miércoles, 15 de septiembre de 2021

¿NO HAY OTRO LUGAR DONDE PODAMOS ENCONTRARNOS?

 Era una fría mañana gris y el aire era como el humo. En esta inversión de los elementos que se produce a veces, el cielo gris, suave y apagado, se movía como el mar en un día silencioso.

Le picaba el áspero cuello del abrigo y tenía las mejillas suavemente frías, como si se hubiera lavado la cara con agua helada. Respiraba pausadamente; a la izquierda, una franja de rastrojos ardía en silencio, sin llama. Por encima zureaba una paloma. Pasó sobre la hierba apelmazada y pajiza, siguiendo los árboles unas veces por el sendero, otras no. A lo lejos, sobre el amasijo de ramas caídas, las líneas ondulantes de hierba negra y platino —tonos que se fundían sin color, como en un grabado—, estaba el horizonte, la orilla bañada por las nubes.
Venían bocanadas negras de hierba mojada y quemada, polvo ligero bajo sus pies. Oyó cómo tragaba saliva.
A lo lejos vio una figura que llevaba algo rojo en la cabeza, y tuvo una sensación de equilibrio, como si hubiera colocado la pincelada de una figura en un cuadro. Ella estaba aquí; alguien más estaba allí… Luego, el puntito rojo desapareció tras la curva de los árboles. Ella cambió el bolso y el paquete de un brazo a otro y sintió la mañana palpable, profundamente fría y pegada contra los ojos.
Llegó al final de la recta del sendero y dio la vuelta con este a un pino con flecos oscuros y a un arbusto, delicadamente podado, al que recordaba en verano cargado de ramas de flores blancas como cristales. En la siguiente arboleda había un nativo con gorro de lana roja; allí, el sendero cruzaba una zanja y lo bordeaban piedras blancas y pulidas. Ella arrancó unas agujas del pino, tres en un nudo de fino tejido marrón, y mientras caminaba se las pasó por el pulgar. Hacia abajo, suaves y tiesas; hacia arriba se encogían en una blanda resistencia cuando las diminutas puntitas se prendían a la piel. Él estaba de espaldas a ella, mirando hacia el camino por donde había venido; ella se pinchaba la yema del pulgar con las puntas de las agujas. Una de las perneras de los pantalones de él estaba cortada sobre la rodilla, y la parte de atrás de la pierna desnuda y el talón medio vuelto mostraba ese negro peculiarmente yerto y polvoriento que da el frío. Ella se le iba acercando a sabiendas de que él no la oía, pues caminaba sobre el polvo mojado del sendero. Llegó a su misma altura, le adelantó; él se volvió lentamente y miró más allá, sin el menor interés, como miran las vacas.
Vio que tenía los ojos rojos, como si no hubiera 
dormido en mucho tiempo, y el fuerte olor a sudor rancio le ardió en las narices. Cuando le adelantó, quiso toser, pero le frenó un pinchazo de culpabilidad por los ojos enrojecidos y cansados. Y él llevaba sólo unos harapos sucios —¿parte de una vieja camisa?—, sin mangas y deshilachados, con un agujero grande que iba desde la axila hasta la cintura. Aletearon los andrajos con las corrientes de frío que ella levantó al pasar. Había dejado caer el perfecto trío de agujas de pino en algún sitio, no supo en qué momento, de modo que, recordando alguna cosa de su niñez, levantó la mano hasta el rostro y se la olió. Sí, era como lo recordaba, no como pretenden los químicos con las sales de baño, un olor a verde polvoriento, más de vegetal que de flor. Era limpio, no humano. También ligeramente pegajoso, viscoso en los dedos. Tendría que lavárselos tan pronto llegara. A menos que sus manos estuvieran muy limpias, no conseguía desentenderse de ellas, se entrometían en sus pensamientos.
Oyó un ruido sordo en el suelo, como el sonido de una liebre que corre asustada, y a punto estaba de volverse cuando él apareció a su lado, sorprendente, totalmente inesperado, echándole en plena cara su aliento jadeante. Se quedó quieto y ella también. Todos los vestigios del control, de los sentidos, del pensamiento, desaparecieron en ella como cuando una habitación se queda a oscuras por un apagón eléctrico, y se encontró gimoteando como un idiota o un niño. De su garganta salieron sonidos animales. Farfulló. Por un instante fue el Miedo quien la atenazó por los brazos, las piernas, la garganta; no el miedo al hombre, ni la amenaza que pudiera representar, sino el Miedo absoluto, abstracto. Si la tierra se hubiera encendido en llamaradas a sus pies, si una bestia salvaje hubiera abierto su boca terrible para engullirla, no se hubiera sentido como en ese momento.
Vio ante sí un pecho que jadeaba por entre los desgarrones; un rostro acechante; debajo del gorro de lana roja, los ojos amarillentos y rojizos la miraban con desconfianza. Un pie, cuarteado por la intemperie hasta parecer madera resquebrajada, se movió para recuperar el equilibrio tras el aturdimiento que sigue a una carrera, pero cualquier movimiento parecía dirigirse a ella, que intentó gritar, aunque el terror de los sueños se hizo realidad y nada salió de su boca. Quiso arrojarle el bolso y el paquete, y mientras intentaba hacerlo, enloquecida, oyó un suspiro ronco y profundo; él hizo un ademán hacia ella y —¡ah!—. Ya estaba. Su mano le agarró el hombro.
Luchó con él y se estremeció con fuerza mientras forcejeaban. Se levantó el polvo alrededor de sus zapatos y de los pies descalzos al arrastrarse. El olor que él despedía la hizo atragantarse; llevaba una vieja chaqueta de pijama, no una camisa. Su rostro era tétrico y tenía una mancha rosada, despellejada. Ella aspiró desesperadamente por la nariz, sin aliento. Le castañetearon los dientes; le dio un cabezazo con furia y se apartó, pero él la aferró por los faldones del abrigo y la atrajo de un tirón. Ella alzó la cara y vio los tonos de un cielo gris y una grulla que volaba sobre ellos, hermosa como el mascarón de proa de un navío. Se tambaleó para recobrar el equilibrio y se le cayeron el bolso y el paquete. Inmediatamente, él se lanzó sobre ambos y ella se dio la vuelta, pero cuando estaba a punto de dejarse caer de rodillas sobre sus cosas, se apoderó de ella un alivio repentino, como un flujo de lágrimas, y en lugar de arrodillarse echó a correr. Corrió y corrió, tambaleándose locamente entre los altos tallos de hierba seca, tropezando con matas endurecidas por el invierno, metiéndose entre árboles y arbustos. Las jóvenes mimosas la rodearon, formando una espesura de ramitas que llegaba hasta el suelo, pero se abrió paso sintiendo el polvo en los ojos y las escamosas ramas que se le enredaban en el pelo. Había una zanja con matorrales que le llegaban hasta las rodillas; como alfileres atraídos por un imán, se pegaron a sus piernas, pero al otro lado había un cercado y luego la carretera… Tocó la cerca —sus manos no eran capaces de nada— e intentó arrastrarse por entre los alambres, pero las púas se enredaron en el abrigo y quedó aprisionada, doblada por la cintura, mientras oleadas de terror la recorrían sofocantes y temblorosas. Por fin las púas rasgaron la tela; estremecida y frenética, pasó la cerca.
Y ya estaba a salvo. Estaba en la carretera. A poca distancia había casas con jardines, buzones, el columpio de algún niño. Un perrito estaba sentado ante una verja. Oyó un débil zumbido, como si fuera la vida, conversaciones en alguna parte o, tal vez, los cables del teléfono.
Temblaba tanto que no podía estarse quieta. Tuvo que seguir andando rápidamente por la carretera. Todo estaba en silencio y gris, como la mañana. Y frío. Sentía el aire helado en torno a la boca y entre las cejas, donde el sudor le bañaba la piel, y la fría humedad que la empapaba bajo las axilas y entre las nalgas. Le latía lento y desacompasado el corazón. Sí, el viento era frío; de repente tuvo frío, un frío húmedo por todo el cuerpo. Levantó la mano, que seguía temblando incontrolable, y se alisó el pelo; notó húmedo el nacimiento de los cabellos. Se llevó la mano al bolsillo y encontró un pañuelo con el que sonarse.
Ante ella estaba la verja de la primera casa.
Pensó en la mujer que acudiría a la puerta, en las explicaciones, en el rostro de la mujer y en la policía. ¿Por qué luché?, pensó de repente. ¿Para qué luché? ¿Por qué no le di el dinero y le dejé marcharse? Sus ojos enrojecidos, el olor y sus pies agrietados, llenos de fisuras, de erosiones. Se estremeció. El frío de la mañana fluyó por todo su cuerpo.
Se alejó de la puerta y salió lentamente a la carretera, como una inválida, comenzando a quitarse las espinas de las medias.

