JULIO LLINÁS
De eso no se habla
Cuando la niña cumplió los cinco
años, doña Leonor Bacigalupo comprendió que la luz de sus ojos, la alegría de
su vida, el orgullo de su vientre, la razón de su existencia, era enana.
Aquellas dulces curvas en las
piernas, aquellos dedos ondulados, aquel andar patizambo, no eran ya (como
había querido creerlo cada minuto de sus días y sus noches) delicias comunes a
todos los infantes bien nutridos, como esos que se ponen desnudos con las
nalguitas para arriba en las propagandas de polvos de talco.
Doña Leonor llevaba una colección
de aquellas propagandas y le resultaba evidente que los niños de modelo no
superaban los dos años ni tenían muelas. La Carlota, en cambio, había echado ya
una completa dentición de leche, con la que masticaba, golosa y feliz, un trozo
de torta de chocolate y frambuesas que la propia doña Leo había cocinado para
aquella fiesta de cumpleaños en la trastienda del bazar, bautizado con el
nombre de su adorada hija.
Estuvo mirándola un rato, con el
bonete de cartón y papel plateado y el vestidito azul con alamares de
terciopelo verde, los soquetines blancos y los zapatos de charol con tira al
medio.
Jugaba alegremente con los niños
que allí estaban. Estaba el hijo del boticario Zamudio; estaba el sobrino de
Ludovico D’Andrea, titular de la oficina de bienes raíces, siempre intentando
inútilmente vender terrenos para moscas en las laderas casi verticales del
Cerro de los Pumas; estaba el hijo amarronado del comisario Celestino Flauta
que, en titánico combate con aquel apellido de maldición, lograba hacerse
respetar a charrascazo limpio en las milongas cuando el gauchaje ya mamado se
arrojaba los porrones vacíos, cuya cerveza trasegaba tibia y hasta a razón de
veinticinco litros por mamado; estaba la hija sordomuda del doctor Jacinto
Blanes, médico cirujano y sacamuelas, acompañada siempre de su madre, que no
hacía más de idiotizarla, gesticulando las señas de un idioma que ninguna de
las dos había aprendido; y estaba el hijo del turco del forraje, Mojamé, como
le decían y él se dejaba decir, ya fastidiado de aclarar a gentes de simpleza,
que él llevaba el nombre sagrado del profeta.
También estaba el hijo del cura y
de doña Greta Braun, la enigmática viuda del castillo que en la guerra mundial
había albergado a los marinos fornidos y apolíneos del Graf Spee y
que se dejaba ver muy raras veces fuera de misa y, a estar de lenguas osadas y
poco precavidas, fuera también de la modesta cama de madera, aunque aviada con
sábanas de fresco hilo de lino, de don Aurelio Bastiánez, párroco titular de la
centenaria capillita de Candonga. Se confesaba, según habladurías, con el
propio amante después de cada tarde de lujuria, pero no ya en el lecho y con
mostración de desnudeces, sino uniformados y decentes, en el propio locutorio
de trescientos años que Ludovico D’Andrea intentaba mercar por veinte pesos
para venderlo en la ciudad por veinte mil, como ya había hecho con casi todas
las cosas de valor de San José de los Altares, incluyendo el púlpito de la
capilla, íntegramente laminado en oro fino.
Acaso por ser hombre de más luces
o con mejores artificios de granuja, Ludovico D’ Andrea era la fuente
demostrable y única de las murmuraciones, ya fueran cosas ciertas o afiebradas.
Soltero y de buen porte, rondaba
la cincuentena y llevaba ropas caras e ingeniosas, que ni en la propia ciudad
de Córdoba podían ser halladas. Eso lo hacía apetecible para las mujeres de
toda edad y condición, acostumbradas como estaban a los amores fantasiosos en
la soledad de sus tareas lugareñas y sus melancolías infinitas.
Solían hablar de su sonrisa o su
mirada, mas despertaban en medio de la noche bañadas en un agua espesa,
abrasadas de lascivia, soñándose apretadas por sus piernas, que su delirio
requería velludas y torneadas.
Lo cierto es que de Ludovico
D’Andrea nadie decía nada malo, todo según se interpretaran, claro está,
aquellos actos de su buen corazón, cuando compraba viejos trastos de viejas
familias o de pequeñas capillitas perdidas en la sierra. Tampoco, a pesar de su
innegable galanura, había maridos quejosos de adulterio, ni era posible
observar satisfacción sobresaliente en el rubro de las damas devotas del
recato, de la desgana conyugal o de veloces maniobras con las ropas puestas, en
el asiento trasero de algún coche.
Desde aquel día memorable en que
el padre Aurelio recibiera a Leonor Bacigalupo en confesión y en que después de
haberlo masticado durante muchas noches, se decidiera a confortar el alma
quebrantada de tan cumplida feligresa, diciéndole:
-Dios nos envía cosas, doña Leo,
en su infinita sabiduría, que debemos aceptar con resignación y hasta con
júbilo... Quiero decir que la Carlota...- y fuera tajantemente interrumpido por
un inapelable:
-De eso no se habla– desde aquel
día memorable, de aquel asunto no se hablaba.
La niña Carolina iba creciendo
(valga, por Dios, el eufemismo) entre una nube de profesores que doña Leonor
mandaba venir de Córdoba, estudiando todas las asignaturas de los colegios y
otras que en ellos no se dictaban. Sólo un capricho inexplicable había tenido cuando
cumplió los diez años: pidió un maestro de acrobacia.
Una semana más tarde, todos los
lunes, miércoles y viernes, viajaba desde la ciudad de Córdoba un maduro
acróbata ya retirado, que había malgastado sus días de grandeza.
