martes, 24 de noviembre de 2020

DE ESO NO SE HABLA - cuento de Julio LLinás

 

JULIO LLINÁS 

De eso no se habla

Cuando la niña cumplió los cinco años, doña Leonor Bacigalupo comprendió que la luz de sus ojos, la alegría de su vida, el orgullo de su vientre, la razón de su existencia, era enana.

Aquellas dulces curvas en las piernas, aquellos dedos ondulados, aquel andar patizambo, no eran ya (como había querido creerlo cada minuto de sus días y sus noches) delicias comunes a todos los infantes bien nutridos, como esos que se ponen desnudos con las nalguitas para arriba en las propagandas de polvos de talco.

Doña Leonor llevaba una colección de aquellas propagandas y le resultaba evidente que los niños de modelo no superaban los dos años ni tenían muelas. La Carlota, en cambio, había echado ya una completa dentición de leche, con la que masticaba, golosa y feliz, un trozo de torta de chocolate y frambuesas que la propia doña Leo había cocinado para aquella fiesta de cumpleaños en la trastienda del bazar, bautizado con el nombre de su adorada hija.

Estuvo mirándola un rato, con el bonete de cartón y papel plateado y el vestidito azul con alamares de terciopelo verde, los soquetines blancos y los zapatos de charol con tira al medio.

Jugaba alegremente con los niños que allí estaban. Estaba el hijo del boticario Zamudio; estaba el sobrino de Ludovico D’Andrea, titular de la oficina de bienes raíces, siempre intentando inútilmente vender terrenos para moscas en las laderas casi verticales del Cerro de los Pumas; estaba el hijo amarronado del comisario Celestino Flauta que, en titánico combate con aquel apellido de maldición, lograba hacerse respetar a charrascazo limpio en las milongas cuando el gauchaje ya mamado se arrojaba los porrones vacíos, cuya cerveza trasegaba tibia y hasta a razón de veinticinco litros por mamado; estaba la hija sordomuda del doctor Jacinto Blanes, médico cirujano y sacamuelas, acompañada siempre de su madre, que no hacía más de idiotizarla, gesticulando las señas de un idioma que ninguna de las dos había aprendido; y estaba el hijo del turco del forraje, Mojamé, como le decían y él se dejaba decir, ya fastidiado de aclarar a gentes de simpleza, que él llevaba el nombre sagrado del profeta.

También estaba el hijo del cura y de doña Greta Braun, la enigmática viuda del castillo que en la guerra mundial había albergado a los marinos fornidos y apolíneos del Graf Spee y que se dejaba ver muy raras veces fuera de misa y, a estar de lenguas osadas y poco precavidas, fuera también de la modesta cama de madera, aunque aviada con sábanas de fresco hilo de lino, de don Aurelio Bastiánez, párroco titular de la centenaria capillita de Candonga. Se confesaba, según habladurías, con el propio amante después de cada tarde de lujuria, pero no ya en el lecho y con mostración de desnudeces, sino uniformados y decentes, en el propio locutorio de trescientos años que Ludovico D’Andrea intentaba mercar por veinte pesos para venderlo en la ciudad por veinte mil, como ya había hecho con casi todas las cosas de valor de San José de los Altares, incluyendo el púlpito de la capilla, íntegramente laminado en oro fino.

Acaso por ser hombre de más luces o con mejores artificios de granuja, Ludovico D’ Andrea era la fuente demostrable y única de las murmuraciones, ya fueran cosas ciertas o afiebradas.

Soltero y de buen porte, rondaba la cincuentena y llevaba ropas caras e ingeniosas, que ni en la propia ciudad de Córdoba podían ser halladas. Eso lo hacía apetecible para las mujeres de toda edad y condición, acostumbradas como estaban a los amores fantasiosos en la soledad de sus tareas lugareñas y sus melancolías infinitas.

Solían hablar de su sonrisa o su mirada, mas despertaban en medio de la noche bañadas en un agua espesa, abrasadas de lascivia, soñándose apretadas por sus piernas, que su delirio requería velludas y torneadas.

Lo cierto es que de Ludovico D’Andrea nadie decía nada malo, todo según se interpretaran, claro está, aquellos actos de su buen corazón, cuando compraba viejos trastos de viejas familias o de pequeñas capillitas perdidas en la sierra. Tampoco, a pesar de su innegable galanura, había maridos quejosos de adulterio, ni era posible observar satisfacción sobresaliente en el rubro de las damas devotas del recato, de la desgana conyugal o de veloces maniobras con las ropas puestas, en el asiento trasero de algún coche.

Desde aquel día memorable en que el padre Aurelio recibiera a Leonor Bacigalupo en confesión y en que después de haberlo masticado durante muchas noches, se decidiera a confortar el alma quebrantada de tan cumplida feligresa, diciéndole:

-Dios nos envía cosas, doña Leo, en su infinita sabiduría, que debemos aceptar con resignación y hasta con júbilo... Quiero decir que la Carlota...- y fuera tajantemente interrumpido por un inapelable:

-De eso no se habla– desde aquel día memorable, de aquel asunto no se hablaba.

La niña Carolina iba creciendo (valga, por Dios, el eufemismo) entre una nube de profesores que doña Leonor mandaba venir de Córdoba, estudiando todas las asignaturas de los colegios y otras que en ellos no se dictaban. Sólo un capricho inexplicable había tenido cuando cumplió los diez años: pidió un maestro de acrobacia.

Una semana más tarde, todos los lunes, miércoles y viernes, viajaba desde la ciudad de Córdoba un maduro acróbata ya retirado, que había malgastado sus días de grandeza.

A medida que pasaba el tiempo, Carlota daba señales de una vivaz inteligencia y de un constante buen genio, que seducía a todo el pueblo de San José de los Altares y aun a vecinos de villas aledañas. Solía sentarse sobre el mostrador del bazar con las piernitas estiradas como una muñeca de tómbola y platicar con gran humor sobre cualquier cosa que hubiera sucedido, bañada por la mirada orgullosa de su madre.

Ludovico D’Andrea la visitaba cada día para el aperitivo, que doña Leonor le servía con aceitunas verdes y pequeños trozos de embutido quintero. Narraba historias de países lejanos, exóticos, inexistentes. Carlota las escuchaba embelesada y las retribuía con sus conocimientos, ciertamente vastos, de mitología griega.

Cuando la niña cumplió los quince años, Ludovico D’Andrea se atrevió a decirse que la amaba.

No ha de pensarse que fuera un hombre enfermo de la entendedera ni que tuviera pasiones aberrantes. La veía como lo que era: una muchacha enana de noventa centímetros de altura y las facciones lavadas de su padre, que había muerto de insignificancia poco después de nacer ella.

-Sé que parece cosa de locura... -le había dicho al padre Aurelio.

-Yo diría más bien, una broma de mal gusto... –había respondido, amoscado, el religioso.

-No es cosa de broma, aunque tal vez sea de mal gusto... –había dicho. –Y he de agregar algo más... La deseo como jamás he deseado a otra mujer.

-Esto es casi abominable –replicó el santo varón, aunque no tan santo, si se considera la concupiscencia con que evocó las piernas largas y delgadas, las manos huesudas y tersas, la boca madura y jugosa de frau Braun, la madre de su hijo, ya adolescente y en el noviciado.

-Es la única persona que acepto totalmente –dijo D’Andrea ensimismado -Usted bien sabe, padre, que no me faltan oportunidades...

El padre Aurelio lo sabía y sacudió la cabeza en actitud de conceder.

-¿Qué piensa usted hacer? –preguntó aterrorizado.

-Pienso casarme con ella.

Por algo menos de un siglo, Leonor Bacigalupo se detuvo en el sendero serrano con los nudillos blancos por el esfuerzo con que aferró el extremo superior del báculo de roble sobre el que abandonó todo el agobio de su peso, durante ese algo menos de un siglo en el que aquellas palabras se mezclaban con la fragancia de Dios, que era el perfume, tramado como un poncho, de las gramas del monte, y que habían baldado (las palabras) el accionar de su cerebro.

Comedido y respetuoso, Ludovico D’Andrea mantuvo un silencio sepulcral, sobre el que brillaron como lágrimas los cantos de los pájaros y los sonidos rituales de la sierra.

-Quiero pensar que no se está burlando –dijo por fin, apenas recompuesta .

-Usted me ofende, Leonor... Aunque parezca una locura, yo la amo intensamente.

-¿Y por qué habría de parecer una locura? –preguntó Leonor.

-Bueno... no sé... precisamente... ¿Por qué entonces yo he de estar burlándome?

Siguieron caminando como dos estatuas de mármol, sin detenerse a comentar la frágil gracia de un cabrito que, dos meses más tarde habrían de comerse, sin discutir sobre la hondura de los cielos y sin recoger peperina, que a cada uno de ellos le faltaba en sus herbarios.

Llegados ya al parador, no se sentaron en el banco de cemento, en el que una mano inspirada había escrito "Mierda" con pintura roja.

Sobre aquella palabra detuvieron ambos la mirada, como si fuera la materialización de sus talantes.

-Supongo –dijo por fin doña Leonor –que me está usted pidiendo su mano...

-Desde luego. Aunque antes debo hablar con ella.

-Pensé que ya lo había hecho. No ha de olvidar que es usted mucho mayor y, más aún, que ella no es sino una niña...

-No lo olvido, doña Leo... Pero el amor es ciego.

-Naturalmente. Así lo espero. Está muy bien. Hable con ella a ver qué le contesta.

Toda la angustia que había estado concentrada en el rostro de Ludovico D’Andrea, cayó de pronto como un trapo sucio, rejuveneciéndolo diez años.

Doña Leonor, en cambio, permanecía tensa y comenzó el descenso con tiento exagerado, como quien baja a los infiernos. Una puntada en el alma le indicaba que, tarde o temprano, habría de hablarse de aquello que durante quince años había estado sepultado bajo el control altivo de su mente y la amenaza imaginaria de sus represalias.

Cuando llegaron al bazar, sentada sobre el mostrador como lo hacía habitualmente, Carlota regañaba con dulzura al joven Celestino Flauta, dependiente de la casa, hijo mayor del comisario y acostumbrado compañero de juegos infantiles.

El rostro de la niña se iluminó cuando un Ludovico D’Andrea atacado de zozobra, le dijo:

-Buenos días... –en vez del consabido: "¿Cómo le va a mi angelito?"

-Atame el sulky, Celestino –ordenó vacilosa doña Leo. –Vamos a ir hasta lo del turco a buscar alfa...

-Los dejo solos –murmuró al salir, cuando ya D’Andrea había clavado una mirada desnuda en los ojos de Carlota.

Quince días antes de la boda, el pueblo entero de San José de Los Altares estaba ya excitado por el acontecimiento, el de mayor brillo de los últimos, desde que el alemán Otto Presser se volviera loco y se pusiera a tirar con su Mauser de mira telescópica, parapetado en el tanque de agua, sobre todos aquellos que acertaran a pasar por el camino, si bien con tan penosa puntería que sólo había herido en una oreja a la mula parda de don Mojamé.

Doña Leonor Bacigaluppo había decidido vender su chacra de San Vicentito para lograr los fondos suficientes y no tener que andar escatimando en un festejo que iba a hacer memoria.

Una modista de Córdoba estaba trabajando en su traje y en el de la novia, que doña Leo había dispuesto que fuera igual al de las revistas, blanco, con velo, cola y toca de azahares, considerando sobre todo que Carlota llegaría intacta al himeneo.

