sábado, 22 de mayo de 2021

BAUDELAIRE

 

Una carroña

 (Charles Baudelaire "Las flores del mal")

 Alma mía, recuerda el objeto que vimos

esa hermosa mañana de verano:

al volver un sendero, una infame carroña

en un cauce sembrado de guijarros.

 

Levantadas las piernas, como un lúbrico gesto,

trasudando ardorosa sus venenos,

entreabría de un modo indiferente y cínico

su vientre rebosante de vapores.

 

Vimos cómo aquel sol se ensañaba en la podre

como para dejarla bien cocida,

devolviendo con creces a la Naturaleza

todo cuanto ella misma había unido.

 

Contemplaban los cielos el soberbio esqueleto

como una flor a punto de brotar.

El hedor era tal que allí, sobre la hierba,

creíste desplomarte desmayada.

 

Sobre aquel vientre pútrido se afanaban las moscas

y salían negruzcos batallones

de unas larvas movibles como un líquido espeso

entre aquellos andrajos de la vida.

 

Todo aquello se hundía y se hinchaba encrespándose

con destellos de espuma en las olas,

como un cuerpo animado por un soplo indecible

cuya vida creciese en sí misma.

 

Y ese mundo engendraba una música extraña,

como el agua que corre y el viento,

como el grano agitado por la rítmica mano

al girar revolviéndose en la criba.

 

Se borraban las formas, no eran más que un ensueño,

un esbozo que tarda en perfilarse

en la tela olvidada, y que acaba el artista

reviviendo tan sólo un recuerdo.

 Tras las rocas había una perra impaciente

que tenía en los ojos el furor,

acechando el momento de volver a roer

los manjares que tuvo que soltar.

 

-¡Y pensar que serás igual que esta carroña,

que te espera la misma podredumbre,

tú, la estrella y el sol de mis ojos, mi vida,

tú, ángel mío, a quien llamo mi pasión!

 

Así tienes que ser, soberana de encantos,

tras aquel sacramento que es el último,

cuando bajo la hierba y el mantillo del campo

enmohezca tu cuerpo entre los huesos.

 

Oh, beldad mía, entonces di a los crueles gusanos

que contigo tendrán festín de besos,

que conservo la forma y la esencia divina

de estos amores míos que son polvo.

 

Charles Baudelaire.

Poeta, crítico de arte y traductor francés (1821-1867), exponente del simbolismo en Francia y lúcido escritor de su época, quien rompió con las formas poéticas clásicas compartiendo opiniones sobre la modernidad, el arte, la cultura y la poesía. Sus “Flores del mal” fueron perseguidas y mutiladas por la ley, buena parte de la sociedad de la época lo excluyó y quedó para la historia como un “poeta maldito”.

Lo feo también contiene esencia divina y puede ser hermoso. El poeta transforma la visión de una carroña en una declaración de amor que recuerda un poco, aunque de forma mucho más cruda, a uno de los sonetos de amor más hermosos de la literatura. Lo feo y lo sucio también se vuelven parte de la poesía, la modernidad acepta todo lo que permita describir las emociones que sienten sus hombres. La “estrella y sol” del poeta, la divina mujer que es exaltada, llegará en algún momento a ser carroña, y el hombre moderno está consciente de eso; su idealización incluye esa consciencia, esa claridad de saber que ese posible “polvo enamorado” será antes una carroña descompuesta y comida por los gusanos, que la hermosura se convertirá en podredumbre. Con lo que dice, el poeta parece acercarse más a la claridad de la lucidez que contentarse con la vaguedad del ensueño.

miércoles, 19 de mayo de 2021

Charles Baudelaire

 

Charles Baudelaire (Francia; 1821-1867)

 

Lo irremediable

Poema número 84 de Las flores del mal (edición de 1861).

 I

 Una Idea, una Forma, un Ser,

salido del azul y caído

en un Estigio cenagoso y plomizo

donde no penetra ninguna mirada del Cielo;

 

un Ángel, imprudente viajero

que ha intentado amar a lo deforme

en el fondo de una pesadilla enorme

debatiéndose como un nadador,

 

y luchando, ¡con fúnebres angustias!,

contra un gigantesco remolino

que va cantando como los locos

y haciendo piruetas en las tinieblas;

 

un infeliz embrujado

en sus inútiles intentos

por huir de un lugar lleno de reptiles,

que busca la luz y la llave;

 

un condenado que desciende sin lámpara,

al borde de un abismo cuyo olor

traiciona la húmeda profundidad,

de eternas escaleras sin barandilla,

 

donde velan unos monstruos viscosos

cuyos grandes ojos de fósforo

hacen la noche más negra todavía

y no dejan visibles más que a ellos;

 

un navío atrapado en el polo,

como en una trampa de cristal,

buscando por qué estrecho fatal

ha caído en esta prisión;

 

–símbolos claros, cuadro perfecto

de una suerte irremediable

que hace pensar que el Diablo

¡siempre hace bien todo lo que hace!

