George Sand
Las lavanderas nocturnas
He aquí, en mi opinión, la más siniestra de las visiones del miedo. Es
también la más difundida pues creo que se encuentra en todos los países.
En torno a las charcas estancadas y a los manantiales límpidos; en los
brezales como a orillas de las fuentes umbrías; en los caminos hundidos bajo
los viejos sauces como en la llanura abrasada por el sol, durante la noche se
oye la paleta precipitada y el chapoteo furioso de las lavanderas fantásticas.
En determinadas provincias se cree que evocan la lluvia y atraen la tormenta al
hacer volar hasta las nubes, con su ágil paleta, el agua de las fuentes y de
los pantanos. Pero aquí hay una confusión. La evocación de las tormentas es
monopolio de los brujos conocidos como «conductores de nubes». La auténticas
lavanderas son las almas de las madres infanticidas. Golpean y retuercen
incesantemente un objeto que se asemeja a ropa mojada pero que, visto desde
cerca, no es sino el cadáver de un niño. Cada una tiene el suyo o los suyos, si
ha sido varias veces criminal. Hay que evitar observarlas o molestarlas;
porque, aunque tuviera usted seis pies de alto y músculos en proporción, lo
agarrarían, lo golpearían en el agua y lo retorcerían ni más ni menos que como
un par de medias.
Todos hemos oído con frecuencia la paleta de las lavanderas de noche
resonar en el silencio de las charcas desiertas. Pero no hay que engañarse. Se
trata de una especie de rana que produce ese ruido formidable. Es muy triste
haber hecho ese pueril descubrimiento y no poder esperar ver la aparición de
esas terribles brujas retorciendo sus harapos inmundos, en la bruma de las
noches de noviembre, a la pálida luz de una pálida luna creciente reflejada por
las aguas.
Sin embargo, yo tuve la emoción de escuchar un relato sincero y
bastante aterrador acerca de este tema.
Un amigo mío, hombre de más talento que sentido común, debo
reconocerlo, y sin embargo un espíritu ilustrado y culto, pero, debo
reconocerlo también, proclive a dejar su razón de lado, muy valiente ante las
cosas reales, pero fácil de impresionar y alimentado desde su infancia con las
leyendas de la región, tuvo dos encuentros con las lavanderas que no contaba
sino con repugnancia y con una expresión en el rostro que transmitía un
escalofrío a su auditorio.
Una noche, hacia las once, en una «traîne» encantadora que corre
serpenteando y saltando, por así decirlo, sobre el flanco ondulado del barranco
de Urmont, vio a orillas de una fuente, a una vieja que lavaba y retorcía en
silencio.
Aunque aquella bonita fuente tuviera mala fama, no vio en ello nada de
sobrenatural y le dijo a la anciana:
-Está lavando muy tarde, buena mujer.
Ella no respondió. Pensó que era sorda y se acercó. La luna estaba
brillante y la fuente resplandecía como un espejo. Entonces percibió claramente
las facciones de la anciana: era completamente desconocida para él, lo que le
sorprendió porque dada su condición de agricultor, cazador y paseante de la
campiña, no había rostro desconocido para él a varias leguas a la redonda. Así
fue como me contó personalmente sus impresiones frente a aquella lavandera
singularmente retrasada:
-Sólo se me ocurrió pensar en la leyenda una vez que había perdido de
vista a aquella mujer. No pensé en ella antes de encontrarla. No creía en ella
y no sentí ningún recelo al abordarla. Pero tan pronto como estuve junto a
ella, su silencio, su indiferencia ante la aproximación de un transeúnte, le
dieron el aspecto de un ser absolutamente ajeno a nuestra especie. Si la vejez
la privaba del oído y la vista, ¿cómo es que había venido a lavar tan lejos,
sola, a esta hora tan insólita, a aquella fuente helada en la que trabajaba con
tanta fuerza y actividad? Esto era al menos digno de observación; pero lo que
me sorprendió aún más, fue lo que yo sentí personalmente. No tuve ninguna
sensación de miedo, pero sí una repugnancia, un asco invencibles. Seguí mi
camino sin que ella volviera la cabeza. No fue sino cuando llegué a mi casa
cuando pensé en las brujas de los lavaderos, y entonces tuve mucho miedo, lo
confieso abiertamente, y nada del mundo me habría decidido a volver sobre mis
pasos.»
