Charles Baudelaire (Francia; 1821-1867)
Lo irremediable
Poema número 84 de Las flores del mal (edición de 1861).
I
Una Idea, una Forma, un Ser,
salido del azul y caído
en un Estigio cenagoso y plomizo
donde no penetra ninguna mirada del Cielo;
un Ángel, imprudente viajero
que ha intentado amar a lo deforme
en el fondo de una pesadilla enorme
debatiéndose como un nadador,
y luchando, ¡con fúnebres angustias!,
contra un gigantesco remolino
que va cantando como los locos
y haciendo piruetas en las tinieblas;
un infeliz embrujado
en sus inútiles intentos
por huir de un lugar lleno de reptiles,
que busca la luz y la llave;
un condenado que desciende sin lámpara,
al borde de un abismo cuyo olor
traiciona la húmeda profundidad,
de eternas escaleras sin barandilla,
donde velan unos monstruos viscosos
cuyos grandes ojos de fósforo
hacen la noche más negra todavía
y no dejan visibles más que a ellos;
un navío atrapado en el polo,
como en una trampa de cristal,
buscando por qué estrecho fatal
ha caído en esta prisión;
–símbolos claros, cuadro perfecto
de una suerte irremediable
que hace pensar que el Diablo
¡siempre hace bien todo lo que hace!
II
¡Conversación a solas límpida y sombría
en la que un corazón se ha convertido en su espejo!
Pozo de Verdad, claro y negro,
donde tiembla una lívida estrella,
un faro irónico, infernal,
antorcha de gracias satánicas,
únicos alivio y gloria,
–¡la conciencia en el Mal!
………….
(Poema número 109 de Las flores del mal (edición de 1861).
Incesante a mi vera se agita el Demonio;
Flota alrededor mío como un aire impalpable;
Lo aspiro y lo siento que quema mis pulmones
Y los llena de un deseo eterno y culpable.
A veces toma, sabiendo mi gran amor al Arte,
La forma de la más seductora de las mujeres,
Y, bajo especiosos pretextos de tedio,
Habitúa mis labios a filtros infames.
Me conduce así, lejos de la mirada de Dios,
Jadeante y destrozado por la fatiga, en medio
De las llanuras del Hastío, profundas y desiertas,
Y despliega ante mis ojos llenos de confusión
Vestimentas mancilladas, heridas abiertas,
¡Y el aparejo sangriento de la Destrucción!
El perro y el frasco
Poema número 8 de El spleen de París (Los
pequeños poemas en prosa).
-Lindo perro mío,
buen perro, chucho querido, acércate y ven a respirar un excelente perfume,
comprado en la mejor perfumería de la ciudad. Y el perro,
meneando la cola, signo, según creo, que en esos mezquinos seres corresponde
a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone curioso la húmeda nariz en el
frasco destapado; luego, echándose atrás con súbito temor, me ladra, como si
me reconviniera. -¡Ah miserable can!
Si te hubiera ofrecido un montón de excrementos los hubieras husmeado con
delicia, devorándolos tal vez. Así tú, indigno compañero de mi triste vida,
te pareces al público, a quien nunca se ha de ofrecer perfumes delicados que
le exasperen, sino basura cuidadosamente elegida. |
…………………….
Las muchedumbres
Poema número 12 de El spleen de París (Los
pequeños poemas en prosa).