 

II

 ¡Conversación a solas límpida y sombría

en la que un corazón se ha convertido en su espejo!

Pozo de Verdad, claro y negro,

donde tiembla una lívida estrella,

 

un faro irónico, infernal,

antorcha de gracias satánicas,

únicos alivio y gloria,

–¡la conciencia en el Mal!

 ………….

 La destrucción 

(Poema número 109 de Las flores del mal (edición de 1861).

 

Incesante a mi vera se agita el Demonio;
Flota alrededor mío como un aire impalpable;
Lo aspiro y lo siento que quema mis pulmones
Y los llena de un deseo eterno y culpable.

A veces toma, sabiendo mi gran amor al Arte,
La forma de la más seductora de las mujeres,
Y, bajo especiosos pretextos de tedio,
Habitúa mis labios a filtros infames.

Me conduce así, lejos de la mirada de Dios,
Jadeante y destrozado por la fatiga, en medio
De las llanuras del Hastío, profundas y desiertas,

Y despliega ante mis ojos llenos de confusión
Vestimentas mancilladas, heridas abiertas,
¡Y el aparejo sangriento de la Destrucción!


 …………………

 El perro y el frasco

Poema número 8 de El spleen de París (Los pequeños poemas en prosa).

-Lindo perro mío, buen perro, chucho querido, acércate y ven a respirar un excelente perfume, comprado en la mejor perfumería de la ciudad.

Y el perro, meneando la cola, signo, según creo, que en esos mezquinos seres corresponde a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone curioso la húmeda nariz en el frasco destapado; luego, echándose atrás con súbito temor, me ladra, como si me reconviniera.

-¡Ah miserable can! Si te hubiera ofrecido un montón de excrementos los hubieras husmeado con delicia, devorándolos tal vez. Así tú, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca se ha de ofrecer perfumes delicados que le exasperen, sino basura cuidadosamente elegida.

…………………….

Las muchedumbres

Poema número 12 de El spleen de París (Los pequeños poemas en prosa).


No a todos les es dado tomar un baño de multitud; gozar de la muchedumbre es un arte; y sólo puede darse a expensas del género humano un atracón de vitalidad aquel a quien un hada insufló en la cuna el gusto del disfraz y la careta, el odio del domicilio y la pasión del viaje.

Multitud, soledad: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. El que no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en una muchedumbre atareada.

Goza el poeta del incomparable privilegio de poder a su guisa ser él y ser otros. Como las almas errantes en busca de cuerpo, entra cuando quiere en la persona de cada cual. Sólo para él está todo vacante; y si ciertos lugares parecen cerrársele, será que a sus ojos no valen la pena de una visita.

El paseante solitario y pensativo saca una embriaguez singular de esta universal comunión. El que fácilmente se desposa con la muchedumbre, conoce placeres febriles, de que estarán eternamente privados el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, interno como un molusco. Adopta por suyas todas las profesiones, todas las alegrías y todas las miserias que las circunstancias le ofrecen.

Lo que llaman amor los hombres es sobrado pequeño, sobrado restringido y débil, comparado con esta inefable orgía, con esta santa prostitución del alma, que se da toda ella, poesía y caridad, a lo imprevisto que se revela, a lo desconocido que pasa.

Bueno es decir alguna vez a los venturosos de este mundo, aunque sólo sea para humillar un instante su orgullo necio, que hay venturas superiores a la suya, más vastas y más refinadas. Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos, los sacerdotes misioneros, desterrados en la externidad del mundo, conocen, sin duda, algo de estas misteriosas embriagueces; y en el seno de la vasta familia que su genio se formó, alguna vez han de reírse de los que les compadecen por su fortuna, tan agitada, y por su vida, tan casta.

…………………………….

El jugador generoso

Poema número 29 de El spleen de París (Los pequeños poemas en prosa)

Ayer, a través del gentío de la avenida, me sentí rozado por un Ser misterioso que siempre había deseado conocer y al que reconocí enseguida, si bien no lo había visto nunca. En relación a mí, seguramente había en él un deseo análogo, pues al pasar me guiñó el ojo significativamente por lo cual me apresuré a obedecerlo. Lo seguí atentamente y en seguida descendí detrás de él a una vivienda subterránea, resplandeciente, donde estallaba un lujo tal que ninguna de las habitaciones superiores de París podría ofrecer un ejemplo aproximado. Me pareció singular que yo hubiera podido pasar tan a menudo al lado de esa prestigiosa guarida sin adivinar la entrada; allí reinaba una atmósfera exquisita, aunque excitante, que hacía olvidar casi instantáneamente todos los horrores fastidiosos de la vida; allí se respiraba una oscura beatitud, análoga a la que debieron de experimentar los comedores de loto cuando, al desembarcar en una isla encantada, iluminada por resplandores de una tarde eterna, sintieron nacer en ellos, con los sonidos adormecedores de cascadas melodiosas, el deseo de no volver ya nunca más a sus a sus casas, a sus niños, de no volver a subir nunca más a las altas olas del mar.

