Pat Haberman ha estado sola con
Harriet desde que se divorció del padre deHarriet. Harriet tenía cinco años
entonces; demasiado joven para haberse contagiado del tipo de vida de Haberman,
con su ambición de dinero y de nivel social elevado — eso queda para los niños
de su segundo matrimonio. La pensión para Harriet fue siempre inadecuada, pero
Pat y la pequeña Harriet no querían nada de él; Pat podía y quería sostener a
ambas y a los veinte años Harriet ya tenía su título universitario y trabajaba
en un programa de alfabetización de negros patrocinado por una fundación liberal.
Las dos mujeres tienen empleos que representan más que una forma de ganarse
modestamente la vida. —Pat (salvada, gracias a Dios) alude a la vida de cenas
de negocios, bailes y borracheras en el club de golf y gymkhanas que dejó atrás
con Haberman como a un expediente criminal y es secretaria del decano de la Escuela
de Medicina —una pieza permanente, como el mobiliario.
Harriet prepara un curso de
postgraduados por correspondencia y ya ha publicado un artículo para un
simposio sobre Alfabetización y los medios de comunicación de masas. Lleva
faldas alemanas, envolventes, adornadas con trencillas tejidas por mujeres
xhosa en un proyecto de desarrollo de Soweto, sandalias con tiras entre los dedos
y el año pasado se cortó la melena de pelo castaño claro y se hizo una permanente
afro, de modo que cuando está a remojo en el baño —observa divertida su madre—
el pelo de la cabeza y el suave pelo púbico hacen juego. Es una chica tranquila
que, su madre está segura de ello, fuma un poco de marihuana en las fiestas,
como todos los jóvenes actuales. «¿Y quiénes somos nosotros para criticarlos?».
Pat Haberman se liquida dos paquetes diarios —como ella dice: nada más que
vulgar tabaco que destruye los pulmones.
Una vez tuvo una aventura de tres años de
duración con un abogado que ya no está en el país, pero Harriet era demasiado
joven entonces para haberse dado cuenta y Pat no ha decidido si decírselo o no.
A veces está a punto de hacerlo: tiene la tentación cuando observa que la chica
se interesa por un nuevo chico. Harriet probablemente no es tan promiscua como
es costumbre entre los jóvenes de su generación, pero sale los fines de semana
y en vacaciones de excursión por parejas con un grupo de amigos que cambia con
frecuencia —los chicos se van a hacer el servicio militar en la frontera o desaparecen,
huyendo del servicio militar. Éste o aquél se larga; esta lacónica frase contiene,
para toda esta generación de sudafricanos blancos enterados, cargados por sus
mayores con la tarea mortal de defender una vida que no han elegido por sí mismos,
la herencia singular de su condición de blancos. Pat y Harriet, madre e hija, se
preguntan a menudo si no deberían emigrar también. Harriet ha sido educada para
comprender que su vida, que le permite elegir entre diferentes opciones y una comodidad
decorosa no es compartida por las personas en cuya negritud está incrustada:
antes protegida por ellas y ahora amenazada. La rodean, pero ella no forma
parte de ellos. Y desde que llegó a la edad adulta ha tenido su sitio —aunque silencioso—
en la discusión ritual sobre qué pueden hacer las personas que no tienen aptitudes
para la política pero que no quieren vivir como Haberman (Harriet también se
refiere al hombre que es su padre como era llamado en la sentencia de divorcio
de Haberman contra Haberman), haciendo dinero a costa de los negros y yendo a
jugar rodeado de reinas de belleza y reyes de supermercados como él en los
casinos que representan el progreso en los vecinos «estados» pobres negros.
Harriet se mantiene en contacto con los amigos que se han largado a Canadá o a
Australia; lleva un año ya de correspondencia con un prisionero político aquí
en Sudáfrica. Ahí estaba su carta, entre circulares de clubs cinematográficos,
facturas y cartas por avión con «¿Y cuándo vas a venir por aquí?» garrapateado
en la parte de atrás de los sobres. Prisión Central de Pretoria —con estampilla
con la firma del censor de la cárcel por encima. Dentro, llena de apretada
escritura, había una hoja de papel rayado arrancada limpiamente de un cuaderno.
