Naguib Mahfuz
(en árabe, نجيب محفوظ Nagīb Maḥfūẓ AFI: [næˈɡiːb mɑħˈfuːzˤ]; El Cairo, 11 de diciembre de 1911-El Cairo, 30 de agosto de 2006), fue un escritor,
columnista, dramaturgo y guionista de cine egipcio.
En 1988 recibió el Premio Nobel de Literatura.
Junto con su
coterráneo Taha Hussein, se considera a Naguib como uno de
los exponentes más importantes del existencialismo árabe1,
y uno de los primeros escritores contemporáneos de la literatura árabe. Conocido
por su narrativa, fue ganador del Premio Nobel de Literatura en 1988,
siendo así el primer escritor en lengua árabe en recibir dicho galardón23,
y a la fecha el más reconocido de esta lengua.
Publicó en toda
su vida alrededor de 34 novelas, más de 350 cuentos, varios guiones de
películas, diversas columnas periodísticas y cinco obras teatrales en una
extensa carrera de 70 años. Muchas de sus obras (no específicamente sus
guiones) se han convertido en películas egipcias y extranjeras.
EL
ECO
Se apoyó en
su bastón y esperó. Tras el sonido del timbre, no se oyó el menor ruido detrás
de la
puerta, como si la casa estuviera vacía. Dentro de un instante la puerta se
abrirá y
aparecerá el
rostro anciano que no has vuelto a ver desde hace veinte años. El tiempo no ha
borrado su
imagen triste, resignada y cansada. Ahora tendrá ochenta años: las mujeres de
nuestra
familia son longevas. ¿Y los hombres?: balas, dramas, ojos secos…
Oyó un ruido
de babuchas que se arrastraban y se preparó para los efectos de la sorpresa,
pero el
ventanillo se abrió y apareció el rostro débil de la criada, Umm Muhammad.
Sintió
alivio; la
miró desde lo alto de su estatura mientras ella le observaba con desconfianza y
una
expresión fatigada.
-¿Quién es?
-Abre, Umm
Muhammad.
-¿Quién es
usted, señor?
El tono de
su pregunta indicó que no esperaba ninguna visita. Una casa abandonada, como
si todo un
clan se hubiera ido a la guerra.
-¿De verdad
me has olvidado, Umm Muhammad?
Ella
pestañeó para aclarar su mirada y exclamó:
-¡Señor
Abdel Rahim! ¡Vaya sorpresa!
Él entró,
envuelto en su aba negra, y le tendió la mano. Ella la besó con ardor diciendo:
-Es increíble,
increíble.
Luego,
conteniendo la respiración, añadió:
-Voy a
informar a la señora de su llegada.
Abdel le
cortó el paso con el bastón diciendo:
-No. ¿Dónde
está su habitación?
Umm le
indicó la puerta y dijo:
-Tiene que…
Pero él la
interrumpió y avanzó con decisión.
-Sé lo que
debo hacer, lo sé todo y no quiero que nadie me moleste.
Entró en la
habitación, lenta y silenciosamente, dispuesto a reprimir sus emociones corno
de
costumbre; luego cerró la puerta. Se paró en medio de la habitación y la miró
con
atención. A
pesar de la rudeza de su carácter, se sintió algo emocionado. Un olor, extraño
y
familiar a
la vez, se infiltró en su nariz chata, como un recuerdo perdido que resurgiera
y le
proyectara
hacia el pasado. Se sintió sumergido en las profundidades íntimas de su ser. La
mujer estaba
sentada en el sofá, sosteniendo entre los dedos una larga misbaha cuyas
cuentas
rozaban el suelo. Pero no levantó la cabeza, como si no notara la presencia del
hombre.
Estaba cubierta con un velo oscuro, de un color que no se distinguía bien
dentro de
la sombría
habitación cuyas dos ventanas, completamente cerradas, ocultaban la luz. «Ella
te ignora,
sin duda. Tal vez haya escuchado la conversación y ha decidido ignorarte. No es
de extrañar
su frialdad si se piensa en todo lo que ha sufrido. ¿Qué esperabas cuando te
has
visto
obligado a volver?» Sonrió para atenuar la dureza de su rostro curtido, pero
ella no le
prestó
atención; comenzó a rezar en voz baja y luego bostezó. La sonrisa del hombre se
disipó. Ella
era más dura de lo que había imaginado, más cruel que todo el pasado
sangriento
de la familia. «Pero yo también soy tenaz. No he cruzado el valle para sufrir
un
fracaso.»
