miércoles, 15 de septiembre de 2021

CURSO POR CORRESPONDENCIA


Pat Haberman ha estado sola con Harriet desde que se divorció del padre deHarriet. Harriet tenía cinco años entonces; demasiado joven para haberse contagiado del tipo de vida de Haberman, con su ambición de dinero y de nivel social elevado — eso queda para los niños de su segundo matrimonio. La pensión para Harriet fue siempre inadecuada, pero Pat y la pequeña Harriet no querían nada de él; Pat podía y quería sostener a ambas y a los veinte años Harriet ya tenía su título universitario y trabajaba en un programa de alfabetización de negros patrocinado por una fundación liberal. Las dos mujeres tienen empleos que representan más que una forma de ganarse modestamente la vida. —Pat (salvada, gracias a Dios) alude a la vida de cenas de negocios, bailes y borracheras en el club de golf y gymkhanas que dejó atrás con Haberman como a un expediente criminal y es secretaria del decano de la Escuela de Medicina —una pieza permanente, como el mobiliario.

Harriet prepara un curso de postgraduados por correspondencia y ya ha publicado un artículo para un simposio sobre Alfabetización y los medios de comunicación de masas. Lleva faldas alemanas, envolventes, adornadas con trencillas tejidas por mujeres xhosa en un proyecto de desarrollo de Soweto, sandalias con tiras entre los dedos y el año pasado se cortó la melena de pelo castaño claro y se hizo una permanente afro, de modo que cuando está a remojo en el baño —observa divertida su madre— el pelo de la cabeza y el suave pelo púbico hacen juego. Es una chica tranquila que, su madre está segura de ello, fuma un poco de marihuana en las fiestas, como todos los jóvenes actuales. «¿Y quiénes somos nosotros para criticarlos?». Pat Haberman se liquida dos paquetes diarios —como ella dice: nada más que vulgar tabaco que destruye los pulmones.

 Una vez tuvo una aventura de tres años de duración con un abogado que ya no está en el país, pero Harriet era demasiado joven entonces para haberse dado cuenta y Pat no ha decidido si decírselo o no. A veces está a punto de hacerlo: tiene la tentación cuando observa que la chica se interesa por un nuevo chico. Harriet probablemente no es tan promiscua como es costumbre entre los jóvenes de su generación, pero sale los fines de semana y en vacaciones de excursión por parejas con un grupo de amigos que cambia con frecuencia —los chicos se van a hacer el servicio militar en la frontera o desaparecen, huyendo del servicio militar. Éste o aquél se larga; esta lacónica frase contiene, para toda esta generación de sudafricanos blancos enterados, cargados por sus mayores con la tarea mortal de defender una vida que no han elegido por sí mismos, la herencia singular de su condición de blancos. Pat y Harriet, madre e hija, se preguntan a menudo si no deberían emigrar también. Harriet ha sido educada para comprender que su vida, que le permite elegir entre diferentes opciones y una comodidad decorosa no es compartida por las personas en cuya negritud está incrustada: antes protegida por ellas y ahora amenazada. La rodean, pero ella no forma parte de ellos. Y desde que llegó a la edad adulta ha tenido su sitio —aunque silencioso— en la discusión ritual sobre qué pueden hacer las personas que no tienen aptitudes para la política pero que no quieren vivir como Haberman (Harriet también se refiere al hombre que es su padre como era llamado en la sentencia de divorcio de Haberman contra Haberman), haciendo dinero a costa de los negros y yendo a jugar rodeado de reinas de belleza y reyes de supermercados como él en los casinos que representan el progreso en los vecinos «estados» pobres negros. Harriet se mantiene en contacto con los amigos que se han largado a Canadá o a Australia; lleva un año ya de correspondencia con un prisionero político aquí en Sudáfrica. Ahí estaba su carta, entre circulares de clubs cinematográficos, facturas y cartas por avión con «¿Y cuándo vas a venir por aquí?» garrapateado en la parte de atrás de los sobres. Prisión Central de Pretoria —con estampilla con la firma del censor de la cárcel por encima. Dentro, llena de apretada escritura, había una hoja de papel rayado arrancada limpiamente de un cuaderno. Querida Harriet Haberman. Pero sus ojos se fijaron en la firma antes de seguir leyendo. Roland Carter. Echando un vistazo lentamente por encima mientras bajaba automáticamente por el sendero empedrado, entró en el jardín donde Pat estaba arrodillada entre cajas de plantas y caléndulas.