No a todos les es
dado tomar un baño de multitud; gozar de la muchedumbre es un arte; y sólo
puede darse a expensas del género humano un atracón de vitalidad aquel a
quien un hada insufló en la cuna el gusto del disfraz y la careta, el odio
del domicilio y la pasión del viaje. Multitud, soledad:
términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. El que no
sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en una muchedumbre atareada. Goza el poeta del
incomparable privilegio de poder a su guisa ser él y ser otros. Como las
almas errantes en busca de cuerpo, entra cuando quiere en la persona de cada
cual. Sólo para él está todo vacante; y si ciertos lugares parecen
cerrársele, será que a sus ojos no valen la pena de una visita. El paseante
solitario y pensativo saca una embriaguez singular de esta universal
comunión. El que fácilmente se desposa con la muchedumbre, conoce placeres
febriles, de que estarán eternamente privados el egoísta, cerrado como un
cofre, y el perezoso, interno como un molusco. Adopta por suyas todas las
profesiones, todas las alegrías y todas las miserias que las circunstancias
le ofrecen. Lo que llaman amor
los hombres es sobrado pequeño, sobrado restringido y débil, comparado con
esta inefable orgía, con esta santa prostitución del alma, que se da toda
ella, poesía y caridad, a lo imprevisto que se revela, a lo desconocido que
pasa. Bueno es decir
alguna vez a los venturosos de este mundo, aunque sólo sea para humillar un
instante su orgullo necio, que hay venturas superiores a la suya, más vastas
y más refinadas. Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos, los
sacerdotes misioneros, desterrados en la externidad del mundo, conocen, sin
duda, algo de estas misteriosas embriagueces; y en el seno de la vasta
familia que su genio se formó, alguna vez han de reírse de los que les
compadecen por su fortuna, tan agitada, y por su vida, tan casta. |
…………………………….
El jugador generoso
Poema número 29 de El spleen de París (Los
pequeños poemas en prosa)
Ayer, a través del
gentío de la avenida, me sentí rozado por un Ser misterioso que siempre había
deseado conocer y al que reconocí enseguida, si bien no lo había visto nunca.
En relación a mí, seguramente había en él un deseo análogo, pues al pasar me
guiñó el ojo significativamente por lo cual me apresuré a obedecerlo. Lo seguí
atentamente y en seguida descendí detrás de él a una vivienda subterránea,
resplandeciente, donde estallaba un lujo tal que ninguna de las habitaciones
superiores de París podría ofrecer un ejemplo aproximado. Me pareció singular
que yo hubiera podido pasar tan a menudo al lado de esa prestigiosa guarida sin
adivinar la entrada; allí reinaba una atmósfera exquisita, aunque excitante,
que hacía olvidar casi instantáneamente todos los horrores fastidiosos de la
vida; allí se respiraba una oscura beatitud, análoga a la que debieron de
experimentar los comedores de loto cuando, al desembarcar en una isla
encantada, iluminada por resplandores de una tarde eterna, sintieron nacer en
ellos, con los sonidos adormecedores de cascadas melodiosas, el deseo de no
volver ya nunca más a sus a sus casas, a sus niños, de no volver a subir nunca
más a las altas olas del mar.
Allí había rostros
extraños de hombres y de mujeres marcados por una fatal belleza, que me parecía
haber visto ya en épocas y países que me era imposible recordar exactamente, y
que me inspiraban más bien una simpatía fraternal que ese temor que nace
ordinariamente frente al aspecto de lo desconocido. Si quisiera tratar de
definir de algún modo la expresión singular de sus miradas, diría que jamás he
visto unos ojos que brillaran más enérgicamente de horror al aburrimiento y del
deseo inmortal de sentirse vivos.
Al sentarme, mi
huésped y yo ya éramos viejos y perfectos amigos. Comimos, bebimos con exceso
toda clase de vinos extraordinarios, y cosa no menos extraordinaria, después de
varias horas me parecía que yo no estaba más ebrio que él. Sin embargo, el
juego, ese placer sobrehumano, había cortado en diversos intervalos nuestras
frecuentes libaciones, y debo decir que nos habíamos jugado el alma, y de común
acuerdo, yo la había perdido, con una despreocupación y una ligereza heroicas.
El alma es una cosa impalpable, tan a menudo inútil y algunas veces tan molesta
que en cuanto a esta pérdida, sólo sentí un poco menos de emoción que si en el
curso de un paseo hubiera perdido mi tarjeta de visita.
Fumamos largamente
algunos cigarros cuyo sabor y perfume incomparables daban al alma la nostalgia
por el país y las dichas desconocidas, y embriagado por todas estas delicias,
me atreví a exclamar, en un acceso de familiaridad que pareció no disgustarle,
y apoderándome de una copa llena hasta el borde: «A su salud inmortal, viejo Satán».