Esperaba indignación, maldiciones, llanto, amargura, pero no aquel silencio,
aquella
indiferencia. La contrariedad le impidió que se acercara a besarle la mano; más
tarde lo
haría, pero no desistió de su empeño y le dijo con calma:
-Buenos
días, madre.
Dio dos
pasos hacia ella y le tendió la mano, pero la mujer no pareció advertir su
presencia.
El choque
fue más violento que el primero sin que el pasado, con toda su tragedia,
amortiguara
la fuerte bofetada. «Tú eres el último en asombrarte de esta crueldad, y
deberás
expiar
veinte años abominables. Como ves, está muy fatigada.» Abdel esbozó una sonrisa
melancólica
y retrocedió hacia la cama, sentándose en el borde. Puso su fez encima de la
almohada y
se apoyó en el bastón. «He regresado a mi lugar de nacimiento, así que puedo
sentarme en
la cama.»
-Lo cierto
es que no esperaba un recibimiento afable, pero no imaginé esta capacidad de
indiferencia
-se rió brevemente y añadió-: Nosotros somos una familia de colmillos y
garras, pero
estoy deseoso de conocer el fin.
Ella levantó
ligeramente la cabeza, quizá para reposarla, luego se recogió de nuevo sobre la
misbaha, en
su impenetrable mundo.
-Puede que
haya cometido un inmenso error viniendo, pero estoy decidido a no
arrepentirme.
Ni una
palabra, ni un gesto, ni una señal de interés.
-¿Es que
esperas que te pida perdón, que reconozca mis errores y manifieste mi
arrepentimiento?
Tú nos conoces mejor que nosotros, y las palabras son vanas. Los dos
hemos
cambiado mucho pero, gracias a Dios, tu salud es buena, tal vez mejor que la
mía.
Esta última
expresión no podía dejarla indiferente: se movería. Sí, al principio estallaría
en
cólera y
lanzaría maldiciones, luego se iría calmando y, finalmente, esas paredes
escucharían
su bendición.
-Yo sé lo
que tu silencio quiere decir: el ladrón, el asesino por fin ha vuelto. En el
nombre
de Dios,
dime si querías más dinero.
Le invadió
un deseo desesperado de bromear y le preguntó:
-¿Es que
querías dinero para probar suerte de nuevo en el matrimonio?
Se rió
ruidosamente, pero solo, completamente solo. ¡Dios! ¡Qué poder diabólico de
destrucción!
-El pasado
ha muerto, los cuerpos y las almas también. Nosotros no hemos sido los
primeros ni
seremos los últimos en tener las manos manchadas de sangre. ¡Cuántos seres
queridos he
perdido! Llevo una bala en el pecho para siempre, además de todas las
cicatrices
de apuñalamientos en los muslos, el vientre y la cabeza. Tú llorabas y te
arrancabas
el pelo, y nosotros continuábamos perdiendo vidas. Pero ¿de qué sirve
recordarlo?
Olvidemos el pasado.
«¿No te
habías prometido evitar los recuerdos? Pero ¿cómo? Ella se empeña en
destruirte, y
tú no has
cruzado todo el valle para encontrarte ante una estatua de piedra.»
-Entonces
¡quieres que me marche! No me sorprende mucho, mas he venido, y eso es un
eslabón de
la cadena de acontecimientos. ¿No te has enfadado ya bastante? Has maldecido
a tus hijos
hasta perder la voz. Te parece terrible haber traído al mundo tantos enemigos,
pero en
cualquier caso, tú los has engendrado. Dime, por Dios, ¿cómo murió mi padre? ¿Y
mis tíos? Me
preguntaron por qué me marché, después de lo que pasó, pero yo era el único
que conocía
el secreto, y creo en lo invisible tanto como en la sangre. Según ellos, todo
esto
pertenece al
pasado, aunque yo tengo otra opinión. No obstante, me gustaría saber por qué
no dices
nada.
«¡Ah! La
admiras tanto como la aborreces. La mejor de las madres. Pero tú representas la
obstinación
del que se emboscó un día en un campo de maíz durante ocho horas sin
moverse. Tú
cantaste victoria sobre los despojos de cadáveres, sobre las manos de tus
hermanos
tras matarlos, y dijiste con sarcasmo que los hijos de tu socio en la ciudad se
amaban, a
pesar de que eran hermanos.»