Allí había rostros extraños de hombres y de mujeres marcados por una fatal belleza, que me parecía haber visto ya en épocas y países que me era imposible recordar exactamente, y que me inspiraban más bien una simpatía fraternal que ese temor que nace ordinariamente frente al aspecto de lo desconocido. Si quisiera tratar de definir de algún modo la expresión singular de sus miradas, diría que jamás he visto unos ojos que brillaran más enérgicamente de horror al aburrimiento y del deseo inmortal de sentirse vivos.

Al sentarme, mi huésped y yo ya éramos viejos y perfectos amigos. Comimos, bebimos con exceso toda clase de vinos extraordinarios, y cosa no menos extraordinaria, después de varias horas me parecía que yo no estaba más ebrio que él. Sin embargo, el juego, ese placer sobrehumano, había cortado en diversos intervalos nuestras frecuentes libaciones, y debo decir que nos habíamos jugado el alma, y de común acuerdo, yo la había perdido, con una despreocupación y una ligereza heroicas. El alma es una cosa impalpable, tan a menudo inútil y algunas veces tan molesta que en cuanto a esta pérdida, sólo sentí un poco menos de emoción que si en el curso de un paseo hubiera perdido mi tarjeta de visita.

Fumamos largamente algunos cigarros cuyo sabor y perfume incomparables daban al alma la nostalgia por el país y las dichas desconocidas, y embriagado por todas estas delicias, me atreví a exclamar, en un acceso de familiaridad que pareció no disgustarle, y apoderándome de una copa llena hasta el borde: «A su salud inmortal, viejo Satán».

También hablamos del universo, de su creación y su futura destrucción; de la gran idea del siglo, es decir, del progreso y de la perfectibilidad y, en general, de todas las formas de la infatuación humana. Sobre este tema, Su Alteza no paraba de hacer bromas ligeras e irrefutables, y se expresaba con una suavidad de dicción y una tranquilidad en la gracia que no había encontrado en ningún otro de los conversadores de la humanidad. Me explicó el absurdo de las diferentes filosofías que hasta ese momento habían tomado posesión del cerebro humano, y hasta se dignó a hacerme la confidencia de algunos principios fundamentales cuyos beneficios y propiedad no me conviene compartir con quien quiera que sea. Ella no se quejaba de ningún modo de la mala reputación de la que gozaba en todas partes del mundo, me aseguró que ella misma era la persona más interesada en la destrucción de la superstición y me confesó que en relación a su propio poder, había tenido miedo una sola vez; fue el día en que había oído a un predicador más sutil que sus colegas, exclamar desde un pulpito: «Hermanos míos, ¡no olvidéis nunca cuando oigáis alabar el progreso de las luces, que la mayor de las artimañas del diablo es persuadiros de que no existe!»

El recuerdo de este célebre orador nos condujo naturalmente hacia el tema de las academias, y mi extraño comensal me afirmó que en muchos casos él no desdeñaba inspirar la pluma, la palabra y la conciencia de los pedagogos y que casi siempre asistía en persona, aunque invisible, a todas las sesiones académicas.

Animado por tantas bondades, le pedí novedades de Dios y le pregunté si lo había visto recientemente. Me respondió con una despreocupación matizada con cierta tristeza: "Cuando nos encontramos, nos saludamos como dos viejos gentileshombres en los cuales una cortesía innata no podría apagar completamente el recuerdo de viejos rencores"

Es dudoso que Su Alteza haya dado jamás una audiencia tan larga a un simple mortal, y yo temía abusar de ello. Finalmente, cuando el alba estremecida empezaba a aclarar las ventanas, el célebre personaje, cantado por tantos poetas y servido por tantos filósofos que trabajan en su gloria sin saberlo, me dijo que usted guarde de mí un buen recuerdo, y quiero probarle que yo, de quien se habla tan mal, algunas veces soy un buen diablo, para servirme de una de sus locuciones vulgares. A fin de compensar la pérdida irremediable que usted ha hecho de su alma, le doy la puesta que habría ganado si la suerte hubiera estado de su parte, es decir, la posibilidad de aliviar y vencer, durante toda su vida, esa extraña afección del Aburrimiento, que es la fuente de todas sus enfermedades y de todos sus miserables progresos. Nunca se creará en usted un deseo que yo no ayude a realizar; reinará sobre sus vulgares semejantes; estará abastecido de halagos y hasta de adoraciones; el dinero, el oro, los diamantes, los palacios fantásticos, vendrán a buscarlo y le pedirán que los acepte, sin que usted haya hecho algún esfuerzo para ganarlos; cambiará de patria y de región tan rápido como su fantasía se lo ordene; se embriagará de voluptuosidad, sin hastiarse, en países encantados donde siempre hace calor y donde las mujeres huelen tan bien como las flores, etc., etc. — agregó levantándose y despidiéndome con una buena sonrisa.