Querida Harriet Haberman. Pero sus ojos se fijaron en la firma antes de seguir
leyendo. Roland Carter. Echando un vistazo lentamente por encima mientras
bajaba automáticamente por el sendero empedrado, entró en el jardín donde Pat
estaba arrodillada entre cajas de plantas y caléndulas.
—¿Te dice algo «Roland Carter»?
A la madre le goteaba la nariz
con el esfuerzo de inclinarse y cavar; se le manchó con el dorso de la mano
llena de tierra, Harriet repitió: «Roland Carter». Pat sorbió. —Desde luego. Le
cayeron nueve años. El periodista del Este de Londres.
—¿Qué hizo? Me ha escrito...
—Sácame el pañuelo de mi
bolsillo... Alentar los objetivos del Congreso Nacional Africano, algo así.
Introdujo documentos de identidad falsos. ¿O fue uno de los de la bomba
panfleto? No. Eso fue en Ciudad del Cabo. ¿No te acuerdas? —Vamos a ver.
—¿Fue el que dijo en el juicio
que no lamentaba nada?
—Ése es, pero ¿sobre qué te escribe?
Su madre se incorporó trabajosamente, apoyándose firmemente
con la palma dela mano. Las dos mujeres se quedaron en su diminuto jardín, bien
diferentes. ¡Diosmío! Qué carta más agradable. ¡Harriet! Se echó hacia atrás y
miró a su hija; su cara,con un manchurrón de barro sencillo expresaba el reconocimiento
de la marca de lagracia en otra cara. Siguieron leyendo. La madre murmuró en
voz alta: «Su artículome exaltó durante más de un día entero... He estado de
acuerdo con usted y hediscutido con usted... algunas de sus conclusiones son,
perdóneme, indefendibles...me ha impresionado tanto que he decidido empezar... si
usted se siente con ánimo deresponder. ¿Podría hacerlo el mes que viene? Sólo me
permiten una carta por mes, yhe decidido correr suerte y elegir una carta de
usted...».
Harriet parecía leer más despacio o deseaba ponerse a prueba
en la tarea de dar vida, desde su propia comprensión, a esas citas de Piaget
(?) y a esos tímidos toques de ingenio (dirigidos contra el propio escritor) y
de sarcasmo (dirigidos contra el funcionario de la cárcel que censuraría la
carta). Escrita en una celda. Sentado en una cama de la cárcel. ¿O tenían los
prisioneros —por lo menos los blancos— una mesa?
Una ventana con barrotes y telas metálica (las había visto,
al pasar en coche junto a alguna cárcel). Una pesada puerta con una mirilla
para el guardián detrás de la espalda inclinada, escribiendo. —¿Te acuerdas de
cómo era?
Su madre se mostró muy segura. —Por extraño que parezca, me
acuerdo. Ya sabes lo aficionada que soy a los periódicos. Me parece estar
viendo la fotografía que publicaron varias veces durante el juicio y después
cuando lo condenaron a tantos años. Nueve años... una cara bien trazada,
fuerte, escéptica. Nariz corta. Una cara deéxito, ¿entiendes a lo que me
refiero? No parecía fanático. Sin barba. Ojos oscuros grandes y pelo cortado a
cepillo. Más como un atleta... una de esas fotos de nadador, después de ganar
una competición. Quizá la tomaron cuando había estado nadando y la sacaron a
saber de dónde, probablemente de su familia. Me pregunto cómo logró tu artículo.
Bueno, me imagino que ese tipo de revista académica podría estar en la biblioteca
de la cárcel. Pero ¿cómo tenía nuestra dirección? Harriet le señaló el sobre,
reexpedido por la revista.
—Bueno, es muy agradable pensar que algo que tú escribiste
ha supuesto una bocanada de vida para alguien así en la cárcel, querida mía. Ya
te lo dije, te expresas muy bien...
La muchacha sonrió. —Ni siquiera he leído a Piaget. La madre
no había tocado la carta, sólo la había leído por encima del hombro de Harriet.
Mantenía sus manos llenas de barro bien separadas del cuerpo. —¿Vas a escribirle?
Piaget no entraba en consideración: —¡Qué importa eso! Harriet agitaba
lentamente la carta, como para secar la tinta.
—Me imagino que debo hacerlo.