En otra ocasión, el mismo amigo pasaba cerca de los estanques de
Thevet, hacia las dos de la mañana. Venía de Linières, donde aseguró no haber comido
ni bebido, circunstancia que yo no podría garantizar. Iba solo, en cabriolé,
seguido de su perro. Como su caballo iba cansado, se bajó en una cuesta y se
encontró a orillas de la carretera, cerca de un canal donde tres mujeres
lavaban, golpeaban y retorcían con gran vigor, sin decir nada. Su perro se
acercó de repente a él sin ladrar. Él mismo pasó sin mirar demasiado. Pero
apenas había dado unos cuantos pasos, oyó que alguien iba detrás de él, y que
la luna dibujaba a sus pies una sombra muy alargada. Se volvió y vio que una de
las tres mujeres lo seguía. Las otras dos venían a cierta distancia como para
apoyar a la primera.
-En esta ocasión -dijo- sí pensé en las lavanderas malditas, pero tuve
una emoción distinta a la de la primera vez. Aquellas mujeres eran de una
estatura tan elevada y la que me seguía de cerca tenía hasta tal punto las
proporciones, la cara y el andar de un hombre, que pensé que tenía que vérmelas
con algunos tipos del pueblo probablemente mal intencionados. Llevaba un buen
garrote en la mano, me volví y le dije:
-¿Qué quiere de mí?
No recibí respuesta y al ver que no me atacaba, no tuve pretexto para
atacarla yo, por lo que me vi obligado a volver a mi cabriolé, que iba bastante
lejos por delante de mí, con aquel desagradable ser en los talones. No decía
nada y parecía disfrutar teniéndome bajo el efecto de una provocación. Yo
seguía sujetando mi bastón, dispuesto a romperle la mandíbula al menor roce, y
llegué así a mi cabriolé, con mi cobarde perro, que no decía ni pío y que saltó
al vehículo al tiempo que yo.
Entonces me volví y, aunque había oído hasta ese momento pasos tras
los míos y había visto una sombra caminar al lado de la mía, no vi a nadie.
Sólo vi, a unos treinta pasos por detrás, en el lugar donde las había visto lavar,
a las tres grandes diablesas saltando, danzando y retorciéndose como locas a
orillas del canal. Su silencio, que contrastaba con aquellos saltos
desenfrenados, las hacía aún más singulares y más penosas de ver.»
Si después de haber escuchado este relato, se intentaba hacerle al
narrador alguna pregunta de detalle, o darle a entender que había sido víctima
de una alucinación, él sacudía la cabeza y decía:
-Hablemos de otra cosa. Prefiero pensar que no estoy loco.
Esas palabras, pronunciadas con expresión triste, imponían silencio a
todo el mundo.
No existe charca o fuente que no sea frecuentada bien por las
lavanderas nocturnas, o bien por otros espíritus más o menos molestos. Algunos
de estos huéspedes son sólo extraños. En mi infancia, yo temía mucho pasar por
delante de cierta cuneta donde se veían los «pies blancos». Las historias
fantásticas que no se explican respecto a la naturaleza de los seres que ponen
en escena, y que quedan imprecisas e incompletas, son las que más impresionan
la imaginación. Aquellos pies blancos que caminaban, según decían, a lo largo
de la cuneta a determinadas horas de la noche, eran pies de mujer, flacos y
descalzos, con un trozo de vestido blanco o de camisa larga que flotaba y se
agitaba sin cesar. Caminaba rápido y en zigzag, y si se le decía: «Te estoy
viendo… ¿Quieres escapar?» corría aún más y no se sabía por dónde había
desaparecido. Cuando no se le decía nada caminaba delante de ti, pero cualquier
esfuerzo que se hiciera para ver más arriba de los tobillos, resultaba inútil.
No tenía piernas, ni cuerpo, ni cabeza, sólo pies. No sabría explicar qué
tenían aquellos pies de terrorífico, pero por nada del mundo habría querido
verlos.
En otros lugares hay hilanderas nocturnas; se escucha la rueca en la
habitación en la que se está y en ocasiones se ven sus manos. En nuestra
comarca, he oído hablar de una brayeuse nocturna que hilaba el
cáñamo delante de la puerta de ciertas casas y dejaba oír el ruido regular de
la braye, de una manera que no era natural. Había que dejarla tranquila,
y si se obstinaba en volver muchas noches seguidas, había que poner una vieja
hoja de guadaña a través del instrumento que cogía para hacer ruido: por un
momento trataba de romper la hoja, luego se cansaba, la arrojaba delante de la
puerta y no regresaba más.