Si no hubiera sido por el temor de humillarme ante una reunión tan grande, habría caído de buena gana a los pies de ese jugador generoso para agradecerle su magnificencia inaudita. Pero después que lo hube dejado, la incurable desconfianza volvió a entrar en mi pecho poco a poco; ya no me atrevía a creer en una felicidad tan prodigiosa, y al acostarme, diciendo aún la oración por un resto de costumbre imbécil, repetía en una duermevela: «¡Dios mío! ¡Señor, Dios mío! ¡Haz que el diablo mantenga su palabra!»


  Embriagaos

Poema número 33 de El spleen de París (Los pequeños poemas en prosa).

 Hay que estar siempre borracho. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua.

Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos.

Y si alguna vez, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la tristona soledad de vuestro cuarto, os despertáis, disminuida ya o disipada la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj, os contestarán: «¡Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud; de lo que queráis.»

…………………………..

¡Matemos a los pobres!

Poema número 49 de El spleen de París (Los pequeños poemas en prosa).

Durante quince días me recluí en la habitación, rodeado de los libros de moda entonces -hará diez y seis o diez y siete años-; quiero decir de los libros en que se trata del arte de hacer a los pueblos dichosos, buenos y ricos en veinticuatro horas. Había, pues, digerido -es decir, tragado- todas las elucubraciones de esos contratistas de la felicidad pública de los que aconsejan a todos los pobres que se hagan esclavos y de los que llegan a persuadirles de que todos son reyes destronados-. No habrá de causar sorpresa que estuviese yo entonces en una disposición de espíritu cercana del vértigo o de la estupidez.

Únicamente me había parecido que sentía, confinado en el fondo de mi intelecto, el germen obscuro de una idea superior a todas las fórmulas de buena mujer, cuyo diccionario había recorrido yo no hacía mucho. Pero no era más que la idea de una idea, algo infinitamente vago.

Y salí con una gran sed. Porque el gusto apasionado de las malas lecturas engendra una necesidad en proporción de aire libre y de refrescos.

A punto de entrar en la taberna, un mendigo me alargó el sombrero, con una de esas miradas inolvidables que derribarían tronos si el espíritu moviese la materia y si los ojos de un magnetizador hiciesen madurar las uvas.

Al mismo tiempo oí una voz que me cuchicheaba al oído, una voz que reconocí perfectamente: era la de un Ángel bueno o la de un Demonio bueno, que a todas partes me acompaña. Puesto que Sócrates tenía su Demonio bueno, ¿por qué no había yo de tener mi Ángel bueno, y por qué no tendría, como Sócrates, el honor de alcanzar mi certificado de locura, firmado por el sutil Lélut y por el avispado Baillarger?

Esta diferencia existe entre el Demonio de Sócrates y el mío; que el de Sócrates no se le manifestaba sino para defender, avisar o impedir, y el mío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. El pobre Sócrates no tenía más que un Demonio prohibitivo; el mío es gran afirmador, el mío es Demonio de acción, Demonio de combate.

Su voz, pues, me cuchicheaba esto: «Sólo es igual a otro quien lo demuestra, y sólo es digno de libertad quien sabe conquistarla.»

Inmediatamente me arrojé sobre mi mendigo. De un solo puñetazo le hinché un ojo, que en un segundo se volvió del tamaño de una pelota. Me partí una uña al romperle dos dientes, y como no me sentía con fuerza bastante, porque soy delicado de nacimiento y me he ejercitado poco en el boxeo, para matar al viejo con rapidez, le cogí con una mano por la solapa del vestido, le agarré del pescuezo con la otra y empecé a sacudirle vigorosamente la cabeza contra la pared. He de confesar que antes había inspeccionado los alrededores en una ojeada, para comprobar que en aquel arrabal desierto me encontraba, por tiempo bastante largo, fuera del alcance de todo agente de policía.

Como en seguida, de un puntapié en la espalda, bastante enérgico para romperle los omoplatos, acogotara al débil sexagenario, me apoderé de una gruesa rama que estaba caída y le golpeé con la energía obstinada de los cocineros que quieren ablandar un biftec.