Tras una excusa no muy convincente del señor obispo, que fuera conversado por Nicanor Amuchástegui, primo segundo de Ludovico D’Andrea, y tras un consiguiente acceso de furor, doña Leonor se resignó a que oficiara la santa ceremonia aquel bribón de Aurelio, considerando sobre todo que la invitada de fuste sería la viuda Greta Braun y que el pecado no obstaba para que estuviera presente, y hasta ayudando la misa, el hijo de ambos que era seminarista y amigo de la infancia de la novia.

Había también decidido que, a falta de marido, la condujera al altar el alcalde Saturnino Robles, postrado en silla de ruedas desde el año anterior como consecuencia de una hemiplejía. Empujaría la silla el joven Celestino Flauta; el alcalde iría vestido de alcalde con el pecho cruzado por la banda nacional y Carlota podría llegar de bracete del padrino ya que, sentado en su silla, le quedaría a la altura.

Doña Leonor, que repasaba mentalmente hasta los últimos detalles de la ceremonia, imaginando su retiro del altar del lado derecho de la silla del alcalde (el del brazo bueno) había evitado columbrar cómo se las arreglaría el matrimonio. "Es cosa de ellos", se dijo finalmente y dio el negocio aquel por terminado.

Una curiosa ordenanza de don Robles había convertido en feriado el día 15 de octubre, con la excusa de que la primavera comenzaba en esa fecha en San José de los Altares y no el 21 de septiembre como indicaba el almanaque.

"Me cago en el almanaque" había logrado articular, luchando con sus babas. Tan sólo Nemesio López, escribiente de la alcaidía, advirtió la inutilidad de aquel decreto irritante para los conservadores contumaces, puesto que el 15 de octubre era domingo. Aunque se cuidó de hacer mención del hecho, para evitar agravamientos en la enfermedad del mandatario y no restar enjundia a tan notorios esponsales. Asimismo, mediante nota con su sello y firma, había ordenado al comisario Celestino Flauta la interrupción de todo tránsito con ruedas por la ruta de polvo y grava que atravesaba el pueblo, desviándolo por el camino de cornisa que nadie utilizaba con motor desde hacía veinticinco años y que alargaba en otros tantos kilómetros el camino hacia Ascochinga.

"Y dígame don Robles..." había inquirido el comisario con respeto: "¿Cómo carajo convenzo a los choferes?

El magistrado levantó su brazo sano y señaló un viejo cartel de chapa oxidada con la faz apoyada en la pared y en la que el comisario, al darle vuelta, leyó. "Peligro. Derrumbe".

"Tenemos dos" se comidió a informar Nemesio López. Con lo cual el problema quedó solucionado y la autoridad civil salió triunfante.

Ludovico D’Andrea estaba entusiasmado y había recibido de su futura suegra carta libre para organizar la celebración más grandiosa del pasado, del presente y del futuro de San José de los Altares, a la que nadie faltaría en calidad de invitado, o bien en doble calidad de servidor y de huésped, puesto que alguien tenía que realizar las tareas y habrían de ser pocos, entre los 98 habitantes estrictos de la villa, incluidos los enfermos y los niños de pecho, los que no fueran a hacer nada, vale decir, alguna cosa distinta de estar sentados mirando o de bailar y comer de las tres vaquillas gordas que don D’Andrea había mandado traer de Santa Fe y de los quince cabritos de la sierra y de beber de los quinientos porrones de la cerveza "Río Segundo", que sería enfriada con sesenta barras de hielo con sal gruesa.

Cincuenta mesas para cuatro personas y ciento veinte sillas serían ubicadas a lo largo de la ruta entre las dos márgenes del pueblo y siete cables eléctricos de noventa metros iban a ser tendidos con cincuenta lamparitas cada uno, lo que haría un total de ciento quince bombitas amarillas, ciento catorce coloradas y ciento veintiuna sin color alguno, para alumbrar los manjares.

Se estaba ya acondicionando el viejo tinglado de madera que albergaría a la orquesta característica de Melitón Zambrano, más requerida que el agua bendita desde la sierra hasta el valle y que podía ejecutar fox-trox y tangos, cumbias y rumbas, polcas y valses, chacareras y zambas, sin mencionar la presencia de las mulatas Incendio.

Por su parte, el joven hijo del turco del forraje, Mojamé Segundo, como lo apelaban, hacía ya tres semanas que estaba practicando en su acordeón-piano la marcha nupcial de Mendelsohn hasta lograr que le saliera de corrido, que era todo cuanto le había encomendado don Ludovico a cambio de un mono carajá que el prometido poseía y el muchachito codiciaba. La ensayaba junto a un micrófono conectado junto a uno de los altoparlantes de propiedad municipal, teniendo en cuenta que la ceremonia se realizaría al aire libre, en el altar castrense que inventara el padre Aurelio para dar misas de campaña  a los seis uniformados que componían el cuerpo de bomberos y el personal oficial, todos los nueve de Julio. Había obtenido también, bajo palabra de retorno ante la imagen sagrada de la Virgen del Valle, que la comuna vecina de Arrayanes le concediera en calidad de préstamo el camino rojo de quince metros de eslora que, según la tradición dijera, había desechado el doctor Elpidio González cuando bajó del coche para exiliarse en la Casa Azul, tras haber sido el vicepresidente de la patria.

A las diez y cuarenta y cinco de la mañana esplendorosa y fragante del 15 de octubre, día de la primavera en San José de los Altares, feriado por decreto y domingo por añadidura, empujada por el joven Celestino Flauta y flanqueada por el oficial escribiente Nemesio López, del edificio colonial de la alcaidía partió la silla municipal con su preciosa carga engalanada con todos los símbolos del mando.

Por carecer de familia, don Saturnino Robles era atendido en sus necesidades públicas por su oficial escribiente quien, para la ocasión, había tomado prestados unos zapatos amarillos con la venia de la Rosenda Gamarra, empleada doméstica y ocasional enfermera del alcalde.

Los habitantes de San José de los Altares, ya fuera por respeto a la entidad del acto, por simple afán de presumir o por esa mera insania de los hombres, se habían vestido con galas que en muchos casos parecían provenientes de una sastrería teatral. Un zorro plateado en plena primavera, bombines, bastones y polainas, ponían un toque de locura en la locura. Las gentes simples y humildes, por su lado, se habían limitado a darse un baño.

La silla de ruedas se iba desplazando pues, muy dignamente, entre la multitud que aplaudía (algunos se habían puesto guantes) al alcalde, por primera vez en su vida.

Tras un intento frustrado de saludar al pueblo, don Saturnino Robles que a pesar de tanto emperifollo se veía muy desmejorado, sólo atinaba a desplazar sus babas con el dorso huesudo de la mano buena y no daba señales cabales de disfrutar de los honores, ni siquiera tal vez de comprenderlos.

Cuando por fin la comitiva estuvo frente al camino rojo que había desdeñado un vicepresidente en su desgracia, hacía ya un buen rato que abría y cerraba las manos para descargar los nervios don Ludovico D’Andrea, que parecía Tyrone Power enfundado en el chaqué que había alquilado en Buenos Aires, deslumbrante con su corbata fruncida de pechera y aquel buen metro con ochenta y cinco que le daba porte de capitán de granaderos.

En el cabriolé francés de la viuda Braun, cuidadosamente pulido como una sopera de punzón, aunque carente en la ocasión del frisón negro azabache que completaba su nobleza (se había mancado el día anterior y debió ser reemplazado por la mula parda de don Mojamé) llegó la novia con el vestido blanco de cola, el velo de ensueño nocturno y el pequeño ramo ritual, nerviosamente apretado por sus dedos de bebé.

Cuidadosamente asistida por doña Leonor y cuatro niños de camisa blanca, corbata de lazo y zapatos de charol, logró por fin poner pie en tierra y liberar el suspiro que retuviera su pecho enamorado durante todo el trámite.

En el preciso instante en que Leonor Bacigalupo y Ludovico D’Andrea se dieron el brazo para iniciar la marcha hacia el altar de campaña en el que aguardaban muy serios el padre Aurelio y su hijo Adolfo, los altoparlantes municipales vomitaron un chirrido que ensordeció por un instante al pueblo entero de San José de los Altares y dio ocasión a Saturnino Robles de pasar discretamente a mejor vida, situación que sólo fue advertida por doña Leonor, quien hizo una seña casi imperceptible a su dependiente para ponerlo en autos del asunto y que empujara la silla con el cuidado debido y corrigiera la postura del difunto en caso de ser necesario, todo lo cual fue adivinado más que comprendido por el joven Flauta, que se encontraba asistiendo a la batalla entablada entre su devoción por doña Leo y sus impulsos extremos de salir huyendo.

Fue remediado el desperfecto y las bocinas transmitieron a Mendelsohn, interpretado en solo de acordeón-piano por Mojamé Segundo, más concentrado en su inminente posesión del mono carajá que en los acordes de la marcha nupcial.

La ceremonia transcurrió tan dignamente como era posible en aquel pueblo, al que bajó de la alta sierra, precisamente en el instante de la consagración, el ermitaño Zacarías con su rebaño de cabras y sus tres perros de lanas, que las tenían a raya. De modo tal en entre balidos y ladridos y el chistido de lechuza del padre Aurelio, quedó casada Carlota y satisfecha –a medias como siempre- su benemérita madre.

El ejecutante volvió a arrancar con Mendelsohn y don Ludovico D’Andrea, con la mayor naturalidad del mundo, tomó de la mano a su flamante esposa, que saludaba en su marcha patizamba junto a su marido con discreción de señora y regocijo de niña, alternativamente, según de quien se tratara.

Los cuatro infantes mientras tanto, se las componían para no pisar la cola del vestido, que era arrastrada por el camino de alfombra del que se había considerado indigno un vicepresidente de la República. La pareja nupcial era seguida por el difunto alcalde y por doña Leonor, que había posado el guante largo de su mano izquierda sobre el hombro del finado para evitar que se cayera de la silla y que, con talentos de ventrílocuo, le susurraba al aterrado joven Celestino Flauta:

-Nadie debe darse cuenta... Te lo llevás al galpón del turco y lo metés entre las barras de hielo donde están los porrones.

-Tengo mucho miedo, doña Leo... –había atinado a musitar el dependiente.

-No seas cobarde y hacé lo que te digo. Que Nemesio te ayude- ordenó la mujer con un costado de la boca mientras con el otro, sonreía respetuosamente a la señora Greta Braun, que había asistido al acto sin descender de su antiguo Mercedes Benz descapotado.

Batió las palmas enguantadas y dirigiéndose a todos con aire mundano, exclamó:

-¡A descansar para la noche! –mientras miraba alejarse a la pareja tomada de la mano rumbo al bazar y a su mismísima alcoba, a la que había renunciado y en la que el alma de su alma sería inminentemente desflorada.

Entonces fue cuando el demonio se apoderó de su cabeza y metió en ella aquella horrenda imagen de Tarzán con su mascota, cuya crueldad vulgar habría de mortificarla por el resto de sus días, mientras le vapuleaban el cuerpo las carcajadas, hasta producirle un calambre en la cintura y hacerle verter lágrimas de risa envenenada, de mala risa del infierno.

-Es por la emoción –aventuró la mujer del comisario, mientras procuraba apocar las convulsiones de Leonor Bacigalupo que era asistida asimismo, con alguna aprensión, por las personas presentes.