 

 


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                

CURSO POR CORRESPONDENCIA


Pat Haberman ha estado sola con Harriet desde que se divorció del padre deHarriet. Harriet tenía cinco años entonces; demasiado joven para haberse contagiado del tipo de vida de Haberman, con su ambición de dinero y de nivel social elevado — eso queda para los niños de su segundo matrimonio. La pensión para Harriet fue siempre inadecuada, pero Pat y la pequeña Harriet no querían nada de él; Pat podía y quería sostener a ambas y a los veinte años Harriet ya tenía su título universitario y trabajaba en un programa de alfabetización de negros patrocinado por una fundación liberal. Las dos mujeres tienen empleos que representan más que una forma de ganarse modestamente la vida. —Pat (salvada, gracias a Dios) alude a la vida de cenas de negocios, bailes y borracheras en el club de golf y gymkhanas que dejó atrás con Haberman como a un expediente criminal y es secretaria del decano de la Escuela de Medicina —una pieza permanente, como el mobiliario.

Harriet prepara un curso de postgraduados por correspondencia y ya ha publicado un artículo para un simposio sobre Alfabetización y los medios de comunicación de masas. Lleva faldas alemanas, envolventes, adornadas con trencillas tejidas por mujeres xhosa en un proyecto de desarrollo de Soweto, sandalias con tiras entre los dedos y el año pasado se cortó la melena de pelo castaño claro y se hizo una permanente afro, de modo que cuando está a remojo en el baño —observa divertida su madre— el pelo de la cabeza y el suave pelo púbico hacen juego. Es una chica tranquila que, su madre está segura de ello, fuma un poco de marihuana en las fiestas, como todos los jóvenes actuales. «¿Y quiénes somos nosotros para criticarlos?». Pat Haberman se liquida dos paquetes diarios —como ella dice: nada más que vulgar tabaco que destruye los pulmones.

 Una vez tuvo una aventura de tres años de duración con un abogado que ya no está en el país, pero Harriet era demasiado joven entonces para haberse dado cuenta y Pat no ha decidido si decírselo o no. A veces está a punto de hacerlo: tiene la tentación cuando observa que la chica se interesa por un nuevo chico. Harriet probablemente no es tan promiscua como es costumbre entre los jóvenes de su generación, pero sale los fines de semana y en vacaciones de excursión por parejas con un grupo de amigos que cambia con frecuencia —los chicos se van a hacer el servicio militar en la frontera o desaparecen, huyendo del servicio militar. Éste o aquél se larga; esta lacónica frase contiene, para toda esta generación de sudafricanos blancos enterados, cargados por sus mayores con la tarea mortal de defender una vida que no han elegido por sí mismos, la herencia singular de su condición de blancos. Pat y Harriet, madre e hija, se preguntan a menudo si no deberían emigrar también. Harriet ha sido educada para comprender que su vida, que le permite elegir entre diferentes opciones y una comodidad decorosa no es compartida por las personas en cuya negritud está incrustada: antes protegida por ellas y ahora amenazada. La rodean, pero ella no forma parte de ellos. Y desde que llegó a la edad adulta ha tenido su sitio —aunque silencioso— en la discusión ritual sobre qué pueden hacer las personas que no tienen aptitudes para la política pero que no quieren vivir como Haberman (Harriet también se refiere al hombre que es su padre como era llamado en la sentencia de divorcio de Haberman contra Haberman), haciendo dinero a costa de los negros y yendo a jugar rodeado de reinas de belleza y reyes de supermercados como él en los casinos que representan el progreso en los vecinos «estados» pobres negros. Harriet se mantiene en contacto con los amigos que se han largado a Canadá o a Australia; lleva un año ya de correspondencia con un prisionero político aquí en Sudáfrica. Ahí estaba su carta, entre circulares de clubs cinematográficos, facturas y cartas por avión con «¿Y cuándo vas a venir por aquí?» garrapateado en la parte de atrás de los sobres. Prisión Central de Pretoria —con estampilla con la firma del censor de la cárcel por encima. Dentro, llena de apretada escritura, había una hoja de papel rayado arrancada limpiamente de un cuaderno. Querida Harriet Haberman. Pero sus ojos se fijaron en la firma antes de seguir leyendo. Roland Carter. Echando un vistazo lentamente por encima mientras bajaba automáticamente por el sendero empedrado, entró en el jardín donde Pat estaba arrodillada entre cajas de plantas y caléndulas.

—¿Te dice algo «Roland Carter»?

A la madre le goteaba la nariz con el esfuerzo de inclinarse y cavar; se le manchó con el dorso de la mano llena de tierra, Harriet repitió: «Roland Carter». Pat sorbió. —Desde luego. Le cayeron nueve años. El periodista del Este de Londres.

—¿Qué hizo? Me ha escrito...

—Sácame el pañuelo de mi bolsillo... Alentar los objetivos del Congreso Nacional Africano, algo así. Introdujo documentos de identidad falsos. ¿O fue uno de los de la bomba panfleto? No. Eso fue en Ciudad del Cabo. ¿No te acuerdas? —Vamos a ver.

—¿Fue el que dijo en el juicio que no lamentaba nada?

—Ése es, pero ¿sobre qué te escribe?

Su madre se incorporó trabajosamente, apoyándose firmemente con la palma dela mano. Las dos mujeres se quedaron en su diminuto jardín, bien diferentes. ¡Diosmío! Qué carta más agradable. ¡Harriet! Se echó hacia atrás y miró a su hija; su cara,con un manchurrón de barro sencillo expresaba el reconocimiento de la marca de lagracia en otra cara. Siguieron leyendo. La madre murmuró en voz alta: «Su artículome exaltó durante más de un día entero... He estado de acuerdo con usted y hediscutido con usted... algunas de sus conclusiones son, perdóneme, indefendibles...me ha impresionado tanto que he decidido empezar... si usted se siente con ánimo deresponder. ¿Podría hacerlo el mes que viene? Sólo me permiten una carta por mes, yhe decidido correr suerte y elegir una carta de usted...».

Harriet parecía leer más despacio o deseaba ponerse a prueba en la tarea de dar vida, desde su propia comprensión, a esas citas de Piaget (?) y a esos tímidos toques de ingenio (dirigidos contra el propio escritor) y de sarcasmo (dirigidos contra el funcionario de la cárcel que censuraría la carta). Escrita en una celda. Sentado en una cama de la cárcel. ¿O tenían los prisioneros —por lo menos los blancos— una mesa?