A medida que pasaba el tiempo,
Carlota daba señales de una vivaz inteligencia y de un constante buen genio,
que seducía a todo el pueblo de San José de los Altares y aun a vecinos de
villas aledañas. Solía sentarse sobre el mostrador del bazar con las piernitas
estiradas como una muñeca de tómbola y platicar con gran humor sobre cualquier
cosa que hubiera sucedido, bañada por la mirada orgullosa de su madre.
Ludovico D’Andrea la visitaba
cada día para el aperitivo, que doña Leonor le servía con aceitunas verdes y
pequeños trozos de embutido quintero. Narraba historias de países lejanos,
exóticos, inexistentes. Carlota las escuchaba embelesada y las retribuía con
sus conocimientos, ciertamente vastos, de mitología griega.
Cuando la niña cumplió los quince
años, Ludovico D’Andrea se atrevió a decirse que la amaba.
No ha de pensarse que fuera un
hombre enfermo de la entendedera ni que tuviera pasiones aberrantes. La veía
como lo que era: una muchacha enana de noventa centímetros de altura y las
facciones lavadas de su padre, que había muerto de insignificancia poco después
de nacer ella.
-Sé que parece cosa de locura...
-le había dicho al padre Aurelio.
-Yo diría más bien, una broma de
mal gusto... –había respondido, amoscado, el religioso.
-No es cosa de broma, aunque tal
vez sea de mal gusto... –había dicho. –Y he de agregar algo más... La deseo
como jamás he deseado a otra mujer.
-Esto es casi abominable –replicó
el santo varón, aunque no tan santo, si se considera la concupiscencia con que
evocó las piernas largas y delgadas, las manos huesudas y tersas, la boca
madura y jugosa de frau Braun, la madre de su hijo, ya adolescente y en el
noviciado.
-Es la única persona que acepto
totalmente –dijo D’Andrea ensimismado -Usted bien sabe, padre, que no me faltan
oportunidades...
El padre Aurelio lo sabía y
sacudió la cabeza en actitud de conceder.
-¿Qué piensa usted hacer?
–preguntó aterrorizado.
-Pienso casarme con ella.
Por algo menos de un siglo,
Leonor Bacigalupo se detuvo en el sendero serrano con los nudillos blancos por
el esfuerzo con que aferró el extremo superior del báculo de roble sobre el que
abandonó todo el agobio de su peso, durante ese algo menos de un siglo en el
que aquellas palabras se mezclaban con la fragancia de Dios, que era el
perfume, tramado como un poncho, de las gramas del monte, y que habían baldado
(las palabras) el accionar de su cerebro.
Comedido y respetuoso, Ludovico
D’Andrea mantuvo un silencio sepulcral, sobre el que brillaron como lágrimas
los cantos de los pájaros y los sonidos rituales de la sierra.
-Quiero pensar que no se está
burlando –dijo por fin, apenas recompuesta .
-Usted me ofende, Leonor...
Aunque parezca una locura, yo la amo intensamente.
-¿Y por qué habría de parecer una
locura? –preguntó Leonor.
-Bueno... no sé...
precisamente... ¿Por qué entonces yo he de estar burlándome?
Siguieron caminando como dos
estatuas de mármol, sin detenerse a comentar la frágil gracia de un cabrito
que, dos meses más tarde habrían de comerse, sin discutir sobre la hondura de
los cielos y sin recoger peperina, que a cada uno de ellos le faltaba en sus
herbarios.
Llegados ya al parador, no se
sentaron en el banco de cemento, en el que una mano inspirada había escrito
"Mierda" con pintura roja.
Sobre aquella palabra detuvieron
ambos la mirada, como si fuera la materialización de sus talantes.
-Supongo –dijo por fin doña
Leonor –que me está usted pidiendo su mano...
-Desde luego. Aunque antes debo
hablar con ella.
-Pensé que ya lo había hecho. No
ha de olvidar que es usted mucho mayor y, más aún, que ella no es sino una niña...
-No lo olvido, doña Leo... Pero
el amor es ciego.
-Naturalmente. Así lo espero.
Está muy bien. Hable con ella a ver qué le contesta.
Toda la angustia que había estado
concentrada en el rostro de Ludovico D’Andrea, cayó de pronto como un trapo
sucio, rejuveneciéndolo diez años.
Doña Leonor, en cambio,
permanecía tensa y comenzó el descenso con tiento exagerado, como quien baja a
los infiernos. Una puntada en el alma le indicaba que, tarde o temprano, habría
de hablarse de aquello que durante quince años había estado sepultado bajo el
control altivo de su mente y la amenaza imaginaria de sus represalias.
Cuando llegaron al bazar, sentada
sobre el mostrador como lo hacía habitualmente, Carlota regañaba con dulzura al
joven Celestino Flauta, dependiente de la casa, hijo mayor del comisario y
acostumbrado compañero de juegos infantiles.
El rostro de la niña se iluminó
cuando un Ludovico D’Andrea atacado de zozobra, le dijo:
-Buenos días... –en vez del
consabido: "¿Cómo le va a mi angelito?"
-Atame el sulky, Celestino
–ordenó vacilosa doña Leo. –Vamos a ir hasta lo del turco a buscar alfa...
-Los dejo solos –murmuró al
salir, cuando ya D’Andrea había clavado una mirada desnuda en los ojos de
Carlota.
Quince días antes de la boda, el
pueblo entero de San José de Los Altares estaba ya excitado por el
acontecimiento, el de mayor brillo de los últimos, desde que el alemán Otto
Presser se volviera loco y se pusiera a tirar con su Mauser de
mira telescópica, parapetado en el tanque de agua, sobre todos aquellos que acertaran
a pasar por el camino, si bien con tan penosa puntería que sólo había herido en
una oreja a la mula parda de don Mojamé.