—Pobre chico. Uno se olvida de que están allí dentro. Se lee
la parte sensacional, en los periódicos y luego pasan los años. Pat Haberman se
miró las manos, miró las cajas de plástico con las caléndulas, le vibraron las
aletas de la nariz con su oloramargo y pesado; se acordó de lo que estaba
haciendo antes de la interrupción y se volvió a arrodillar.
—¿Cómo podría uno negarse? Pat acicateaba aduladoramente al
Decano suponiéndole el valor compartido de las convicciones propias. Ella y el
Decano hablan a menudo en voz baja entre ellos, aunque nadie puede oírlos en el
despacho interior donde dicta las cartas, acerca de los problemas de sus hijos
ya crecidos así como de los problemas igualmente confidenciales de los
enfrentamientos de personalidad entre los miembros de la Escuela de Medicina.
Existía —sin duda alguna, aunque no iba a sacar eso a colación con Harriet— la
posibilidad de que el nombre de uno se anotara en algún archivo. Sin duda
alguna llevan un registro de todo el que se relacione con él —o con ella en
relación con un prisionero político—. Incluso si él escribía sin que nadie se
lo hubiera propuesto. Incluso si uno ni lo habíaconocido antes.
A menudo surgía la ocasión adecuada en charlas con amigos o
en casas de amigos donde conocía gente nueva, para mencionar lo estupendamente
que llevaba Roland Carter su situación, con cuatro años de condena a sus
espaldas y cinco por delante, sin perder el ánimo, con la mente viva y con
sentido del humor —su hija Harriet se escribía con él. Esta observación las
«colocaba» inmediatamente a ella y a su hija en situación de respeto, para la
gente que no las conocía. A veces añadía que era una pena que más gente que
hablaba de liberalismo no hiciera el esfuerzo de escribir a los prisioneros
políticos, de demostrarles que aún se les consideraba como parte de la humanidad.
¿Se daba cuenta la gente de que en Sudáfrica los criminales comunes, ladrones y
falsificadores, eran mejor tratados que los prisioneros de conciencia? Roly Cárter
(después de las primeras cartas él había empezado a firmar simplemente Roly) no
obtendría redención de pena por buena conducta. Pat leía las cartas de Roland
Carter, o más bien Harriet se las leía en voz alta — pero naturalmente no leía
las que Harriet le escribía a él. No es que fuera a haber nada especialmente
personal en ellas—. Harriet no lo conocía, en cualquier caso él estaba casado
(Pat había ido a una hemeroteca donde trabajaba una amiga suya, y había mirado
el expediente de recortes del juicio) y sus cartas, como las de él, serían leídas
por el censor de la cárcel. Pero Harriet era una mujer adulta. Pat siempre
había respetado la intimidad de su hija; de hecho, le había enseñado desde muy
pequeña que uno no leía nunca las cartas de los demás, aunque estuvieran
rodando por ahí encima. Harriet escribía a Roland Carter a máquina; quizá,
sensatamente, quería mostrar a las autoridades de la cárcel que todo estaba
abierto a la inspección — ninguna ambigüedad oculta tras una escritura ilegible,
y el motivo respetuoso de la ley en su correspondencia tan claro como la escritura
mecanografiada. Pat suponía que las cartas que oía redactar —Harriet escribía
lentamente, hacía largas pausas— eran muy semejantes a las que llegaban de la
cárcel: dos jóvenes que compartían intereses intercambiando puntos de vista
sobre la educación en África. Dios sabe que podía haber implicaciones políticas
en el tema, pero él parecía dar por supuesto —y salirse con la suya— que los
nombres de los educadores pertenecían a un campo demasiado especializado como
para estar incluidos en la lista de pensadores izquierdistas que podrían
resultar familiares a un censor de prisión.
Una mañana de domingo en que las dos mujeres estaban
escribiendo sus felicitaciones de Navidad, Pat observó que suponía que se
permitiría a los prisioneros recibir tarjetas. Harriet rara vez iniciaba nada, había en
ella una quietud a la que no perturbaban las sugerencias de su madre, sino que las
aceptaba complacientemente.
—Podemos intentarlo.