Una ventana con barrotes y telas metálica (las había visto, al pasar en coche junto a alguna cárcel). Una pesada puerta con una mirilla para el guardián detrás de la espalda inclinada, escribiendo. —¿Te acuerdas de cómo era?

Su madre se mostró muy segura. —Por extraño que parezca, me acuerdo. Ya sabes lo aficionada que soy a los periódicos. Me parece estar viendo la fotografía que publicaron varias veces durante el juicio y después cuando lo condenaron a tantos años. Nueve años... una cara bien trazada, fuerte, escéptica. Nariz corta. Una cara deéxito, ¿entiendes a lo que me refiero? No parecía fanático. Sin barba. Ojos oscuros grandes y pelo cortado a cepillo. Más como un atleta... una de esas fotos de nadador, después de ganar una competición. Quizá la tomaron cuando había estado nadando y la sacaron a saber de dónde, probablemente de su familia. Me pregunto cómo logró tu artículo. Bueno, me imagino que ese tipo de revista académica podría estar en la biblioteca de la cárcel. Pero ¿cómo tenía nuestra dirección? Harriet le señaló el sobre, reexpedido por la revista.

—Bueno, es muy agradable pensar que algo que tú escribiste ha supuesto una bocanada de vida para alguien así en la cárcel, querida mía. Ya te lo dije, te expresas muy bien...

La muchacha sonrió. —Ni siquiera he leído a Piaget. La madre no había tocado la carta, sólo la había leído por encima del hombro de Harriet. Mantenía sus manos llenas de barro bien separadas del cuerpo. —¿Vas a escribirle? Piaget no entraba en consideración: —¡Qué importa eso! Harriet agitaba lentamente la carta, como para secar la tinta.

—Me imagino que debo hacerlo.

—Pobre chico. Uno se olvida de que están allí dentro. Se lee la parte sensacional, en los periódicos y luego pasan los años. Pat Haberman se miró las manos, miró las cajas de plástico con las caléndulas, le vibraron las aletas de la nariz con su oloramargo y pesado; se acordó de lo que estaba haciendo antes de la interrupción y se volvió a arrodillar.

—¿Cómo podría uno negarse? Pat acicateaba aduladoramente al Decano suponiéndole el valor compartido de las convicciones propias. Ella y el Decano hablan a menudo en voz baja entre ellos, aunque nadie puede oírlos en el despacho interior donde dicta las cartas, acerca de los problemas de sus hijos ya crecidos así como de los problemas igualmente confidenciales de los enfrentamientos de personalidad entre los miembros de la Escuela de Medicina. Existía —sin duda alguna, aunque no iba a sacar eso a colación con Harriet— la posibilidad de que el nombre de uno se anotara en algún archivo. Sin duda alguna llevan un registro de todo el que se relacione con él —o con ella en relación con un prisionero político—. Incluso si él escribía sin que nadie se lo hubiera propuesto. Incluso si uno ni lo habíaconocido antes.

A menudo surgía la ocasión adecuada en charlas con amigos o en casas de amigos donde conocía gente nueva, para mencionar lo estupendamente que llevaba Roland Carter su situación, con cuatro años de condena a sus espaldas y cinco por delante, sin perder el ánimo, con la mente viva y con sentido del humor —su hija Harriet se escribía con él. Esta observación las «colocaba» inmediatamente a ella y a su hija en situación de respeto, para la gente que no las conocía. A veces añadía que era una pena que más gente que hablaba de liberalismo no hiciera el esfuerzo de escribir a los prisioneros políticos, de demostrarles que aún se les consideraba como parte de la humanidad. ¿Se daba cuenta la gente de que en Sudáfrica los criminales comunes, ladrones y falsificadores, eran mejor tratados que los prisioneros de conciencia? Roly Cárter (después de las primeras cartas él había empezado a firmar simplemente Roly) no obtendría redención de pena por buena conducta. Pat leía las cartas de Roland Carter, o más bien Harriet se las leía en voz alta — pero naturalmente no leía las que Harriet le escribía a él. No es que fuera a haber nada especialmente personal en ellas—. Harriet no lo conocía, en cualquier caso él estaba casado (Pat había ido a una hemeroteca donde trabajaba una amiga suya, y había mirado el expediente de recortes del juicio) y sus cartas, como las de él, serían leídas por el censor de la cárcel. Pero Harriet era una mujer adulta. Pat siempre había respetado la intimidad de su hija; de hecho, le había enseñado desde muy pequeña que uno no leía nunca las cartas de los demás, aunque estuvieran rodando por ahí encima. Harriet escribía a Roland Carter a máquina; quizá, sensatamente, quería mostrar a las autoridades de la cárcel que todo estaba abierto a la inspección — ninguna ambigüedad oculta tras una escritura ilegible, y el motivo respetuoso de la ley en su correspondencia tan claro como la escritura mecanografiada. Pat suponía que las cartas que oía redactar —Harriet escribía lentamente, hacía largas pausas— eran muy semejantes a las que llegaban de la cárcel: dos jóvenes que compartían intereses intercambiando puntos de vista sobre la educación en África. Dios sabe que podía haber implicaciones políticas en el tema, pero él parecía dar por supuesto —y salirse con la suya— que los nombres de los educadores pertenecían a un campo demasiado especializado como para estar incluidos en la lista de pensadores izquierdistas que podrían resultar familiares a un censor de prisión.

Una mañana de domingo en que las dos mujeres estaban escribiendo sus felicitaciones de Navidad, Pat observó que suponía que se permitiría a los prisioneros recibir tarjetas.    Harriet rara vez iniciaba nada, había en ella una quietud a la que no perturbaban las sugerencias de su madre, sino que las aceptaba complacientemente.

—Podemos intentarlo.

Navidad; otro año de cárcel, empezado tras esos muros. Leyó los mensajesimpresos en las tarjetas que habían comprado. Paz y alegría en el día de Navidad. Mejores deseos para las fiestas y que el Año Nuevo traiga todo tipo de felicidad. Se apoyó en el respaldo de la silla. Pat trabajaba con eficiencia: tarjetas, agenda de direcciones, hojas de sellos. —¿No te quedan? Aquí tienes, coge una de éstas. Harriet escribió, sin leer el mensaje, su nombre bajo él en una tarjeta de una nutria que asomaba entre olas, vendida a beneficio de una sociedad para la protección de las especies salvajes. Pat firmó también. ¿Harriet le habría dicho sin duda en una de sus cartas que tenía madre?                                                                                                                                                                Se acordó de comprar una edición de bolsillo de Piaget, para lo que aún llamaba los zapatos, aunque hacía más de diez años que Harriet ya no era lo bastante joven como para poner los zapatos en Navidad.

