miércoles, 23 de junio de 2021

George Eliot

 

George Eliot (Mary Ann Evans – 1819-1880)
Las novelas tontas de ciertas damas novelistas (1856)

 

El género de las Novelas Tontas Escritas por Mujeres tiene muchas subespecies que,
según la calidad concreta de la tontería que predomine en ellas, pueden ser
superficiales, prosaicas, beatas o pedantes. Pero la amalgama de todas estas
subespecies variopintas produce un género —basado en la fatuidad femenina—
donde pueden incluirse la mayoría de estas novelas, que podríamos llamar del estilo
de «artimaña y confección».


Es justo confesar un grave error de juicio, enmendado al descubrir que las novelas
tontas transcurren casi todas en el entorno de una alta sociedad de enorme elegancia.
Pensábamos que las mujeres necesitadas se hacían novelistas, como se hacen
institutrices, porque ambas ocupaciones permiten ganarse el pan de un modo bien
visto por la sociedad. Por ello, la sintaxis imprecisa y los argumentos inverosímiles
nos producían cierta ternura, como los acericos superfluos y los absurdos gorros de
noche que venden los ciegos por las calles. Si la mercancía literaria parecía un
estorbo inútil, era un consuelo saber que el dinero serviría para aliviar las penurias de
gentes necesitadas, por tratarse de mujeres solas que tenían que procurarse el
sustento, o de esposas e hijas dedicadas a producir el «material» por puro heroísmo,
tal vez para pagar las deudas del marido o comprar las medicinas del padre enfermo.

Este convencimiento disuadía de criticar toda novela publicada por una mujer: por
mal que escribiera, sus motivos parecían irreprochables; por poca imaginación que
tuviera, su paciencia se antojaba infinita. Bajo la mala literatura había un estómago
vacío; bajo la tontuna, un mar de lágrimas.

¡Pero no! La observación de la realidad hizo necesario relegar aquella teoría,

como tantas otras teorías bonitas. A tenor de los hechos, podemos asegurar que

las novelas tontas femeninas se escriben en circunstancias bien distintas.

Huelga decir que sus bienintencionadas autoras jamás han cruzado palabra con un tendero, salvo desde la ventana de su carruaje; están convencidas de que la clase trabajadora la componen unos «subordinados»; piensan que ganar quinientos al año es una miseria; creen en dos verdades primordiales: el barrio de Belgravia y los salones de los barones; y para despertar su interés, un hombre tiene que ser como mínimo un gran terrateniente, aunque siempre es preferible un primer ministro. Como era de esperar, escriben en un elegante saloncito, en tinta de color violeta y con una pluma engarzada de rubíes; la contabilidad
editorial es un asunto que les resulta ajeno y su única relación con la pobreza es la de
su pobre cerebro.

 Si en sus narraciones produce un asombro constante la falta de verosimilitud de esa alta sociedad en la que aparentan vivir, tampoco parecen tener trato con ninguna otra forma de vida. Si los caballeros y damas que retratan son improbables, sus hombres de letras, sus comerciantes y sus campesinos son imposibles; y tienen un intelecto peculiarmente dotado para reproducir con imparcialidad tanto lo que han visto y oído, como lo que no han visto ni oído, ambos con idéntico desacierto.

Cabe suponer que pocas mujeres ignoren lo que es un niño de cinco años, pero en
la recién publicada Compensación, una novela del género de «artimaña y confección»
que se define como una historia sobre la vida real, aparece una niña de cuatro años y
medio que habla al estilo del bardo Ossian, como puede comprobarse en este párrafo:

«—Ay, qué feliz soy, mi querida y maravillosa mamá. He conocido… He
conocido a un ser encantador, que me recuerda a todo lo bello que hay en este
mundo: el olor a flores frescas y la vista desde Ben Lemond; no, es mejor aún,
porque verle es como ver todas mis cosas preferidas. Y también me recuerda a
mamá cantando, sí. Y tiene una frente tan ancha como ese lejano océano —
dijo la niña, señalando hacia las aguas azules del Mediterráneo—. Una
grandeza que parece no acabar nunca, como ese cielo estrellado que tanto me
gusta en las noches de verano cuando hace buen tiempo… No me mires así…
Tu frente es como el Loch Lomond, cuando sopla el viento al caer la tarde;
me gusta la luz del sol cuando el agua está lisa… Por eso ahora me gusta más
que nunca…
El lago es aún más bonito estando sereno y oscurecido por una
nube, cuando el sol de pronto ilumina cada uno de los colores de los bosques
y las vistosas rocas moradas, y todo ello se refleja en las aguas».