—¿Te dice algo «Roland Carter»?

A la madre le goteaba la nariz con el esfuerzo de inclinarse y cavar; se le manchó con el dorso de la mano llena de tierra, Harriet repitió: «Roland Carter». Pat sorbió. —Desde luego. Le cayeron nueve años. El periodista del Este de Londres.

—¿Qué hizo? Me ha escrito...

—Sácame el pañuelo de mi bolsillo... Alentar los objetivos del Congreso Nacional Africano, algo así. Introdujo documentos de identidad falsos. ¿O fue uno de los de la bomba panfleto? No. Eso fue en Ciudad del Cabo. ¿No te acuerdas? —Vamos a ver.

—¿Fue el que dijo en el juicio que no lamentaba nada?

—Ése es, pero ¿sobre qué te escribe?

Su madre se incorporó trabajosamente, apoyándose firmemente con la palma dela mano. Las dos mujeres se quedaron en su diminuto jardín, bien diferentes. ¡Diosmío! Qué carta más agradable. ¡Harriet! Se echó hacia atrás y miró a su hija; su cara,con un manchurrón de barro sencillo expresaba el reconocimiento de la marca de lagracia en otra cara. Siguieron leyendo. La madre murmuró en voz alta: «Su artículome exaltó durante más de un día entero... He estado de acuerdo con usted y hediscutido con usted... algunas de sus conclusiones son, perdóneme, indefendibles...me ha impresionado tanto que he decidido empezar... si usted se siente con ánimo deresponder. ¿Podría hacerlo el mes que viene? Sólo me permiten una carta por mes, yhe decidido correr suerte y elegir una carta de usted...».

Harriet parecía leer más despacio o deseaba ponerse a prueba en la tarea de dar vida, desde su propia comprensión, a esas citas de Piaget (?) y a esos tímidos toques de ingenio (dirigidos contra el propio escritor) y de sarcasmo (dirigidos contra el funcionario de la cárcel que censuraría la carta). Escrita en una celda. Sentado en una cama de la cárcel. ¿O tenían los prisioneros —por lo menos los blancos— una mesa?

Una ventana con barrotes y telas metálica (las había visto, al pasar en coche junto a alguna cárcel). Una pesada puerta con una mirilla para el guardián detrás de la espalda inclinada, escribiendo. —¿Te acuerdas de cómo era?

Su madre se mostró muy segura. —Por extraño que parezca, me acuerdo. Ya sabes lo aficionada que soy a los periódicos. Me parece estar viendo la fotografía que publicaron varias veces durante el juicio y después cuando lo condenaron a tantos años. Nueve años... una cara bien trazada, fuerte, escéptica. Nariz corta. Una cara deéxito, ¿entiendes a lo que me refiero? No parecía fanático. Sin barba. Ojos oscuros grandes y pelo cortado a cepillo. Más como un atleta... una de esas fotos de nadador, después de ganar una competición. Quizá la tomaron cuando había estado nadando y la sacaron a saber de dónde, probablemente de su familia. Me pregunto cómo logró tu artículo. Bueno, me imagino que ese tipo de revista académica podría estar en la biblioteca de la cárcel. Pero ¿cómo tenía nuestra dirección? Harriet le señaló el sobre, reexpedido por la revista.

—Bueno, es muy agradable pensar que algo que tú escribiste ha supuesto una bocanada de vida para alguien así en la cárcel, querida mía. Ya te lo dije, te expresas muy bien...

La muchacha sonrió. —Ni siquiera he leído a Piaget. La madre no había tocado la carta, sólo la había leído por encima del hombro de Harriet. Mantenía sus manos llenas de barro bien separadas del cuerpo. —¿Vas a escribirle? Piaget no entraba en consideración: —¡Qué importa eso! Harriet agitaba lentamente la carta, como para secar la tinta.