A Pat le gusta trabajar en el jardín durante una hora o así cuando regresa del trabajo por las tardes. Cuando el periódico vespertino cae en la hierba por la ranura de la puerta de la verja Pat echa una mirada a los titulares mientras orienta el chorro de la manga de riego con la otra mano. A esta hora del día, y en lo que sabe son estas frágiles circunstancias —el pacificador silbido del agua, la cercanía de las llamadas de los pájaros en el crepúsculo y la distancia del tráfico que resuena más allá del acantilado que representa esta tranquila zona— Pat siente una especie de equilibrio. Todos los días se aventura en el mundo exterior para ganarse la vida, pero ya no es una de esas personas que pertenecen verdaderamente al mundo exterior, empujadas por la adrenalina y las hormonas sexuales, agitándose por él, pieles negras, pieles blancas, inhalando ambiciones tóxicas, las tensiones de resolver, de llegar a ser. —¿Y qué? La hora que va de cinco y media a seis y media es una ilusión de paz para esta mujer de mediana edad, igual que la inocencia de las llamadas de los tordos del Cabo, y la frescura de las hojas salpicadas de agua procedente de los suministros municipales es una ilusión de una naturaleza intacta. Sin embargo, mientras sujeta la boca de la manguera para controlar la energía reptilesca de la presión del agua y lee que han secuestrado a un diplomático, que de nuevo se utiliza el petróleo como rescate en la guerra santa económica entre los árabes y Occidente, incluso que los líderes de la marcha de trabajadores negros en una acería de esta misma ciudad han sido detenidos por la policía, se produce este descanso de sentirse a sí misma mirando desde una base de calma y eternidad lo que es fiebre y constante torbellino. Más tarde leerá el periódico con el conocimiento de los antecedentes, la capacidad de observación, el sentido de continuidad con las afirmaciones y luchas de negros y blancos que reafirma la participación y la rescata de ese extraño y agradable lapso de tiempo, esa peligrosa amnesia blanca de barrio residencial. Harriet está allá fuera; no ensordecida por la música de las discotecas, no teme convertirse en drogadicta. La fractura que se produce en la personalidad blanca y amenaza con hacer perder gota a gota sus dotes como una granada que se seca está muy lejos de ella y quizá no quede tiempo suficiente para que le ocurra. Cuando vuelve a casa, habla por teléfono, trabaja algo en su tesis o se lava la cabeza para arreglarse para salir otra vez, como hacen las chicas jóvenes.

Una tarde como otra cualquiera, el titular que Pat vio en el acto no era el más destacado del periódico, éste se refería a una subida del precio del oro. El titular que vio Pat estaba a dos columnas a un lado de la primera página, lo leyó al recoger el periódico con la mano mojada de la hierba que acababa de regar. Tres prisioneros políticos con largas condenas se habían escapado de la cárcel de máxima seguridad de Pretoria. El segundo nombre era el de Roland Carter. Los habían encerrado a todos en sus celdas a las cuatro de la tarde, como siempre. El celador de noche se había dejado engañar por unos bultos colocados en las camas. No se descubrió su desaparición hasta las siete de la mañana; era posible que llevaran una ventaja de diez a doce horas sobre la búsqueda en todo el país y los controles establecidos en las fronteras y aeropuertos para capturarlos.

Lavándose la cabeza: Pat encontró a Harriet ante el lavabo del cuarto de baño. La joven levantó los ojos hacia la cara de su madre, distendida con la noticia sensacional que le iba a dar. En un susurro, con los hombros encogidos: «Está fuera». Pat dejó escapar un suspiro de regocijo y apretó contra su pecho el periódico: «Se ha escapado».    Mientras Harriet leía la información, su madre se reía, sacudía sus manos enlazadas, incapaz de estarse quieta. «¿No es maravilloso? ¡Bien por ellos! ¡Estupendo! Eso demuestra que, con el valor suficiente, la gente no se da nunca por vencida». Se entregó a todo tipo de especulaciones mientras los filetes salpicaban en la sartén, entre la hornilla y el rincón de la cocina donde comían —¿«Cuántas horas habrá hasta Swazilandia? Pero a la frontera bostwana podría llegar en cinco.   Suponiendo que se escaparan hacia medianoche, podrían haberla cruzado antes de que se descubrieran los maniquíes». Hizo que Harriet trajera el mapa de carreteras guardado en la guantera del coche de Pat: «Por Roly» —Pat chocó su vaso con el de Harriet, la muchacha que le había ayudado a mantener la moral, que le había escrito fielmente durante más de un año. La botella de vino que Pat había abierto estaba junto al mapa y desde el punto central de Pretoria señalaron diversas fronteras adecuadas. Podrían estar ya a bordo de un avión camino de Europa en esos momentos. De Maputo en Mozambique; de Gaborone en Bostwana. Si se dirigían a Europa vía Zambia, probablemente aún no habían llegado a Lusaka. Pusieron la radio para oír las noticias de las nueve; no había noticias: todavía libres. ¡Libres!

—¿Qué le harán si le capturan?

La pregunta de la muchacha parecía injusta —¿Qué tiene que perder? Supongo que alguna privación, una celda de castigo. Tenía casi cuatro años de cárcel todavía por delante, en cualquier caso.

La joven dependía de su madre, tan bien informada sobre las estrategias de los prisioneros huidos y sus perseguidores. —¿La policía no dispararía contra ellos?

La madre frunció la boca, negando con la cabeza ante lo totalmente absurdo de la idea, igual que había hecho cuando ocultaba a la niña algo desagradable que sin duda no necesitaba saber. La idea sólo si se resisten a la captura se transformó: «Estarían igual que antes, eso es todo».

Pat apareció a las siete de la mañana, cuando se transmitían las primeras noticias del día, deslizándose en la habitación de su hija con el transistor pegado al oído. Todavía estaban corridas las cortinas. Harriet abrió los ojos y se quedó echada boca arriba, obediente pero no despierta. Pat levantó las cejas y extendió la mano libre para apartar cualquier distracción cuando la voz de la radio se refirió a los fugados. Al segundo día se detuvo a un celador, acusado de ayudar y encubrir.

 —Naturalmente, sin ayuda desde dentro, ¿cómo podrían haber escapado de la sección de máxima seguridad?, y tiene que haber habido una planificación magnífica para hacer frente a cualquier contingencia.

—¿Qué quiere decir eso?

—Gente fuera, preparada durante semanas o incluso meses, quizá, para actuar a una señal dada exactamente de acuerdo con las instrucciones. Coches, un escondite, dinero —incluso hasta se han separado, para mayor seguridad...

Lentamente, Harriet, fue saliendo de ese profundo y desvalido sueño matinal de los jóvenes, que nunca están cansados por la noche.

—Su familia no.

—¡No, por Dios, claro que no! No se atrevería a ponerse en contacto con ella.

—¿Quién, entonces?

—No lo sé, compañeros; todo estará arreglado. Gente en la que puedan confiar. Incluso gente del extranjero. Alguien podría haber sido traído especialmente al país.

Después de una semana, los tres fugados seguían en libertad. Al principio la radio repetía las mismas noticias: que se creía que se dirigían a un país vecino. Después no se les volvió a mencionar. Los periódicos repetían la poca información que habíafacilitado la policía; las autoridades de los países vecinos tradicionalmente acogedores de refugiados políticos negaban que los hombres hubieran entrado en sus territorios. El celador compareció ante los tribunales, fue acusado y encarcelado.

Había rumores de que uno u otro de los tres escapados había sido visto en Gaborone, Lusaka o Maputo. «Los círculos de refugiados» y las organizaciones de exiliados políticos en Londres estaban «exultantes», pero no harían ninguna declaración hasta que los hombres estuvieran a salvo fuera de África. «Uno de ellos, es el joven con el que Harriet mantenía correspondencia, Roland Carter». El Decano había oído hablar sobre esa correspondencia más de la cuenta. —En su caso, Pat, yo no tendría demasiado interés en divulgar esa información. Se puede usted encontrar con una visita de la policía. Pat jugueteó sonriente con su pendiente, divertida ante la cobardía del Decano. —Han leído todas las cartas. Harriet no tiene nada que ocultar. Que vengan. Pero la policía no vino; y los hombres seguían sin ser capturados. Pat y Harriet Haberman no sabían bastante sobre Roland Carter como para seguir hablando de él

en cada comida que compartían. Pat había preguntado a Harriet si alguna vez había habido alguna insinuación, algo en las cartas que sugiriera que podría... Nada explícito, por supuesto, pero una de esas observaciones casuales de refilón que a veces uno deja caer, podría dejar caer, incluso en una carta que iba a ser leída por el censor de la cárcel... Pero Harriet dijo que no había nada que se lo hiciera pensar; nada. —Tú has leído las cartas, mamá.

