miércoles, 21 de abril de 2021

George Sand (Amandine Aurore Lucile Dupin) (1804-1876)

 George Sand

Las lavanderas nocturnas

He aquí, en mi opinión, la más siniestra de las visiones del miedo. Es también la más difundida pues creo que se encuentra en todos los países.

En torno a las charcas estancadas y a los manantiales límpidos; en los brezales como a orillas de las fuentes umbrías; en los caminos hundidos bajo los viejos sauces como en la llanura abrasada por el sol, durante la noche se oye la paleta precipitada y el chapoteo furioso de las lavanderas fantásticas. En determinadas provincias se cree que evocan la lluvia y atraen la tormenta al hacer volar hasta las nubes, con su ágil paleta, el agua de las fuentes y de los pantanos. Pero aquí hay una confusión. La evocación de las tormentas es monopolio de los brujos conocidos como «conductores de nubes». La auténticas lavanderas son las almas de las madres infanticidas. Golpean y retuercen incesantemente un objeto que se asemeja a ropa mojada pero que, visto desde cerca, no es sino el cadáver de un niño. Cada una tiene el suyo o los suyos, si ha sido varias veces criminal. Hay que evitar observarlas o molestarlas; porque, aunque tuviera usted seis pies de alto y músculos en proporción, lo agarrarían, lo golpearían en el agua y lo retorcerían ni más ni menos que como un par de medias.

Todos hemos oído con frecuencia la paleta de las lavanderas de noche resonar en el silencio de las charcas desiertas. Pero no hay que engañarse. Se trata de una especie de rana que produce ese ruido formidable. Es muy triste haber hecho ese pueril descubrimiento y no poder esperar ver la aparición de esas terribles brujas retorciendo sus harapos inmundos, en la bruma de las noches de noviembre, a la pálida luz de una pálida luna creciente reflejada por las aguas.

Sin embargo, yo tuve la emoción de escuchar un relato sincero y bastante aterrador acerca de este tema.

Un amigo mío, hombre de más talento que sentido común, debo reconocerlo, y sin embargo un espíritu ilustrado y culto, pero, debo reconocerlo también, proclive a dejar su razón de lado, muy valiente ante las cosas reales, pero fácil de impresionar y alimentado desde su infancia con las leyendas de la región, tuvo dos encuentros con las lavanderas que no contaba sino con repugnancia y con una expresión en el rostro que transmitía un escalofrío a su auditorio.

Una noche, hacia las once, en una «traîne» encantadora que corre serpenteando y saltando, por así decirlo, sobre el flanco ondulado del barranco de Urmont, vio a orillas de una fuente, a una vieja que lavaba y retorcía en silencio.

Aunque aquella bonita fuente tuviera mala fama, no vio en ello nada de sobrenatural y le dijo a la anciana:

-Está lavando muy tarde, buena mujer.

Ella no respondió. Pensó que era sorda y se acercó. La luna estaba brillante y la fuente resplandecía como un espejo. Entonces percibió claramente las facciones de la anciana: era completamente desconocida para él, lo que le sorprendió porque dada su condición de agricultor, cazador y paseante de la campiña, no había rostro desconocido para él a varias leguas a la redonda. Así fue como me contó personalmente sus impresiones frente a aquella lavandera singularmente retrasada:

-Sólo se me ocurrió pensar en la leyenda una vez que había perdido de vista a aquella mujer. No pensé en ella antes de encontrarla. No creía en ella y no sentí ningún recelo al abordarla. Pero tan pronto como estuve junto a ella, su silencio, su indiferencia ante la aproximación de un transeúnte, le dieron el aspecto de un ser absolutamente ajeno a nuestra especie. Si la vejez la privaba del oído y la vista, ¿cómo es que había venido a lavar tan lejos, sola, a esta hora tan insólita, a aquella fuente helada en la que trabajaba con tanta fuerza y actividad? Esto era al menos digno de observación; pero lo que me sorprendió aún más, fue lo que yo sentí personalmente. No tuve ninguna sensación de miedo, pero sí una repugnancia, un asco invencibles. Seguí mi camino sin que ella volviera la cabeza. No fue sino cuando llegué a mi casa cuando pensé en las brujas de los lavaderos, y entonces tuve mucho miedo, lo confieso abiertamente, y nada del mundo me habría decidido a volver sobre mis pasos.»

En otra ocasión, el mismo amigo pasaba cerca de los estanques de Thevet, hacia las dos de la mañana. Venía de Linières, donde aseguró no haber comido ni bebido, circunstancia que yo no podría garantizar. Iba solo, en cabriolé, seguido de su perro. Como su caballo iba cansado, se bajó en una cuesta y se encontró a orillas de la carretera, cerca de un canal donde tres mujeres lavaban, golpeaban y retorcían con gran vigor, sin decir nada. Su perro se acercó de repente a él sin ladrar. Él mismo pasó sin mirar demasiado. Pero apenas había dado unos cuantos pasos, oyó que alguien iba detrás de él, y que la luna dibujaba a sus pies una sombra muy alargada. Se volvió y vio que una de las tres mujeres lo seguía. Las otras dos venían a cierta distancia como para apoyar a la primera.