De repente -¡Oh milagro!, ¡oh goce del filósofo que comprueba lo excelente de su teoría!- vi que la vieja armazón de huesos se volvía, se levantaba con energía, que nunca hubiera sospechado yo en máquina tan descompuesta, y con una mirada de odio que me pareció de buen agüero, el decrépito malandrín se me echó encima, me hinchó ambos ojos, me rompió cuatro dientes, y con la misma rama me sacudió leña en abundancia. Con mi enérgica medicación le había devuelto el orgullo y la vida.

Hícele señas entonces, para darle a entender que yo daba por terminada la discusión, y, levantándome tan satisfecho como un sofista del Pórtico, le dije: «¡Señor mío, es usted igual a mí! Concédame el honor de compartir conmigo mi bolsa; y acuérdese, si es filántropo de veras, que a todos sus colegas, cuando la pidan limosna, hay que aplicarles la teoría que he tenido el dolor de ensayar en sus espaldas.»

Me juró que se daba cuenta de mi teoría y que sería obediente a mis consejos.

 

miércoles, 5 de mayo de 2021

Canción de la danzarina, de Sidonie Gabrielle Colette

 

Canción de la danzarina

[Cuento - Texto completo.]

Colette

¡Oh tú, que danzarina me llamas, sabe hoy que no aprendí a danzar! Me encontraste juguetona y pequeña, danzando en el sendero y persiguiendo a mi sombra azul. Giraba como una abeja, y mis pies y mis cabellos, color de camino, se empolvaban con el polen de un polvo rubio.

Me viste venir de la fuente, meciendo el ánfora en mi cadera, mientras, al compás de mis pasos, sobre mi túnica saltaba el agua en redondas lágrimas, en serpientes de plata, en menudos cohetes rizados que ascendían, helados, hasta mi mejilla. Yo caminaba lenta, seria, mas llamaste danza a mis pasos. No mirabas mi rostro, seguías el movimiento de mis rodillas, el balanceo de mi talle, en la arena leías la forma de mis talones desnudos, la huella de mis dedos abiertos, que comparabas con la de cinco perlas desiguales.

Me dijiste: «Coge esas flores, persigue esa mariposa…» Llamabas danza a mi carrera, y cada reverencia de mi cuerpo inclinado sobre los claveles purpúreos, y el ademán, repetido en cada flor, de echar atrás, por encima de mi hombro, un chal resbaladizo.

En tu casa, sola entre tú y la alta llama de una lámpara, me dijiste: «¡Danza!» y no dancé…

Pero desnuda en tus brazos, sujeta a tu lecho por la cinta de fuego del placer, me llamaste, sin embargo, danzarina, al ver agitarse bajo mi piel, desde mi pecho ofrecido a mis pies crispados, la inevitable voluptuosidad.

Fatigada, anudé mis cabellos, y los contemplabas, dóciles, arrollados a mi frente como serpientes hechizadas por la flauta.

Abandoné tu casa mientras murmurabas:

«La más hermosa de tus danzas no es cuando acudes corriendo, jadeante, poseída de un deseo irritado y atormentado ya, por el camino, el broche de tu vestido. Es cuando de mí te alejas, serenada y con las rodillas temblorosas, y al alejarte me miras, en el hombro tu barbilla. Tu cuerpo me recuerda, oscila y titubea, me echan de menos tus caderas y tus senos me están agradecidos.

»Me miras, vuelta la cabeza, mientras tus pies adivinadores tantean y escogen su camino.

»Te vas, siempre pequeña y maquillada por el sol poniente, hasta no ser, en lo alto de la colina, más esbelta en tu túnica anaranjada que una llama vertical, que danza imperceptiblemente…»

Si tú no me abandonas, iré danzando hasta mi blanca tumba.

Saludaré a la luz, que me hizo hermosa y me vio amada con una danza involuntaria, cada día más lenta.

Una postrera danza trágica me enfrentará con la muerte, mas sólo lucharé para sucumbir con elegancia.

Que los dioses me concedan una caída armoniosa, juntos los brazos en mi frente, doblada una pierna y extendida la otra, como presta a franquear, de un salto ingrávido, el negro umbral del reino de las sombras.

Me llamas danzarina, y, sin embargo, no sé bailar…

La cabellera de Guy de Maupassant

 

La cabellera

[Cuento - Texto completo.]

Guy de Maupassant

La celda tenía paredes desnudas, pintadas con cal. Una ventana estrecha y con rejas, horadada muy alto para que no se pudiera alcanzar, alumbraba el cuarto, claro y siniestro; y el loco, sentado en una silla de paja, nos miraba con una mirada fija, vacía y atormentada. Era muy delgado, con mejillas huecas, y el pelo casi cano que se adivinaba había encanecido en unos meses. Su ropa parecía demasiado ancha para sus miembros enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco. Uno sentía que este hombre estaba destrozado, carcomido por su pensamiento, un Pensamiento, al igual que una fruta por un gusano. Su Locura, su idea estaba ahí, en esa cabeza, obstinada, hostigadora, devoradora. Se comía el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la Impalpable, la Inasequible, la Inmaterial Idea consumía la carne, bebía la sangre, apagaba la vida.