Doña Leonor Bacigaluppo había
decidido vender su chacra de San Vicentito para lograr los fondos suficientes y
no tener que andar escatimando en un festejo que iba a hacer memoria.
Una modista de Córdoba estaba
trabajando en su traje y en el de la novia, que doña Leo había dispuesto que
fuera igual al de las revistas, blanco, con velo, cola y toca de azahares,
considerando sobre todo que Carlota llegaría intacta al himeneo.
Tras una excusa no muy
convincente del señor obispo, que fuera conversado por Nicanor Amuchástegui,
primo segundo de Ludovico D’Andrea, y tras un consiguiente acceso de furor,
doña Leonor se resignó a que oficiara la santa ceremonia aquel bribón de
Aurelio, considerando sobre todo que la invitada de fuste sería la viuda Greta
Braun y que el pecado no obstaba para que estuviera presente, y hasta ayudando
la misa, el hijo de ambos que era seminarista y amigo de la infancia de la
novia.
Había también decidido que, a
falta de marido, la condujera al altar el alcalde Saturnino Robles, postrado en
silla de ruedas desde el año anterior como consecuencia de una hemiplejía.
Empujaría la silla el joven Celestino Flauta; el alcalde iría vestido de
alcalde con el pecho cruzado por la banda nacional y Carlota podría llegar de
bracete del padrino ya que, sentado en su silla, le quedaría a la altura.
Doña Leonor, que repasaba
mentalmente hasta los últimos detalles de la ceremonia, imaginando su retiro
del altar del lado derecho de la silla del alcalde (el del brazo bueno) había
evitado columbrar cómo se las arreglaría el matrimonio. "Es cosa de
ellos", se dijo finalmente y dio el negocio aquel por terminado.
Una curiosa ordenanza de don
Robles había convertido en feriado el día 15 de octubre, con la excusa de que
la primavera comenzaba en esa fecha en San José de los Altares y no el 21 de
septiembre como indicaba el almanaque.
"Me cago en el
almanaque" había logrado articular, luchando con sus babas. Tan sólo
Nemesio López, escribiente de la alcaidía, advirtió la inutilidad de aquel
decreto irritante para los conservadores contumaces, puesto que el 15 de
octubre era domingo. Aunque se cuidó de hacer mención del hecho, para evitar agravamientos
en la enfermedad del mandatario y no restar enjundia a tan notorios esponsales.
Asimismo, mediante nota con su sello y firma, había ordenado al comisario
Celestino Flauta la interrupción de todo tránsito con ruedas por la ruta de
polvo y grava que atravesaba el pueblo, desviándolo por el camino de cornisa
que nadie utilizaba con motor desde hacía veinticinco años y que alargaba en
otros tantos kilómetros el camino hacia Ascochinga.
"Y dígame don
Robles..." había inquirido el comisario con respeto: "¿Cómo carajo
convenzo a los choferes?
El magistrado levantó su brazo
sano y señaló un viejo cartel de chapa oxidada con la faz apoyada en la pared y
en la que el comisario, al darle vuelta, leyó. "Peligro. Derrumbe".
"Tenemos dos" se comidió
a informar Nemesio López. Con lo cual el problema quedó solucionado y la
autoridad civil salió triunfante.
Ludovico D’Andrea estaba
entusiasmado y había recibido de su futura suegra carta libre para organizar la
celebración más grandiosa del pasado, del presente y del futuro de San José de
los Altares, a la que nadie faltaría en calidad de invitado, o bien en doble
calidad de servidor y de huésped, puesto que alguien tenía que realizar las
tareas y habrían de ser pocos, entre los 98 habitantes estrictos de la villa, incluidos
los enfermos y los niños de pecho, los que no fueran a hacer nada, vale decir,
alguna cosa distinta de estar sentados mirando o de bailar y comer de las tres
vaquillas gordas que don D’Andrea había mandado traer de Santa Fe y de los
quince cabritos de la sierra y de beber de los quinientos porrones de la
cerveza "Río Segundo", que sería enfriada con sesenta barras de hielo
con sal gruesa.
Cincuenta mesas para cuatro
personas y ciento veinte sillas serían ubicadas a lo largo de la ruta entre las
dos márgenes del pueblo y siete cables eléctricos de noventa metros iban a ser
tendidos con cincuenta lamparitas cada uno, lo que haría un total de ciento
quince bombitas amarillas, ciento catorce coloradas y ciento veintiuna sin
color alguno, para alumbrar los manjares.
Se estaba ya acondicionando el
viejo tinglado de madera que albergaría a la orquesta característica de
Melitón Zambrano, más requerida que el agua bendita desde la sierra hasta el
valle y que podía ejecutar fox-trox y tangos, cumbias y rumbas, polcas y valses,
chacareras y zambas, sin mencionar la presencia de las mulatas Incendio.
Por su parte, el joven hijo del
turco del forraje, Mojamé Segundo, como lo apelaban, hacía ya tres semanas que
estaba practicando en su acordeón-piano la marcha nupcial de Mendelsohn hasta
lograr que le saliera de corrido, que era todo cuanto le había encomendado don
Ludovico a cambio de un mono carajá que el prometido poseía y el muchachito
codiciaba. La ensayaba junto a un micrófono conectado junto a uno de los altoparlantes
de propiedad municipal, teniendo en cuenta que la ceremonia se realizaría al
aire libre, en el altar castrense que inventara el padre Aurelio para dar misas
de campaña a los seis uniformados que
componían el cuerpo de bomberos y el personal oficial, todos los nueve de
Julio. Había obtenido también, bajo palabra de retorno ante la imagen sagrada
de la Virgen del Valle, que la comuna vecina de Arrayanes le concediera en
calidad de préstamo el camino rojo de quince metros de eslora que, según la tradición
dijera, había desechado el doctor Elpidio González cuando bajó del coche para
exiliarse en la Casa Azul, tras haber sido el vicepresidente de la patria.