También hablamos del
universo, de su creación y su futura destrucción; de la gran idea del siglo, es
decir, del progreso y de la perfectibilidad y, en general, de todas las formas
de la infatuación humana. Sobre este tema, Su Alteza no paraba de hacer bromas
ligeras e irrefutables, y se expresaba con una suavidad de dicción y una
tranquilidad en la gracia que no había encontrado en ningún otro de los
conversadores de la humanidad. Me explicó el absurdo de las diferentes
filosofías que hasta ese momento habían tomado posesión del cerebro humano, y
hasta se dignó a hacerme la confidencia de algunos principios fundamentales
cuyos beneficios y propiedad no me conviene compartir con quien quiera que sea.
Ella no se quejaba de ningún modo de la mala reputación de la que gozaba en
todas partes del mundo, me aseguró que ella misma era la persona más interesada
en la destrucción de la superstición y me confesó que en relación a su propio
poder, había tenido miedo una sola vez; fue el día en que había oído a un predicador
más sutil que sus colegas, exclamar desde un pulpito: «Hermanos míos, ¡no
olvidéis nunca cuando oigáis alabar el progreso de las luces, que la mayor de
las artimañas del diablo es persuadiros de que no existe!»
El recuerdo de este
célebre orador nos condujo naturalmente hacia el tema de las academias, y mi
extraño comensal me afirmó que en muchos casos él no desdeñaba inspirar la
pluma, la palabra y la conciencia de los pedagogos y que casi siempre asistía
en persona, aunque invisible, a todas las sesiones académicas.
Animado por tantas
bondades, le pedí novedades de Dios y le pregunté si lo había visto
recientemente. Me respondió con una despreocupación matizada con cierta
tristeza: "Cuando nos encontramos, nos saludamos como dos viejos
gentileshombres en los cuales una cortesía innata no podría apagar
completamente el recuerdo de viejos rencores"
Es dudoso que Su
Alteza haya dado jamás una audiencia tan larga a un simple mortal, y yo temía
abusar de ello. Finalmente, cuando el alba estremecida empezaba a aclarar las
ventanas, el célebre personaje, cantado por tantos poetas y servido por tantos
filósofos que trabajan en su gloria sin saberlo, me dijo que usted guarde de mí
un buen recuerdo, y quiero probarle que yo, de quien se habla tan mal, algunas veces
soy un buen diablo, para servirme de una de sus locuciones vulgares. A fin de
compensar la pérdida irremediable que usted ha hecho de su alma, le doy la
puesta que habría ganado si la suerte hubiera estado de su parte, es decir, la
posibilidad de aliviar y vencer, durante toda su vida, esa extraña afección del
Aburrimiento, que es la fuente de todas sus enfermedades y de todos sus
miserables progresos. Nunca se creará en usted un deseo que yo no ayude a
realizar; reinará sobre sus vulgares semejantes; estará abastecido de halagos y
hasta de adoraciones; el dinero, el oro, los diamantes, los palacios
fantásticos, vendrán a buscarlo y le pedirán que los acepte, sin que usted haya
hecho algún esfuerzo para ganarlos; cambiará de patria y de región tan rápido
como su fantasía se lo ordene; se embriagará de voluptuosidad, sin hastiarse,
en países encantados donde siempre hace calor y donde las mujeres huelen tan
bien como las flores, etc., etc. — agregó levantándose y despidiéndome con una
buena sonrisa.
Si no hubiera sido
por el temor de humillarme ante una reunión tan grande, habría caído de buena
gana a los pies de ese jugador generoso para agradecerle su magnificencia
inaudita. Pero después que lo hube dejado, la incurable desconfianza volvió a
entrar en mi pecho poco a poco; ya no me atrevía a creer en una felicidad tan
prodigiosa, y al acostarme, diciendo aún la oración por un resto de costumbre
imbécil, repetía en una duermevela: «¡Dios mío! ¡Señor, Dios mío! ¡Haz que el
diablo mantenga su palabra!»
Embriagaos
Poema número 33 de El spleen de París (Los pequeños
poemas en prosa).
Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de
virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos.
Y si alguna vez, en las gradas de un
palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la tristona soledad de vuestro
cuarto, os despertáis, disminuida ya o disipada la embriaguez, preguntad al
viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye, a todo
lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla,
preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj,
os contestarán: «¡Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos y mártires del
Tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud; de lo
que queráis.»
…………………………..
¡Matemos a los pobres!
Poema número 49 de El spleen de París (Los pequeños poemas en
prosa).