¡Qué misterio representaba este hombre aniquilado por un sueño! ¡Este Poseso daba pena, miedo y lástima! ¿Qué extraño, espantoso y mortal sueño vivía detrás de esa frente, que fruncía con profundas arrugas, siempre en movimiento?

El médico me dijo:

-Tiene unos terribles arrebatos de furor; es uno de los dementes más peculiares que he visto. Padece locura erótica y macabra. Es una especie de necrófilo. Además, ha escrito un diario que nos muestra de la forma más clara la enfermedad de su espíritu y en el que, por así decirlo, su locura se hace palpable. Si le interesa, puede leer ese documento.

Seguí al doctor hasta su gabinete y me entregó el diario de aquel desgraciado.

-Léalo -dijo-, y deme su opinión.

He aquí lo que contenía el cuaderno:

«Hasta los treinta y dos años viví tranquilo, sin amor. La vida me parecía sencillísima, generosa y fácil. Yo era rico. Me gustaban tantas cosas que no podía sentir pasión por ninguna en concreto. ¡Es estupendo vivir! Me despertaba feliz cada día, dispuesto a hacer las cosas que me gustaban, y me acostaba satisfecho, con la apacible esperanza de un mañana y un futuro sin preocupaciones.

«Había tenido algunas amantes sin haber sentido nunca mi corazón enloquecido por el deseo o mi alma herida por el amor después de la posesión. Es estupendo vivir así. Es mejor amar, pero es terrible. Los que aman como todo el mundo deben experimentar una felicidad apasionada, aunque quizás menor que la mía, porque el amor vino a mí de una manera increíble.

«Como era rico, buscaba muebles antiguos y objetos viejos; y a menudo pensaba en las manos desconocidas que habían palpado esas cosas, en los ojos que las habían admirado, en los corazones que las habían querido, ¡porque se quieren las cosas! A menudo permanecía durante horas y horas mirando un pequeño reloj del siglo pasado. Era una preciosidad, con su esmalte y su oro cincelado. Y seguía funcionando como el día en que lo compró una mujer, encantada de poseer esa fina joya. No había dejado de latir, de vivir su vida mecánica, y seguía siempre con su tictac regular, desde una época pasada.

«¿Quién sería la primera en llevarlo sobre su pecho, entre los tejidos tibios, mientras el corazón del reloj latía junto a su corazón de mujer? ¿Qué mano lo habría tenido entre la punta de los dedos cálidos, mirándolo por ambas caras una y otra vez y limpiando luego los pastores de porcelana empañados un segundo por el trasudor de la piel? ¿Qué ojos habrían acechado en la esfera florida la hora esperada, la hora querida, la hora divina?

«¡Cómo me habría gustado ver, conocer a aquella mujer que había elegido este objeto exquisito y raro! ¡Pero está muerta! ¡Estoy poseído por el deseo de las mujeres de antaño, amo, desde lejos, a todas aquellas que han amado! La historia de los cariños pasados me llena el corazón de pesar. ¡Oh, la belleza, las sonrisas, las jóvenes caricias, las esperanzas! ¿No debería ser eterno todo esto?

«¡Cuánto he llorado, durante noches enteras, pensando en las pobres mujeres de otro tiempo, tan bellas, tan tiernas, tan dulces, cuyos brazos se abrieron para el beso, y ya muertas! ¡El beso es inmortal! ¡Va de boca en boca, de siglo en siglo, de edad en edad; los hombres lo recogen, lo dan y mueren!

«El pasado me atrae, el presente me asusta porque el futuro es muerte. Lamento todo lo que se ha hecho, lloro por todos los que han vivido; quisiera detener el tiempo, detener la hora. Pero ella pasa, se va y me quita segundo tras segundo un poco de mí para la nada de mañana. Y no volveré a vivir nunca más.

«Adiós, mujeres de ayer. Las amo.

«Pero no tengo de qué quejarme. Encontré a aquélla a la que yo esperaba; y gracias a ella he disfrutado de placeres increíbles.

«Una mañana soleada iba vagabundeando por París, con el alma alegre y el pie ligero, mirando las tiendas con un vago interés de paseante ocioso. De pronto, en una tienda de antigüedades vi un mueble italiano del siglo XVII. Era hermoso y muy raro. Se lo atribuí a un artista veneciano llamado Vitelli, muy famoso en su época.

«Y seguí mi camino.

«¿Por qué me persiguió el recuerdo de ese mueble con tanta fuerza, haciéndome volver atrás? Me detuve ante la tienda para verlo de nuevo y sentí que me tentaba.