Así era. Sin embargo, mientras arrancaba las petunias y las caléndulas que cultivaba en verano y cavaba la tierra para preparar la plantación de narcisos y freesias, Pat oía o pronunciaba frases de las cartas. Las personas de la misma generación entienden las cosas de manera diferente a como las entiende una persona de otra generación. Giros de una frase. Vocabulario —las frases cambian de significado (mira el adjetivo “alegre”).     [Nota: Gay tiene hoy, además de los sentidos propios, sinónimos de alegre, el significado coloquial de homosexual]

Las frases se le aparecían desde alguna parte. Mientras cavaba y retiraba la tierra y rastrillaba, oyendo un zumbido en los oídos más cercanos que las llamadas de los pájaros, debido al esfuerzo que le producía mareos, a veces tenía la sensación de que él estaba pensando en ella más que ella en él —aunque él no la conocía, no era a ella a quien había escrito. Lo más probable es que ni siquiera hubiera sido mencionada; si no le habían entregado la tarjeta de Navidad, quizá ni sabía que existía. En alguna parte: allá fuera, en el tráfico distante, el tráfico del mundo, su prisionero —suyo y de Harriet— existía como otro ser que ya no era un prisionero. Sufría, quizá. Se escondía. Tenía hambre y estaban a la caza de él. Literalmente: usaban perros con nombres fieles como Wagter, Boetie ,que atacaban cuando se les ordenaba. Merodeaba por los bajos fondos de las ciudades, por los bares de Hillbrow donde todo el mundo era inmigrante y un forastero desconocido, los sitios de reunión donde los negros bebían en lugares que olían a orina, donde los blancos anónimos podían comprar marihuana, o daba tirones y más tirones a la manivela de una máquina tragaperras, desafiando a la suerte, uno más en la muchedumbre con su uniforme de camisetas con inscripciones humorísticas en un casino al otro lado de la frontera, con el peligro haciendo tic tac a su lado, un paquete-bomba dejado en una bolsa de plástico del mismo tipo exactamente que llevaban sus mujeres. El contacto con lo cotidiano y eterno que Pat establecía con esta tierra que tocaba perdió su significado. No era más que basura lo que cubría sus manos, igual que las manos de un criado negro están cubiertas con guantes blancos en ciertas casas pretenciosas (la de Haberman) para servir a la mesa. En alguna parte más allá de su jardín se puso en marcha con potencia wagneriana una alarma contra robos y se oyeron las sirenas de las ambulancias y los coches de la policía. Los bulbos que había guardado el año pasado iban a ser enterrados en esa tierra empalagosa y sofocante y revivirían de nuevo; pero cuando se encierra finalmente en ella a un ser humano la tierra nunca vuelve a abrirse.

Pat había tomado la costumbre de comprobar que estaban cerradas las puertas y ventanas antes de apagar la luz de su dormitorio por la noche. Contenía la respiración al moverse por la habitación de Harriet, pero la muchacha nunca se dio cuenta de que estaba ahí. Echaba el cerrojo a la puerta de la verja, cosa que nunca se molestaba en hacer, puesto que como era ella la que se despertaba antes por las mañanas, ya la abriría antes que su hija se levantara. Una vez Harriet se quejó de que su habitación estaba mal aireada; se había encontrado la ventana cerrada. Sí, Pat había creído oír algo —ese viejo gato que solía colarse en la casa y que una vez se había hecho pis contra la bata de Harriet— así que se había levantado para cerrar la ventana. Se rieron un poco al recordar a aquel gato horrible.

—Si se cierra la ventana, sigue oliendo.

—Lo siento querida mía, volveré a lavar la alfombra.

Si Harriet había observado que ahora todas las puertas y ventanas estaban cerradas, no dijo nada. Un día temprano, cuando Pat cruzó el césped en pijama para correr el cerrojo, el periódico no estaba en la hierba —debía de haberse caído hacia atrás por la ranura. Abrió la verja. Ahí estaba el periódico, sobre la acera; al inclinarse sus ojos quedaron al mismo nivel que un bulto que habían dejado ahí medio oculto (si estuviera de pie, lo más probable es que no lo hubiera visto) por los jazmines que crecían en torno a una vieja tela metálica entre el jardín y un sendero que separa su casa de la casa vecina. Colocado, no dejado. La ropa unisex que había en ese hatillo de vagabundo eran los vaqueros de Harriet, un par demasiado grande que casi nunca se ponía, el jersey de pescador de Mikonos que había traído de un viaje, los calcetines gruesos de hombre que estaba de moda entre las chicas para usar con zuecos. Así es como había puesto leche para las hadas (¿o los gatos vagabundos?) cuando era una niña pequeña. Había creído en el conejito de Pascua cuando encontraba huevos de chocolate escondidos así en la mañana de Pascua... El periódico que Pat tenía entre las manos publicaba un reportaje de fuentes fidedignas según el cual los rusos habían planeado y ejecutado la huida de la cárcel y se creía que los tres prisioneros políticos estaban ya en Moscú.

Ya fuera porque Harriet había recogido de nuevo la ofrenda ella misma, ya porque uno de los vagabundos blancos o un negro sin trabajo que frecuentaban el sendero había tenido suerte, el hecho es que dos días después el hatillo ya no estaba allí. Pat no dijo nada. Igual que en el pasado, no quería que la niña sintiera que había hecho una bobada.

Por la noche apareció un hombre ante la puerta abierta de la cocina; Harriet no sabía quién era, pero Pat Haberman lo reconoció en el acto. Se sintió acometida de hipos de puro miedo. Eran incontrolables, pero su cuerpo se mantuvo ahí y frenó lo que estaba más allá del límite, más de lo que podía esperarse o pedirse. Él se dio cuenta de que ella lo reconocía; esbozó una sonrisa en reconocimiento de la exigencia que representaba y dijo: ¿Están ustedes solas?

Ante esa pregunta, Harriet se puso de pie con calma como si hubiera oído que la llamaban por su nombre, y fue a cerrar la puerta tras él. Unos fogonazos líquidos como las oleadas de calor que habían recorrido su sangre a los cincuenta años llevaron a Pat hasta su dormitorio. Cerró con llave la puerta, deseando golpearla y gemir. Se sentó en la cama, con las manos aprisionadas entre los muslos. Las paredes que la cercaban la observaban. Trató de no oír las voces que llegaban a través de ellas, incluso una risa ahogada. Se levantó y recorrió la habitación con la vacilación de la angustia. Para ocupar en algo las manos, llenó un vaso de los dientes en el lavabo y, como un prisionero que cuida su única ramita de verde, regó el tiesto de violetas africanas en expiación de lo que había había hecho, de lo que había hecho a su hija adorada, condenada para siempre. 

El eco

 

 

Naguib Mahfuz (en árabeنجيب محفوظ‎ Nagīb Maḥfūẓ AFI: [næˈɡiːb mɑħˈfuːzˤ]El Cairo11 de diciembre de 1911-El Cairo30 de agosto de 2006), fue un escritor, columnista, dramaturgo y guionista de cine egipcio. En 1988 recibió el Premio Nobel de Literatura.

Junto con su coterráneo Taha Hussein, se considera a Naguib como uno de los exponentes más importantes del existencialismo árabe1​, y uno de los primeros escritores contemporáneos de la literatura árabe. Conocido por su narrativa, fue ganador del Premio Nobel de Literatura en 1988, siendo así el primer escritor en lengua árabe en recibir dicho galardón23​, y a la fecha el más reconocido de esta lengua.