Calmadas ya las carcajadas, fueron sucedidas como un torbellino por el acceso de llanto más desgarrador de que tuviera memoria el pueblo de San José de los Altares.

-Es la emoción sin duda alguna –repetía la señora Flauta, tan satisfecha con sus conclusiones, directamente vinculadas con aquel asunto del que no se hablaba.

Doña Leonor fue finalmente invitada a subir al auto de frau Braun que la condujo hasta el bazar, distante solamente unos treinta metros y donde había ya dispuesto, en el cuarto que fuera de Carlota, las comodidades de su nueva vida de mujer terminada.

Se había tendido en enaguas sobre el lecho, forzándose a no pensar, cosa que , como es sabido, resulta ser imposible. Agradeció a la Santísima Virgen del Valle que no le llegaran sonidos de ninguna índole desde la alcoba nupcial. Hasta que oyó el carillón con que llamaban a la puerta del bazar.

"¿Quién podría ser el imprudente?, se preguntó, poniéndose con desgano el batón matelassé que le habían vendido en Córdoba, como si la novia fuera ella.

No poca fue su sorpresa cuando abrió la puerta y vio el rostro fiero y achinado del comisario Flauta, atravesado por los bigotazos de siempre, como un gran tajo negro, aunque las cosas no fueran estando como siempre.

-¿Me permite pasar? –preguntó Flauta con la gorra puesta y sin haber saludado.

-Pase.

-Doña Leonor, ya sabe usted cuánto la estimo y el respeto que tengo por su casa... Pero hoy se ha cometido un acto ilícito, comprometiendo además a dos muchachos inexpertos, uno de los cuales es hijo mío y su empleado...

-Siéntese Celestino, haga el favor –dijo Leonor, recuperando el ritmo de su pensamiento. –Nos vendrá bien una ginebra.

-El comisario se quitó la gorra y coincidió con doña Leo en que una ginebra les iría bien.

-No podía hacerse otra cosa, Celestino. Hubiera sido una catástrofe...Tantos preparativos... tanto gasto... El pobre alcalde estaba muerto ya desde el año pasado...

-Pero el asunto del hielo, doña Leo...

-Nada más razonable, don Flauta, para conservar intacto a Saturnino y hacerle mañana un gran entierro, como él se merece.

Pareció ablandarse el comisario, en parte tal vez por el razonamiento y en parte tal vez por la ginebra.

-Mi muchachito está atacado. Figúrese que le quitó la ropa de alcalde y lo dejó en camiseta y calzoncillos largos. Lo adobó con sal gruesa y lo cubrió de hielo. Pero ahora está atacado de los nervios.

-Un buen aumento de sueldo le quitará la maña. Hace ya un tiempo que pensaba dárselo. Es un tesoro el muchacho... La del estribo, querido Celestino, que por la noche hay juerga y en la mañana, funerales. ¿No suele ser así la vida acaso?

Eran las diez de la noche cuando Carlota y Ludovico D’Andrea salieron del bazar rumbo a la orilla derecha de la ruta donde se había instalado la cabecera de la mesa, junto al tinglado de la orquesta , que estaba dando suelta a unos joropos llaneros para solaz de algunos circunstantes y en especial del padre Aurelio, muy empeñado en asociarse al ritmo del trópico lejano, sin el menor sentido de la cosa, con golpecitos de cuchillo contra una copa vacía de cerveza, que no tardaba en llenarse nuevamente.

Doña Leonor flanqueaba al sacerdote y aguardaba la presencia de su yerno en el lado contrario, allí donde debía haber estado don Saturnino Robles que, como es ya sabido, yacía enfriado y salado entre cuatrocientos porrones de cerveza, puesto que cien ya habían sido honrados por la concurrencia.

Tomó su puesto don Ludovico al lado de su suegra, quedando Carlota separada de él, a la vera del clérigo.

-No te confieses todavía, Carlota, que hay más cosas... –dijo a los alaridos el chusco del pueblo, Ceferino Mosca, encargado de la usina.

-No sea grosero Ceferino –protestó la madre de la novia, aunque la chanza le hiciera alguna gracia.

-Eso espero... –replicó Carlota, mirando con ternura a su marido.

Entonces, sin que ningún espíritu malévolo lo urdiera, sin que la cuestión fuera siquiera prevista por el cerebro rumiante de doña Leonor, la orquesta característica de Melitón Zambrano arrancó espontáneamente con los compases contagiosos del transitado vals de Johann Strauss, inevitable en las bodas de buen tono y que provoca a las gentes a azuzar: "¡Que bailen los novios!..."

Hubo un instante de disgusto y desazón en los notables de la mesa y en la mirada de pánico y tormento de Leonor Bacigalupo hasta que Ludovico D’Andrea se estiró los puños blancos y apretados de su impecable camisa de pechera e incorporándose sonriente, dijo:

-Por supuesto- ante el silencio expectante de los pobladores de San José de los Altares y el silencio abismal de las poblaciones aledañas, de pájaros y bestias y de los cuatro elementos de la Tierra, con excepción del ermitaño Zacarías que era sordo y que, a buena distancia del resto de las gentes donde se lo había confinado a causa de su catinga de cabra, pronunciaba para su coleto, respondiendo tal vez a una secreta inspiración:

-Ningún hombre ha muerto de hambre verdaderamente. Los hombres mueren de comida...- afirmación que fue atendida por algunos de los comensales y que, de no mediar aquella horrible situación del vals imperial, tal vez hubiera sido celebrada, pues se decía de aquel hombre que era muy sabio y muy profeta, que se había disipado en la montaña por una muerte que debía y que había pasado dos años sin comer, nutriéndose tan sólo de los rocíos de la sierra.

Se encaminó Ludovico D’Andrea hacia el asiento de su esposa y la elevó con las manos como a un cáliz, y como a un niño la sentó en el antebrazo izquierdo, caminando así con ella hasta llegar al mero centro de la ruta de polvo calizo y grava suelta, donde la besó tiernamente en los labios y le tomó la mano izquierda con su diestra dando comienzo fantasmal a una danza de novios que estaba fuera de este mundo y de todos los mundos existentes más allá del amor.

Con una solvencia que hablaba de otros valses, sobre otros solares y bajo otros caireles, envuelta en velos blanquecinos de polvo y de ternura, la pareja nupcial, sin dejar de girar con los compases de la música, se fue alejando del centro del festejo, hasta perderse en el abrazo fragante, emocionado, de la noche inmensa.

Los funerales del alcalde no estuvieron a la altura de un gran muerto. No fueron contratados los servicios de la funeraria de Vuelta Guanacos y toda la pompa estuvo limitada a los florones negros de papel crepé que fueron amarrados a la cabezada de la mula parda de don Mojamé y que, privándose del descanso (es justo destacarlo), confeccionó en aquellas breves horas entre dos días memorables, doña Leonor Bacigalupo, diciéndose todo el tiempo: "No habrá sido un gran hombre... pero ¿quién lo es? En todo caso, siempre ha sido un buen amigo". Se refería sin duda a su notoria potestad sobre don Saturnino Robles y al usufructo constante que había tenido de ella.

Ceferino Ramírez había declinado el honor de construir el ataúd por hallarse quebrado de una mano y sólo pudo ofrecer un cajoncito de niño que le había sobrado de la epidemia de meningitis tuberculosa cuya crueldad se llevara, quince años antes de aquel día, a aquellos cuatro muchachitos que, tras unos meses de realizar milagros en la sierra y aparecerse a cualquier hora del día o de la noche, habían sido olvidados por el pueblo entero.

Tras extender de mala gana el certificado de defunción, el doctor Blanes, con voluntad más pobre todavía, había contemplado y medido a simple vista el cajoncito blanco y los despojos igualmente blancos, ajamonados, tan reducidos por los años, el frío y la salmuera, del señor alcalde de San José de los Altares, Su Excelencia.

-Apretándolo un poco puede entrar –dictaminó finalmente.

-Pues entonces, manos a la obra –se apresuró a gobernar doña Leonor, que proyectaba algo grandioso, un golpe magistral de su magín paradigmático del signo de Leo.

Con no pocos esfuerzos fue introducido el alcalde en el cajón de criatura que Ceferino Rodíguez se apresuró a clavetear con la mano sana y la asistencia del joven Celestino Flauta, muy satisfecho con su nuevo sueldo y la del oficial escribiente de segunda clase Nemesio López, todo ello en medio de las santiguadas y sollozos de la Rosenda Gamarra, que repetía fatigosamente:

-¿Y ahora qué voy a hacer?

Cuando llegó el cura Bastiánez, muy agitado, el cajón ya había sido cerrado.

-¡Es este burro de mierda! Dios me perdone...-se sofocaba. -...Que se le dio por empacarse y ponerse a comer grama. Ya pueden ver los zapatos cómo los tengo –los mostraba- de las patadas que le he dado.

-Cálmese padre Aurelio, que para el caso es lo mismo. Ya puede bendecirlo con el cajón cerrado, que la palabra de Dios atraviesa la madera –decía con no poca razón el carpintero.

La vagoneta del turco Mojamé está aguardando junto a la alcaidía con el musulmán en el pescante, que relataba a la discreta multitud reunida en torno del carruaje sus experiencias mortuorias en la lejana Siria, donde las costumbres no eran tan bárbaras y los muertos no se iban al infierno por la eternidad.

Celestino Flauta y Nemesio López aferraron con cautela los manijones de los pies, y Ceferino Rodríguez y el padre Bastiánez hicieron lo propio con los de la cabeza, mientras doña Leonor Bacigalupo susurraba en una oreja del clérigo, antes aún de que pudieran comprobar la levedad de aquel féretro de azúcar con su pequeño muñequito adentro:

-Hay que ir pensando en el nuevo alcalde...

-¡Cuánta razón tiene usted! –repuso el sacerdote mientras iniciaba la marcha... –Estamos acéfalos.

-Por eso mismo...

-¿Qué se le ocurre? –inquirió el presbítero, poniendo sumo cuidado al descender los escalones de mármol, que los muchachos y el carpintero parecían tomar a la ligera.

-Nada –mintió doña Leonor. –Tan sólo estuve pensando en la capacidad y diligencia del señor D’Andrea. Ya ha visto usted de qué manera ejemplar organizó su propia boda.

-Debería llamarlo Ludovico, doña Leo. No olvide que ahora es su yerno... –dijo el ladino religioso intencionadamente.

-¡Por Dios, Aurelio! ¡No me había dado cuenta –se escandalizó la mujer. –No debía haberlo mencionado... Sólo que no puedo dejar de pensar que sería un intendente muy beneficioso para todos.

El padre Aurelio creyó advertir cierta intención en la manera en que fue arrastrado aquel "todos" entre la lengua y los dientes y prolongada la ese en un silbido de lechuza como el suyo propio. Pero se estaba abocando con los otros tres a subir el muerto a la carreta y no era hombre de grandes atributos musculares.

Depositado que fuera don Saturnino Robles sobre el piso de la vagoneta y cubierto el féretro infantil con la bandera nacional por el único representante legal de la alcaidía, el oficial escribiente de segunda clase don Nemesio López, en cuyos zapatos amarillos, suyos ya para siempre, parecía brillar la brasa del Estado, se inició el cortejo hacia el cementerio, donde una fosa demasiado grande para la realidad del caso, desde la entraña del mundo y de los tiempos, estaba aguardando al fallecido mandatario, Dios lo tuviera en su gloria.