-En esta ocasión -dijo- sí pensé en las lavanderas malditas, pero tuve una emoción distinta a la de la primera vez. Aquellas mujeres eran de una estatura tan elevada y la que me seguía de cerca tenía hasta tal punto las proporciones, la cara y el andar de un hombre, que pensé que tenía que vérmelas con algunos tipos del pueblo probablemente mal intencionados. Llevaba un buen garrote en la mano, me volví y le dije:

-¿Qué quiere de mí?

No recibí respuesta y al ver que no me atacaba, no tuve pretexto para atacarla yo, por lo que me vi obligado a volver a mi cabriolé, que iba bastante lejos por delante de mí, con aquel desagradable ser en los talones. No decía nada y parecía disfrutar teniéndome bajo el efecto de una provocación. Yo seguía sujetando mi bastón, dispuesto a romperle la mandíbula al menor roce, y llegué así a mi cabriolé, con mi cobarde perro, que no decía ni pío y que saltó al vehículo al tiempo que yo.

Entonces me volví y, aunque había oído hasta ese momento pasos tras los míos y había visto una sombra caminar al lado de la mía, no vi a nadie. Sólo vi, a unos treinta pasos por detrás, en el lugar donde las había visto lavar, a las tres grandes diablesas saltando, danzando y retorciéndose como locas a orillas del canal. Su silencio, que contrastaba con aquellos saltos desenfrenados, las hacía aún más singulares y más penosas de ver.»

Si después de haber escuchado este relato, se intentaba hacerle al narrador alguna pregunta de detalle, o darle a entender que había sido víctima de una alucinación, él sacudía la cabeza y decía:

-Hablemos de otra cosa. Prefiero pensar que no estoy loco.

Esas palabras, pronunciadas con expresión triste, imponían silencio a todo el mundo.

No existe charca o fuente que no sea frecuentada bien por las lavanderas nocturnas, o bien por otros espíritus más o menos molestos. Algunos de estos huéspedes son sólo extraños. En mi infancia, yo temía mucho pasar por delante de cierta cuneta donde se veían los «pies blancos». Las historias fantásticas que no se explican respecto a la naturaleza de los seres que ponen en escena, y que quedan imprecisas e incompletas, son las que más impresionan la imaginación. Aquellos pies blancos que caminaban, según decían, a lo largo de la cuneta a determinadas horas de la noche, eran pies de mujer, flacos y descalzos, con un trozo de vestido blanco o de camisa larga que flotaba y se agitaba sin cesar. Caminaba rápido y en zigzag, y si se le decía: «Te estoy viendo… ¿Quieres escapar?» corría aún más y no se sabía por dónde había desaparecido. Cuando no se le decía nada caminaba delante de ti, pero cualquier esfuerzo que se hiciera para ver más arriba de los tobillos, resultaba inútil. No tenía piernas, ni cuerpo, ni cabeza, sólo pies. No sabría explicar qué tenían aquellos pies de terrorífico, pero por nada del mundo habría querido verlos.

En otros lugares hay hilanderas nocturnas; se escucha la rueca en la habitación en la que se está y en ocasiones se ven sus manos. En nuestra comarca, he oído hablar de una brayeuse nocturna que hilaba el cáñamo delante de la puerta de ciertas casas y dejaba oír el ruido regular de la braye, de una manera que no era natural. Había que dejarla tranquila, y si se obstinaba en volver muchas noches seguidas, había que poner una vieja hoja de guadaña a través del instrumento que cogía para hacer ruido: por un momento trataba de romper la hoja, luego se cansaba, la arrojaba delante de la puerta y no regresaba más.

También está la peillerouse o harapienta nocturna, que se sentaba en la guenillière de la iglesia. Peille es una antigua palabra francesa que significa guenille, harapo; por eso el porche de la iglesia en el que se sientan durante los oficios los mendigos que llevan peilles o guenilles, se llama guenillière.

Aquella harapienta abordaba a los transeúntes y les pedía limosna. Había que cuidarse mucho de darle algo; de hacerlo, se ponía alta y fuerte aunque te hubiera parecido achacosa, y te molía a palos. Un tal Simon Richard, que vivía en la antigua casa cural y que sospechaba alguna broma por parte de las chicas de la aldea hacia él, quiso bromear con ella. Lo dejaron por muerto. Yo le vi el costado al día siguiente, que estaba muy magullado y arañado, efectivamente. Juraba que sólo había visto a una anciana, menuda, pero que tenía los puños de tres hombres y medio.