Publicó en toda su vida alrededor de 34 novelas, más de 350 cuentos, varios guiones de películas, diversas columnas periodísticas y cinco obras teatrales en una extensa carrera de 70 años. Muchas de sus obras (no específicamente sus guiones) se han convertido en películas egipcias y extranjeras.

 

 

 

                                             EL ECO

Se apoyó en su bastón y esperó. Tras el sonido del timbre, no se oyó el menor ruido detrás

de la puerta, como si la casa estuviera vacía. Dentro de un instante la puerta se abrirá y

aparecerá el rostro anciano que no has vuelto a ver desde hace veinte años. El tiempo no ha

borrado su imagen triste, resignada y cansada. Ahora tendrá ochenta años: las mujeres de

nuestra familia son longevas. ¿Y los hombres?: balas, dramas, ojos secos…

Oyó un ruido de babuchas que se arrastraban y se preparó para los efectos de la sorpresa,

pero el ventanillo se abrió y apareció el rostro débil de la criada, Umm Muhammad. Sintió

alivio; la miró desde lo alto de su estatura mientras ella le observaba con desconfianza y

una expresión fatigada.

-¿Quién es?

-Abre, Umm Muhammad.

-¿Quién es usted, señor?

El tono de su pregunta indicó que no esperaba ninguna visita. Una casa abandonada, como

si todo un clan se hubiera ido a la guerra.

-¿De verdad me has olvidado, Umm Muhammad?

Ella pestañeó para aclarar su mirada y exclamó:

-¡Señor Abdel Rahim! ¡Vaya sorpresa!

Él entró, envuelto en su aba negra, y le tendió la mano. Ella la besó con ardor diciendo:

-Es increíble, increíble.

Luego, conteniendo la respiración, añadió:

-Voy a informar a la señora de su llegada.

Abdel le cortó el paso con el bastón diciendo:

-No. ¿Dónde está su habitación?

Umm le indicó la puerta y dijo:

-Tiene que…

Pero él la interrumpió y avanzó con decisión.

-Sé lo que debo hacer, lo sé todo y no quiero que nadie me moleste.

Entró en la habitación, lenta y silenciosamente, dispuesto a reprimir sus emociones corno

de costumbre; luego cerró la puerta. Se paró en medio de la habitación y la miró con

atención. A pesar de la rudeza de su carácter, se sintió algo emocionado. Un olor, extraño y

familiar a la vez, se infiltró en su nariz chata, como un recuerdo perdido que resurgiera y le

proyectara hacia el pasado. Se sintió sumergido en las profundidades íntimas de su ser. La

mujer estaba sentada en el sofá, sosteniendo entre los dedos una larga misbaha cuyas

cuentas rozaban el suelo. Pero no levantó la cabeza, como si no notara la presencia del

hombre. Estaba cubierta con un velo oscuro, de un color que no se distinguía bien dentro de

la sombría habitación cuyas dos ventanas, completamente cerradas, ocultaban la luz. «Ella

te ignora, sin duda. Tal vez haya escuchado la conversación y ha decidido ignorarte. No es

de extrañar su frialdad si se piensa en todo lo que ha sufrido. ¿Qué esperabas cuando te has

visto obligado a volver?» Sonrió para atenuar la dureza de su rostro curtido, pero ella no le

prestó atención; comenzó a rezar en voz baja y luego bostezó. La sonrisa del hombre se

disipó. Ella era más dura de lo que había imaginado, más cruel que todo el pasado

sangriento de la familia. «Pero yo también soy tenaz. No he cruzado el valle para sufrir un

fracaso.» Esperaba indignación, maldiciones, llanto, amargura, pero no aquel silencio,

aquella indiferencia. La contrariedad le impidió que se acercara a besarle la mano; más

tarde lo haría, pero no desistió de su empeño y le dijo con calma:

-Buenos días, madre.

Dio dos pasos hacia ella y le tendió la mano, pero la mujer no pareció advertir su presencia.

El choque fue más violento que el primero sin que el pasado, con toda su tragedia,

amortiguara la fuerte bofetada. «Tú eres el último en asombrarte de esta crueldad, y deberás

expiar veinte años abominables. Como ves, está muy fatigada.» Abdel esbozó una sonrisa

melancólica y retrocedió hacia la cama, sentándose en el borde. Puso su fez encima de la

almohada y se apoyó en el bastón. «He regresado a mi lugar de nacimiento, así que puedo

sentarme en la cama.»

-Lo cierto es que no esperaba un recibimiento afable, pero no imaginé esta capacidad de

indiferencia -se rió brevemente y añadió-: Nosotros somos una familia de colmillos y

garras, pero estoy deseoso de conocer el fin.

Ella levantó ligeramente la cabeza, quizá para reposarla, luego se recogió de nuevo sobre la

misbaha, en su impenetrable mundo.

-Puede que haya cometido un inmenso error viniendo, pero estoy decidido a no

arrepentirme.

Ni una palabra, ni un gesto, ni una señal de interés.

-¿Es que esperas que te pida perdón, que reconozca mis errores y manifieste mi

arrepentimiento? Tú nos conoces mejor que nosotros, y las palabras son vanas. Los dos

hemos cambiado mucho pero, gracias a Dios, tu salud es buena, tal vez mejor que la mía.

Esta última expresión no podía dejarla indiferente: se movería. Sí, al principio estallaría en

cólera y lanzaría maldiciones, luego se iría calmando y, finalmente, esas paredes

escucharían su bendición.

-Yo sé lo que tu silencio quiere decir: el ladrón, el asesino por fin ha vuelto. En el nombre

de Dios, dime si querías más dinero.

Le invadió un deseo desesperado de bromear y le preguntó:

-¿Es que querías dinero para probar suerte de nuevo en el matrimonio?

 

Se rió ruidosamente, pero solo, completamente solo. ¡Dios! ¡Qué poder diabólico de

destrucción!

-El pasado ha muerto, los cuerpos y las almas también. Nosotros no hemos sido los

primeros ni seremos los últimos en tener las manos manchadas de sangre. ¡Cuántos seres

queridos he perdido! Llevo una bala en el pecho para siempre, además de todas las

cicatrices de apuñalamientos en los muslos, el vientre y la cabeza. Tú llorabas y te

arrancabas el pelo, y nosotros continuábamos perdiendo vidas. Pero ¿de qué sirve

recordarlo? Olvidemos el pasado.

«¿No te habías prometido evitar los recuerdos? Pero ¿cómo? Ella se empeña en destruirte, y

tú no has cruzado todo el valle para encontrarte ante una estatua de piedra.»

-Entonces ¡quieres que me marche! No me sorprende mucho, mas he venido, y eso es un

eslabón de la cadena de acontecimientos. ¿No te has enfadado ya bastante? Has maldecido

a tus hijos hasta perder la voz. Te parece terrible haber traído al mundo tantos enemigos,

pero en cualquier caso, tú los has engendrado. Dime, por Dios, ¿cómo murió mi padre? ¿Y

mis tíos? Me preguntaron por qué me marché, después de lo que pasó, pero yo era el único

que conocía el secreto, y creo en lo invisible tanto como en la sangre. Según ellos, todo esto

pertenece al pasado, aunque yo tengo otra opinión. No obstante, me gustaría saber por qué

no dices nada.

«¡Ah! La admiras tanto como la aborreces. La mejor de las madres. Pero tú representas la

obstinación del que se emboscó un día en un campo de maíz durante ocho horas sin

moverse. Tú cantaste victoria sobre los despojos de cadáveres, sobre las manos de tus

hermanos tras matarlos, y dijiste con sarcasmo que los hijos de tu socio en la ciudad se

amaban, a pesar de que eran hermanos.»