—Me imagino que debo hacerlo.

—Pobre chico. Uno se olvida de que están allí dentro. Se lee la parte sensacional, en los periódicos y luego pasan los años. Pat Haberman se miró las manos, miró las cajas de plástico con las caléndulas, le vibraron las aletas de la nariz con su oloramargo y pesado; se acordó de lo que estaba haciendo antes de la interrupción y se volvió a arrodillar.

—¿Cómo podría uno negarse? Pat acicateaba aduladoramente al Decano suponiéndole el valor compartido de las convicciones propias. Ella y el Decano hablan a menudo en voz baja entre ellos, aunque nadie puede oírlos en el despacho interior donde dicta las cartas, acerca de los problemas de sus hijos ya crecidos así como de los problemas igualmente confidenciales de los enfrentamientos de personalidad entre los miembros de la Escuela de Medicina. Existía —sin duda alguna, aunque no iba a sacar eso a colación con Harriet— la posibilidad de que el nombre de uno se anotara en algún archivo. Sin duda alguna llevan un registro de todo el que se relacione con él —o con ella en relación con un prisionero político—. Incluso si él escribía sin que nadie se lo hubiera propuesto. Incluso si uno ni lo habíaconocido antes.

A menudo surgía la ocasión adecuada en charlas con amigos o en casas de amigos donde conocía gente nueva, para mencionar lo estupendamente que llevaba Roland Carter su situación, con cuatro años de condena a sus espaldas y cinco por delante, sin perder el ánimo, con la mente viva y con sentido del humor —su hija Harriet se escribía con él. Esta observación las «colocaba» inmediatamente a ella y a su hija en situación de respeto, para la gente que no las conocía. A veces añadía que era una pena que más gente que hablaba de liberalismo no hiciera el esfuerzo de escribir a los prisioneros políticos, de demostrarles que aún se les consideraba como parte de la humanidad. ¿Se daba cuenta la gente de que en Sudáfrica los criminales comunes, ladrones y falsificadores, eran mejor tratados que los prisioneros de conciencia? Roly Cárter (después de las primeras cartas él había empezado a firmar simplemente Roly) no obtendría redención de pena por buena conducta. Pat leía las cartas de Roland Carter, o más bien Harriet se las leía en voz alta — pero naturalmente no leía las que Harriet le escribía a él. No es que fuera a haber nada especialmente personal en ellas—. Harriet no lo conocía, en cualquier caso él estaba casado (Pat había ido a una hemeroteca donde trabajaba una amiga suya, y había mirado el expediente de recortes del juicio) y sus cartas, como las de él, serían leídas por el censor de la cárcel. Pero Harriet era una mujer adulta. Pat siempre había respetado la intimidad de su hija; de hecho, le había enseñado desde muy pequeña que uno no leía nunca las cartas de los demás, aunque estuvieran rodando por ahí encima. Harriet escribía a Roland Carter a máquina; quizá, sensatamente, quería mostrar a las autoridades de la cárcel que todo estaba abierto a la inspección — ninguna ambigüedad oculta tras una escritura ilegible, y el motivo respetuoso de la ley en su correspondencia tan claro como la escritura mecanografiada. Pat suponía que las cartas que oía redactar —Harriet escribía lentamente, hacía largas pausas— eran muy semejantes a las que llegaban de la cárcel: dos jóvenes que compartían intereses intercambiando puntos de vista sobre la educación en África. Dios sabe que podía haber implicaciones políticas en el tema, pero él parecía dar por supuesto —y salirse con la suya— que los nombres de los educadores pertenecían a un campo demasiado especializado como para estar incluidos en la lista de pensadores izquierdistas que podrían resultar familiares a un censor de prisión.

Una mañana de domingo en que las dos mujeres estaban escribiendo sus felicitaciones de Navidad, Pat observó que suponía que se permitiría a los prisioneros recibir tarjetas.    Harriet rara vez iniciaba nada, había en ella una quietud a la que no perturbaban las sugerencias de su madre, sino que las aceptaba complacientemente.

—Podemos intentarlo.