A las diez y cuarenta y cinco de
la mañana esplendorosa y fragante del 15 de octubre, día de la primavera en San
José de los Altares, feriado por decreto y domingo por añadidura, empujada por
el joven Celestino Flauta y flanqueada por el oficial escribiente Nemesio
López, del edificio colonial de la alcaidía partió la silla municipal con su
preciosa carga engalanada con todos los símbolos del mando.
Por carecer de familia, don
Saturnino Robles era atendido en sus necesidades públicas por su oficial
escribiente quien, para la ocasión, había tomado prestados unos zapatos
amarillos con la venia de la Rosenda Gamarra, empleada doméstica y ocasional
enfermera del alcalde.
Los habitantes de San José de los
Altares, ya fuera por respeto a la entidad del acto, por simple afán de
presumir o por esa mera insania de los hombres, se habían vestido con galas que
en muchos casos parecían provenientes de una sastrería teatral. Un zorro
plateado en plena primavera, bombines, bastones y polainas, ponían un toque de
locura en la locura. Las gentes simples y humildes, por su lado, se habían
limitado a darse un baño.
La silla de ruedas se iba
desplazando pues, muy dignamente, entre la multitud que aplaudía (algunos se
habían puesto guantes) al alcalde, por primera vez en su vida.
Tras un intento frustrado de
saludar al pueblo, don Saturnino Robles que a pesar de tanto emperifollo se
veía muy desmejorado, sólo atinaba a desplazar sus babas con el dorso huesudo
de la mano buena y no daba señales cabales de disfrutar de los honores, ni
siquiera tal vez de comprenderlos.
Cuando por fin la comitiva estuvo
frente al camino rojo que había desdeñado un vicepresidente en su desgracia,
hacía ya un buen rato que abría y cerraba las manos para descargar los nervios
don Ludovico D’Andrea, que parecía Tyrone Power enfundado en el chaqué que
había alquilado en Buenos Aires, deslumbrante con su corbata fruncida de
pechera y aquel buen metro con ochenta y cinco que le daba porte de capitán de
granaderos.
En el cabriolé francés de la
viuda Braun, cuidadosamente pulido como una sopera de punzón, aunque carente en
la ocasión del frisón negro azabache que completaba su nobleza (se había
mancado el día anterior y debió ser reemplazado por la mula parda de don
Mojamé) llegó la novia con el vestido blanco de cola, el velo de ensueño
nocturno y el pequeño ramo ritual, nerviosamente apretado por sus dedos de
bebé.
Cuidadosamente asistida por doña
Leonor y cuatro niños de camisa blanca, corbata de lazo y zapatos de charol,
logró por fin poner pie en tierra y liberar el suspiro que retuviera su pecho
enamorado durante todo el trámite.
En el preciso instante en que
Leonor Bacigalupo y Ludovico D’Andrea se dieron el brazo para iniciar la marcha
hacia el altar de campaña en el que aguardaban muy serios el padre Aurelio y su
hijo Adolfo, los altoparlantes municipales vomitaron un chirrido que ensordeció
por un instante al pueblo entero de San José de los Altares y dio ocasión a
Saturnino Robles de pasar discretamente a mejor vida, situación que sólo fue
advertida por doña Leonor, quien hizo una seña casi imperceptible a su
dependiente para ponerlo en autos del asunto y que empujara la silla con el
cuidado debido y corrigiera la postura del difunto en caso de ser necesario,
todo lo cual fue adivinado más que comprendido por el joven Flauta, que se
encontraba asistiendo a la batalla entablada entre su devoción por doña Leo y
sus impulsos extremos de salir huyendo.
Fue remediado el desperfecto y
las bocinas transmitieron a Mendelsohn, interpretado en solo de acordeón-piano
por Mojamé Segundo, más concentrado en su inminente posesión del mono carajá
que en los acordes de la marcha nupcial.
La ceremonia transcurrió tan
dignamente como era posible en aquel pueblo, al que bajó de la alta sierra,
precisamente en el instante de la consagración, el ermitaño Zacarías con su
rebaño de cabras y sus tres perros de lanas, que las tenían a raya. De modo tal
en entre balidos y ladridos y el chistido de lechuza del padre Aurelio, quedó
casada Carlota y satisfecha –a medias como siempre- su benemérita madre.
El ejecutante volvió a arrancar
con Mendelsohn y don Ludovico D’Andrea, con la mayor naturalidad del mundo,
tomó de la mano a su flamante esposa, que saludaba en su marcha patizamba junto
a su marido con discreción de señora y regocijo de niña, alternativamente,
según de quien se tratara.
Los cuatro infantes mientras
tanto, se las componían para no pisar la cola del vestido, que era arrastrada
por el camino de alfombra del que se había considerado indigno un
vicepresidente de la República. La pareja nupcial era seguida por el difunto
alcalde y por doña Leonor, que había posado el guante largo de su mano
izquierda sobre el hombro del finado para evitar que se cayera de la silla y
que, con talentos de ventrílocuo, le susurraba al aterrado joven Celestino
Flauta:
-Nadie debe darse cuenta... Te lo
llevás al galpón del turco y lo metés entre las barras de hielo donde están los
porrones.
-Tengo mucho miedo, doña Leo...