Antes de pronunciar las palabras de rigor, el padre Aurelio anunció a doña Leonor:

-Me ocuparé del asunto.

A falta de flores, los circunstantes fueron echando sobre el ataúd pequeñas matas de menta peperina, que arrebataban a la sierra con ademán de pesadumbre.

Dos días después de aquel entierro, don Ludovico D’Andrea y Amuchástegui, por aclamación popular, era elegido alcalde de San José de los Altares, recibiendo los símbolos del mando de manos de don Celestino Flauta, comisario inspector, y convirtiendo a su esposa doña Carlota Bacigalupo de D’Andrea, en la señora alcaldesa.

Fueron cinco años minuciosamente los que transcurrieron (es una forma de decir), noche tras noche, con ese aliento secreto e implacable de lo que está para siempre, pues no parece que el tiempo se midiera, sino que fueran los hombres quienes olvidan y recuerdan, quienes sueñan que viven y que mueren y cuyas grandes pasiones, que no otra cosa son las almas, suelen a veces ser eternas.

Así las cosas, por aquel tiempo pasaron las personas cobrando rastros del transcurso en ciertas ocasiones y sin cobrarlos en otras, como era el caso de Carlota D’Andrea que a los veinte años estaba igual que a los quince.

También pasaron las cosas y las bestias, el macadam por la ruta, la mula parda de don Mojamé, que se marchó una mañana con las huríes del profeta y aquel monito carajá, que fue infectado de rabia por una comadreja y que causó la muerte de Mojamé Segundo, la catalepsia de su padre y un sentimiento de espanto en la fragancia de la sierra.

A don Aurelio Bastiánez, con fondos provinciales, la alcaidía le había repuesto un púlpito de estuco y había encalado los muros de su capilla serrana.

El matrimonio disfrutaba de una vida normal (si es que se puede hablar así), satisfactoria y corriente. Don Ludovico, cuya pasión por Carlota se incrementaba cada día, acostumbraba a pasearse todas las mañanas por el pueblo, interesándose por las cuestiones de la gente, a la que no podía auxiliar por falta de presupuesto, pero que confortaba con su sonrisa de milagro y un toquecito en el hombro de su varita de tacuara con los extremos retobados en cuero de ñandú.

Carlota había hecho instalar en la intendencia un gran gimnasio donde pasaba las horas practicando sus artes de acrobacia sin el concurso ya de su maestro, que había partido hacía tres años de la mano de una pulmonía para la cual no había red, según ironizara amargamente.

Fue en una ardiente mañana de un 25 de enero en que los muchachos que perdían su tiempo intentando cazar ranas en el río con una larga cinta roja en el extremo de un cordel, quedaron mudos de sorpresa y maravilla cuando la primera trompa de elefante asomó detrás del codo de la sierra que descendía para el vado, seguida como se comprende por el elefante entero y otros dos elefantes enteros asimismo, que se enlazaban las colas con las trompas.

Ricas gualdrapas de brocado de Oriente les alhajaban el lomo y unos penachos sostenidos por bozales de coloridas lentejuelas maculaban la dignidad de su tristeza y el señorío de su lenta marcha por la vida.

Luego pasaron las jaulas con las fieras, los carromatos coloridos y el escenario con ruedas de la banda, uniformada de azul y oro y ejecutando una marcha alentadora.

Siempre hay una vez que es la primera, como suele decirse, y resultó ser aquella la primera vez en que llegaba un circo a San José de los Altares. No sólo los niños se apiñaban alrededor de los portentos y prodigios: en poco tiempo el pueblo entero estuvo reunido frente a la alcaidía, que fue el lugar de detención de la columna.

De un viejo jeep de guerra pintado de amarillo, muy elegantemente vestido con ropas deportivas, una copiosa cabellera rubia, rasgados ojos celestes y piel tostada por el sol, saltó ágilmente un enano que fue espontáneamente aplaudido por las gentes y que levantó los brazos en actitud de saludo, agitando la cabeza con ademán de gratitud

-Quiere parlar con alcalde –cocolicheó al vigilante de guardia en la intendencia, que no podía juntar las dos mandíbulas por la estupefacción que le causaba aquella enorme extravagancia.

Doña Leonor, paralizada, había concentrado una mirada de piedra en todo aquello. En su caldero interior hervía borboteando como una pócima de bruja, la gran mentira de su vida, segundo tras segundo, minuto tras minuto, día tras día, durante veinte años, seiscientos treinta millones de segundos, contra la humillación que le había impuesto Dios y la soberbia infinita de no aceptar la desgracia de los cielos.

Por primera vez en veinte años, la palabra vedada circulaba entre los vecinos, luego de ser disfrutada como un manjar del alma por paladares y lenguas demasiado tiempo prisioneros. Y si hubiera historiadores de la condición humana, el 25 de enero hubiera sido recordado como la fecha de la liberación del noble pueblo de San José de los Altares.

Aquel apuesto enano, que las dos cosas era el hombrecillo, daba por tierra con el untuoso asunto del que no se hablaba, humanizando la deformidad y desterrando la violencia de la distracción y el fingimiento.

Los alcaldes salieron sonrientes a la puerta y Achille Vasilievich se apresuró a besar la mano de la señora alcaldesa.

Descendiente de familia noble, había nacido en Zagreb cuarenta y cinco años atrás y había recorrido el mundo entero con su circo.

-Les nains sont pour les cirques et les cirques sont pour les nains... –dijo sonriente a sus anfitriones en el transcurso del almuerzo.

-J’ai toujours pensé la même chose...-replicó Carlota, más radiante que nunca.

Leonor Bacigalupo soñaba que soñaba. Un arrebato de luz fosforescente refuciló en sus ojos de lagarto sobre la arena mal colada de la pista desierta. Envuelta en una bruma que no era de este mundo, con un tutú de tules y zapatillas de punta rosadas como encías, la señora alcaldesa de San José de los Altares hacía brillar la desventura de sus piernecitas tuertas bajo las calzas platinadas y vivaces como los peces del río San Vicente, que no eran de comer sino de ensueño. Lo hacía con la soltura y la gracia de una persona entrenada y segura de sí misma, sobre la grupa hendida en dos naranjas blancas de un obeso caballo afeminado.

Leonor clavó los ojos de lagarto en el penacho de añiles y de granas con destellos áureos, que valsaba en la cabeza de la bestia. Los clavó allí para dejarlos, para distraerlos de lo que estaba aconteciendo en el extremo opuesto. En el extremo opuesto, Carlota equilibraba su pequeña persona de rostro maquillado como para un gran guiñol, absorbiendo la cadencia del galope, flexionando los torneados brazos, girando en fin, como una mezcla de ecuyère y bola elástica.

Fue la oquedad de un par de manos que aplaudían la que arrancó los ojos de lagarto del penacho ecuestre. Leonor Bacigalupo no hallaba ya terreno para sus pasos de mujer de espuela y recibió los sacramentos de aquel dolor punzante que nunca más podría domeñar.

Repantigado sobre el antepecho de terciopelo rojo que bordeaba la pista, el conde Vasilievich bebía champagne, que escanciaba de un jeroboam de talla algo menor que la suya y daba signos de ventura intensa al exclamar con su vibrante voz de bajo ruso: La vérité respire comme un lapin.

Leonor Bacigalupo soñaba que soñaba.

Vivimos de miserias. Y sin embargo, las grandes cosas están muy cerca de nosotros. La tragedia reside en que no somos capaces de verlas casi nunca. Pero si alguna vez las vemos, de la miseria a la grandeza transmigra nuestra vida.

El circo Zagreb había levantado su carpa de dos pistas sobre terrenos del finado Mojamé a la salida del pueblo y doña Carlota D’Andrea no faltó una sola noche a la función.

Mientras los peones acomodaban las cosas, daban su pienso a las bestias y cepillaban como a grandes muebles a los elefantes, en la melancolía infinita del día de partida, Carlota dijo a su marido:

-Me voy Ludovico... Sé que a tu lado viviría siempre como a una princesa, pero no soy una princesa. Soy una mujer enana, demasiado tiempo condenada a discutir con los espejos, una mujer que ha tropezado, tal vez, con su destino.

-O con su condena... –dijo Ludovico.

-¿Cuál es la diferencia?

-¿Nuestro destino es el amor...

-El amor es algo mucho más grande que el destino. Mucho más frágil también. Si no fuera así no existiría.

-Estaba en el aire –dijo el alcalde con la dignidad más triste de la tierra.

Carlota besó la mano temblorosa y fría de su príncipe azul y saltó hacia el jeep en el que Achille la aguardaba.

Bajo el alero colonial de la alcaidía, flotando en los ardientes calores del mes de febrero, Su Excelencia el alcalde de San José de los Altares, don Ludovico D’Andrea y Amuchástegui, quedó sentado en un sillón de mimbres, mirando hacia el vacío infinito de sí mismo, con la soledad de un hombre que había amado hasta extinguirse en el extremo sin retorno del amor.

  

Julio Llinás con  Marcello Mastroianni en Colonia del Sacramento,

 durante la filmación de la película homónima.

                                               

miércoles, 18 de noviembre de 2020

PEDRO ORGAMBIDE: Tres cuentos

 Vida y memoria del guerrero Nemesio Villafañe. – PEDRO ORGAMBIDE

 

1
Hubiera podido escribir una memoria militar, pero era analfabeto. Además, escribir le hubiera parecido un acto extraño, complicado e inútil. Indolente, tampoco necesitaba hablar de lo vivido. A él le bastaba la memoria. La memoria, se sabe, es la diversión de los pobres, un teatro iluminado, una linterna mágica que cualquiera tiene en su cabeza. Para él, al menos, era así, una diversión y hasta un vicio.

Los hombres del cuartel entraban y salían casi sin verlo, como quien ve un árbol, un camino conocido. Se quedaba acurrucado junto a la casilla del centinela sin hacer ruido, como esos perros viejos que se echan al sol.
Se miraba los pies cubiertos con trapos, los brazos esqueléticos que ordenaban un poco de yerba. Veía pasar a los oficiales con sus sables y sus botas lustradas, a los milicos del 50’, compadres, achinados, que salían del cuartel para presumir a las mozas. Entonces, por costumbre, extendía la mano como si fuera un mendigo de iglesia, aunque a él, para decir la verdad, nunca le gustó andar pidiendo en el atrio y prefería quedarse allí, cerca del cuartel, donde había pasado su vida y donde, seguramente, lo encontraría la muerte.
Algún milico le arrojaba una moneda en la lata; otro, arrogante, escupía ostentoso. No vela más; como a un ciego le bastaban muy pocas señales: el ruido de los carros, el toque de diana, cierta tristeza del crepúsculo.

Podía quedarse horas sin moverse, podían cambiar dos guardias sin que el viejo se levantara para orinar frente a las caballerizas. Miraba entonces ese pedazo de pampa y veía con toda claridad la caballada del combate, veía al mismo general ordenando la carga, aunque sabía, claro que sabía, que ahora eso era pura diversión.
Porque antes las cosas sucedían de otro modo: era el sargento el que venla a los gritos por el campo, y él detrás, el viejo que entonces era joven, un mozo abriéndose paso con el sable y esos godos tirándole a matar, y ése que se agarraba la cabeza, la frente partida de un sablazo. Terminaba el viejo de orinar y volvía a su sitio, se acurrucaba junto a la casilla del centinela sin hacer ruido, como esos perros viejos que se echan al sol.