También está la peillerouse o harapienta nocturna,
que se sentaba en la guenillière de la iglesia. Peille es
una antigua palabra francesa que significa guenille, harapo; por
eso el porche de la iglesia en el que se sientan durante los oficios los
mendigos que llevan peilles o guenilles, se
llama guenillière.
Aquella harapienta abordaba a los transeúntes y les pedía limosna.
Había que cuidarse mucho de darle algo; de hacerlo, se ponía alta y fuerte
aunque te hubiera parecido achacosa, y te molía a palos. Un tal Simon Richard,
que vivía en la antigua casa cural y que sospechaba alguna broma por parte de
las chicas de la aldea hacia él, quiso bromear con ella. Lo dejaron por muerto.
Yo le vi el costado al día siguiente, que estaba muy magullado y arañado,
efectivamente. Juraba que sólo había visto a una anciana, menuda, pero que
tenía los puños de tres hombres y medio.
En vano quisieron hacerle creer que se las había visto con algún tipo
más fuerte que él que, disfrazado, se había vengado de alguna mala jugada que
él le habría hecho. Era fuerte y valiente, incluso pendenciero y vengativo. Sin
embargo, una vez que se recuperó, abandonó la parroquia y no volvió más,
diciendo que no le temía ni a hombre ni a mujer, pero sí a los seres que no son
de este mundo y que no tienen el cuerpo «como los cristianos».
Légendes rustiques, ed. 1877
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George Sand
Las señoritas
Les demoiselles o señoritas del
Berry nos parecen primas de las milloraines normandas que el
autor de La Normandie merveilleuse describe como seres de
estatura gigantesca. Se mantienen inmóviles y su forma, poco definida, no
permite reconocer ni sus miembros ni su rostro. Cuando alguien se acerca a
ellas, huyen dando una serie de saltos irregulares muy rápidos.
Las señoritas o damas blancas son de
todos los países. No creo que sean de origen galo, sino más bien de la Francia
de la Edad Media. Sea como fuere, contaré una de las leyendas más completas que
he podido recoger a propósito de ellas.
Un gentilhombre del Berry, llamado Jean de la Selle, vivía el siglo
pasado en su castillo situado al fondo de los bosques de Villemort. La zona,
triste y salvaje, se alegra un poco en la linde con los bosques, allí donde el
terreno seco, plano y cubierto de robles, se inclina hacia praderas que
humedecen una serie de pequeños lagos hoy mal cuidados.
Ya en el tiempo del que hablamos, las aguas empapaban los prados del
señor de la Selle, dado que el buen gentilhombre no poseía suficiente fortuna
como para hacer sanear sus tierras. Poseía una gran extensión, pero de escasa
calidad y de pequeño rendimiento.
Sin embargo, él vivía contento gracias a sus gustos modestos y a su
carácter tranquilo y jovial. Los campesinos de sus tierras y de los alrededores
lo tenían por un hombre de bondad extraordinaria y de rara delicadeza. Decían
de él, que antes de perjudicar lo más mínimo a un vecino, fuera quien fuese, se
dejaría quitar la camisa del cuerpo y su caballo de entre las piernas.
Y sucedió que, una tarde, el señor de la Selle, después de haber
estado en la feria de La Berthenoux para vender un par de bueyes, regresaba por
la linde del bosque, acompañado por su aparcero, el alto Luneau, que era un
hombre listo y entendido, y llevando sobre la grupa flaca de su yegua gris la
suma de seiscientas libras en grandes escudos con la efigie de Luis XIV. Era el
importe de los animales vendidos.
Como buen rústico que era, el señor de la Selle había comido bajo los
árboles y como no le agradaba beber solo, había hecho sentarse junto a él a
Luneau y le había servido vino del país como a él mismo con el fin de hacerle
sentirse cómodo dándole ejemplo. Hasta tal punto que el vino, el calor, el
cansancio de la jornada y sobre todo, el trote cadencioso de la yegua, habían
dormido al señor de la Selle y llegó a su casa sin saber demasiado el tiempo
que había empleado ni el camino que había seguido. Era Luneau el que lo
conducía y Luneau lo había conducido bien puesto que llegaban sanos y salvos;
sus caballos no tenían ni un pelo mojado. El señor de la Selle no se encontraba
borracho. Nunca en su vida lo habían visto perder el sentido. Por lo que, una
vez que se quitó las botas, le dijo a su sirviente que llevara la bolsa a su
habitación; luego estuvo charlando muy razonablemente con Luneau, le dio las
buenas noches y se marchó a dormir sin más demora. Pero, al día siguiente,
cuando abrió la bolsa para coger el dinero, sólo encontró gruesos guijarros, y
después de inútiles investigaciones, se vio obligado a reconocer que le habían
robado.