No sorprende descubrir que este portento infantil, cuyos síntomas tienen un
preocupante parecido con los de una adolescencia anulada por la ginebra, desciende
de una madre que también es un verdadero fénix. Se nos asegura, una y otra vez, que
la señora está dotada de una mentalidad extraordinariamente original, que es un genio
«consciente de su singularidad» y que la fortuna la ha bendecido con un amante que
también es un genio y un hombre de «una inteligencia única».
Leemos que este amante «maravillosamente semejante» a ella «en cuanto al juicio
y al talento» posee «una superioridad infinita en lo relativo a la fe y la experiencia», y
la señora descubre en este ser «el agapé, tan difícil de hallar, sobre el que había leído
con profunda admiración en su Testamento griego; pues tal era su facilidad para los
idiomas que leía las Sagradas Escrituras en sus lenguas originales». ¡Por supuesto que
sí! El griego y el hebreo son un simple juego para nuestra heroína. El sánscrito lo
aprende como si fuera el abecedario. Y sabe hablar con toda corrección cualquier
idioma, menos el suyo. Estamos ante una políglota pizpireta, una Creuzer con faldas.


 

Rango y belleza representa una variedad más superficial y menos religiosa del
género de «artimaña y confección». De la heroína descubrimos que «si había
heredado el orgullo de su padre y la belleza de su madre, poseía un carácter entusiasta
tal vez propio de su época, incluso en las clases más bajas; entusiasmo que, si se
cultiva, progresa hacia el indómito espíritu del romanticismo sólo en los
descendientes de familias longevas, quienes lo consideran su mejor herencia». La
entusiasta señorita, a fuerza de leer el periódico en voz alta a su padre, se enamora del
primer ministro que, a través de los artículos de opinión y los resúmenes
parlamentarios, brilla en su imaginación como una estrella resplandeciente y única,
sin un paralaje correspondiente a la vida campestre que lleva ella bajo el sencillo
nombre de «la señorita Wyndham». Pero al poco se convierte por derecho propio en
la baronesa de Umfraville, maravillando a propios y extraños cuando sale de su
mansión de Spring Gardens y hace su aparición en sociedad donde, como podrán
imaginar, se topa con su objeto amado, sobre el que nunca había posado los ojos. Tal
vez las palabras «primer ministro» les hagan pensar en un sexagenario ajado u obeso;
pero les ruego que descarten la imagen. Lord Rupert Conway ha llegado al cargo
«siendo aún bisoño, por así decirlo, ante cualquier circunstancia que pueda darse en
el universo» y no hay artículo de opinión ni resumen parlamentario capaz de superar
esta quimera.


«La puerta se abrió nuevamente y entró lord Rupert Conway. Evelyn le miró.
Lo que vio no la decepcionó. Era como llevar tiempo contemplando un retrato
que, de pronto, cobrase vida, de modo que el hombre retratado saltara del
marco ante sus ojos. Su esbelta figura y la distinguida sencillez de su porte lo
convertían en un Van Dyck encarnado, en un caballero, en uno de sus nobles
ancestros, o tal vez en un aristócrata soñado por su mente fantasiosa, un
hidalgo que hubiera luchado junto a un Umfraville contra los paganos allende
los mares. ¿Sería verdad?».


Parecía muy poco probable que lo fuera, desde luego.


Las escritoras del género de «artimaña y confección» son sorprendentemente
unánimes en la elección de vocablos. En sus novelas suele haber una dama o un
caballero tan altos como un árbol malayo; el amante luce un porte varonil; las mentes
tienen reminiscencias variadas; los corazones están huecos; los ágapes se disfrutan; a
los amigos los sepultan en panteones; la infancia es una etapa encantadora de la vida;
el sol es una luminaria que se reclina sobre el ocaso o que ampara el dulce vapor de la
lluvia en su seno refulgente; la vida es una bendición melancólica; Albión y Britania
son epítetos coloquiales.


Pero lo más meritorio de las escritoras del género de «artimaña y confección»

 son sus reflexiones filosóficas. La autora de Laura Gay, por ejemplo,

tras haber casado al héroe y la heroína, adorna el acontecimiento al observar

que «si los escépticos, cuya costumbre de reparar en la materia les impide ver nada bueno en el ser humano, pudieran experimentar en cuerpo y espíritu una felicidad como esta, acabarían aceptando que el alma humana y el pólipo no tienen un origen común, ni la misma textura».


Las más patéticas de todas las novelas tontas escritas por ciertas señoras novelistas
son las que podríamos llamar del género oracular, que pretenden exponer las teorías
religiosas, filosóficas o morales de la autora.


Es casi imposible hallar una señora novelista del género oracular
que no se crea plenamente capacitada para decidir sobre cualquier cuestión teológica;
que no tenga la menor duda sobre su aptitud para distinguir con perfecto rigor entre el
bien y el mal en cualquier reunión religiosa; que no sepa elucidar con toda precisión
los errores cometidos por todos aquellos que la precedieron; y que no se compadezca
de los filósofos en general, por verse privados de la oportunidad de consultarla. En
cuanto a los grandes escritores, que se conforman modestamente con narrar sus
experiencias y que se imponen la tarea de mostrar las cosas y las personas tal como
son, la dama suspira ante la deplorable ineficacia con la que emplean su talento.