Él vio a los perros tirados y a uno de esos mendigos que merodean los cuarteles, pero apenas si les hizo caso, ocupado como estaba en sentar plaza de soldado, en cambiar esas pobres pilchas por una casaca militar, un sable; estaba ansioso por vestirse de milico y salir a presumir a las mozas de los ranchos. Se ríe el viejo cuando lo recuerda, se ríe para adentro y los otros piensan que el viejo está dormido o mamado o muerto bajo el sol. Y en verdad se sentía como borracho probándose la ropa, se siente feliz junto a las caballerizas olorosas de estiércol, entre los relinchos, el agrio olor de los recados, las voces de los hombres. Mira hacia afuera. Ve la pampa, adivina la sangre que traen los crepúsculos, imagina la gloria mientras se ajusta el cinto. Esa noche sale de a caballo a gastar su juventud, se entrevera en partidas de monte, está en un bailongo, oye cantar un cielito, ve los cercos tupidos de glicinas, llega, no sabe cómo, a un pajonal donde dos hombres pelean, feroces, bajo la luna. El amanecer lo encuentra en un rancho donde una hembra le cura las heridas. Cuando sale (el amanecer son unos gallos, una pesada carreta que se hunde en el barro), presiente la ciudad, comienza a acostumbrarse a su olvido.


Así, ese joven jinete, ese gaucho analfabeto, supo de pronto lo que un novelista tarda en aprender durante años: que en el comienzo de una historia ya está su propio fin y que todo final es ilusorio como esas calles de tierra que se pierden en el campo y que a la vez son el campo, que todo (la noche que pasó, la pelea, el rudo amor, la ciudad que lo alberga), caben en la memoria. No es la palabra empeñada la que lo lleva hacia el cuartel, ni la aventura que desconoce, ni siquiera la paga incierta que un día antes ambicionó con codicia. No sabe qué hay más allá de esos matorrales ni le importa. Pero intuye que esos hombres que van saliendo de los ranchos, que aparecen a sus costados, con un fusil, con un sable, una cuchilla, son casi lo mismo que él o su caballo, una verdad tan simple como el olor de las caballerizas, el pelaje de un potro, un tiento o esa pesada carreta que se hunde en el barro.
Se oye silbar. Silba el viejo recostado en la casilla, adormecido por el sol.


No es el viento todavía, ni las voces de mando, los hombres en el vivac, las órdenes, los gritos, los estampidos. Es el capitán pasando revista a esos reclutas, gauchos analfabetos a los que les habla de la Patria, de los cojones que hay que tener cuando se enfrenten con el enemigo, la disciplina dice, la subordinación, el valor. ¿Entendido? Entendido, mi capitán, dicen, se oye decir Nemesio mientras las quemazones se levantan en el campo bajo una luna inmensa.


Hace dos horas o dos días que han dejado la ciudad y es como si nunca hubieran estado allí, como si hubieran nacido juntos, la tropa, la tropilla, los hombres, los caballos, el sudor, las ropas, los víveres, los jefes y ellos, avanzando hacia el Norte.

2
Al soldado Nemesio Villafañe, hombre de caballería, aquella marcha se le bahía olvidado. Otras huellas habían borrado a la primera, otras fatigas hablan terminado por oscurecer ese primer amago de coraje y resignación con que anduvieron durante esas noches, en las que él, Nemesio, aprendió a descubrir a los otros en las sombras, adivinándoles el miedo, la tristeza o la mera distracción, en las que él (no éste, un veterano, sino el otro, el de la primera marcha), supo reconocer esa voluntad ciega de su general que llevaba a esos hombres a la muerte. Ya nadie pensaba en ella, aunque alguno la nombrase cantando. Sí; al soldado Nemesio Villafañe, hombre de caballería, aquella marcha se le había olvidado. Pero ahora iba haciendo memoria, iba reconstruyendo una mañana, el canto de un chajá, la rastrillada, ese caballo solitario que pastaba ajeno al ruido del ejército, y que él se quedó mirando, casi envidiándolo, sin saber por qué. Claro que los hombres no hablaban de esas cosas sino del primer combate, del bautismo de fuego, del fuego saltando de las bocas de los cañones y quemando la carne, destrozándola, diezmando el primer batallón.


-Ah, sí -dijo Nemesio-, cierto.
Ya entonces era hombre de pocas palabras.


Fue de los primeros en entreverarse con los godos, el primero que cargó a lo loco contra los infantes que disparaban tupido, y eso que no era un veterano como ahora, sino un mozo abriéndose paso con el sable y esos godos tirándole a matar y ése que se agarraba la cabeza, la frente partida de un sablazo.


Fue allí cuando he chamuscaron ha pierna, fue allí cuando le hicieron esa herida que ahora es sólo un costurón, cosa de nada. No es raro que se olvide.


No, no le gusta hablar de esas cosas ni siquiera con la cantinera que es casi su mujer. A ella la conoció después, cuando eh desastre, cuando los godos sorprendieron dormido a todo el regimiento y empezaron a matar y siguieron matando gente hasta cansarse. Eso lo recuerda bien. Será porque el hombre tiene memoria para la desgracia. Cierto. Pero de eso no se habla, como no se habla de los muertos que a veces no se pueden enterrar y quedan desparramados en el campo. el había quedado así, precisa-mente, volteado cara al ciclo, cuando ella pasó y descubrió que gemía, cuando lo levantó (y eso que Nemesio era un hombre fuerte por aquel entonces), y lo cargó a los hombros, como una bolsa, un montón de huesos, que robaba al osario común. Hay algo que la memoria registra: un olor de sangre y podredumbre, de ropas y caballos destripados al sol, un olor que lo acompaña cuando ella lo baña en el río, desnudo, y que ahora recuerda sentado junto al fogón, junto a los hombres en la ronda del mate.
(Porque sólo las hembras pueden sacar ese olor con el olor de ellas, sólo ella puede, tirada en el monte, enroscándose a él como la hiedra, besándolo, buscándolo, dándole los pechos como antes la cantimplora en que calmó la sed.) Toma un mate despacio.

Nemesio recuerda la segunda marcha cuando el regimiento, lo que quedaba de regimiento, se juntó con los otros batallones y encerraron a los godos, en ese cuadrado que se llenó de pólvora. (Ellos estaban besándose todavía cuando tuvo que partir, él veía sus piernas oscuras en la claridad que se filtraba por el techo de paja.)

Fue ese momento el que quedó, ese barullo de españoles y criollos matándose entre los cerros, fue ese instante -la mano que le acaricia el pelo, la cicatriz de la mejilla-, y no la sangre, el estampido que el soldado aprende a olvidar.
-Cierto, uno se olvida -piensa Nemesio.
De haber sido otro, un general, digamos un coronel, al menos, hubiera escrito esos olvidos. Le hubiera puesto nombre a las batallas. Pero la memoria del soldado desconoce la Historia, se hace con esos ruidos y olores de la guerra que se repiten, monótonos, durante meses, durante anos, mientras dura la campaña. Nadie hace el recuento de los piojos, la fiebre, los pies llagados, las diarreas que persiguen al soldado. A nadie le importa. Tampoco importa el loco que en la cuesta de Chacabuco se echa a correr bajo una bandada de murciélagos, el borracho que confunde al enemigo con un manso rebaño de ovejas y que se muere, aturdido por su propia confusión, mirando un río imaginario, un espejismo. Cierto. Cada soldado sabe que esas cosas ocurren después de varios anos de servicio, cuando los nervios, el cansancio, la paga infiel y la nostalgia comienzan a minar la resistencia de los hombres. Pero los generales no escriben estas cosas, aunque anden como sus soldados con los ojos desencajados, enfermos de chucho bajo sus ponchos. A veces la calentura, la falta de mujeres, hace que uno de ellos (un jefe, un joven coronel), se bañe desnudo en la cordillera, frotándose el sexo con la nieve. Nadie se ríe de esas cosas. Nadie se ríe en la cordillera cuando sopla el viento, cuando las mulas y los hombres se desbarrancan con las piedras. Nemesio mira el abismo, mira al general montado en la mula, flaco, sombrío, envuelto en su poncho. Tampoco el general escribe sus memorias. Cartas, nomás: informes militares, pedidos de dinero para esas tropas que ahora cruzan los Andes, que marchan arrastrando mulas y cañones. En la desgracia todos los hombres se parecen, todos tienen las mismas jetas, apretadas, los labios resecos, ojos de mula a veces, ojos de loco a veces, ojos como vacíos, mientras avanzan como si fueran uno, una serpiente negra y perezosa arrastrándose por los desfiladeros. Y allí arriba los cóndores, planeando su indiferencia sobre el dolor y el cansancio de los hombres que marchan sin preguntarse para qué y que el general mira distraído, mientras tose como un tísico arriba de la mula. A veces se le acerca un capitán, un sargento, y se le ve la nubecita blanca que le sale de la boca mientras habla. Vaya a saber qué dice. No es cosa que le importe a un soldado. El tiene que con-fiar en la palabra de su general, en esa nubecita blanca, en ese calor de un cuerpo enfermo, en ese hombre cansado y asmático que los lleva a pelear, a morir sin preguntarse.
"Cierto, así son las cosas", piensa el soldado Nemesio Villafañe.


Se ha dormido, seguro que se ha dormido. Pero ha sido un momento nomás. Siente los pies llagados, el frío que le corta la cara. Pero no piensa en eso, ya no piensa en nada.


3
Ahora sabe que el porvenir no existe, que es demasiado viejo para soñarlo. En cambio, puede recoger las monedas de cobre que los milicos arrojaron en la lata, ir hasta el almacén que ayer fue pulpería, tomar un vino carlón o una ginebra. Eso le basta. Apenas el alcohol entra en el cuerpo, una ilusoria juventud se apodera del mendigo, del viejo sentado a una de esas mesas mugrientas que un rato antes ocuparon los jugadores de truco. Quieto, sin molestar a nadie, deja pasar las horas y hace memoria. Y la memoria, se sabe, es la diversión de los pobres, el teatro iluminado, una linterna mágica que cualquiera tiene en la cabeza.Medio en broma, un cadete bisoño le pregunta si es cierto que él ha sido un guerrero de la independencia y el viejo tarda en contestar, indolente corno es con las palabras.
-Así será, niño -responde con malicia o desgano, y se queda en silencio, porque el silencio es suyo, corno la vejez y la muerte, y la memoria que es su diversión, su vicio.
El otro insiste en preguntarle, le ofrece pagar una copa, se ofende ante la indiferencia de ese pordiosero y lo llama mentiroso y vago y mal entretenido.
-Así será, niño -vuelve a decir el viejo. Se entretiene mirando el revolotear de una mosca y ve el vuelo de un cóndor.
Antes de irse el cadete lo amenaza con meterlo preso y él está preso en el Callao ahora, engrillado, oyendo las descargas de la artillería. Se divierte. Ahora puede elegir un momento, dejarlo, volver a él. Transformarlo a su gusto. Antes no. Tenía un porvenir, y la fatalidad de ser joven. Ahora no. El es el único dueño de su teatro y es joven mientras duran el alcohol y el sueño, mientras quiera y Dios le de salud.