Luneau, llamado y consultado, juró por su óleo y su bautismo, que
había visto el dinero bien contado en la bolsa, que él mismo había cargado y
atado sobre la grupa de la yegua. Juró igualmente por su fe y su ley que no se
había separado de su señor ni la anchura de un caballo mientras recorrieron la
carretera general. Pero confesó que, una vez entrado en el bosque, se había
sentido un poco pesado y que podía haberse dormido sobre su montura por un
espacio de un cuarto de hora aproximadamente. Se había visto de repente junto a
la «Gâgne-aux-demoiselles» y a partir de ese momento no había dormido más ni
había encontrado a ningún cristiano.
-Bueno, -dijo el señor de la Selle- algún ladrón se habrá burlado de
nosotros. Es más mi culpa que la tuya, mi pobre Luneau, y lo más prudente es no
darle más vueltas. La pérdida es sólo para mí puesto que tú no llevas parte en
la venta del ganado. Sabré cómo arreglármelas aunque la cosa me fastidia un
poco. Eso me enseñará a no quedarme dormido mientras voy a caballo.
Luneau quiso en vano hacerle sospechar de algunos cazadores furtivos
menesterosos del lugar.
-No, no -respondió el noble rústico- no quiero acusar a nadie. Todas
las personas de la vecindad son personas decentes. No hablemos más de ello.
Tengo lo que me merezco.
-Pero tal vez me deteste un poco, señor…
-¿Por haberte quedado dormido? No, amigo mío; si te hubiera confiado
la bolsa estoy seguro de que te habrías mantenido despierto. Sólo me culpo a mí
mismo y, ¡caray! no tengo intención de castigarme demasiado. Es suficiente con
haber perdido el dinero, ¡salvemos al menos el buen humor y el apetito!
-Sin embargo, si me hiciera usted caso, señor, mandaría buscar en la
«Gâgne-aux-demoiselles».
-La «Gâgne-aux-demoiselles» es una fosa cubierta de hierba que tiene
por lo menos medio cuarto de legua de longitud; remover todo ese fango exigiría
gran esfuerzo y además ¿qué encontraríamos en ella? ¡El ladrón no habrá sido
tan tonto como para sembrar allí mis escudos!
-Usted dirá lo que quiera, patrón, pero el ladrón no es tal vez como
usted imagina.
-¡Ah! ¡ah!, mi buen Luneau, ¿tú también crees que las señoritas son
espíritus malévolos que disfrutan jugando malas pasadas?
-No sé nada, patrón, pero lo que sí sé muy bien es que estando allí
una mañana antes del amanecer con mi padre, las vimos como lo estoy viendo a
usted; y que cuando regresamos a casa asustados, no llevábamos sombrero ni
gorro en la cabeza, ni zapatos en los pies, ni navajas en los bolsillos. ¡Son
muy astutas! Dan la impresión de marcharse pero, sin tocarte, te hacen perder
todo lo que pueden y se aprovechan, pues no se le vuelve a encontrar. Si
estuviera en su lugar mandaría que desecaran ese pantano. Su prado valdría más
y las señoritas se marcharían de ahí, pues todo hombre con sentido común sabe
que no les gusta lo seco y que van de una charca a otra, de un estanque a otro,
a medida que se les quita la bruma de la que se alimentan.
-Amigo Luneau, -respondió el señor de la Selle- secar el pantano
sería, sin duda, algo beneficioso para el prado. Pero, además de que se
necesitarían las seiscientas libras que he perdido, me lo pensaría dos veces
antes de desalojar a las señoritas. Y no es que crea en ellas precisamente,
pues no las he visto nunca, lo mismo que no creo en ningún otro trasgo de la
misma especie; pero mi padre sí creía un poco, y mi abuela mucho. Cuando se
hablaba de ellas mi padre decía: «Dejad tranquilas a las señoritas, no le han
hecho daño nunca ni a mí ni a nadie», y mi abuela: «No atormentéis ni conjuréis
jamás a las señoritas; su presencia es un bien en una propiedad y su protección
trae buena suerte a una familia».
-Sí, pero no lo han protegido de los ladrones -respondió Luneau
moviendo la cabeza.