-No me eches
sin decirme ni una palabra. Pregúntame al menos por qué he venido. Mi arma
está
descargada, y necesito sacarme la espina de este pie sangrante. Confieso que me
retiré
a un refugio
olvidado para recuperar el aliento, que sentí necesidad de vivir en la sombra,
después de
haber padecido el fuego del infierno, y he oído muchos comentarios -no sé si
verdaderos o
falsos- sobre tu extraño comportamiento, a pesar de que la última imagen que
conservo de
ti sea la de una mujer adusta, triste, amargada… Aun así, he querido
arriesgarme.
«¡Dios de
los cielos! Otra vez bosteza, aunque de aburrimiento, no de cansancio. Pero
antes
o después,
esa costra dura se levantará y luego caerá. El sufrimiento te ha otorgado
recursos
de
generosidad, y yo estoy sentado ante ti para testimoniar sesenta años de
filiación, aunque
estéril.»
-Escúchame.
Yo no he hecho este viaje en vano. Así he sido creado. Me dijeron: ¿por qué
vas, después
de lo que pasó? Pero nadie conoce el secreto, excepto yo. Y desde que he
llegado, te
hablo y tú me ignoras. Partiré, más duro que cuando llegué, sin que la noria
que
da vueltas
saque de la tierra que ruinas. Los hijos de la nueva generación no son mejores
que
nosotros, es indiscutible. Hoy fruncen el ceño e intercambian miradas furiosas
y
mañana
dispararán balas. Heme aquí mirando el futuro con los ojos sangrantes del pasado.
Hoy, una
foto de familia los reúne, al igual que también a nosotros nos reunió un día;
mas
¿qué pasará
mañana? Lo que ocurrió fue que sufrí un disgusto mortal, pero nosotros
rechazamos
las buenas palabras, no las creemos: Así pues, la caravana puede avanzar
levantando
polvo y esparciendo sangre. Pero el hastío ha ido haciendo mella en mí hasta
que me he
venido abajo, y después de veinte años de ingratitud y olvido he pensado en ti.
¿Que qué es
lo que quiero? ¿Volver a ti? ¿Y después? Nosotros nos avergonzamos de los
sentimientos
y nos enorgullecemos de las palabras. Pero he aquí que un día me vi
encorvado,
arrastrándome por el suelo. Disimulé el dolor para no provocar en los demás
alegría
maligna. Sin embargo, el médico me advirtió que estaba gravemente enfermo y, a
pesar de que
no creo en los médicos, no tuve más remedio que creer al dolor, sobre todo
cuando tuve
ocasión de experimentar su intensidad. Permanecí solo en el lecho durante
varios días,
en el transcurso de los cuales me cercaban las consecuencias funestas de las
discordias
familiares y el futuro me parecía tan sangriento como el pasado. El mundo me
rechazaba, y
yo me refugiaba en el recuerdo de tus palabras de antaño. Después tuve un
sueño…
«¡Ah! ¿Me
voy a rendir a la desesperación? ¿Qué es este dolor que te roe las entrañas?
¿Será el
aviso de una nueva crisis? ¿Por qué los medicamentos no son tan eficaces como
una bala o
una hacha? Ya ti, anciana, ¡por Dios!, ¿qué es lo que te conmueve? Eres más
cruel que
todos nosotros. No me obligues a zarandearte para hacerte entrar en razón. Si
grito, van a
temblar las paredes.»
-He tenido
un sueño. ¿Por qué no me preguntas qué he soñado? ¿Ya no te apasionan los
sueños y su
interpretación? Perdóname si pienso que nosotros hemos heredado la crueldad
de ti, de
ti, más que de nuestro padre o de cualquier otro antepasado. Nadie ha sabido
conservar
como tú la sangre fría. Tu rostro no refleja ninguna emoción. No es que finjas
ignorarme,
sino que ignoras mi presencia en todo el sentido de la palabra; no me escuchas
ni me ves.
¿De dónde te viene tanta fuerza?
Abdel Rahim
se levantó, excitado, y empezó a dar vueltas por la habitación; luego, con
expresión
adusta, se detuvo frente a su madre apoyando la mano derecha en el bastón:
-¿Es esta tu
forma de castigarme? Sin duda, ya habías imaginado este encuentro, lo habías
deseado y lo
llevabas esperando mucho tiempo. Pensaste: «Algún día vendrá, cuando sea
presa de una
calamidad o una enfermedad. En ese momento se acordará de su madre y
correrá a su
lado solicitando su perdón y bendición. Entonces tendré ocasión de vengarme.