(Ese que está sentado allí soy yo -se dice el viejo-, y se ve vestido de suboficial, en Lima, después de algunos años de cautiverio, todavía joven pero con ese aire de náufrago que jamás lo abandona, tal vez desde el día en que estuvo en capilla, a punto de ser fusilado, cuando el cura le decía que encomendara su alma a Dios y él repitiendo el padrenuestro, hasta que, de un golpe, derribó a ese cura de los godos, le dejó en pelotas y él se vistió con los hábitos del cura, paso frente al centinela sin mirarlo, saltó a un caballo y comenzó a correr, sorprendiendo a esos españoles que ya lo estaban persiguiendo pero éstos no me agarran, no, y el aire se llenaba de ese polvo rojo de la tarde, del sudor del caballo, de las ramas de un monte que se le vino encima, que lo trago en su sombra. Y luego esa caminata esquivando las tropas de los godos, ocultándose como un ladrón, robando, perdiéndose otra vez, hasta encontrar a los suyos, hasta decir: Nemesio Villafañe, presente.)

Ahora está sentado, como si nada, en la posada de Lima y en el almacén de Buenos Aires, pasan las señoras y las niñas de la misa de once y él (los dos que son él en ese instante), sonríe pensando en el cura que quería ayudarlo a morir, el cura en pelotas, asustado, el ministro de Dios que le mandó Mandinga. Cierto, Dios y el diablo debieron ayudarlo en ese entonces. El suboficial Villafañe levanta el vaso. El viejo se mira corno en un espejo.


Ya no juega, pero a veces, solo, manosea los naipes. Se ve en una sota, en un rey, un caballo de copas. Tira una carta y el azar le recuerda un día, una fecha, un pueblo abandonado, una hembra de Chile, un moribundo que le entrega un mensaje para la viuda que él va a visitar y con la que convive cinco años. Manosea los naipes, piensa en el hijo que tuvo y que murió de viruela, recuerda con desgano la noche pantanosa en que daba ánimo a sus hombres, perdidos como guachos en la oscuridad. No sabe, ya no quiere elegir la suerte de los naipes, desconoce o descree el valor de la espada, el siete bravo, ya no juega, es verdad, sólo recuerda.


(Por eso, cuando ese colombiano lo provoca a jugar, él se aparta, busca cualquier pretexto para irse. Siente como un presentimiento, pero el otro está allí diciendo no sé qué cosas de los argentinos, de la flojera, de... Entonces toma los naipes, los baraja con calma, oye el crujido de los árboles del fondo, la madera que llora. El viejo tira una carta, repite la jugada que el otro Villafañe ya jugó en otro tiempo, ve la partida, las manos nerviosas del colombiano, la insolencia final, el desafío. Ve un pajonal donde dos hombres pelean, feroces bajo la luna.)

 El viejo se levanta. Arrastrándose casi, llega a la puerta, al trajinar del cuartel donde ha pasado su vida y donde, seguramente, lo encontrará la muerte.


4
Siempre la miró de frente. Supo que no tenía una cara sino muchas. No la buscó, como otros, en un derroche de inútil guapeza. No la eludió tampoco, como los traidores que se vendieron al enemigo o como los cobardes llorando como hembras. No. Supo que estaba allí, a veces con sujeta de vieja, y otras con una cara dulce y mansa, prometiendo reposo. Él la supo ver, caído en una zanja y en las noches demasiado largas de su celda y en el comba te, cuando ella, la muerte, cabalga desnuda cambiando de rostro (cada uno ve el rostro de su madre), en un caballo con pelaje de fuego. Supo soñarla también en los días de fiebre, con ganas de entregarse, de terminar con todo, cuando el cuerpo, como si fuera de otro, quiere dejar su sombra. Son cosas que se saben. Los soldados no hablan de eso. Por pudor quizá, por temor a nombrarla. Una noche, en Mendoza, Nemesio oyó platicar sobre la muerte. Fue la única vez. El que hablaba era ese cura metido a artillero, ese forjador de armas, ese patriota que andaba como pez en el agua entre los yunques, un fraile muy macho, recuerda Nemesio. Lo oyó contar una historia que, según barruntó, estaba en un libro. Supo entonces que un día los cuerpos de los difuntos van a volver a rendir cuentas pegados a sus ánimas, que ese día se van a oír más trompetas que en un desfile y que Dios, el mismo Dios, va a andar entre la gente. No se extrañó de oírlo. De algún modo, él sabía que aquello iba a suceder, tarde o temprano. Se había acostumbrado a convivir con los fantasmas, sobre todo en el momento de pelear, cuando, al frente de su pelotón, se metía a los gritos, espoleando a su caballo, y veía junto a él a los soldados que hablan muerto dos meses o tres años antes. El sabía que ellos peleaban todavía, que, ignorantes de la letra, seguían en servicio. Tal vez fueran los ángeles de los que hablaba el fraile.


(La vio llegar montada en una mula.
-¿Vos sos Nemesio Villafañe?
-Mande -respondió él, mientras se arrodillaba.
-Vine a buscarte porque hace mucho que faltás del rancho.
-Estoy en campaña, doña. No vuelvo hasta que no vuelva mi general.
-¿Vos no te acordás de mí?
-Con su perdón, no la conozco.
-A veces me soñás, a veces me llamás por las noches.
-Me olvido de los sueños, doña. La verdad.
-Te creo, hijo. Yo me fui muy temprano. Tenía ganas de verte.
El la miró.
La mujer buscaba algo entre sus ropas. Se levantó para ayudarla, para tocar a su madre, cuando desapareció.)

Para ellos el cuartel era su casa, su madre. El cuartel o las tiendas del campamento y aun el campo raso, donde los hombres dormitaban o morían entre un combate y otro. En Maipú, en Cancha Rayada o adonde diablos los mandara la suerte. Gauchos del Litoral, de Buenos Aires, combatían lejos de su tierra, olvidados ya de las llanuras, peleando en las montañas de Salta, o más al Norte, en Chile o en Perú, a orillas del océano, entre otras gentes, bajo las estrellas forasteras que se cuidaban de no mirar para no arriar recuerdos y molestas nostalgias. Gauchos y guachos, huérfanos, salían a pelear para volver, en la re mota esperanza de un poco de galleta, un yerbeado, otro día ilusorio. Ellos volvían a la casa: la infantería de rostros cetrinos, el batallón de morenos (algunos veteranos de las invasiones inglesas, otros en el aprendizaje de pelear, tan jóvenes, con el candombe adentro), volvía la caballería, los jinetes altivos entre los que iba Nemesio, los artilleros, los oficiales, los arrieros de mulas, los prisioneros, con el orgullo o el miedo o simplemente la ausencia brillándole en los ojos, y más atrás los carros, los cañones, los más viejos renqueando, los heridos, los muertos amontonados en una carreta que se hundía en la tarde y arriba un vuelo de chimangos o cuervos. Cada vez que volvían al cuartel, a la casa, a la madre, había fiesta que alivianaba el luto, no faltaba el cantor, el vino y, a veces, las mujeres. El mismo general festejaba el triunfo con sus oficiales, comía galleta, carne, sobre un tablón, con un cuchillo, con la mano, aunque era hombre de educación y hasta hablaba en francés. Pero era un soldado, uno de ellos, y les bahía dicho que tenían que seguir adelante aunque fuera en pelotas corno los mismos indios. Hombre el general, muy hombre, si, muy de a caballo. Él lo miró de lejos. El, que era un guacho, sintió que era su hijo, como cada uno de los que volvían al cuartel. Por eso se quedaba allí aunque esa noche, de patrulla, iba a andar por la ciudad como un extraño. Ya tendría otra noche para demorarse en brazos de una mulata y otra más y otra, hasta que llamaran a formación, tiempo había y de sobra. Ese tiempo ilimitado que no conocen los civiles, ocupados como están en mirar el reloj, la mujer, las hijas, los negocios. ¿Qué vigilarán estos hombres?, se preguntaba Nemesio en la ciudad. Se le hacía cuento que otros pudieran vivir sin pelear, sin mirar otro ciclo. Los bahía visto en los balcones de las casas, aplaudiendo junto a las niñas, discutiendo en los boliches, las plazas, rezando en las iglesias. Gente rara. Miraban al soldado con una mezcla de temor y respeto, recelosos siempre. Sólo una vez Nemesio miró a una señora de la ciudad, sólo una vez, cuan do ella pareció invitarlo con los ojos. El iba de a caballo, de patrulla, con su gente. Tenía la piel muy blanca la señora. Y unos ojos enormes. Fue una sola vez. Gente rara. Como ese general español, el prisionero, paseándose con su camisa llena de volados. En el portón le dieron el alto y el quién vive. El respondió: la Patria. Y a lo mejor, la Patria era eso, esos hombres tirados en sus mantas, los soldados arrebujados en sus ponchos, las caballerizas olorosas de estiércol, los relinchos, el agrio olor de los recados.


(-Nemesio Villafañe...
-Ordene, mi general.
El viejo está tirado junto a la casilla del centinela, no puede moverse, ya no le quedan fuerzas.
Pero el general se baja del caballo, le tiende la mano, lo ayuda a levantarse.
-Gracias, mi general, estoy muy viejo. Yo no sabía que volvía.
Con vergüenza mira su lata de limosnas, los pies envueltos en los trapos que ahora arrastra hasta el general. Trata de unir los talones, de cuadrarse.
-No hace falta, Nemesio, ya no hace falta. El viejo tiene ganas de orinar.
-Con su permiso -dice.
Orina bajo la luna, frente a las caballerizas. En el resplandor de un relámpago ve su caballo negro.
-Yo también estoy viejo -dice el general-. Vamos, compadre.
Se arrastra el viejo hasta la caballeriza, monta el caballo, se acerca a su jefe.
Sabe entonces que la muerte no tiene una cara sino muchas. Ahora puede mirar al general de frente, mirarse en él igual que en un espejo.
-Vamos, compadre -dice.
El cielo se incendia hacia el oeste. Después está la oscuridad.
Nemesio espolea su caballo. Al galope, a los gritos, corre a buscar su suerte.)

Al toque de diana, se sorprende de despertar entre los vivos. La muerte, la vieja puta de la soldadesca, juega con él, lo llama, lo rechaza a la vez. Se ha acostumbrado a eso. Ordena sus trapos junto a la casilla, va en busca del agua para el mate. Otro día, se dice. Los hombres del cuartel entran y salen casi sin verlo, como quien mira un árbol, un camino conocido.