Navidad; otro año de cárcel, empezado tras esos muros. Leyó los mensajesimpresos en las tarjetas que habían comprado. Paz y alegría en el día de Navidad. Mejores deseos para las fiestas y que el Año Nuevo traiga todo tipo de felicidad. Se apoyó en el respaldo de la silla. Pat trabajaba con eficiencia: tarjetas, agenda de direcciones, hojas de sellos. —¿No te quedan? Aquí tienes, coge una de éstas. Harriet escribió, sin leer el mensaje, su nombre bajo él en una tarjeta de una nutria que asomaba entre olas, vendida a beneficio de una sociedad para la protección de las especies salvajes. Pat firmó también. ¿Harriet le habría dicho sin duda en una de sus cartas que tenía madre?                                                                                                                                                                Se acordó de comprar una edición de bolsillo de Piaget, para lo que aún llamaba los zapatos, aunque hacía más de diez años que Harriet ya no era lo bastante joven como para poner los zapatos en Navidad.

A Pat le gusta trabajar en el jardín durante una hora o así cuando regresa del trabajo por las tardes. Cuando el periódico vespertino cae en la hierba por la ranura de la puerta de la verja Pat echa una mirada a los titulares mientras orienta el chorro de la manga de riego con la otra mano. A esta hora del día, y en lo que sabe son estas frágiles circunstancias —el pacificador silbido del agua, la cercanía de las llamadas de los pájaros en el crepúsculo y la distancia del tráfico que resuena más allá del acantilado que representa esta tranquila zona— Pat siente una especie de equilibrio. Todos los días se aventura en el mundo exterior para ganarse la vida, pero ya no es una de esas personas que pertenecen verdaderamente al mundo exterior, empujadas por la adrenalina y las hormonas sexuales, agitándose por él, pieles negras, pieles blancas, inhalando ambiciones tóxicas, las tensiones de resolver, de llegar a ser. —¿Y qué? La hora que va de cinco y media a seis y media es una ilusión de paz para esta mujer de mediana edad, igual que la inocencia de las llamadas de los tordos del Cabo, y la frescura de las hojas salpicadas de agua procedente de los suministros municipales es una ilusión de una naturaleza intacta. Sin embargo, mientras sujeta la boca de la manguera para controlar la energía reptilesca de la presión del agua y lee que han secuestrado a un diplomático, que de nuevo se utiliza el petróleo como rescate en la guerra santa económica entre los árabes y Occidente, incluso que los líderes de la marcha de trabajadores negros en una acería de esta misma ciudad han sido detenidos por la policía, se produce este descanso de sentirse a sí misma mirando desde una base de calma y eternidad lo que es fiebre y constante torbellino. Más tarde leerá el periódico con el conocimiento de los antecedentes, la capacidad de observación, el sentido de continuidad con las afirmaciones y luchas de negros y blancos que reafirma la participación y la rescata de ese extraño y agradable lapso de tiempo, esa peligrosa amnesia blanca de barrio residencial. Harriet está allá fuera; no ensordecida por la música de las discotecas, no teme convertirse en drogadicta. La fractura que se produce en la personalidad blanca y amenaza con hacer perder gota a gota sus dotes como una granada que se seca está muy lejos de ella y quizá no quede tiempo suficiente para que le ocurra. Cuando vuelve a casa, habla por teléfono, trabaja algo en su tesis o se lava la cabeza para arreglarse para salir otra vez, como hacen las chicas jóvenes.

Una tarde como otra cualquiera, el titular que Pat vio en el acto no era el más destacado del periódico, éste se refería a una subida del precio del oro. El titular que vio Pat estaba a dos columnas a un lado de la primera página, lo leyó al recoger el periódico con la mano mojada de la hierba que acababa de regar. Tres prisioneros políticos con largas condenas se habían escapado de la cárcel de máxima seguridad de Pretoria. El segundo nombre era el de Roland Carter. Los habían encerrado a todos en sus celdas a las cuatro de la tarde, como siempre. El celador de noche se había dejado engañar por unos bultos colocados en las camas. No se descubrió su desaparición hasta las siete de la mañana; era posible que llevaran una ventaja de diez a doce horas sobre la búsqueda en todo el país y los controles establecidos en las fronteras y aeropuertos para capturarlos.