Navidad; otro año de cárcel, empezado tras esos muros. Leyó
los mensajesimpresos en las tarjetas que habían comprado. Paz y alegría en el
día de Navidad. Mejores deseos para las fiestas y que el Año Nuevo traiga todo
tipo de felicidad. Se apoyó en el respaldo de la silla. Pat trabajaba con
eficiencia: tarjetas, agenda de direcciones, hojas de sellos. —¿No te quedan?
Aquí tienes, coge una de éstas. Harriet escribió, sin leer el mensaje, su
nombre bajo él en una tarjeta de una nutria que asomaba entre olas, vendida a
beneficio de una sociedad para la protección de las especies salvajes. Pat firmó
también. ¿Harriet le habría dicho sin duda en una de sus cartas que tenía madre?
Se
acordó de comprar una edición de bolsillo de Piaget, para lo que aún llamaba los
zapatos, aunque hacía más de diez años que Harriet ya no era lo bastante joven como
para poner los zapatos en Navidad.
A Pat le gusta trabajar en el jardín durante una hora o así
cuando regresa del trabajo por las tardes. Cuando el periódico vespertino cae
en la hierba por la ranura de la puerta de la verja Pat echa una mirada a los
titulares mientras orienta el chorro de la manga de riego con la otra mano. A
esta hora del día, y en lo que sabe son estas frágiles circunstancias —el
pacificador silbido del agua, la cercanía de las llamadas de los pájaros en el
crepúsculo y la distancia del tráfico que resuena más allá del acantilado que
representa esta tranquila zona— Pat siente una especie de equilibrio. Todos los
días se aventura en el mundo exterior para ganarse la vida, pero ya no es una
de esas personas que pertenecen verdaderamente al mundo exterior, empujadas por
la adrenalina y las hormonas sexuales, agitándose por él, pieles negras, pieles
blancas, inhalando ambiciones tóxicas, las tensiones de resolver, de llegar a
ser. —¿Y qué? La hora que va de cinco y media a seis y media es una ilusión de
paz para esta mujer de mediana edad, igual que la inocencia de las llamadas de
los tordos del Cabo, y la frescura de las hojas salpicadas de agua procedente
de los suministros municipales es una ilusión de una naturaleza intacta. Sin
embargo, mientras sujeta la boca de la manguera para controlar la energía
reptilesca de la presión del agua y lee que han secuestrado a un diplomático,
que de nuevo se utiliza el petróleo como rescate en la guerra santa económica
entre los árabes y Occidente, incluso que los líderes de la marcha de
trabajadores negros en una acería de esta misma ciudad han sido detenidos por
la policía, se produce este descanso de sentirse a sí misma mirando desde una
base de calma y eternidad lo que es fiebre y constante torbellino. Más tarde leerá
el periódico con el conocimiento de los antecedentes, la capacidad de observación,
el sentido de continuidad con las afirmaciones y luchas de negros y blancos que
reafirma la participación y la rescata de ese extraño y agradable lapso de tiempo,
esa peligrosa amnesia blanca de barrio residencial. Harriet está allá fuera; no
ensordecida por la música de las discotecas, no teme convertirse en drogadicta.
La fractura que se produce en la personalidad blanca y amenaza con hacer perder
gota a gota sus dotes como una granada que se seca está muy lejos de ella y
quizá no quede tiempo suficiente para que le ocurra. Cuando vuelve a casa,
habla por teléfono, trabaja algo en su tesis o se lava la cabeza para arreglarse
para salir otra vez, como hacen las chicas jóvenes.
Una tarde como otra cualquiera, el titular que Pat vio en el
acto no era el más destacado del periódico, éste se refería a una subida del
precio del oro. El titular que vio Pat estaba a dos columnas a un lado de la
primera página, lo leyó al recoger el periódico con la mano mojada de la hierba
que acababa de regar. Tres prisioneros políticos con largas condenas se habían
escapado de la cárcel de máxima seguridad de Pretoria. El segundo nombre era el
de Roland Carter. Los habían encerrado a todos en sus celdas a las cuatro de la
tarde, como siempre. El celador de noche se había dejado engañar por unos
bultos colocados en las camas. No se descubrió su desaparición hasta las siete
de la mañana; era posible que llevaran una ventaja de diez a doce horas sobre
la búsqueda en todo el país y los controles establecidos en las fronteras y
aeropuertos para capturarlos.