«La tentación es algo tan singular… Miramos un objeto y éste, poco a poco, nos seduce, nos turba, nos invade como lo haría un rostro de mujer. Su encanto entra en nosotros; extraño encanto que viene de su forma, de su color, de su fisonomía de cosa; y ya lo amamos, lo deseamos, lo queremos. Una necesidad de posesión nos invade, una necesidad débil al principio, como tímida, pero que crece, se hace violenta, irresistible.

«Y los comerciantes parecen adivinar en la llama de la mirada ese deseo secreto y creciente.

«Compré el mueble e hice que me lo llevaran inmediatamente a casa, poniéndolo en mi habitación.

«¡Oh, cómo compadezco a quienes desconocen esa luna de miel entre el coleccionista y el objeto que acaba de comprar! Lo acaricia con la mirada y la mano como si fuera de carne; vuelve a su lado en cualquier momento, piensa siempre en él vaya donde vaya, haga lo que haga. Su recuerdo vivo lo sigue en la calle, por el mundo, en todos los lados; y cuando vuelve a casa, antes incluso de quitarse los guantes y el sombrero, corre a contemplarlo con una ternura de amante.

«Realmente, durante ocho días adoré ese mueble. Abría en todo momento sus puertas, sus cajones; lo tocaba extasiado, disfrutando de todos los placeres íntimos de la posesión.

«Pero una tarde, mientras palpaba el espesor de un panel, me di cuenta de que debía de ocultar un escondite. Los latidos de mi corazón se aceleraron y me pasé la noche buscando el secreto sin llegar a descubrirlo.

«Lo conseguí al día siguiente, al introducir la hoja de una navaja en una hendidura del entablado. Una plancha se deslizó y percibí, extendida sobre un fondo de terciopelo negro, una maravillosa cabellera de mujer.

«Sí, una cabellera: una enorme trenza de cabellos rubios, casi pelirrojos, que debían de haber sido cortados junto a la piel y estaban atados por una cuerda de oro.

«¡Me quedé estupefacto, aturdido, temblando! Un perfume casi insensible, tan antiguo que parecía ser el alma de un olor, se escapaba del misterioso cajón y de la sorprendente reliquia.

«La cogí, despacio, casi religiosamente, y la saqué de su escondite. Entonces se liberó, derramándose en un torrente dorado que cayó hasta el suelo, espeso y ligero, ágil y brillante como la cola de fuego de un cometa.

«Una extraña emoción se apoderó de mí. ¿Qué era aquello? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué habían ocultado esos cabellos en el mueble? ¿Qué aventura, qué drama escondía ese recuerdo?

«¿Quién los había cortado? ¿Un amante en un día de despedida? ¿Un marido en un día de venganza? ¿O la que los había llevado en su frente en un día de desesperación?

«¿Fue antes de entrar en un convento cuando se arrojó ahí esa fortuna de amor, como una prenda dejada al mundo de los vivos? ¿Fue en el momento de cerrar la tumba de la joven y hermosa muerta cuando quien la adoraba se había quedado el cabello que embellecía su cabeza, lo único que podía conservar de ella, la única parte viva de su carne que no podía pudrirse, la única que podía amar todavía y acariciar y besar en sus momentos de rabia y de dolor?

«¿No resultaba extraño que esa cabellera hubiera permanecido incólume, cuando ya no quedaba ni un ápice del cuerpo del que había nacido?

«Fluía entre mis dedos, me hacía cosquillas en la piel con una caricia singular, una caricia de muerta. Me sentía conmovido, como si fuera a llorar.

«La conservé largo tiempo entre mis manos, y me pareció que se movía como si una parte de su alma se hubiera quedado escondida en ella. Entonces la volví a poner sobre el terciopelo deslustrado por el tiempo, cerré el cajón y el mueble y me fui a recorrer las calles para soñar.

«Caminaba siempre de frente, preso de tristeza, y también de desconcierto, de ese desconcierto que se nos queda en el corazón tras un beso de amor. Me parecía que ya había vivido antaño, que debía de haber conocido a aquella mujer

«Y los versos de Villon subieron a mis labios como lo haría un sollozo

Díganme dónde, en qué país
está Flora, la bella romana
Archipiade y Taís
que fue su prima hermana.
Eco, voz que lleva la fama
bajo río o bajo estanque;
cuya belleza fue más que humana.
Mas, ¿dónde están las nieves de antaño?

…………………………………

La reina Blanca como un lis
que cantaba con voz de sirena,
Berta la del gran pie, Beatriz, Alix
y Haremburgis, que obtuvo el Maine,
y Juana, la buena lorena
que los ingleses quemaran en Ruán…
¿Dónde están, Virgen soberana?
Mas ¿dónde están las nieves de antaño!