–había atinado a musitar el dependiente.
-No seas cobarde y hacé lo que te
digo. Que Nemesio te ayude- ordenó la mujer con un costado de la boca mientras
con el otro, sonreía respetuosamente a la señora Greta Braun, que había
asistido al acto sin descender de su antiguo Mercedes Benz descapotado.
Batió las palmas enguantadas y
dirigiéndose a todos con aire mundano, exclamó:
-¡A descansar para la noche!
–mientras miraba alejarse a la pareja tomada de la mano rumbo al bazar y a su
mismísima alcoba, a la que había renunciado y en la que el alma de su alma
sería inminentemente desflorada.
Entonces fue cuando el demonio se
apoderó de su cabeza y metió en ella aquella horrenda imagen de Tarzán con su
mascota, cuya crueldad vulgar habría de mortificarla por el resto de sus días,
mientras le vapuleaban el cuerpo las carcajadas, hasta producirle un calambre
en la cintura y hacerle verter lágrimas de risa envenenada, de mala risa del infierno.
-Es por la emoción –aventuró la
mujer del comisario, mientras procuraba apocar las convulsiones de Leonor
Bacigalupo que era asistida asimismo, con alguna aprensión, por las personas
presentes.
Calmadas ya las carcajadas,
fueron sucedidas como un torbellino por el acceso de llanto más desgarrador de
que tuviera memoria el pueblo de San José de los Altares.
-Es la emoción sin duda alguna
–repetía la señora Flauta, tan satisfecha con sus conclusiones, directamente
vinculadas con aquel asunto del que no se hablaba.
Doña Leonor fue finalmente
invitada a subir al auto de frau Braun que la condujo hasta el bazar, distante
solamente unos treinta metros y donde había ya dispuesto, en el cuarto que
fuera de Carlota, las comodidades de su nueva vida de mujer terminada.
Se había tendido en enaguas sobre
el lecho, forzándose a no pensar, cosa que , como es sabido, resulta ser
imposible. Agradeció a la Santísima Virgen del Valle que no le llegaran sonidos
de ninguna índole desde la alcoba nupcial. Hasta que oyó el carillón con que
llamaban a la puerta del bazar.
"¿Quién podría ser el
imprudente?, se preguntó, poniéndose con desgano el batón matelassé que
le habían vendido en Córdoba, como si la novia fuera ella.
No poca fue su sorpresa cuando
abrió la puerta y vio el rostro fiero y achinado del comisario Flauta,
atravesado por los bigotazos de siempre, como un gran tajo negro, aunque las
cosas no fueran estando como siempre.
-¿Me permite pasar? –preguntó
Flauta con la gorra puesta y sin haber saludado.
-Pase.
-Doña Leonor, ya sabe usted
cuánto la estimo y el respeto que tengo por su casa... Pero hoy se ha cometido
un acto ilícito, comprometiendo además a dos muchachos inexpertos, uno de los
cuales es hijo mío y su empleado...
-Siéntese Celestino, haga el
favor –dijo Leonor, recuperando el ritmo de su pensamiento. –Nos vendrá bien
una ginebra.
-El comisario se quitó la gorra y
coincidió con doña Leo en que una ginebra les iría bien.
-No podía hacerse otra cosa,
Celestino. Hubiera sido una catástrofe...Tantos preparativos... tanto gasto...
El pobre alcalde estaba muerto ya desde el año pasado...
-Pero el asunto del hielo, doña
Leo...
-Nada más razonable, don Flauta,
para conservar intacto a Saturnino y hacerle mañana un gran entierro, como él
se merece.
Pareció ablandarse el comisario,
en parte tal vez por el razonamiento y en parte tal vez por la ginebra.
-Mi muchachito está atacado.
Figúrese que le quitó la ropa de alcalde y lo dejó en camiseta y calzoncillos
largos. Lo adobó con sal gruesa y lo cubrió de hielo. Pero ahora está atacado
de los nervios.
-Un buen aumento de sueldo le
quitará la maña. Hace ya un tiempo que pensaba dárselo. Es un tesoro el
muchacho... La del estribo, querido Celestino, que por la noche hay juerga y en
la mañana, funerales. ¿No suele ser así la vida acaso?
Eran las diez de la noche cuando
Carlota y Ludovico D’Andrea salieron del bazar rumbo a la orilla derecha de la
ruta donde se había instalado la cabecera de la mesa, junto al tinglado de la
orquesta , que estaba dando suelta a unos joropos llaneros para solaz de
algunos circunstantes y en especial del padre Aurelio, muy empeñado en
asociarse al ritmo del trópico lejano, sin el menor sentido de la cosa, con
golpecitos de cuchillo contra una copa vacía de cerveza, que no tardaba en
llenarse nuevamente.
Doña Leonor flanqueaba al
sacerdote y aguardaba la presencia de su yerno en el lado contrario, allí donde
debía haber estado don Saturnino Robles que, como es ya sabido, yacía enfriado
y salado entre cuatrocientos porrones de cerveza, puesto que cien ya habían
sido honrados por la concurrencia.
Tomó su puesto don Ludovico al
lado de su suegra, quedando Carlota separada de él, a la vera del clérigo.
-No te confieses todavía,
Carlota, que hay más cosas... –dijo a los alaridos el chusco del pueblo, Ceferino
Mosca, encargado de la usina.
-No sea grosero Ceferino
–protestó la madre de la novia, aunque la chanza le hiciera alguna gracia.
-Eso espero... –replicó Carlota,
mirando con ternura a su marido.