Lavándose la cabeza: Pat encontró a Harriet ante el lavabo
del cuarto de baño. La joven levantó los ojos hacia la cara de su madre, distendida
con la noticia sensacional que le iba a dar. En un susurro, con los hombros encogidos:
«Está fuera». Pat dejó escapar un suspiro de regocijo y apretó contra su pecho
el periódico: «Se ha escapado». Mientras
Harriet leía la información, su madre se reía, sacudía sus manos enlazadas,
incapaz de estarse quieta. «¿No es maravilloso? ¡Bien por ellos! ¡Estupendo!
Eso demuestra que, con el valor suficiente, la gente no se da nunca por vencida».
Se entregó a todo tipo de especulaciones mientras los filetes salpicaban en la
sartén, entre la hornilla y el rincón de la cocina donde comían —¿«Cuántas
horas habrá hasta Swazilandia? Pero a la frontera bostwana podría llegar en
cinco. Suponiendo que se escaparan
hacia medianoche, podrían haberla cruzado antes de que se descubrieran los
maniquíes». Hizo que Harriet trajera el mapa de carreteras guardado en la
guantera del coche de Pat: «Por Roly» —Pat chocó su vaso con el de Harriet, la
muchacha que le había ayudado a mantener la moral, que le había escrito fielmente
durante más de un año. La botella de vino que Pat había abierto estaba junto al
mapa y desde el punto central de Pretoria señalaron diversas fronteras adecuadas.
Podrían estar ya a bordo de un avión camino de Europa en esos momentos. De
Maputo en Mozambique; de Gaborone en Bostwana. Si se dirigían a Europa vía
Zambia, probablemente aún no habían llegado a Lusaka. Pusieron la radio para
oír las noticias de las nueve; no había noticias: todavía libres. ¡Libres!
—¿Qué le harán si le capturan?
La pregunta de la muchacha parecía injusta —¿Qué tiene que
perder? Supongo que alguna privación, una celda de castigo. Tenía casi cuatro
años de cárcel todavía por delante, en cualquier caso.
La joven dependía de su madre, tan bien informada sobre las
estrategias de los prisioneros huidos y sus perseguidores. —¿La policía no
dispararía contra ellos?
La madre frunció la boca, negando con la cabeza ante lo
totalmente absurdo de la idea, igual que había hecho cuando ocultaba a la niña
algo desagradable que sin duda no necesitaba saber. La idea sólo si se resisten
a la captura se transformó: «Estarían igual que antes, eso es todo».
Pat apareció a las siete de la mañana, cuando se transmitían
las primeras noticias del día, deslizándose en la habitación de su hija con el
transistor pegado al oído. Todavía estaban corridas las cortinas. Harriet abrió
los ojos y se quedó echada boca arriba, obediente pero no despierta. Pat
levantó las cejas y extendió la mano libre para apartar cualquier distracción
cuando la voz de la radio se refirió a los fugados. Al segundo día se detuvo a
un celador, acusado de ayudar y encubrir.
—Naturalmente, sin
ayuda desde dentro, ¿cómo podrían haber escapado de la sección de máxima seguridad?,
y tiene que haber habido una planificación magnífica para hacer frente a cualquier
contingencia.
—¿Qué quiere decir eso?
—Gente fuera, preparada durante semanas o incluso meses,
quizá, para actuar a una señal dada exactamente de acuerdo con las instrucciones.
Coches, un escondite, dinero —incluso hasta se han separado, para mayor
seguridad...
Lentamente, Harriet, fue saliendo de ese profundo y
desvalido sueño matinal de los jóvenes, que nunca están cansados por la noche.
—Su familia no.
—¡No, por Dios, claro que no! No se atrevería a ponerse en
contacto con ella.
—¿Quién, entonces?
—No lo sé, compañeros; todo estará arreglado. Gente en la
que puedan confiar. Incluso gente del extranjero. Alguien podría haber sido
traído especialmente al país.
Después de una semana, los tres fugados seguían en libertad.
Al principio la radio repetía las mismas noticias: que se creía que se dirigían
a un país vecino. Después no se les volvió a mencionar. Los periódicos repetían
la poca información que habíafacilitado la policía; las autoridades de los países
vecinos tradicionalmente acogedores de refugiados políticos negaban que los hombres
hubieran entrado en sus territorios. El celador compareció ante los tribunales,
fue acusado y encarcelado.
