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Por qué El caballo de Nietzsche
11/03/2014
- 20:19h
Ocurrió en Turín, el 3 de enero de
1889. Friedrich Nietzsche cruza la plaza Carlo Alberto y se topa con un cochero
que azota con el látigo a su caballo, rendido, agotado, resignado, doblegado en
el suelo. Nietzsche, hondamente dolido, herido en lo más profundo de su alma,
se arroja sobre el caballo y lo abraza.
Los relatos del incidente varían
según los autores. Unos dicen que le susurró palabras que solo él, el caballo,
podía oír. Otros dicen que permaneció en silencio, llorando, quizá hablándole
sin pronunciar palabra. Pero todos coinciden en que fue un episodio crucial en
la vida del filósofo alemán: el momento en el que perdió lo que la humanidad
llama “razón” y, de alguna forma, rompió para siempre con esa misma humanidad,
que lo consideró desde entonces un perturbado. Permaneció junto al caballo
hasta que fue detenido por desórdenes públicos. Sabemos lo que pasó después con
Nietzsche, pero no hemos sabido qué fue de aquel caballo.
Podemos pensar, como escribió Milan
Kundera en La insoportable levedad del ser, que en aquel momento
Nietzsche pedía perdón al caballo en nombre de la humanidad, en nombre de
Descartes. Queremos pensar que le pidió perdón porque la humanidad, al
construir su relación con los animales, eligiera a Descartes frente a, por
ejemplo, Pitágoras. Porque se apoyara en Descartes y no en Pitágoras para
interpretar el “dominio” que, según el Génesis, Dios otorgó a los humanos sobre
los demás animales.
Hay palabras en el Génesis que nos
podrían haber permitido construir esa relación sobre el respeto, sobre una
premisa de protección de los “superiores” sobre los “débiles”, incluso sobre el
amor. Pero los humanos optaron por interpretar que podemos ejercer de dueños y
señores de cuanto nos rodea, y la historia de la humanidad es la del uso a su
antojo y el abuso del resto de los animales.
En ese proceso, Descartes es causa y
efecto. Como recuerda Kundera, Descartes definió a los animales no humanos como
máquinas vivientes, “machina animata”, seres carentes de alma y, por tanto,
incapaces de experimentar dolor ni emoción alguna. Así, sus quejidos no serían
tales, solo el chirrido propio de un mecanismo que funciona mal, igual que el
chirrido de la rueda de un carro no significa que el eje sufra, sino que no
está engrasado.
Descartes nos puso en bandeja olvidar
a Pitágoras, que siglos antes había dado nombre a los primeros vegetarianos;
que consideraba a los animales poseedores de un alma similar a la humana, y con
idéntica capacidad de amor y de sufrimiento; que experimentaba la felicidad
cada vez que podía comprar una vida para liberarla.
Quizá Nietzsche pidió perdón al
caballo en nombre de Descartes, como quiso creer Kundera, o quizá simplemente
lo hizo en su propio nombre, por no haberlo hecho antes, por no haber sido
consciente de ese inmenso sufrimiento hasta verlo en unos ojos y en un cuerpo torturado,
por haber sido él mismo víctima de Descartes, como en el fondo lo ha sido toda
la humanidad.
Son cientos, miles de años de
creencia en la superioridad, de permiso para dominar, de impunidad en el uso y
la explotación de otros. Y mientras la sociedad avanza y deja atrás viejas
creencias, como esa que hasta el mismo siglo XX no dudaba de la superioridad de
los blancos sobre todos los demás hombres, ni de la superioridad de los hombres
frente a todas las mujeres, los animales no humanos esperan su turno para
recuperar algo tan básico como su derecho a existir y a no ser maltratados.
Ya nadie duda de que todos los
humanos tenemos derecho a una existencia digna. Pero ha costado. Hace solo unas
décadas esta premisa fundamental no estaba tan clara. Aún hay quien sigue
cuestionándola, pero hemos logrado llegar a un punto donde ponerla en cuestión
en público, simplemente verbalizarla, es reprobable y hasta puede ser
constitutivo de delito.