-No me eches sin decirme ni una palabra. Pregúntame al menos por qué he venido. Mi arma

está descargada, y necesito sacarme la espina de este pie sangrante. Confieso que me retiré

a un refugio olvidado para recuperar el aliento, que sentí necesidad de vivir en la sombra,

después de haber padecido el fuego del infierno, y he oído muchos comentarios -no sé si

verdaderos o falsos- sobre tu extraño comportamiento, a pesar de que la última imagen que

conservo de ti sea la de una mujer adusta, triste, amargada… Aun así, he querido

arriesgarme.

«¡Dios de los cielos! Otra vez bosteza, aunque de aburrimiento, no de cansancio. Pero antes

o después, esa costra dura se levantará y luego caerá. El sufrimiento te ha otorgado recursos

de generosidad, y yo estoy sentado ante ti para testimoniar sesenta años de filiación, aunque

estéril.»

-Escúchame. Yo no he hecho este viaje en vano. Así he sido creado. Me dijeron: ¿por qué

vas, después de lo que pasó? Pero nadie conoce el secreto, excepto yo. Y desde que he

llegado, te hablo y tú me ignoras. Partiré, más duro que cuando llegué, sin que la noria que

da vueltas saque de la tierra que ruinas. Los hijos de la nueva generación no son mejores

que nosotros, es indiscutible. Hoy fruncen el ceño e intercambian miradas furiosas y

mañana dispararán balas. Heme aquí mirando el futuro con los ojos sangrantes del pasado.

Hoy, una foto de familia los reúne, al igual que también a nosotros nos reunió un día; mas

¿qué pasará mañana? Lo que ocurrió fue que sufrí un disgusto mortal, pero nosotros

rechazamos las buenas palabras, no las creemos: Así pues, la caravana puede avanzar

levantando polvo y esparciendo sangre. Pero el hastío ha ido haciendo mella en mí hasta

que me he venido abajo, y después de veinte años de ingratitud y olvido he pensado en ti.

¿Que qué es lo que quiero? ¿Volver a ti? ¿Y después? Nosotros nos avergonzamos de los

sentimientos y nos enorgullecemos de las palabras. Pero he aquí que un día me vi

encorvado, arrastrándome por el suelo. Disimulé el dolor para no provocar en los demás

alegría maligna. Sin embargo, el médico me advirtió que estaba gravemente enfermo y, a

pesar de que no creo en los médicos, no tuve más remedio que creer al dolor, sobre todo

cuando tuve ocasión de experimentar su intensidad. Permanecí solo en el lecho durante

varios días, en el transcurso de los cuales me cercaban las consecuencias funestas de las

discordias familiares y el futuro me parecía tan sangriento como el pasado. El mundo me

rechazaba, y yo me refugiaba en el recuerdo de tus palabras de antaño. Después tuve un

sueño…

«¡Ah! ¿Me voy a rendir a la desesperación? ¿Qué es este dolor que te roe las entrañas?

¿Será el aviso de una nueva crisis? ¿Por qué los medicamentos no son tan eficaces como

una bala o una hacha? Ya ti, anciana, ¡por Dios!, ¿qué es lo que te conmueve? Eres más

cruel que todos nosotros. No me obligues a zarandearte para hacerte entrar en razón. Si

grito, van a temblar las paredes.»

-He tenido un sueño. ¿Por qué no me preguntas qué he soñado? ¿Ya no te apasionan los

sueños y su interpretación? Perdóname si pienso que nosotros hemos heredado la crueldad

de ti, de ti, más que de nuestro padre o de cualquier otro antepasado. Nadie ha sabido

conservar como tú la sangre fría. Tu rostro no refleja ninguna emoción. No es que finjas

ignorarme, sino que ignoras mi presencia en todo el sentido de la palabra; no me escuchas

ni me ves. ¿De dónde te viene tanta fuerza?

Abdel Rahim se levantó, excitado, y empezó a dar vueltas por la habitación; luego, con

expresión adusta, se detuvo frente a su madre apoyando la mano derecha en el bastón:

-¿Es esta tu forma de castigarme? Sin duda, ya habías imaginado este encuentro, lo habías

deseado y lo llevabas esperando mucho tiempo. Pensaste: «Algún día vendrá, cuando sea

presa de una calamidad o una enfermedad. En ese momento se acordará de su madre y

correrá a su lado solicitando su perdón y bendición. Entonces tendré ocasión de vengarme.

Expiará los robos, las agresiones y las muertes, pagará por mis lágrimas inagotables, mis

llamadas de socorro rechazadas, por mi larga reclusión en esta habitación.» Esa es la

verdad. Tú eres en verdad nuestra madre, tus métodos son los nuestros y tu crueldad es la

nuestra. En mis momentos de hastío y abatimiento me preguntaba de dónde nos vendría esa

bestialidad que ni siquiera conocen los perros, los burros, las vacas ni los búfalos. Y he aquí

que se me reveló la verdad: este torrente horrendo procede de ti, mujer.

Golpeó el suelo de la habitación dos veces con su bastón y los cristales de la ventana

temblaron. Umm Muhammad llamó a la puerta para ver lo que pasaba y pidió permiso para

entrar. Él le gritó irritado que se marchara. Luego, se volvió hacia la mujer, que continuaba

rezando tranquilamente, y le dijo:

-¡Deja ya de rezar! No nos acordamos de Él más que cuando queremos comprar nuql o

kaak. Lo cierto es que no conocemos a Dios ni queremos conocerlo, y el sueño que tuve era

falso. No era necesario que soñara o que me preocupara de mis sueños. Tampoco era

preciso que enfermara, porque los que viven de los muertos y de la sangre no deben

enfermar ni soñar, tienen que buscar la tranquilidad solo en la muerte y suicidarse, antes de

que los maten. ¿Qué demonio me ha incitado a venir a verte, mujer?

Como ella no salía de su terrible indiferencia, él se le acercó con aire decidido y le tomó la

mano. La mujer levantó la cabeza y la echó hacia atrás sorprendida. Dejó caer la misbaha

en su regazo y posó la otra mano en la suya, luego palpó el dorso tosco con marcadas venas

y el vello de los dedos. El miedo se reflejó en su cara y gritó:

-¿Quién es? ¡Umm Muhammad! Tuvo un acceso de tos; luego continuó gritando con voz sofocada:

-¡Umm Muhammad…!, ¡Umm… Muhammad…!

La puerta se abrió de golpe. Umm corrió hacia la anciana, y él retrocedió confuso. Con

delicadeza, la criada tomó la mano temblorosa de su señora y la acarició con inquietud. El

hombre, como excusándose, dijo:

-No sé qué le habrá podido asustar.

La criada, todavía asustada, respondió:

-He intentado ponerle al corriente de su estado, señor, pero usted no me ha escuchado y

luego me ha impedido entrar en la habitación.

Él se puso el tarbush y agarró el bastón diciendo:

-¿Qué le ha asustado? Yo no he cesado de mostrarle mi afecto, y esperaba que ella se

conmoviera al verme a su lado.

Sin levantar la vista, la criada dijo con tristeza:

-Ella no ve, señor.

Abdel Rahim abrió los ojos desmesuradamente y, estupefacto, observó a su madre con

atención.

-¿Quieres decir?…

-Sí, señor, que no ve.

Permanecieron en silencio durante unos minutos. Luego él murmuró:

-No podía imaginarlo. La luz es escasa, como ves… -después, en un tono amargo y como

hablando para sí, prosiguió-: Pero le he estado hablando durante mucho rato y ella me ha

ignorado de forma penosa…

-Es que tampoco oye, señor -dijo la criada con voz rota.