En vano quisieron hacerle creer que se las había visto con algún tipo más fuerte que él que, disfrazado, se había vengado de alguna mala jugada que él le habría hecho. Era fuerte y valiente, incluso pendenciero y vengativo. Sin embargo, una vez que se recuperó, abandonó la parroquia y no volvió más, diciendo que no le temía ni a hombre ni a mujer, pero sí a los seres que no son de este mundo y que no tienen el cuerpo «como los cristianos».

Légendes rustiques, ed. 1877

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George Sand

Las señoritas

Les demoiselles o señoritas del Berry nos parecen primas de las milloraines normandas que el autor de La Normandie merveilleuse describe como seres de estatura gigantesca. Se mantienen inmóviles y su forma, poco definida, no permite reconocer ni sus miembros ni su rostro. Cuando alguien se acerca a ellas, huyen dando una serie de saltos irregulares muy rápidos.

Las señoritas o damas blancas son de todos los países. No creo que sean de origen galo, sino más bien de la Francia de la Edad Media. Sea como fuere, contaré una de las leyendas más completas que he podido recoger a propósito de ellas.

Un gentilhombre del Berry, llamado Jean de la Selle, vivía el siglo pasado en su castillo situado al fondo de los bosques de Villemort. La zona, triste y salvaje, se alegra un poco en la linde con los bosques, allí donde el terreno seco, plano y cubierto de robles, se inclina hacia praderas que humedecen una serie de pequeños lagos hoy mal cuidados.

Ya en el tiempo del que hablamos, las aguas empapaban los prados del señor de la Selle, dado que el buen gentilhombre no poseía suficiente fortuna como para hacer sanear sus tierras. Poseía una gran extensión, pero de escasa calidad y de pequeño rendimiento.

Sin embargo, él vivía contento gracias a sus gustos modestos y a su carácter tranquilo y jovial. Los campesinos de sus tierras y de los alrededores lo tenían por un hombre de bondad extraordinaria y de rara delicadeza. Decían de él, que antes de perjudicar lo más mínimo a un vecino, fuera quien fuese, se dejaría quitar la camisa del cuerpo y su caballo de entre las piernas.

Y sucedió que, una tarde, el señor de la Selle, después de haber estado en la feria de La Berthenoux para vender un par de bueyes, regresaba por la linde del bosque, acompañado por su aparcero, el alto Luneau, que era un hombre listo y entendido, y llevando sobre la grupa flaca de su yegua gris la suma de seiscientas libras en grandes escudos con la efigie de Luis XIV. Era el importe de los animales vendidos.

Como buen rústico que era, el señor de la Selle había comido bajo los árboles y como no le agradaba beber solo, había hecho sentarse junto a él a Luneau y le había servido vino del país como a él mismo con el fin de hacerle sentirse cómodo dándole ejemplo. Hasta tal punto que el vino, el calor, el cansancio de la jornada y sobre todo, el trote cadencioso de la yegua, habían dormido al señor de la Selle y llegó a su casa sin saber demasiado el tiempo que había empleado ni el camino que había seguido. Era Luneau el que lo conducía y Luneau lo había conducido bien puesto que llegaban sanos y salvos; sus caballos no tenían ni un pelo mojado. El señor de la Selle no se encontraba borracho. Nunca en su vida lo habían visto perder el sentido. Por lo que, una vez que se quitó las botas, le dijo a su sirviente que llevara la bolsa a su habitación; luego estuvo charlando muy razonablemente con Luneau, le dio las buenas noches y se marchó a dormir sin más demora. Pero, al día siguiente, cuando abrió la bolsa para coger el dinero, sólo encontró gruesos guijarros, y después de inútiles investigaciones, se vio obligado a reconocer que le habían robado.

Luneau, llamado y consultado, juró por su óleo y su bautismo, que había visto el dinero bien contado en la bolsa, que él mismo había cargado y atado sobre la grupa de la yegua. Juró igualmente por su fe y su ley que no se había separado de su señor ni la anchura de un caballo mientras recorrieron la carretera general. Pero confesó que, una vez entrado en el bosque, se había sentido un poco pesado y que podía haberse dormido sobre su montura por un espacio de un cuarto de hora aproximadamente. Se había visto de repente junto a la «Gâgne-aux-demoiselles» y a partir de ese momento no había dormido más ni había encontrado a ningún cristiano.

-Bueno, -dijo el señor de la Selle- algún ladrón se habrá burlado de nosotros. Es más mi culpa que la tuya, mi pobre Luneau, y lo más prudente es no darle más vueltas. La pérdida es sólo para mí puesto que tú no llevas parte en la venta del ganado. Sabré cómo arreglármelas aunque la cosa me fastidia un poco. Eso me enseñará a no quedarme dormido mientras voy a caballo.