5
Ya era un hombre hecho cuando regresó a Buenos Aires. Nada quedaba del mozo ni de la noche del comienzo, nada, a no ser un vago recuerdo de carretas, de ranchos diseminados junto al río. Supo que era otro el gobierno. Pero eso no es cosa que le importe a un soldado. El seguía enganchado y en servicio, aun que ya no quedase el regimiento y los capitanes tuviesen otro nombre. Lástima que el general se fuera para Europa, cansado de las intrigas y la sangre que ahora se derramaba entre los criollos. Lo supo en las pulperías donde no faltan charlatanes de la política. El los oyó en silencio, entre una partida de taba y el monótono rasgueo de un payador. Intuyó que su suerte, como la de los otros, era la de pelear y entre ellos. No le gustó. Aunque no tenía otro oficio que el de matar, soñó otra vida. Fue un momento nomás, lo que duran los sueños.
Fue leal al gobierno, al gobernador que fusilaron, a la ciudad que lo vio partir.
Un día cayó en una emboscada y reconoció entre sus captores a uno de sus soldados.
-Mírenlo a Villafañe -se reía el tape mientras lo ajustaban con el lazo.
No entendió las burlas de los hombres, no pudo o no quiso comprender la humillación que le infligían los paisanos.
-Mírenlo al Villafañe -seguía riéndose el tape-mírenlo al macho.
Lo empujaron y alguien lo cacheteó como si fuera una criatura. Nemesio no contestó a esa fiesta de borrachos; bajó los ojos y contuvo la rabia.
Una hora después, frente a un sargento que se jactaba de haber domado más hombres que los de todo un batallón, respondió, desganado, las preguntas. Le parecía estar viviendo otro momento, no ese, creía estar, otra vez, frente al oficial realista. Pero la voz del paisano, la cara achinada, llena de cicatrices, como la suya, ese tono cadencioso, ese fatalismo para nombrar las cosas, eran de aquí, seguro. Se miró en el otro con vergüenza. Ahora le pedían datos sobre su regimiento. Calló Nemesio, fiel a su divisa, al gobernador que los otros habían fusilado. Lo apuró el sargento y, como al descuido, le golpeó el hombro con el rebenque.
-No tengo lengua'e loro -dijo Nemesio y miró el sol que quemaba los campos.
-Pero tenís la lengua seca -le respondió el sargento y le acercó el latón de agua. Por instinto, la mano de Nemesio se acercó al latón, pero el sargento lo apartó sin apuro.
-Primero vamos a hablar. Después te podés llenar como si fueras sapo.
-No -dijo Nemesio-. Se agradece, sargento.
Al rato, estaqueado bajo el sol, sentía doblársele la lengua. Ya ni saliva tenía para tragar; le dolían los ojos heridos por el sol de la siesta, los brazos que se estiraban como tientos, las piernas, la columna corvada como la de esos locos que echan espuma por la boca.
Primero el sol subió como fuego. Después se le fue metiendo en la cara, en las tripas, en la cabeza que se le llenó de ruido.
(Ahora, estás muerto, Nemesio. Oís las voces de los hombres que andan bajo la tierra como si fueran topos, las voces de las mujeres que salen de sus ranchos para llamar a las ánimas, ves los ríos que arrancan las raíces y limpian el bicherío de las tumbas. Estás muerto. Mirás la culebra, los huevos del yacaré, las cuevas de la mulita, los huesos de los milicos que no vuelven. Debe ser el fuego de Mandinga ese calor, seguro, debe ser otro, no vos, el que grita como un tigre).

Dos hombres lo levantaron, lo arrastraron hasta el campamento. Uno era el tape.
-Mírenlo al macho -se reía-. Mírenlo al carajo éste.


6
Entre los prisioneros había un oriental que después de pelear en la otra orilla, andaba entreverado en los combates de aquí como otros gauchos. También estaba un entrerriano para quien Buenos Aires era tanto el exilio como el fin del mundo. No faltaba un negro, hijo de esclavos y esclavo él mismo hasta hace poco: era el único que hablaba de la libertad. Y hasta un irlandés, lugarteniente de un caudillo, un pelirrojo enorme que se revolvía en la furia del sueño, pataleando y puteando en su idioma. Nemesio reconoció que eran pocos los soldados de línea, muy escasos los hombres de carrera, insólitos y espontáneos los jefes. Ahora el tape podía burlarse de él frente a esos gauchos. De nada le valían a Nemesio su grado o sus años de servicio. Sólo para estorbo, se dijo, mientras miraba de soslayo a los centinelas. Como un perro después del castigo, también él parecía exagerar su mansedumbre. Anduvo acarreando tierra bajo la mirada del tape, llevando de un lado a otro los arreos y lujos de los vencedores, oficiando de sirviente, de cocinero, de peón. No contó el tiempo que estuvo allí. En cambio hizo el recuento minucioso de los guardias, los aperos, los yeguarizos, las distancias del campamento, vigiló los pasos, las costumbres, las borracheras y cantos de la tropa. Pudo andar como un ciego orientándose por el ruido, por el viento en los pastos. Sólo entonces expuso su proyecto al oriental, al entrerriano, al negro y al irlandés. Esa noche el gringo se deslizó como lombriz y prendió fuego cerca de la caballada que se espantó como si viera al diablo. El negro y el entrerriano redujeron al tape. Iba a gritar, cuando Nemesio lo degolló. Se escabulleron antes de los primeros tiros, montaron los caballos de los oficiales que salían del sueño con una espada en la mano. Lo demás fue correr, huir en dirección al monte, volver las cabalgaduras hacia el pajonal, cabalgar hacia el este, hacia los ríos, perderse en la noche sin luna.
Le parecía estar repitiendo un acto conocido, algo que ya había hecho y olvidado. Pero no; entonces andaba solo, forastero, y era un soldado de la Patria. Ya no, habla perdido la bandera. No tenla tropa sino cómplices, no tenía cuartel adonde dirigirse, sino la pampa, el desierto. Lo mismo que el infiel o que los pumas, pensó. El oriental y el entrerriano iban adelante; atrás, el negro y el irlandés, medio chamuscado, puteando en su idioma y con la cabeza como un montón de chispas.


7
Cuando un general teme perder su honor o el reconocimiento de sus méritos, puede escribir un libro y titularlo Mis memorias, puede contar las injusticias, cargarlas en las tramposas cuentas de sus contemporáneos. Sus compatriotas (y los hijos y los nietos que llevarán su nombre), pueden leer así su desventura, la desdicha de un hombre que luego será estatua. Pero ningún soldado, que se sepa, intentó jamás una tarea semejante. Le hubiera parecido desmedida ambición. Además, muy pocos entre ellos sabían escribir: apenas cartas con faltas de ortografía, algún recado, petición de pensiones, pedidos de plazas de vigilante, todo ese triste papeleo que no merece la atención de la Historia. No, el viejo no dice que no, pero se le hace inútil eso de andar fastidiando a las autoridades con un caso que, como él dice, es un desperdicio. Claro que le agradece a ese señor del diario la molestia que se toma, cómo no, y no le desprecia un pitillo o un patacón o un poco de yerba. Pero, ¿para qué hablar de él? Claro que estuvo en esa batalla y también en esa otra, sí, señor, pero eso fue hace mucho, añares hace y se me afloja la memoria. Asiente el viejo. Se ríe bajito y se deja invitar con esa ginebra y después vuelve a la casilla, gracias señor, hasta más ver, le dice. Prefiere quedarse allí, mirar a los mozos que marchan con sus fusiles nuevos, con las botas de media cana o con polainas de botones relucientes, limpitos como para desfile, piensa el viejo y se ríe pensando en esos montoneros, gauchos rotosos de los montes.
Cuando los vio, supo que eran los suyos. El venía con el irlandés, el oriental, el negro.
El entrerriano se adelantó.
-Son amigos míos -dijo-buenos gauchos.
Esa noche volvieron a comer galleta y se mamaron a la salud del caudillo.


(-¿De ande venís, gringo? -pregunta el viejo.
Ve la cabeza del irlandés clavada en la pica.
-De mi patria -dice el pelirrojo-. Siempre quise volver.
-Queda lejos eso, no?
-Lejos sí.
-Peno estás muerto, gringo.
-Me ahorcaron en Irlanda.
-No -porfía Nemesio-. A vos te ajusticiaron en Cerro Alto. Me acuerdo como si fuera hoy.
-Cierto -dice el gringo.
-Yo me les disparé -dice el viejo como quien reconoce una falta.
En lo alto de la pica, la cabeza del irlandés empieza a cantar.
-No te entiendo, gringo. Hablá en cristiano que no entiendo lo que decís.
-Está loco -dice el entrerriano.
-¿Loco?
-Si sueña con el mar.)

Cuando el irlandés sueña con el mar parece que relinchara debajo de su poncho. Los otros gauchos lo miran divertidos, aunque he respetan el coraje. El mismo caudillo lo tiene por hombre de confianza. Sabe batirse solo con los regulares, entrar a lanza entre la gente de línea, desaparece como una exhalación para volver otra vez al ataque, siempre de sorpresa, siempre mañoso, como si fuera gaucho. Nunca se pone en pedo aunque tome diez litros de ese aguardiente que calienta a los hombres y los vuelve pendencieros y taimados; nunca, sólo se emborracha soñando con el mar.
Ahora están los dos, eh irlandés y Nemesio, en lo alto de la barranca, mirando a los regulares que se acercan. Ocultos entre las matas los dejan avanzar. De pronto el irlandés pega el grito y Nemesio y el entrerriano hacen saltar las piedras que se despeñan sobre los regulares, mientras el negro y el oriental disparan sus fusiles. Sor prendidos, los regulares retroceden, contestando el fuego y la pedrea. Entonces sal en del monte veinte montoneros que atacan de a caballo a la retaguardia, que entran a degüello, mientras desde el otro flanco el mismo caudillo y una docena de hombres entran en acción tacuara en mano. Se anima Nemesio en lo alto de la barranca, invita al irlandés y al entrerriano a meterse en el baile, bajan a lo loco gritando a muerte con sus cabalgaduras, con los sables robados.

(-Peleabas lindo, gringo.
-Vos también.
-Lástima lo de Cerro Alto.
-Lástima, si. Me acuerdo del oriental.
-A él lo despenaron por espía.
-Raro morir así ¿no?
-Es más raro estar vivo -reflexiona el viejo mientras sueña.)


8
(Toda memoria es infiel. Más piadosa que la vida, menos exigente, reacomoda los hechos, los separa, los vuelve a juntar en su universo despojado de lógica. Menos loca que el sueño, menos ruidosa que la realidad de los días, rescata un instante, el color o el olor o el sonido de algo que paso y que, por ella, vuelve a transcurrir de una manera diferente. Todo escritor, el militar que escribe sus memorias, el hombre que redacta este cuento, pide su gracia, busca su inspiración, su azaroso designio. También Nemesio, el Viejo. Puede Nemesio, el Joven, seguir su biografía, servir con lealtad a su caudillo, enfermarse, combatir a los que antes defendió, aparecer un día en los pagos de Olta y otro a orillas del Salado, envejecer, mirar cómo sus manos acarician el cuerpo de un recién nacido, entrar a la iglesia para cristianar a esa criatura, sentir que la vida es una sucesión de ayeres. Para Nemesio, el Viejo, esa sucesión no cuenta: él comienza su historia en cualquier parte. ¿Será él o su hijo el que llora bajo el agua bendita?
¿Qué hace esa mujer con el crío en los brazos?
-Viene a traértelo, Nemesio.
-Déjamelo, mujer. Ya es hora que lo apartes de tus polleras. Parece charabón el chango. Venga para acá -le dice-, y lo sube a un potrillo.
)

-Dicen que los regulares vienen con refuerzos, que fusilan a los prisioneros y los degüellan y clavan sus cabezas en las picas para escarmiento de los gauchos.
-Así será, mujer. No he de morir de viejo -dice el joven.


9
Es el santón que baja de los cerros. Sin piernas y sin manos, viene a los saltos como si fuera cabra. Su tronco ya no siente el dolor y ese es su mérito, toda su virtud, la santidad que Dios le ha dado. También él fue un guerrero. Las viejas cuentan que siguió al general más allá de los Andes, que vio iglesias adornadas de oro, que conoció el mar. El santón baja de los cerros y chilla o silba a veces como un asno en celo, otras como la víbora. Las viejas encienden velas y le piden milagros. Baja el santón. En el Día de los Inocentes. Dicen que el general lo utilizó de guía, de espía, de rastreador. Un indio, lo que queda de un indio: ese tronco sin piernas y sin manos que baja de los cerros. Los montoneros hacen la señal de la Cruz. Lloran, cantan las viejas. Entonces Nemesio le sale al cruce, se arrodilla. Quiere que le salve al hijo. Una vida por muchas. ¿Llora Nemesio? Cubre al santón con el poncho, lo levanta, lo lleva a la capilla.
-¿Qué iba a hacer el santón, Nemesio? Te habías desgraciado.
-Cierto.
-Siempre rezo por él, Nemesio, por el inocente.