Entonces, sin que ningún espíritu
malévolo lo urdiera, sin que la cuestión fuera siquiera prevista por el cerebro
rumiante de doña Leonor, la orquesta característica de Melitón
Zambrano arrancó espontáneamente con los compases contagiosos del transitado
vals de Johann Strauss, inevitable en las bodas de buen tono y que provoca a
las gentes a azuzar: "¡Que bailen los novios!..."
Hubo un instante de disgusto y
desazón en los notables de la mesa y en la mirada de pánico y tormento de
Leonor Bacigalupo hasta que Ludovico D’Andrea se estiró los puños blancos y
apretados de su impecable camisa de pechera e incorporándose sonriente, dijo:
-Por supuesto- ante el silencio
expectante de los pobladores de San José de los Altares y el silencio abismal
de las poblaciones aledañas, de pájaros y bestias y de los cuatro elementos de
la Tierra, con excepción del ermitaño Zacarías que era sordo y que, a buena
distancia del resto de las gentes donde se lo había confinado a causa de su
catinga de cabra, pronunciaba para su coleto, respondiendo tal vez a una
secreta inspiración:
-Ningún hombre ha muerto de
hambre verdaderamente. Los hombres mueren de comida...- afirmación que fue
atendida por algunos de los comensales y que, de no mediar aquella horrible
situación del vals imperial, tal vez hubiera sido celebrada, pues se decía de aquel
hombre que era muy sabio y muy profeta, que se había disipado en la montaña por
una muerte que debía y que había pasado dos años sin comer, nutriéndose tan
sólo de los rocíos de la sierra.
Se encaminó Ludovico D’Andrea
hacia el asiento de su esposa y la elevó con las manos como a un cáliz, y como
a un niño la sentó en el antebrazo izquierdo, caminando así con ella hasta
llegar al mero centro de la ruta de polvo calizo y grava suelta, donde la besó
tiernamente en los labios y le tomó la mano izquierda con su diestra dando
comienzo fantasmal a una danza de novios que estaba fuera de este mundo y de
todos los mundos existentes más allá del amor.
Con una solvencia que hablaba de
otros valses, sobre otros solares y bajo otros caireles, envuelta en velos
blanquecinos de polvo y de ternura, la pareja nupcial, sin dejar de girar con
los compases de la música, se fue alejando del centro del festejo, hasta
perderse en el abrazo fragante, emocionado, de la noche inmensa.
Los funerales del alcalde no
estuvieron a la altura de un gran muerto. No fueron contratados los servicios
de la funeraria de Vuelta Guanacos y toda la pompa estuvo limitada a los
florones negros de papel crepé que fueron amarrados a la cabezada de la mula
parda de don Mojamé y que, privándose del descanso (es justo destacarlo),
confeccionó en aquellas breves horas entre dos días memorables, doña Leonor
Bacigalupo, diciéndose todo el tiempo: "No habrá sido un gran hombre...
pero ¿quién lo es? En todo caso, siempre ha sido un buen amigo". Se
refería sin duda a su notoria potestad sobre don Saturnino Robles y al
usufructo constante que había tenido de ella.
Ceferino Ramírez había declinado
el honor de construir el ataúd por hallarse quebrado de una mano y sólo pudo
ofrecer un cajoncito de niño que le había sobrado de la epidemia de meningitis
tuberculosa cuya crueldad se llevara, quince años antes de aquel día, a
aquellos cuatro muchachitos que, tras unos meses de realizar milagros en la
sierra y aparecerse a cualquier hora del día o de la noche, habían sido
olvidados por el pueblo entero.
Tras extender de mala gana el
certificado de defunción, el doctor Blanes, con voluntad más pobre todavía,
había contemplado y medido a simple vista el cajoncito blanco y los despojos
igualmente blancos, ajamonados, tan reducidos por los años, el frío y la
salmuera, del señor alcalde de San José de los Altares, Su Excelencia.
-Apretándolo un poco puede entrar
–dictaminó finalmente.
-Pues entonces, manos a la obra
–se apresuró a gobernar doña Leonor, que proyectaba algo grandioso, un golpe
magistral de su magín paradigmático del signo de Leo.
Con no pocos esfuerzos fue
introducido el alcalde en el cajón de criatura que Ceferino Rodíguez se
apresuró a clavetear con la mano sana y la asistencia del joven Celestino
Flauta, muy satisfecho con su nuevo sueldo y la del oficial escribiente de
segunda clase Nemesio López, todo ello en medio de las santiguadas y sollozos
de la Rosenda Gamarra, que repetía fatigosamente:
-¿Y ahora qué voy a hacer?
Cuando llegó el cura Bastiánez,
muy agitado, el cajón ya había sido cerrado.
-¡Es este burro de mierda! Dios
me perdone...-se sofocaba. -...Que se le dio por empacarse y ponerse a comer
grama. Ya pueden ver los zapatos cómo los tengo –los mostraba- de las patadas
que le he dado.
-Cálmese padre Aurelio, que para
el caso es lo mismo. Ya puede bendecirlo con el cajón cerrado, que la palabra
de Dios atraviesa la madera –decía con no poca razón el carpintero.
La vagoneta del turco Mojamé está
aguardando junto a la alcaidía con el musulmán en el pescante, que relataba a
la discreta multitud reunida en torno del carruaje sus experiencias mortuorias
en la lejana Siria, donde las costumbres no eran tan bárbaras y los muertos no
se iban al infierno por la eternidad.
Celestino Flauta y Nemesio López
aferraron con cautela los manijones de los pies, y Ceferino Rodríguez y el
padre Bastiánez hicieron lo propio con los de la cabeza, mientras doña Leonor
Bacigalupo susurraba en una oreja del clérigo, antes aún de que pudieran
comprobar la levedad de aquel féretro de azúcar con su pequeño muñequito
adentro:
-Hay que ir pensando en el nuevo
alcalde...
