzo, desde que la vio entrar con sus maneras de pájaro y su cara
triste de mujer sola; porque Hernán sabía que ella se inquietaba cuando él,
acercándose sin motivo, recitaba la lección en voz baja, íntima, como si la
recitara para ella.
–Este Hernán es un degenerado.
Te admiraban, Hernán.
–Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da por pintarse.
Porque, de pronto, la señorita Eugenia que leía a
Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un color azulado, y la
boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas
acerca de la edad, la edad que cada uno tiene, la de su espíritu, y que ella en
el fondo era mucho más juvenil que esas muchachas que andan por ahí,
tontamente, con la cabeza loca y lo que es peor –esto lo dijo mirando a Hernán
de un modo tan extraño que me dio asco–, lo que es peor, con el corazón vacío.
–A que sí.
Ya no recuerdo con quién fue la apuesta, recuerdo en
cambio que pocos días antes del 21 de septiembre surgió, repentina y gratuita,
como un lamparón de crueldad. Y fue aceptada de inmediato, en medio de ese
regocijo feroz de los que necesitan embrutecer sus sentimientos a cualquier
costo porque después, más adelante, está la vida, que selecciona sólo a los más
aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como Hernán, aquel Hernán
brillante de dieciocho años que podía demostrar teoremas sin mirar el libro o
componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que se
atrevería –como realmente se atrevió la tarde en que, apretando como un trofeo
aquella cosa, esa especie de escapulario entre los dedos, pasó delante de todos
y fue lentamente hacia el pizarrón–, porque los que son como vos, Hernán,
nacieron para dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.
–A que no.
–Qué apostamos –dijo Hernán, y aseguró que pasaría
delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente, hacia el pizarrón–. Para
que aprenda a no ser vieja loca –dijo.
Pero antes de la apuesta habían pasado muchas cosas, y
yo ahora necesito recordarlas para que Hernán no las olvide. Hubo, por ejemplo,
lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer año había venido
siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer versos o acumular
hipérboles deslumbradoras en un escrito de Historia. Pero aquella primera carta
(a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más precisas,
exigentes, hasta que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita Eugenia
apareció por fin la primera respuesta, escrita con su letra pequeña, redonda,
adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre la i) fue una obra maestra
de maldad. Yo sé de qué modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento escribiste
durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé entre las
páginas de las Lecciones de Literatura Americana un segundo antes de que el
inequívoco perfume entrase en el aula, ese vaho a laurel cuyo origen era una
bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia, junto al
crucifijo con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen los de
ella.
No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora, lo sé, y
hasta trató de que ella no tomase el libro. La mujer, extrañada, levantó el
papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba por favor,
lea usted esto, y después de unos segundos se llevó temblando la mano a la
cara; pero en los días que siguieron, cuando encontraba sobre el escritorio los
papeles doblados en cuatro pliegues, ya no se turbaba, y entonces empezó a
decir aquellas insensateces vulgares acerca de la edad, y del amor, hasta que
el propio Hernán se asustó un poco. Sí, porque al principio fue como un juego,
tortuoso, procaz, pero en algún momento todo se volvió real y, una tarde,
estaba hecha la apuesta:
–Delante de todos, en el pizarrón –dijo Hernán.
El Día de los Estudiantes, en el Club Náutico, todos
pudieron verlo bailando con la señorita Eugenia. Ella lo miraba. Lo miraba de
tal manera que Hernán, aunque por encima de su hombro hizo una mueca
significativa a los otros, se sintió molesto. Tuvo el presentimiento de que
todo podía complicarse o, acaso, al oír que ella hablaba de las cosas
imposibles (“hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da
cuenta”) pensó que se despreciaba. Pero ese día la apuesta había sido aceptada
y uno no podía echarse atrás, aunque tuviera que hacerle una canallada brutal a
la señorita Eugenia, que aquella tarde llevaba puesto un inaudito vestido, un
jumper, sobre su blusa infaltable de seda blanca. Por eso, sin pensarlo más, él
la invitó a dar un paseo por los astilleros, y los otros, codeándose, vieron
cómo la infeliz aquella salía disimuladamente, seguida por su ridículo perfume
a alcanfor y seguida por mí, que antes de salir le dije a alguno:
–Préstame las llaves del coche.
Y me fueron prestadas, con sonrisa cómplice, y cuando
yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí que alguien pronunciaba mi
nombre:
–Hernán.
–Qué quieren –pregunté.
Y me dijeron la apuesta, ojo con la apuesta, y yo dije que sí, que me
acordaba. Como me acuerdo de todo lo que ocurrió esa tarde, en los galpones,
contra un casco a medio calafatear, y de todo lo que ocurrió al otro día, en el
Nacional, cuando ante la admirada perplejidad de cuarenta muchachones yo caminé
lentamente hacia el pizarrón apretando entre los dedos esa cosa, esa especie de
escapulario, como un trofeo. Y me acuerdo de la mirada de la señorita Eugenia
al entrar en la clase, de sus ojos pintados ridículamente de azul que se
abrieron espantados, dolorosos, como de loca, y se clavaron en mí sin
comprender, porque ahí, en la pizarra, había quedado colgada, balanceándose
todavía, una bolsita blanca de alcanfor.