Había rumores de que uno u otro de los tres escapados había
sido visto en Gaborone, Lusaka o Maputo. «Los círculos de refugiados» y las
organizaciones de exiliados políticos en Londres estaban «exultantes», pero no
harían ninguna declaración hasta que los hombres estuvieran a salvo fuera de
África. «Uno de ellos, es el joven con el que Harriet mantenía correspondencia,
Roland Carter». El Decano había oído hablar sobre esa correspondencia más de la
cuenta. —En su caso, Pat, yo no tendría demasiado interés en divulgar esa
información. Se puede usted encontrar con una visita de la policía. Pat
jugueteó sonriente con su pendiente, divertida ante la cobardía del Decano. —Han
leído todas las cartas. Harriet no tiene nada que ocultar. Que vengan. Pero la
policía no vino; y los hombres seguían sin ser capturados. Pat y Harriet Haberman
no sabían bastante sobre Roland Carter como para seguir hablando de él
en cada comida que compartían. Pat había preguntado a
Harriet si alguna vez había habido alguna insinuación, algo en las cartas que
sugiriera que podría... Nada explícito, por supuesto, pero una de esas observaciones
casuales de refilón que a veces uno deja caer, podría dejar caer, incluso en
una carta que iba a ser leída por el censor de la cárcel... Pero Harriet dijo
que no había nada que se lo hiciera pensar; nada. —Tú has leído las cartas,
mamá.
Así era. Sin embargo, mientras arrancaba las petunias y las
caléndulas que cultivaba en verano y cavaba la tierra para preparar la plantación
de narcisos y freesias, Pat oía o pronunciaba frases de las cartas. Las
personas de la misma generación entienden las cosas de manera diferente a como
las entiende una persona de otra generación. Giros de una frase. Vocabulario
—las frases cambian de significado (mira el adjetivo “alegre”). [Nota: Gay tiene hoy, además de los
sentidos propios, sinónimos de alegre, el significado coloquial de homosexual]
Las frases se le aparecían desde alguna parte. Mientras
cavaba y retiraba la tierra y rastrillaba, oyendo un zumbido en los oídos más
cercanos que las llamadas de los pájaros, debido al esfuerzo que le producía
mareos, a veces tenía la sensación de que él estaba pensando en ella más que
ella en él —aunque él no la conocía, no era a ella a quien había escrito. Lo
más probable es que ni siquiera hubiera sido mencionada; si no le habían
entregado la tarjeta de Navidad, quizá ni sabía que existía. En alguna parte:
allá fuera, en el tráfico distante, el tráfico del mundo, su prisionero —suyo y
de Harriet— existía como otro ser que ya no era un prisionero. Sufría, quizá.
Se escondía. Tenía hambre y estaban a la caza de él. Literalmente: usaban
perros con nombres fieles como Wagter, Boetie ,que atacaban cuando se les
ordenaba. Merodeaba por los bajos fondos de las ciudades, por los bares de
Hillbrow donde todo el mundo era inmigrante y un forastero desconocido, los
sitios de reunión donde los negros bebían en lugares que olían a orina, donde
los blancos anónimos podían comprar marihuana, o daba tirones y más tirones a
la manivela de una máquina tragaperras, desafiando a la suerte, uno más en la
muchedumbre con su uniforme de camisetas con inscripciones humorísticas en un
casino al otro lado de la frontera, con el peligro haciendo tic tac a su lado,
un paquete-bomba dejado en una bolsa de plástico del mismo tipo exactamente que
llevaban sus mujeres. El contacto con lo cotidiano y eterno que Pat establecía
con esta tierra que tocaba perdió su significado. No era más que basura lo que
cubría sus manos, igual que las manos de un criado negro están cubiertas con
guantes blancos en ciertas casas pretenciosas (la de Haberman) para servir a la
mesa. En alguna parte más allá de su jardín se puso en marcha con potencia
wagneriana una alarma contra robos y se oyeron las sirenas de las ambulancias y
los coches de la policía. Los bulbos que había guardado el año pasado iban a
ser enterrados en esa tierra empalagosa y sofocante y revivirían de nuevo; pero
cuando se encierra finalmente en ella a un ser humano la tierra nunca vuelve a
abrirse.