-¡Cuánta razón tiene usted!
–repuso el sacerdote mientras iniciaba la marcha... –Estamos acéfalos.
-Por eso mismo...
-¿Qué se le ocurre? –inquirió el
presbítero, poniendo sumo cuidado al descender los escalones de mármol, que los
muchachos y el carpintero parecían tomar a la ligera.
-Nada –mintió doña Leonor. –Tan
sólo estuve pensando en la capacidad y diligencia del señor D’Andrea. Ya ha
visto usted de qué manera ejemplar organizó su propia boda.
-Debería llamarlo Ludovico, doña
Leo. No olvide que ahora es su yerno... –dijo el ladino religioso
intencionadamente.
-¡Por Dios, Aurelio! ¡No me había
dado cuenta –se escandalizó la mujer. –No debía haberlo mencionado... Sólo que
no puedo dejar de pensar que sería un intendente muy beneficioso para todos.
El padre Aurelio creyó advertir
cierta intención en la manera en que fue arrastrado aquel "todos"
entre la lengua y los dientes y prolongada la ese en un silbido de lechuza como
el suyo propio. Pero se estaba abocando con los otros tres a subir el muerto a
la carreta y no era hombre de grandes atributos musculares.
Depositado que fuera don
Saturnino Robles sobre el piso de la vagoneta y cubierto el féretro infantil
con la bandera nacional por el único representante legal de la alcaidía, el
oficial escribiente de segunda clase don Nemesio López, en cuyos zapatos
amarillos, suyos ya para siempre, parecía brillar la brasa del Estado, se
inició el cortejo hacia el cementerio, donde una fosa demasiado grande para la
realidad del caso, desde la entraña del mundo y de los tiempos, estaba
aguardando al fallecido mandatario, Dios lo tuviera en su gloria.
Antes de pronunciar las palabras
de rigor, el padre Aurelio anunció a doña Leonor:
-Me ocuparé del asunto.
A falta de flores, los
circunstantes fueron echando sobre el ataúd pequeñas matas de menta peperina,
que arrebataban a la sierra con ademán de pesadumbre.
Dos días después de aquel
entierro, don Ludovico D’Andrea y Amuchástegui, por aclamación popular, era
elegido alcalde de San José de los Altares, recibiendo los símbolos del mando
de manos de don Celestino Flauta, comisario inspector, y convirtiendo a su
esposa doña Carlota Bacigalupo de D’Andrea, en la señora alcaldesa.
Fueron cinco años minuciosamente
los que transcurrieron (es una forma de decir), noche tras noche, con ese
aliento secreto e implacable de lo que está para siempre, pues no parece que el
tiempo se midiera, sino que fueran los hombres quienes olvidan y recuerdan, quienes
sueñan que viven y que mueren y cuyas grandes pasiones, que no otra cosa son
las almas, suelen a veces ser eternas.
Así las cosas, por aquel tiempo
pasaron las personas cobrando rastros del transcurso en ciertas ocasiones y sin
cobrarlos en otras, como era el caso de Carlota D’Andrea que a los veinte años
estaba igual que a los quince.
También pasaron las cosas y las
bestias, el macadam por la ruta, la mula parda de don Mojamé, que se marchó una
mañana con las huríes del profeta y aquel monito carajá, que fue infectado de
rabia por una comadreja y que causó la muerte de Mojamé Segundo, la catalepsia
de su padre y un sentimiento de espanto en la fragancia de la sierra.
A don Aurelio Bastiánez, con
fondos provinciales, la alcaidía le había repuesto un púlpito de estuco y había
encalado los muros de su capilla serrana.
El matrimonio disfrutaba de una
vida normal (si es que se puede hablar así), satisfactoria y corriente. Don
Ludovico, cuya pasión por Carlota se incrementaba cada día, acostumbraba a
pasearse todas las mañanas por el pueblo, interesándose por las cuestiones de
la gente, a la que no podía auxiliar por falta de presupuesto, pero que
confortaba con su sonrisa de milagro y un toquecito en el hombro de su varita
de tacuara con los extremos retobados en cuero de ñandú.
Carlota había hecho instalar en
la intendencia un gran gimnasio donde pasaba las horas practicando sus artes de
acrobacia sin el concurso ya de su maestro, que había partido hacía tres años
de la mano de una pulmonía para la cual no había red, según ironizara
amargamente.
Fue en una ardiente mañana de un
25 de enero en que los muchachos que perdían su tiempo intentando cazar ranas
en el río con una larga cinta roja en el extremo de un cordel, quedaron mudos
de sorpresa y maravilla cuando la primera trompa de elefante asomó detrás del
codo de la sierra que descendía para el vado, seguida como se comprende por el
elefante entero y otros dos elefantes enteros asimismo, que se enlazaban las
colas con las trompas.
Ricas gualdrapas de brocado de
Oriente les alhajaban el lomo y unos penachos sostenidos por bozales de
coloridas lentejuelas maculaban la dignidad de su tristeza y el señorío de su
lenta marcha por la vida.
Luego pasaron las jaulas con las
fieras, los carromatos coloridos y el escenario con ruedas de la banda,
uniformada de azul y oro y ejecutando una marcha alentadora.
Siempre hay una vez que es la
primera, como suele decirse, y resultó ser aquella la primera vez en que
llegaba un circo a San José de los Altares. No sólo los niños se apiñaban
alrededor de los portentos y prodigios: en poco tiempo el pueblo entero estuvo
reunido frente a la alcaidía, que fue el lugar de detención de la columna.