Lavándose la cabeza: Pat encontró a Harriet ante el lavabo del cuarto de baño. La joven levantó los ojos hacia la cara de su madre, distendida con la noticia sensacional que le iba a dar. En un susurro, con los hombros encogidos: «Está fuera». Pat dejó escapar un suspiro de regocijo y apretó contra su pecho el periódico: «Se ha escapado».    Mientras Harriet leía la información, su madre se reía, sacudía sus manos enlazadas, incapaz de estarse quieta. «¿No es maravilloso? ¡Bien por ellos! ¡Estupendo! Eso demuestra que, con el valor suficiente, la gente no se da nunca por vencida». Se entregó a todo tipo de especulaciones mientras los filetes salpicaban en la sartén, entre la hornilla y el rincón de la cocina donde comían —¿«Cuántas horas habrá hasta Swazilandia? Pero a la frontera bostwana podría llegar en cinco.   Suponiendo que se escaparan hacia medianoche, podrían haberla cruzado antes de que se descubrieran los maniquíes». Hizo que Harriet trajera el mapa de carreteras guardado en la guantera del coche de Pat: «Por Roly» —Pat chocó su vaso con el de Harriet, la muchacha que le había ayudado a mantener la moral, que le había escrito fielmente durante más de un año. La botella de vino que Pat había abierto estaba junto al mapa y desde el punto central de Pretoria señalaron diversas fronteras adecuadas. Podrían estar ya a bordo de un avión camino de Europa en esos momentos. De Maputo en Mozambique; de Gaborone en Bostwana. Si se dirigían a Europa vía Zambia, probablemente aún no habían llegado a Lusaka. Pusieron la radio para oír las noticias de las nueve; no había noticias: todavía libres. ¡Libres!

—¿Qué le harán si le capturan?

La pregunta de la muchacha parecía injusta —¿Qué tiene que perder? Supongo que alguna privación, una celda de castigo. Tenía casi cuatro años de cárcel todavía por delante, en cualquier caso.

La joven dependía de su madre, tan bien informada sobre las estrategias de los prisioneros huidos y sus perseguidores. —¿La policía no dispararía contra ellos?

La madre frunció la boca, negando con la cabeza ante lo totalmente absurdo de la idea, igual que había hecho cuando ocultaba a la niña algo desagradable que sin duda no necesitaba saber. La idea sólo si se resisten a la captura se transformó: «Estarían igual que antes, eso es todo».

Pat apareció a las siete de la mañana, cuando se transmitían las primeras noticias del día, deslizándose en la habitación de su hija con el transistor pegado al oído. Todavía estaban corridas las cortinas. Harriet abrió los ojos y se quedó echada boca arriba, obediente pero no despierta. Pat levantó las cejas y extendió la mano libre para apartar cualquier distracción cuando la voz de la radio se refirió a los fugados. Al segundo día se detuvo a un celador, acusado de ayudar y encubrir.

 —Naturalmente, sin ayuda desde dentro, ¿cómo podrían haber escapado de la sección de máxima seguridad?, y tiene que haber habido una planificación magnífica para hacer frente a cualquier contingencia.

—¿Qué quiere decir eso?

—Gente fuera, preparada durante semanas o incluso meses, quizá, para actuar a una señal dada exactamente de acuerdo con las instrucciones. Coches, un escondite, dinero —incluso hasta se han separado, para mayor seguridad...

Lentamente, Harriet, fue saliendo de ese profundo y desvalido sueño matinal de los jóvenes, que nunca están cansados por la noche.

—Su familia no.

—¡No, por Dios, claro que no! No se atrevería a ponerse en contacto con ella.

—¿Quién, entonces?

—No lo sé, compañeros; todo estará arreglado. Gente en la que puedan confiar. Incluso gente del extranjero. Alguien podría haber sido traído especialmente al país.

Después de una semana, los tres fugados seguían en libertad. Al principio la radio repetía las mismas noticias: que se creía que se dirigían a un país vecino. Después no se les volvió a mencionar. Los periódicos repetían la poca información que habíafacilitado la policía; las autoridades de los países vecinos tradicionalmente acogedores de refugiados políticos negaban que los hombres hubieran entrado en sus territorios. El celador compareció ante los tribunales, fue acusado y encarcelado.