Pat había tomado la costumbre de comprobar que estaban
cerradas las puertas y ventanas antes de apagar la luz de su dormitorio por la
noche. Contenía la respiración al moverse por la habitación de Harriet, pero la
muchacha nunca se dio cuenta de que estaba ahí. Echaba el cerrojo a la puerta
de la verja, cosa que nunca se molestaba en hacer, puesto que como era ella la
que se despertaba antes por las mañanas, ya la abriría antes que su hija se
levantara. Una vez Harriet se quejó de que su habitación estaba mal aireada; se
había encontrado la ventana cerrada. Sí, Pat había creído oír algo —ese viejo
gato que solía colarse en la casa y que una vez se había hecho pis contra la
bata de Harriet— así que se había levantado para cerrar la ventana. Se rieron un
poco al recordar a aquel gato horrible.
—Si se cierra la ventana, sigue oliendo.
—Lo siento querida mía, volveré a lavar la alfombra.
Si Harriet había observado que ahora todas las puertas y
ventanas estaban cerradas, no dijo nada. Un día temprano, cuando Pat cruzó el
césped en pijama para correr el cerrojo, el periódico no estaba en la hierba
—debía de haberse caído hacia atrás por la ranura. Abrió la verja. Ahí estaba el
periódico, sobre la acera; al inclinarse sus ojos quedaron al mismo nivel que
un bulto que habían dejado ahí medio oculto (si estuviera de pie, lo más
probable es que no lo hubiera visto) por los jazmines que crecían en torno a
una vieja tela metálica entre el jardín y un sendero que separa su casa de la
casa vecina. Colocado, no dejado. La ropa unisex que había en ese hatillo de
vagabundo eran los vaqueros de Harriet, un par demasiado grande que casi nunca
se ponía, el jersey de pescador de Mikonos que había traído de un viaje, los
calcetines gruesos de hombre que estaba de moda entre las chicas para usar con
zuecos. Así es como había puesto leche para las hadas (¿o los gatos vagabundos?)
cuando era una niña pequeña. Había creído en el conejito de Pascua cuando
encontraba huevos de chocolate escondidos así en la mañana de Pascua... El
periódico que Pat tenía entre las manos publicaba un reportaje de fuentes fidedignas
según el cual los rusos habían planeado y ejecutado la huida de la cárcel y se
creía que los tres prisioneros políticos estaban ya en Moscú.
Ya fuera porque Harriet había recogido de nuevo la ofrenda
ella misma, ya porque uno de los vagabundos blancos o un negro sin trabajo que
frecuentaban el sendero había tenido suerte, el hecho es que dos días después
el hatillo ya no estaba allí. Pat no dijo nada. Igual que en el pasado, no
quería que la niña sintiera que había hecho una bobada.
Por la noche apareció un hombre ante la puerta abierta de la
cocina; Harriet no sabía quién era, pero Pat Haberman lo reconoció en el acto.
Se sintió acometida de hipos de puro miedo. Eran incontrolables, pero su cuerpo
se mantuvo ahí y frenó lo que estaba más allá del límite, más de lo que podía
esperarse o pedirse. Él se dio cuenta de que ella lo reconocía; esbozó una
sonrisa en reconocimiento de la exigencia que representaba y dijo: ¿Están
ustedes solas?
Ante esa pregunta, Harriet se puso de pie con calma como si hubiera oído que la llamaban por su nombre, y fue a cerrar la puerta tras él. Unos fogonazos líquidos como las oleadas de calor que habían recorrido su sangre a los cincuenta años llevaron a Pat hasta su dormitorio. Cerró con llave la puerta, deseando golpearla y gemir. Se sentó en la cama, con las manos aprisionadas entre los muslos. Las paredes que la cercaban la observaban. Trató de no oír las voces que llegaban a través de ellas, incluso una risa ahogada. Se levantó y recorrió la habitación con la vacilación de la angustia. Para ocupar en algo las manos, llenó un vaso de los dientes en el lavabo y, como un prisionero que cuida su única ramita de verde, regó el tiesto de violetas africanas en expiación de lo que había había hecho, de lo que había hecho a su hija adorada, condenada para siempre.
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