«Cuando regresé a casa, sentí un deseo irresistible de volver a ver mi extraño hallazgo; y lo cogí de nuevo, y sentí, al tocarlo, un largo escalofrío que me recorría el cuerpo.

«Durante unos días, sin embargo, permanecí en mi estado habitual, aunque ya no me abandonaba el vivo recuerdo de aquella cabellera.

«En cuanto volvía a casa, necesitaba verla y tocarla. Daba la vuelta a la llave del armario con ese estremecimiento que tenemos al abrir la puerta de nuestra amada, ya que sentía en las manos y en el corazón una necesidad confusa, singular, continua, sensual de bañar mis dedos en aquel arroyo encantador de cabellos muertos.

«Luego, cuando había acabado de acariciarla, cuando había cerrado de nuevo el mueble, seguía sintiéndola allí como si fuera un ser viviente, escondido, prisionero; y la sentía y la deseaba otra vez; tenía de nuevo la necesidad imperiosa de volver a cogerla, de palparla, de excitarme hasta el malestar con aquel contacto frío, escurridizo, irritante, enloquecedor, delicioso.

«Viví así un mes o dos, ya no lo sé. Ella me obsesionaba, me atormentaba. Estaba feliz y torturado, como en una espera de amor, como después de las confesiones que preceden al abrazo.

«Me encerraba a solas con ella para sentirla sobre mi piel, para hundir mis labios en ella, para besarla, morderla. La enroscaba alrededor de mi rostro, la bebía, ahogaba mis ojos en su onda dorada, con el fin de ver el día rubio a través de ella.

«¡La amaba! Sí, la amaba. Ya no podía pasar sin ella, ni estar una hora sin volver a verla.

«Y esperaba… esperaba… ¿qué? No lo sabía. La esperaba a ella.

«Una noche me desperté bruscamente con el pensamiento de que no me encontraba solo en mi habitación.

«Sin embargo, estaba solo. Pero no pude volver a dormirme; y como me agitaba en una fiebre de insomnio, me levanté para ir a tocar la cabellera. Me pareció más suave que de costumbre, más animada. ¿Regresan los muertos? Los besos con los que la excitaba me hacían desfallecer de felicidad; y me la llevé a mi cama, y me acosté, oprimiéndola contra mis labios, como una amante a la que se va a poseer.

«¡Los muertos regresan! Ella vino. Sí, la he visto, la he tenido entre mis brazos, la he poseído, tal como era cuando estaba viva antaño, alta, rubia, exuberante, los senos fríos, la cadera en forma de lira; y he recorrido con mis caricias esa línea ondeante y divina que va desde la garganta hasta los pies siguiendo todas las curvas de la carne.

«Sí, la he tenido, todos los días y todas las noches. Ha vuelto, la Muerta, la bella Muerta, la Adorable, la Misteriosa, la Desconocida, todas las noches.

«Mi felicidad fue tan grande que no pude esconderla. Junto a ella experimentaba un arrobamiento sobrehumano, ¡la alegría profunda, inexplicable de poseer lo Inasequible, lo Invisible, la Muerta! ¡Ningún amante ha disfrutado nunca de gozos más ardientes, más terribles!

«No supe esconder mi felicidad. La amaba tanto que ya no quería estar sin ella. La llevaba conmigo, siempre, a todas partes. La paseaba por la ciudad como si fuera mi esposa, y la llevaba al teatro en palcos con rejas, como si fuera mi amante… Pero la vieron… adivinaron… me la quitaron… Y me han metido en la cárcel, como un malhechor. Me la quitaron… ¡Oh! ¡Miseria!…«

El manuscrito se detenía ahí. Y de pronto, mientras dirigía una mirada despavorida hacia el médico, un grito espantoso, un aullido de furor impotente y de deseo exasperado se alzó en el manicomio.

-Escúchelo -dijo el doctor-. Hay que duchar cinco veces al día a ese loco obsceno. El sargento Bertrand no fue el único en amar a las muertas.

Balbuceé, emocionado de asombro, horror y piedad:

-Pero… esa cabellera… ¿existe realmente?

El médico se levantó, abrió un armario lleno de frascos y de instrumentos y me lanzó, de una punta a otra de su gabinete, una larga centella de cabellos rubios que voló hacia mí como un pájaro de oro.

Me estremecí al sentir entre mis manos su tacto acariciador y ligero. Y me quedé con el corazón latiendo de repugnancia y de deseo, de repugnancia como al contacto de los objetos arrastrados en crímenes, de deseo como ante la tentación de algo infame y misterioso.

El médico prosiguió encogiéndose de hombros:

-La mente del hombre es capaz de cualquier cosa.

¿NO HAY OTRO LUGAR DONDE PODAMOS ENCONTRARNOS?

  E ra una fría mañana gris y el aire era como el humo. En esta inversión de los elementos que se produce a veces, el cielo gris, suave y ap...