Nelson Mandela tuvo que explicar ante
muchos de sus congéneres, los mismos que lo señalan ahora como un ejemplo para
la humanidad, que los negros sangraban igual que los blancos, sufrían igual que
los blancos y tenían las mismas ganas de vivir que los blancos. De eso hace
solo sesenta años, y unos pocos años antes aún había zoos humanos, donde las
familias blancas acudían a contemplar niños negros con unos argumentos que
ahora rechazaríamos de plano porque, en nuestra propia evolución, hemos asumido
el racismo, igual que el sexismo, como formas de violencia.
Los estudios científicos han
demostrado que los animales no humanos también sienten. Que aman, que sufren,
que establecen vínculos emocionales con sus semejantes y con individuos de
otras especies, incluso jerarquías en sus grupos sociales. Que tienen, en
definitiva, necesidades vitales, físicas y emocionales. Pero nosotros, los
animales humanos, que nos creemos superiores como en el Génesis, seguimos
anclados en la teoría de Descartes. Y es nuestro código cultural el que
determina si un animal no humano es digno del derecho a satisfacer o no esas
necesidades.
En nuestra evolución como especie,
hemos asumido que todas las vidas humanas merecen respeto. Y por eso el racismo
o el sexismo, tan arraigados culturamente, van quedando poco a poco atrás. Hay
resistencias, reductos donde tratan de hacerse fuertes, pero ya no es un
comportamiento moralmente aceptable.
El reto pendiente es asumir que las
vidas de los demás animales también tienen un valor intrínseco. Porque la ética
de una sociedad se mide por el trato que brinda a sus miembros más débiles, y
la verdadera prueba de moralidad, como decía Kundera, radica en la relación que
los humanos establecemos con quienes están a nuestra merced. Y esos son los
animales no humanos. Todos. Al margen de las etiquetas que cada cultura haya puesto
a unos y a otros.
A estas alturas de la película nada
justifica que nos escandalice el maltrato a un perro o a un gato cuando miles
de millones de otros animales con idéntica o superior capacidad de sufrimiento
son masacrados para satisfacer nuestras necesidades o caprichos. Y menos aún
teniendo en cuenta que disponemos de opciones para vivir plenamente sin
condenar a nadie al sufrimiento. Ya no podemos creer que se pueda defender el
medio ambiente sin luchar contra unos métodos de explotación animal que
constituyen una aberración, no solo por el sufrimiento atroz que causan a sus
víctimas directas, sino por el daño indirecto que causan a la naturaleza. Ya no
podemos contemplar el incremento del hambre y la miseria en el mundo si no es
como consecuencia directa de un engranaje endiablado en el que los animales no
humanos son una pieza más, y los animales humanos, otra. Y solo luchando
juntos, los más fuertes en primera línea, protegiendo a los más débiles,
podemos tener esperanza en nuestro futuro.
Creemos que ese futuro pasa por
abrazar, como Nietzsche al caballo de Turín, a los demás animales. Por pedirles
perdón en nombre de la humanidad y en nombre de Descartes. Por reconocerles sus
derechos como antes se los reconocimos a otros humanos a quienes creímos menos
valiosos. Por luchar contra el especismo como
lo hacemos contra el racismo o el sexismo. Por considerar que no puede haber
razón sin empatía. Porque sabemos que solo respetando a un animal no humano,
solo experimentando como propios sus intereses y su sufrimiento, podremos decir
que nos interesamos de verdad por la vida y que somos realmente humanos.
Nota de las editoras: En relación a Nietzsche, nos identificamos con lo
que representa el episodio concreto del caballo de Turín, lo que no significa
en absoluto que asumamos todos sus postulados, en particular los relativos a
las mujeres, con los que estamos radicalmente en desacuerdo y consideramos que
el filósofo habría tenido también que revisar.
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