Expiará los
robos, las agresiones y las muertes, pagará por mis lágrimas inagotables, mis
llamadas de
socorro rechazadas, por mi larga reclusión en esta habitación.» Esa es la
verdad. Tú
eres en verdad nuestra madre, tus métodos son los nuestros y tu crueldad es la
nuestra. En
mis momentos de hastío y abatimiento me preguntaba de dónde nos vendría esa
bestialidad
que ni siquiera conocen los perros, los burros, las vacas ni los búfalos. Y he
aquí
que se me
reveló la verdad: este torrente horrendo procede de ti, mujer.
Golpeó el
suelo de la habitación dos veces con su bastón y los cristales de la ventana
temblaron.
Umm Muhammad llamó a la puerta para ver lo que pasaba y pidió permiso para
entrar. Él
le gritó irritado que se marchara. Luego, se volvió hacia la mujer, que
continuaba
rezando
tranquilamente, y le dijo:
-¡Deja ya de
rezar! No nos acordamos de Él más que cuando queremos comprar nuql o
kaak. Lo
cierto es que no conocemos a Dios ni queremos conocerlo, y el sueño que tuve
era
falso. No
era necesario que soñara o que me preocupara de mis sueños. Tampoco era
preciso que
enfermara, porque los que viven de los muertos y de la sangre no deben
enfermar ni
soñar, tienen que buscar la tranquilidad solo en la muerte y suicidarse, antes
de
que los
maten. ¿Qué demonio me ha incitado a venir a verte, mujer?
Como ella no
salía de su terrible indiferencia, él se le acercó con aire decidido y le tomó
la
mano. La mujer levantó la cabeza y la echó hacia atrás sorprendida.
Dejó caer la misbaha
en su regazo y posó la otra mano en la suya, luego palpó el dorso tosco
con marcadas venas
y el vello de los dedos. El miedo se reflejó en su cara y gritó:
-¿Quién es? ¡Umm Muhammad! Tuvo un acceso de tos; luego continuó
gritando con voz sofocada:
-¡Umm Muhammad…!, ¡Umm… Muhammad…!
La puerta se abrió de golpe. Umm corrió hacia la anciana, y él
retrocedió confuso. Con
delicadeza, la criada tomó la mano temblorosa de su señora y la
acarició con inquietud. El
hombre, como excusándose, dijo:
-No sé qué le habrá podido asustar.
La criada, todavía asustada, respondió:
-He intentado ponerle al corriente de su estado, señor, pero usted no
me ha escuchado y
luego me ha impedido entrar en la habitación.
Él se puso el tarbush y agarró el bastón diciendo:
-¿Qué le ha asustado? Yo no he cesado de mostrarle mi afecto, y
esperaba que ella se
conmoviera al verme a su lado.
Sin levantar la vista, la criada dijo con tristeza:
-Ella no ve, señor.
Abdel Rahim abrió los ojos desmesuradamente y, estupefacto, observó a
su madre con
atención.
-¿Quieres decir?…
-Sí, señor, que no ve.
Permanecieron en silencio durante unos minutos. Luego él murmuró:
-No podía imaginarlo. La luz es escasa, como ves… -después, en un tono
amargo y como
hablando para sí, prosiguió-: Pero le he estado hablando durante mucho
rato y ella me ha
ignorado de forma penosa…
-Es que tampoco oye, señor -dijo la criada con voz rota.
-¿Qué quieres decir? -preguntó él, desconcertado.
-Que está sorda, señor.
-¿Completamente? -preguntó el hombre, tras el fuerte impacto causado
por la noticia.
-Sí.
-¿Y si le grito?
-Es inútil, señor.
-¡Está ciega y sorda!
-Efectivamente, señor.
-¡Dios mío! ¿Y desde cuándo?
-Desde hace varios años, señor. Dios quiso que perdiera primero la
vista y luego el oído, sin
que la ciencia médica haya podido hacer nada.
Él vaciló un momento, antes de atreverse a preguntar:
-¿Y no ha habido una forma de comunicármelo?
-Quise hacerlo cuando perdió la vista, pero ella me lo impidió. Y yo
siempre he respetado
su voluntad.
«La situación no es como habías imaginado, sino más atroz. Y tú eres
cómplice,
inevitablemente, de este crimen. Has venido para aligerar tu carga y la
has recogido
infinitamente más pesada. Su aliento roza tu mano, pero ella está más
lejos que las estrellas. Es como la muerte, pero plagada de sufrimiento. El
silencio, ese obstáculo insalvable. Tienes que interpretar tu sueño o quedará
para siempre envuelto en el misterio.»
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