Unos diez años después de esta aventura, el señor de la Selle
regresaba de la misma feria de La Berthenoux, trayendo sobre la misma yegua
gris, ya bastante vieja pero trotando sin rechistar, una suma equivalente a la
que le habían robado de forma tan singular. En esta ocasión iba solo, pues
Luneau había fallecido unos meses atrás, y nuestro gentilhombre no dormía
cuando iba a caballo, habiendo abjurado y definitivamente perdido esa nefasta
costumbre.
Cuando se encontró en la linde del bosque, a lo largo de la
«Gâgne-aux-demoiselles», que está situada en la parte baja de un talud bastante
elevado cubierto de matorral, de viejos árboles y de grandes hierbas
silvestres, el señor de la Selle se entristeció al recordar a su pobre
aparcero, que le hacía mucha falta, aunque su hijo Jacques, alto y delgado como
él, como él despierto y prudente, hiciera todo lo posible por reemplazarlo. Pero
no se reemplaza a los viejos amigos, y el señor de la Selle se iba haciendo
viejo también. Tuvo ideas muy tristes, pero su buena conciencia las disipó
pronto, y se puso a silbar una melodía de caza diciéndose que en su vida y en
su muerte sería lo que Dios quisiera.
Cuando estaba más o menos a la mitad de la longitud del pantano, se
quedó muy sorprendido al ver una forma blanca que hasta entonces había tomado
por una vedija de esos vapores que cubren las aguas estancadas, cambiar de
lugar, luego saltar y volar deshaciéndose entre las ramas. Una segunda forma
más sólida salió de entre los juncos y siguió a la primera alargándose como un
paño flotante; luego una tercera, y otra, y otra más; y, a medida que pasaban
por delante del señor de la Selle, se transformaban en mujeres enormes,
vestidas con ropajes largos, pálidas, con cabellos canosos arrastrándose más
que revoloteando tras ellas, hasta el punto de que no pudo quitarse de la
cabeza que eran los fantasmas de los que le habían hablado en su infancia.
Entonces, olvidando lo que su abuela le había recomendado que hiciera, hacer
como que no las veía, se puso a saludarlas como hombre bien educado que era.
Las saludó a todas y, cuando llegó a la séptima, que era la más alta y más
visible, no pudo reprimir decirle:
-Señorita, soy su servidor.
Apenas pronunció esta frase, la vieja señorita se encontró sentada a
la grupa detrás de él, abrazándolo con sus dos brazos fríos, como la aurora, y
la vieja yegua, aterrorizada, emprendió el galope, llevando al señor de la
Selle por medio del pantano.
Aunque muy sorprendido, el buen gentilhombre no perdió la cabeza.
-Por el alma de mi padre -pensó- yo no he hecho jamás mal a nadie y
ningún espíritu puede hacérmelo a mí.
Sujetó su montura y la obligó a librarse del barro en el que se
debatía, mientras que la señorita parecía intentar retenerla allí y hundirla en
el fango.
El señor de la Selle llevaba escopetas en su silla de montar, y se le
ocurrió utilizarlas; pero, considerando que tenía que vérselas con un ser
sobrenatural, y recordando que sus padres le habían recomendado que no
ofendiera nunca a las señoritas de agua, se contentó con decirle a ésta con
suavidad:
-Bella dama, debería dejarme seguir mi camino, pues yo no he cruzado
el suyo para contrariarla, y si la he saludado, no es por burla, sino por
cortesía. Si desea oraciones o misas, hágame saber su deseo y, palabra de
gentilhombre, que las tendrá.
Entonces, el señor de la Selle oyó por encima de su cabeza una voz
extraña que decía:
-Manda decir tres misas por el alma de Luneau, y vete en paz.
Al instante la figura del fantasma se desvaneció, la yegua volvió a
ser dócil y el señor de la Selle regresó a su casa sin más problemas.
Pensó que había tenido una visión, pero no por ello dejó de encargar
las tres misas. Mas ¡cuál no sería su sorpresa cuando, al abrir la bolsa,
encontró además del dinero que había recibido en la feria en esta ocasión, las
seiscientas libras en escudos con la efigie del rey de hacía diez años!
Alguien dijo que Luneau, arrepintiéndose a la hora de su muerte, había
encargado a su hijo de esta restitución, y que éste, para no manchar la
reputación de su padre, se lo había encargado a las señoritas…. El señor de la
Selle no permitió jamás una palabra contra la honradez del difunto y cuando se
hablaba de estas cosas sin respeto en su presencia, acostumbraba a decir:
-El hombre no puede explicarlo todo. Tal vez sea mejor para él vivir
sin reproche que sin creencias.
Légendes rustiques, ed. 1877
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