Es probable que las damas y los caballeros se parezcan bien poco a todos los que la
autora haya tenido la suerte o la desgracia de conocer, pues por norma general la
capacidad de una señora novelista para narrar la vida real y describir a sus congéneres
es inversamente proporcional a su confiada elocuencia sobre Dios y el más allá, y el
medio que suele elegir para guiarnos hacia una idea verdadera de lo invisible es una
visión falsa de lo visible.


Los relatos como El enigma son como esos dibujos que hacen los niños avispados
diciendo que «se les ha ocurrido de pronto», en los que sale una casa moderna a la
derecha, dos caballeros con armadura en el primer plano y un feroz tigre en un bosque a la izquierda, una curiosa colección de objetos reunidos porque le parecen
bonitos al artista y, ante todo, porque quizá recuerde haberlos visto en otros cuadros.


En todo caso, nos abstenemos de citar ninguno más de sus pasajes, pues hacen referencia
a asuntos demasiado serios para nuestras páginas.
Podría parecer una impertinencia calificar de «tonta» a una novela que parece sugerir
tantas lecturas y actividad intelectual como El enigma, pero empleamos este epíteto
con conocimiento de causa. Si, tal como se acepta universalmente desde hace tiempo,
una gran preparación cultural no hace sabio a un hombre, una preparación cultural
mínima basta para hacer sabia a una mujer. Y la modalidad más traviesa de la tontería
femenina es la modalidad literaria, porque tiende a confirmar el prejuicio popular
contra una educación femenina más sólida.


Una mujer verdaderamente culta, como un hombre verdaderamente culto, será una persona más sencilla y menos molesta gracias, precisamente, a sus conocimientos; su cultura le permite juzgarse fríamente y opinar con algo semejante a un canon de las proporciones. Por tanto, no convierte la cultura en un pedestal desde el que ufanarse de ver a todos los habitantes y las cosas del mundo, sino en una perspectiva que le permite estimarse a sí misma adecuadamente.


Entre las novelas tontas, hay un género más numeroso que el oracular (inspirado, en
general, por alguna forma de anglicanismo o cristianismo transcendental), al que
podríamos llamar el género de la toquilla blanca, representativo de la mentalidad y el
espíritu de la comunidad evangélica. Este género es una especie de tratado de la
cursilería a gran escala. Creado como caramelo medicinal para las jovencitas de la
congregación evangélica, es un sustituto religioso de los novelones para señoras,
como las ferias de primavera son un sustituto de la ópera. A los niños cuáqueros, de
modo similar, no se les puede negar la indulgencia de una muñeca, pero ha de ser una
muñeca con un vestido tristón y un sombrero como un cubo de carbón, en lugar de
una muñeca mundana adornada con tules y lentejuelas.


Entonces, ¿qué impide a nuestras novelistas evangélicas explicarnos sus ideas religiosas mediante las gentes (tan abundantes en el mundo) que no tienen coche, «ni siquiera una calesa con remaches de latón», que consiguen acabarse la cena sin un tenedor de plata y en cuya boca sería perfectamente verosímil el inglés cuestionable de la propia autora? ¿Por qué no ofrecernos un retrato de la vida religiosa de la clase industrial inglesa, tan interesante como los cuadros de las experiencias religiosas de la señora Beecher-Stowe con los negros? En su lugar, estas pías damas nos producen náuseas con unas novelas cuyas heroínas nos
recuerdan a esas mujeres mundanas recién transformadas en «conversas». A la señora
protagonista todavía le gusta cenar bien, pero ahora invita a clérigos en vez de
galanes; todavía le interesa la ropa, pero ahora elige colores y estampados más
sobrios; y su conversación es tan banal como antes, pero ahora adorna la banalidad
con el Evangelio, en vez del anecdotario.


Cada mujer que escribe por necesidad se corresponde con tres que lo hacen por vanidad. Además, trabajar para ganarse la vida es algo tan antiséptico que la literatura femenina de mala calidad no parece haberse producido, precisamente, en tales circunstancias. «Toda labor genera un beneficio»,
nos aseguran; pero las novelas tontas que escriben ciertas señoras no proceden de una
intensa labor, evidentemente, sino de una intensa holganza.
Por fortuna, no es necesaria una buena argumentación para demostrar que la ficción es un apartado de la literatura en el que las mujeres pueden, conservando su personalidad, igualar plenamente a los hombres. Un buen número de grandes escritoras, tanto vivas como fallecidas, acude a nuestra memoria como prueba de que las mujeres pueden darnos novelas no solo buenas, sino entre las mejores del mundo; novelas, además, con un valioso carácter propio, cuyas cualidades y vivencias son distintas de las que aparecen en las novelas escritas por hombres.


Y así nos topamos una y otra vez con aquella historia del asno de La Fontaine que, al acercar el hocico a una flauta y escuchar el sonido, exclama: «Yo también sé tocar la flauta». Nos despedimos, por tanto, con la recomendación de tener presente esta fábula a toda lectora que amenace con aumentar el número de novelas tontas femeninas.

….

 

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