De un viejo jeep de guerra
pintado de amarillo, muy elegantemente vestido con ropas deportivas, una
copiosa cabellera rubia, rasgados ojos celestes y piel tostada por el sol,
saltó ágilmente un enano que fue espontáneamente aplaudido por las gentes y que
levantó los brazos en actitud de saludo, agitando la cabeza con ademán de
gratitud
-Quiere parlar con alcalde
–cocolicheó al vigilante de guardia en la intendencia, que no podía juntar las
dos mandíbulas por la estupefacción que le causaba aquella enorme
extravagancia.
Doña Leonor, paralizada, había
concentrado una mirada de piedra en todo aquello. En su caldero interior hervía
borboteando como una pócima de bruja, la gran mentira de su vida, segundo tras
segundo, minuto tras minuto, día tras día, durante veinte años, seiscientos
treinta millones de segundos, contra la humillación que le había impuesto Dios
y la soberbia infinita de no aceptar la desgracia de los cielos.
Por primera vez en veinte años,
la palabra vedada circulaba entre los vecinos, luego de ser disfrutada como un
manjar del alma por paladares y lenguas demasiado tiempo prisioneros. Y si
hubiera historiadores de la condición humana, el 25 de enero hubiera sido
recordado como la fecha de la liberación del noble pueblo de San José de los
Altares.
Aquel apuesto enano, que las dos
cosas era el hombrecillo, daba por tierra con el untuoso asunto del que no se
hablaba, humanizando la deformidad y desterrando la violencia de la distracción
y el fingimiento.
Los alcaldes salieron sonrientes
a la puerta y Achille Vasilievich se apresuró a besar la mano de la señora
alcaldesa.
Descendiente de familia noble,
había nacido en Zagreb cuarenta y cinco años atrás y había recorrido el mundo
entero con su circo.
-Les nains sont pour les
cirques et les cirques sont pour les nains... –dijo sonriente a sus
anfitriones en el transcurso del almuerzo.
-J’ai toujours pensé la même
chose...-replicó Carlota, más radiante que nunca.
Leonor Bacigalupo soñaba que
soñaba. Un arrebato de luz fosforescente refuciló en sus ojos de lagarto sobre
la arena mal colada de la pista desierta. Envuelta en una bruma que no era de
este mundo, con un tutú de tules y zapatillas de punta rosadas como encías, la
señora alcaldesa de San José de los Altares hacía brillar la desventura de sus
piernecitas tuertas bajo las calzas platinadas y vivaces como los peces del río
San Vicente, que no eran de comer sino de ensueño. Lo hacía con la soltura y la
gracia de una persona entrenada y segura de sí misma, sobre la grupa hendida en
dos naranjas blancas de un obeso caballo afeminado.
Leonor clavó los ojos de lagarto
en el penacho de añiles y de granas con destellos áureos, que valsaba en la
cabeza de la bestia. Los clavó allí para dejarlos, para distraerlos de lo que
estaba aconteciendo en el extremo opuesto. En el extremo opuesto, Carlota
equilibraba su pequeña persona de rostro maquillado como para un gran guiñol,
absorbiendo la cadencia del galope, flexionando los torneados brazos, girando
en fin, como una mezcla de ecuyère y bola elástica.
Fue la oquedad de un par de manos
que aplaudían la que arrancó los ojos de lagarto del penacho ecuestre. Leonor
Bacigalupo no hallaba ya terreno para sus pasos de mujer de espuela y recibió
los sacramentos de aquel dolor punzante que nunca más podría domeñar.
Repantigado sobre el antepecho de
terciopelo rojo que bordeaba la pista, el conde Vasilievich bebía champagne,
que escanciaba de un jeroboam de talla algo menor que la suya
y daba signos de ventura intensa al exclamar con su vibrante voz de bajo
ruso: La vérité respire comme un lapin.
Leonor Bacigalupo soñaba que
soñaba.
Vivimos de miserias. Y sin
embargo, las grandes cosas están muy cerca de nosotros. La tragedia reside en
que no somos capaces de verlas casi nunca. Pero si alguna vez las vemos, de la
miseria a la grandeza transmigra nuestra vida.
El circo Zagreb había levantado
su carpa de dos pistas sobre terrenos del finado Mojamé a la salida del pueblo
y doña Carlota D’Andrea no faltó una sola noche a la función.
Mientras los peones acomodaban
las cosas, daban su pienso a las bestias y cepillaban como a grandes muebles a
los elefantes, en la melancolía infinita del día de partida, Carlota dijo a su
marido:
-Me voy Ludovico... Sé que a tu
lado viviría siempre como a una princesa, pero no soy una princesa. Soy una
mujer enana, demasiado tiempo condenada a discutir con los espejos, una mujer
que ha tropezado, tal vez, con su destino.
-O con su condena... –dijo
Ludovico.
-¿Cuál es la diferencia?
-¿Nuestro destino es el amor...
-El amor es algo mucho más grande
que el destino. Mucho más frágil también. Si no fuera así no existiría.
-Estaba en el aire –dijo el alcalde
con la dignidad más triste de la tierra.
Carlota besó la mano temblorosa y
fría de su príncipe azul y saltó hacia el jeep en el que Achille la aguardaba.
Bajo el alero colonial de la
alcaidía, flotando en los ardientes calores del mes de febrero, Su Excelencia
el alcalde de San José de los Altares, don Ludovico D’Andrea y Amuchástegui,
quedó sentado en un sillón de mimbres, mirando hacia el vacío infinito de sí
mismo, con la soledad de un hombre que había amado hasta extinguirse en el
extremo sin retorno del amor.
Julio Llinás con Marcello Mastroianni en Colonia del Sacramento,
durante la filmación de la película homónima.