Durante quince días me recluí en la
habitación, rodeado de los libros de moda entonces -hará diez y seis o diez y
siete años-; quiero decir de los libros en que se trata del arte de hacer a los
pueblos dichosos, buenos y ricos en veinticuatro horas. Había, pues, digerido
-es decir, tragado- todas las elucubraciones de esos contratistas de la
felicidad pública de los que aconsejan a todos los pobres que se hagan esclavos
y de los que llegan a persuadirles de que todos son reyes destronados-. No
habrá de causar sorpresa que estuviese yo entonces en una disposición de
espíritu cercana del vértigo o de la estupidez.
Únicamente me había parecido que
sentía, confinado en el fondo de mi intelecto, el germen obscuro de una idea
superior a todas las fórmulas de buena mujer, cuyo diccionario había recorrido
yo no hacía mucho. Pero no era más que la idea de una idea, algo infinitamente
vago.
Y salí con una gran sed. Porque el
gusto apasionado de las malas lecturas engendra una necesidad en proporción de
aire libre y de refrescos.
A punto de entrar en la taberna, un mendigo
me alargó el sombrero, con una de esas miradas inolvidables que derribarían
tronos si el espíritu moviese la materia y si los ojos de un magnetizador
hiciesen madurar las uvas.
Al mismo tiempo oí una voz que me
cuchicheaba al oído, una voz que reconocí perfectamente: era la de un Ángel
bueno o la de un Demonio bueno, que a todas partes me acompaña. Puesto que
Sócrates tenía su Demonio bueno, ¿por qué no había yo de tener mi Ángel bueno,
y por qué no tendría, como Sócrates, el honor de alcanzar mi certificado de
locura, firmado por el sutil Lélut y por el avispado Baillarger?
Esta diferencia existe entre el
Demonio de Sócrates y el mío; que el de Sócrates no se le manifestaba sino para
defender, avisar o impedir, y el mío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. El
pobre Sócrates no tenía más que un Demonio prohibitivo; el mío es gran
afirmador, el mío es Demonio de acción, Demonio de combate.
Su voz, pues, me cuchicheaba esto:
«Sólo es igual a otro quien lo demuestra, y sólo es digno de libertad quien sabe
conquistarla.»
Inmediatamente me arrojé sobre mi
mendigo. De un solo puñetazo le hinché un ojo, que en un segundo se volvió del
tamaño de una pelota. Me partí una uña al romperle dos dientes, y como no me
sentía con fuerza bastante, porque soy delicado de nacimiento y me he
ejercitado poco en el boxeo, para matar al viejo con rapidez, le cogí con una
mano por la solapa del vestido, le agarré del pescuezo con la otra y empecé a
sacudirle vigorosamente la cabeza contra la pared. He de confesar que antes había
inspeccionado los alrededores en una ojeada, para comprobar que en aquel
arrabal desierto me encontraba, por tiempo bastante largo, fuera del alcance de
todo agente de policía.
Como en seguida, de un puntapié en la
espalda, bastante enérgico para romperle los omoplatos, acogotara al débil
sexagenario, me apoderé de una gruesa rama que estaba caída y le golpeé con la
energía obstinada de los cocineros que quieren ablandar un biftec.
De repente -¡Oh milagro!, ¡oh goce
del filósofo que comprueba lo excelente de su teoría!- vi que la vieja armazón
de huesos se volvía, se levantaba con energía, que nunca hubiera sospechado yo
en máquina tan descompuesta, y con una mirada de odio que me pareció de buen
agüero, el decrépito malandrín se me echó encima, me hinchó ambos ojos, me
rompió cuatro dientes, y con la misma rama me sacudió leña en abundancia. Con
mi enérgica medicación le había devuelto el orgullo y la vida.
Hícele señas entonces, para darle a
entender que yo daba por terminada la discusión, y, levantándome tan satisfecho
como un sofista del Pórtico, le dije: «¡Señor mío, es usted igual a mí!
Concédame el honor de compartir conmigo mi bolsa; y acuérdese, si es filántropo
de veras, que a todos sus colegas, cuando la pidan limosna, hay que aplicarles
la teoría que he tenido el dolor de ensayar en sus espaldas.»
Me juró que se daba cuenta de mi
teoría y que sería obediente a mis consejos.
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