-¿Qué quieres decir? -preguntó él, desconcertado.

-Que está sorda, señor.

-¿Completamente? -preguntó el hombre, tras el fuerte impacto causado por la noticia.

-Sí.

-¿Y si le grito?

-Es inútil, señor.

-¡Está ciega y sorda!

-Efectivamente, señor.

-¡Dios mío! ¿Y desde cuándo?

-Desde hace varios años, señor. Dios quiso que perdiera primero la vista y luego el oído, sin

que la ciencia médica haya podido hacer nada.

Él vaciló un momento, antes de atreverse a preguntar:

-¿Y no ha habido una forma de comunicármelo?

-Quise hacerlo cuando perdió la vista, pero ella me lo impidió. Y yo siempre he respetado

su voluntad.

«La situación no es como habías imaginado, sino más atroz. Y tú eres cómplice,

inevitablemente, de este crimen. Has venido para aligerar tu carga y la has recogido

infinitamente más pesada. Su aliento roza tu mano, pero ella está más lejos que las estrellas. Es como la muerte, pero plagada de sufrimiento. El silencio, ese obstáculo insalvable. Tienes que interpretar tu sueño o quedará para siempre envuelto en el misterio.»

martes, 17 de agosto de 2021

Si nadie habla de las cosas que importan, comentario

 "Lo que leo lo cuento: Si nadie habla de las cosas que importan (Jon McGregor)" https://loqueleolocuento.blogspot.com/2016/09/si-nadie-habla-de-las-cosas-que.html?m=1

Título original: If nobody speaks of remarkable things
Traductores: Libertad Aguilera y Gabriel Dols
Páginas: 285
Publicación: 2002 (2006)
Editorial: 
Salamandra
Sinopsis: Una calle cualquiera de una ciudad del norte de Inglaterra el último domingo de verano. Las escenas se suceden como si fuesen polaroids pegadas sobre una cartulina: estudiantes que hacen las maletas sin saber qué les depara el futuro; niños que entran y salen corriendo de sus casas; jóvenes que empiezan a despertar tras pasar la noche de fiesta; un hombre que pinta de azul pálido las ventanas de su casa; un matrimonio que se encierra en su dormitorio para hacer el amor; una pareja de ancianos que se prepara para celebrar su aniversario...

Si nadie habla de las cosas que importan, ¿cómo pueden llamarse importantes?

Hay libros cuyo título suponen páginas y páginas de pensamientos en tu cabeza. Leo el título de este libro, “Si nadie habla de las cosas que importan”, y veo una invitación, unos puntos suspensivos que inevitablemente recorro dando saltitos de uno a otro hasta llegar al último y saltar al vacío. Antes de leer el libro, mi mente ya ha escrito otro sobre qué sucede si nadie habla de las cosas que importan y por qué no hablamos de las cosas que importan. Y qué es lo importante y qué no. Y qué sucede cuando hablas de las cosas que importan.

Ella le dijo cuéntame nuestra historia, cuéntamela como se la contarás a nuestros hijos cuando te pregunten.

Historias. Somos historias, sumas (y restas) de historias, propias y ajenas, que nos hacen. ¿Las contamos? Algunas sí, otras no. ¿Por qué callamos algunas cosas? ¿Por qué necesitamos hablar de otras? Probablemente muchas veces esperamos que alguien nos tienda un puente sin necesidad de pedirlo, que alguien note (sienta), por ejemplo, que algo no va bien sin que haya necesidad de palabras por medio, como si bastara con escuchar que el corazón se ha detenido, como si fuera posible que alguien escuchara realmente los latidos (o su ausencia) de tu corazón. Y tendiera el puente. Y tú lo atravesaras. (¿De verdad pasan estas cosas?)

A veces parece que poner palabras a lo que sentimos o pensamos lo convierte en algo real. Y sin embargo la verdad suele estar en lo que se calla, en los silencios, en los microgestos que suelen pasar desapercibidos, aunque supongan la clave que desentraña nuestro enigma interior. Los hechos cuentan (Facta, non verba) pero lo que callamos dice tanto de quienes somos... Estar hecha de muchos silencios da qué pensar. Algo no puede ir bien. Algo acabará por no ir bien.

Nada cambia. Divago. Pero estoy hablando del libro. De su contenido, o al menos de lo que yo vi (que a lo mejor ni siquiera es el contenido).

Una vez atravesado el desierto generado únicamente por el título, empiezo a leer. Y me bastan pocos párrafos para saber que estoy ante un libro diferente, no convencional, y una forma de contar diferente. Que escribe bien Jon McGregor. Muy bien. Prosa lírica le dicen. Un inicio espectacular, sensorial, escuchando el despertar de una ciudad de la mano de McGregor, que da otra dimensión (más relevante) a cada sonido que una ciudad genera, hasta llegar a un silencio cuya fugacidad lo convierte casi en inexistente.

Es una historia de conexiones. De cómo no somos ajenos a los ajenos. De alguna forma algo nos conecta con propios y extraños. Pasos necesarios que nos llevan de un lugar a otro y a personas anónimas, de las que no conoces el nombre siquiera, pero que han pasado por tu vida, fugazmente tal vez o de forma más constante (¿conocemos el nombre de todos nuestros vecinos, de los trabajadores del supermercado al que vamos habitualmente…?) y, quién sabe, algo que hicieron o no hicieron, dijeron o no dijeron, ha provocado una sombra o una luz en nuestras vidas. Y nosotros sin saberlo. Es casi magia.

Es como si McGregor hubiera cogido una fotografía, una imagen fija, estática, de una calle cualquiera. Un momento, una postal, una calle, la gente, los vecinos, los coches, los niños, el mobiliario urbano habitual, las casas, sus puertas y ventanas. Y a partir de ahí, hacia delante y hacia atrás, se desmigaja lo que sucede hasta llegar a ese momento, y lo que sucede tiempo después. El tan conocido 
efecto mariposa. Al que si añadimos la fascinante hipótesis de los seis grados de separación ya tenemos material en el que pensar. Añadimos los ingredientes de las historias de los personajes (lo que ven, lo que son, sus vidas, lo que hablan, lo que callan), los silencios que construimos y que a veces nos destruyen, y tenemos Si nadie habla de las cosas que importan. Y más cosas, claro, porque cada libro dice algo al lector que es único y es personal. Miradas, formas de mirar. Puedes ver. O no.

No habla de esas cosas con la gente, allí no hay nadie con quien hablar de ellas, nadie que las sepa. Si le preguntaban, decía bien en general, en general estoy bien, va bien. Pero hay veces en que siente demasiado, en que si pudiera contárselo a alguien, diría no puedo soportarlo más quiero arrancar el papel de las paredes e hincarme de rodillas y machacar el suelo con mis puños inútiles y destrozados.

La lectura deja cierto poso de tristeza. O tal vez ese poso lo tenga incrustado en mí como una lapa. Es un libro magnífico al que únicamente puedo reprochar ciertos círculos concéntricos hacia mitad de la lectura y un exceso de dicen y digo que en algún momento me chirriaban innecesariamente. Pero McGregor pone el acento en los detalles, en lo cotidiano, en lo que omitimos y silenciamos, también en lo que ninguneamos. En lo invisible. Y eso, a mí, siempre me hechiza.
(
©AnaBlasfuemia)

Ana Blasfuemia en 12:04

 


¿NO HAY OTRO LUGAR DONDE PODAMOS ENCONTRARNOS?

  E ra una fría mañana gris y el aire era como el humo. En esta inversión de los elementos que se produce a veces, el cielo gris, suave y ap...