10
Ese jinete, ese gaucho analfabeto, supo lo que un novelista tarda en aprender durante años: que en el comienzo de una historia ya está su propio fin y que todo final es ilusorio como las calles de tierra que se pierden en el campo y que a la vez son el campo; supo, mientras entraba a la ciudad, que todo (las noches, las peleas, el rudo amor, el hijo ausente), se hundía en la memoria como agua de pozo. Flojo en su cabalgadura, pasó por los mataderos, entre las bromas de los matarifes que vieron a un gaucho harapiento sobre un caballo flaco. Anduvo por los mercados, por las calles que ya eran distintas, por las orillas donde se refugiaban los hijos del gauchaje. Durmió en una barraca, en un potrero, junto a los carromatos de unos gringos que levantaban la carpa de un circo.
Ya nadie hablaba de la guerra.
Vio a otros soldados de su general, muy viejos, mendigando en las escalinatas de las iglesias. Rumbeó para el cuartel que era su casa, su madre.
"A hora no sirvo ni para estorbo ", meditó.
Venía de muy lejos y no se sorprendió cuando el caballo se negó a seguir, cuando cayó como un montón de huesos en la calle de tierra.
Lo miró boquear como quien mira su muerte.
Se miró los pies cubiertos con trapos, los brazos esqueléticos; vio la pampa y adivinó las voces que traen los difuntos. Creyó oír; mientras caminaba bajo el sol, el ruido de un combate olvidado.
Otros viejos, generales cargados de medallas, en ese instante estaban escribiendo sus memorias.
Pero esa es otra historia.

……………….

 

La señorita Wilson.- Pedro Orgambide

Los vecinos dicen que es una vergüenza. No es posible, dicen, tener esa pieza de madera en la terraza, sobre todo ahora que vamos a comprar los departamentos en propiedad horizontal. Es como tener una mancha de grasa en el smoking. Así piensa Luchini, el importador de géneros, aunque es poco probable que haya usado smoking alguna vez. Pero lo dice y los vecinos asienten. Sí, es una verdadera vergüenza, opina la señora de Guzmán, y también Magda (no lo hubiera creído) esa chica que pasa avisos por televisión. Estamos reunidos en el departamento del arquitecto y hablamos de una pieza de madera. Estamos todos o casi todos los vecinos de la casa. Todos menos la señorita Wilson. No la hemos invitado. Ella no va a comprar su departamento. Y además,¿se puede llamar departamento a esa pieza de madera? La señorita Wilson vive allí desde hace quince años. "Es inconcebible- dice el arquitecto- que en una casa como esta se haya permitido edificar una covacha solo para beneficiar a esa mujer" Pero parece que el dueño tenía buen corazón o quería ganar un poco más. Vaya uno a saber. Lo cierto es que la señorita Wilson vive allí, entre nosotros y el cielo.
"¡Oh, no, es imposible tener ese adefesio allí!", o0pina Ruiz, el muchacho del cuarto piso. Se acaba de casar y escucha hermosos conciertos en su tocadiscos. ¿Cómo? ¿También él? Yo he visto a la señorita Wilson en la terraza, escuchando una sinfonía de Mozart que se empinaba por las paredes grises y subía hasta los cables tendidos y las antenas de televisión y las nubes de un atardecer en Buenos Aires. Y me pareció que la señorita Wilson sonreía. No con la sonrisa de sus sesenta años, sino-¿cómo decirlo?- con una sonrisa joven, la que tendría cuando estudiaba, cuando leía a Marlowe sin entenderlo o cuando veía cruzar, por la pradera inglesa, a uno de esos jinetes como los que tiene en los cuadritos. Pero Ruiz dice que es un adefesio (ella o su casa, ya es lo mismo) y apenas si oigo lo que dice Magda.
Ah, sí, las medias. La señorita Wilson no respeta la ordenanza municipal. Tiene un perrito. Y el perro, dice Magda, un día le destrozó las medias que había colgado en la terraza. Luchini la mira. Magda tiene hermosas piernas. Cada vez que pasa un aviso por televisión la cámara las enfoca. Deben estar aseguradas en un millón de pesos, por lo menos. Claro, ahora no cuelga más sus ropas en la terraza. Las manda al lavadero. ¡Hay tanto trabajo en la TV! Y, según dice, muy poca gente de confianza para el servicio doméstico. Las mujeres asienten. Se han olvidado del perro de la señorita Wilson. ¿Qué importancia tiene un perro comparado con la TV?
Pero para la señorita Wilson tal vez el perro sea una de las pocas cosas que importan en su vida. La señorita Wilson le dice:"¡Tony! ¡Tony! ¡Come here, Tony!" Y el perro va hacia ella, deja de jugar y de mover la cola y siente la caricia de unos dedos demasiado finos, una caricia que pareciera volver sobre sí misma.
"Podríamos comprar el departamento entre todos y buscarle una comodidad a la inglesa".¿Quién dice eso? No lo sé. Alguien opina que en una pensión estaría mejor que en esta casa. Hay una señora que habla de pensiones para señoritas. Son lugares "correctos”. Pero también son "correctos" los asilos y son tristes. Lo digo y los demás me miran como a un loco.
"No nos trate de desalmados", se defiende el arquitecto y se acerca para despejar el malentendido. "Vamos, vamos, somos vecinos, nunca hubo una palabra más alta que otra entre nosotros. ¿Es así o no? Nadie quiere mal a esa mujer. Pero a usted mismo, a usted que le gustan las cosas buenas de la vida, le tiene que molestar esa covacha encima de su departamento. Porque no puede negar que la señorita Wilson tiene costumbres raras. Es espiritista o algo parecido. Y hay días en que viene gente muy rara a visitarla, gente que canta salmos o cosas por el estilo; en fin, gente que no es como nosotros.". Le explico que la señorita Wilson es evangelista. Y que la oí predicar en una plaza. Los vecinos callan, divertidos. ¡Eso sí que no lo sabían! La inglesa predicando en una plaza. Nunca lo hubieran imaginado. Sí: un grupo de hombres y mujeres canta, y de pronto uno dice que la hermana Wilson (no sé si la llaman por su apellido o le dicen simplemente hermana) hablará para todos.
-¿Y qué dice? ¿Qué dice?- pregunta Magda, curiosa. Porque al fin es casi colega suya. También la señorita Wilson tiene su público: conscriptos aburridos que no encuentran muchachas en el parque, un matrimonio "haciendo tiempo" antes de entrar en el cine, algún ocioso como yo, y unos cuantos viejos, más preocupados que nosotros por las cosas del cielo.
¿Y qué dice la señorita Wilson? Habla de la bondad, de Jesús, de los pescadores, del pan, de la sal y del vino, habla con los ojos fijos en el cielo. Y dice: "Yo he sido pecadora."
-¿Dice eso?- interrumpe Magda-
- Dice eso.
Es imposible imaginar a la señorita Wilson pecadora. Y menos en los pecados de la carne, que son los primeros en los que pensamos. Quizá la señorita Wilson se refiera a sus años de mujer joven, cuando trabajaba como institutriz en casas de familias importantes, en algún vago amor con el padre de un alumno. O en la avaricia. En un tiempo ganaba su dinero con placer. O en la gula. Hubo una época en que comía dulces y bombones hasta el hartazgo. Es cómico. Después tuvo diabetes y el médico la condenó a un régimen frugal. Ahora es delgada, ascética y, como dicen las mujeres, nada femenina. Me parece verla en el parque: lata, con el cabello recogido sobre la nuca, el cuello emergiendo de una blusa monacal, la pollera lisa contra las piernas. Unos ridículos botines. Y esa voz, esa voz de pájaro que hace reír a Magda.
-¿Y qué dice? ¿Qué dice?- preguntan los vecinos.
La señorita Wilson, con toda su voz y ante las risas sofocadas de algún intruso, dice:
Los que confían en sus haciendas, y de sus riquezas se jactan.
Ninguno de ellos podrá de manera alguna redimir al hermano y dar a Dios su rescate.
- No entendí nada- comenta Magda. -¿Pero qué hora es?
Es tarde, sí, y tiene que ir al estudio. Es una lástima que no pueda quedarse. ¡Se ha divertido tanto con el cuento de la inglesa! Me lo agradece como si yo hubiera inventado a la señorita Wilson.
-¡Miren que ponerse a hablar en la plaza! ¡Es rarísima!
"Habría que ayudar de alguna forma a esa pobre mujer", comenta alguien. Y todos estamos de acuerdo. Hay que ayudar a la señorita Wilson. Los buenos vecinos proponemos una indemnización si ella se va. Una parte el dueño y ora nosotros. Tal vez la señorita pueda vivir en un templo evangelista. Pero algún entendido explica que no hay que confundir esos templos con los albergues del Ejército de Salvación. Allí sí tienen camas. No, no vamos a discutir eso. La señorita Wilson ya va a encontrar un lugar. Lo importante es que acepte. ¿De acuerdo? La generosidad, como la risa, es contagiosa. No, yo no estoy de acuerdo. ¿Pero cómo explicarles? ¿Cómo decirles que la señorita Wilson no puede llevar a cualquier parte sus muebles viejos, las mantelerías que no usa, la caja de los remedios, las manías, los hábitos, los cuadritos con los jinetes que corren por la pradera inglesa? Y Tony ¿O no han pensado en Tony?


La muerte vino en ayuda de la señorita Wilson. Magda se llevó a Tony. Le rompe las medias pero la divierte. Los demás vivimos sin zozobras. El mundo está lleno de pequeños e inocentes asesinos como nosotros. La señorita Wilson fue la elegida. Por eso su corazón, al enterarse de nuestros proyectos, tuvo la delicadeza de dejarse morir.

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El incrédulo.-  Pedro Orgambide

Mienten los que dicen que Emiliano Zapata vive todavía. ¡Ni modo, mano, está muerto y bien muerto! ¡Si yo fui uno de los que lo mató! Mienten los que dicen que anda en un caballo blanco por el desierto de Arabia. Puros cuentos, cotorreo de esos viejos que se llenan la cabeza de pulque, de sueños y de pájaros. Se lo digo yo: está muerto. A mí no me falla la memoria ni la puntería. Si ahorita, de un balazo, puedo acabar con el vuelo de un zopilote de las sierras. Esto de que Emiliano vive es cuento, señor, toda esa historia del caballo blanco...

 Así dijo el viejo. Sólo que aquella noche, el incrédulo, vio bajar de las sierras al caballo blanco y su jinete. Sacó su pistola. Pero tarde. El jinete le disparó su 30-30. Se desparramaron en la tierra los pensamientos del incrédulo.

 Fue así como murió don Buenaventura Salazar, según dicen.

 

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¿NO HAY OTRO LUGAR DONDE PODAMOS ENCONTRARNOS?

  E ra una fría mañana gris y el aire era como el humo. En esta inversión de los elementos que se produce a veces, el cielo gris, suave y ap...