Había rumores de que uno u otro de los tres escapados había sido visto en Gaborone, Lusaka o Maputo. «Los círculos de refugiados» y las organizaciones de exiliados políticos en Londres estaban «exultantes», pero no harían ninguna declaración hasta que los hombres estuvieran a salvo fuera de África. «Uno de ellos, es el joven con el que Harriet mantenía correspondencia, Roland Carter». El Decano había oído hablar sobre esa correspondencia más de la cuenta. —En su caso, Pat, yo no tendría demasiado interés en divulgar esa información. Se puede usted encontrar con una visita de la policía. Pat jugueteó sonriente con su pendiente, divertida ante la cobardía del Decano. —Han leído todas las cartas. Harriet no tiene nada que ocultar. Que vengan. Pero la policía no vino; y los hombres seguían sin ser capturados. Pat y Harriet Haberman no sabían bastante sobre Roland Carter como para seguir hablando de él

en cada comida que compartían. Pat había preguntado a Harriet si alguna vez había habido alguna insinuación, algo en las cartas que sugiriera que podría... Nada explícito, por supuesto, pero una de esas observaciones casuales de refilón que a veces uno deja caer, podría dejar caer, incluso en una carta que iba a ser leída por el censor de la cárcel... Pero Harriet dijo que no había nada que se lo hiciera pensar; nada. —Tú has leído las cartas, mamá.

Así era. Sin embargo, mientras arrancaba las petunias y las caléndulas que cultivaba en verano y cavaba la tierra para preparar la plantación de narcisos y freesias, Pat oía o pronunciaba frases de las cartas. Las personas de la misma generación entienden las cosas de manera diferente a como las entiende una persona de otra generación. Giros de una frase. Vocabulario —las frases cambian de significado (mira el adjetivo “alegre”).     [Nota: Gay tiene hoy, además de los sentidos propios, sinónimos de alegre, el significado coloquial de homosexual]

Las frases se le aparecían desde alguna parte. Mientras cavaba y retiraba la tierra y rastrillaba, oyendo un zumbido en los oídos más cercanos que las llamadas de los pájaros, debido al esfuerzo que le producía mareos, a veces tenía la sensación de que él estaba pensando en ella más que ella en él —aunque él no la conocía, no era a ella a quien había escrito. Lo más probable es que ni siquiera hubiera sido mencionada; si no le habían entregado la tarjeta de Navidad, quizá ni sabía que existía. En alguna parte: allá fuera, en el tráfico distante, el tráfico del mundo, su prisionero —suyo y de Harriet— existía como otro ser que ya no era un prisionero. Sufría, quizá. Se escondía. Tenía hambre y estaban a la caza de él. Literalmente: usaban perros con nombres fieles como Wagter, Boetie ,que atacaban cuando se les ordenaba. Merodeaba por los bajos fondos de las ciudades, por los bares de Hillbrow donde todo el mundo era inmigrante y un forastero desconocido, los sitios de reunión donde los negros bebían en lugares que olían a orina, donde los blancos anónimos podían comprar marihuana, o daba tirones y más tirones a la manivela de una máquina tragaperras, desafiando a la suerte, uno más en la muchedumbre con su uniforme de camisetas con inscripciones humorísticas en un casino al otro lado de la frontera, con el peligro haciendo tic tac a su lado, un paquete-bomba dejado en una bolsa de plástico del mismo tipo exactamente que llevaban sus mujeres. El contacto con lo cotidiano y eterno que Pat establecía con esta tierra que tocaba perdió su significado. No era más que basura lo que cubría sus manos, igual que las manos de un criado negro están cubiertas con guantes blancos en ciertas casas pretenciosas (la de Haberman) para servir a la mesa. En alguna parte más allá de su jardín se puso en marcha con potencia wagneriana una alarma contra robos y se oyeron las sirenas de las ambulancias y los coches de la policía. Los bulbos que había guardado el año pasado iban a ser enterrados en esa tierra empalagosa y sofocante y revivirían de nuevo; pero cuando se encierra finalmente en ella a un ser humano la tierra nunca vuelve a abrirse.

Pat había tomado la costumbre de comprobar que estaban cerradas las puertas y ventanas antes de apagar la luz de su dormitorio por la noche. Contenía la respiración al moverse por la habitación de Harriet, pero la muchacha nunca se dio cuenta de que estaba ahí. Echaba el cerrojo a la puerta de la verja, cosa que nunca se molestaba en hacer, puesto que como era ella la que se despertaba antes por las mañanas, ya la abriría antes que su hija se levantara. Una vez Harriet se quejó de que su habitación estaba mal aireada; se había encontrado la ventana cerrada. Sí, Pat había creído oír algo —ese viejo gato que solía colarse en la casa y que una vez se había hecho pis contra la bata de Harriet— así que se había levantado para cerrar la ventana. Se rieron un poco al recordar a aquel gato horrible.

—Si se cierra la ventana, sigue oliendo.

—Lo siento querida mía, volveré a lavar la alfombra.

Si Harriet había observado que ahora todas las puertas y ventanas estaban cerradas, no dijo nada. Un día temprano, cuando Pat cruzó el césped en pijama para correr el cerrojo, el periódico no estaba en la hierba —debía de haberse caído hacia atrás por la ranura. Abrió la verja. Ahí estaba el periódico, sobre la acera; al inclinarse sus ojos quedaron al mismo nivel que un bulto que habían dejado ahí medio oculto (si estuviera de pie, lo más probable es que no lo hubiera visto) por los jazmines que crecían en torno a una vieja tela metálica entre el jardín y un sendero que separa su casa de la casa vecina. Colocado, no dejado. La ropa unisex que había en ese hatillo de vagabundo eran los vaqueros de Harriet, un par demasiado grande que casi nunca se ponía, el jersey de pescador de Mikonos que había traído de un viaje, los calcetines gruesos de hombre que estaba de moda entre las chicas para usar con zuecos. Así es como había puesto leche para las hadas (¿o los gatos vagabundos?) cuando era una niña pequeña. Había creído en el conejito de Pascua cuando encontraba huevos de chocolate escondidos así en la mañana de Pascua... El periódico que Pat tenía entre las manos publicaba un reportaje de fuentes fidedignas según el cual los rusos habían planeado y ejecutado la huida de la cárcel y se creía que los tres prisioneros políticos estaban ya en Moscú.

Ya fuera porque Harriet había recogido de nuevo la ofrenda ella misma, ya porque uno de los vagabundos blancos o un negro sin trabajo que frecuentaban el sendero había tenido suerte, el hecho es que dos días después el hatillo ya no estaba allí. Pat no dijo nada. Igual que en el pasado, no quería que la niña sintiera que había hecho una bobada.

Por la noche apareció un hombre ante la puerta abierta de la cocina; Harriet no sabía quién era, pero Pat Haberman lo reconoció en el acto. Se sintió acometida de hipos de puro miedo. Eran incontrolables, pero su cuerpo se mantuvo ahí y frenó lo que estaba más allá del límite, más de lo que podía esperarse o pedirse. Él se dio cuenta de que ella lo reconocía; esbozó una sonrisa en reconocimiento de la exigencia que representaba y dijo: ¿Están ustedes solas?

Ante esa pregunta, Harriet se puso de pie con calma como si hubiera oído que la llamaban por su nombre, y fue a cerrar la puerta tras él. Unos fogonazos líquidos como las oleadas de calor que habían recorrido su sangre a los cincuenta años llevaron a Pat hasta su dormitorio. Cerró con llave la puerta, deseando golpearla y gemir. Se sentó en la cama, con las manos aprisionadas entre los muslos. Las paredes que la cercaban la observaban. Trató de no oír las voces que llegaban a través de ellas, incluso una risa ahogada. Se levantó y recorrió la habitación con la vacilación de la angustia. Para ocupar en algo las manos, llenó un vaso de los dientes en el lavabo y, como un prisionero que cuida su única ramita de verde, regó el tiesto de violetas africanas en expiación de lo que había había hecho, de lo que había hecho a su hija adorada, condenada para siempre. 

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