Luneau quiso en vano hacerle sospechar de algunos cazadores furtivos menesterosos del lugar.

-No, no -respondió el noble rústico- no quiero acusar a nadie. Todas las personas de la vecindad son personas decentes. No hablemos más de ello. Tengo lo que me merezco.

-Pero tal vez me deteste un poco, señor…

-¿Por haberte quedado dormido? No, amigo mío; si te hubiera confiado la bolsa estoy seguro de que te habrías mantenido despierto. Sólo me culpo a mí mismo y, ¡caray! no tengo intención de castigarme demasiado. Es suficiente con haber perdido el dinero, ¡salvemos al menos el buen humor y el apetito!

-Sin embargo, si me hiciera usted caso, señor, mandaría buscar en la «Gâgne-aux-demoiselles».

-La «Gâgne-aux-demoiselles» es una fosa cubierta de hierba que tiene por lo menos medio cuarto de legua de longitud; remover todo ese fango exigiría gran esfuerzo y además ¿qué encontraríamos en ella? ¡El ladrón no habrá sido tan tonto como para sembrar allí mis escudos!

-Usted dirá lo que quiera, patrón, pero el ladrón no es tal vez como usted imagina.

-¡Ah! ¡ah!, mi buen Luneau, ¿tú también crees que las señoritas son espíritus malévolos que disfrutan jugando malas pasadas?

-No sé nada, patrón, pero lo que sí sé muy bien es que estando allí una mañana antes del amanecer con mi padre, las vimos como lo estoy viendo a usted; y que cuando regresamos a casa asustados, no llevábamos sombrero ni gorro en la cabeza, ni zapatos en los pies, ni navajas en los bolsillos. ¡Son muy astutas! Dan la impresión de marcharse pero, sin tocarte, te hacen perder todo lo que pueden y se aprovechan, pues no se le vuelve a encontrar. Si estuviera en su lugar mandaría que desecaran ese pantano. Su prado valdría más y las señoritas se marcharían de ahí, pues todo hombre con sentido común sabe que no les gusta lo seco y que van de una charca a otra, de un estanque a otro, a medida que se les quita la bruma de la que se alimentan.

-Amigo Luneau, -respondió el señor de la Selle- secar el pantano sería, sin duda, algo beneficioso para el prado. Pero, además de que se necesitarían las seiscientas libras que he perdido, me lo pensaría dos veces antes de desalojar a las señoritas. Y no es que crea en ellas precisamente, pues no las he visto nunca, lo mismo que no creo en ningún otro trasgo de la misma especie; pero mi padre sí creía un poco, y mi abuela mucho. Cuando se hablaba de ellas mi padre decía: «Dejad tranquilas a las señoritas, no le han hecho daño nunca ni a mí ni a nadie», y mi abuela: «No atormentéis ni conjuréis jamás a las señoritas; su presencia es un bien en una propiedad y su protección trae buena suerte a una familia».

-Sí, pero no lo han protegido de los ladrones -respondió Luneau moviendo la cabeza.

Unos diez años después de esta aventura, el señor de la Selle regresaba de la misma feria de La Berthenoux, trayendo sobre la misma yegua gris, ya bastante vieja pero trotando sin rechistar, una suma equivalente a la que le habían robado de forma tan singular. En esta ocasión iba solo, pues Luneau había fallecido unos meses atrás, y nuestro gentilhombre no dormía cuando iba a caballo, habiendo abjurado y definitivamente perdido esa nefasta costumbre.

Cuando se encontró en la linde del bosque, a lo largo de la «Gâgne-aux-demoiselles», que está situada en la parte baja de un talud bastante elevado cubierto de matorral, de viejos árboles y de grandes hierbas silvestres, el señor de la Selle se entristeció al recordar a su pobre aparcero, que le hacía mucha falta, aunque su hijo Jacques, alto y delgado como él, como él despierto y prudente, hiciera todo lo posible por reemplazarlo. Pero no se reemplaza a los viejos amigos, y el señor de la Selle se iba haciendo viejo también. Tuvo ideas muy tristes, pero su buena conciencia las disipó pronto, y se puso a silbar una melodía de caza diciéndose que en su vida y en su muerte sería lo que Dios quisiera.

Cuando estaba más o menos a la mitad de la longitud del pantano, se quedó muy sorprendido al ver una forma blanca que hasta entonces había tomado por una vedija de esos vapores que cubren las aguas estancadas, cambiar de lugar, luego saltar y volar deshaciéndose entre las ramas. Una segunda forma más sólida salió de entre los juncos y siguió a la primera alargándose como un paño flotante; luego una tercera, y otra, y otra más; y, a medida que pasaban por delante del señor de la Selle, se transformaban en mujeres enormes, vestidas con ropajes largos, pálidas, con cabellos canosos arrastrándose más que revoloteando tras ellas, hasta el punto de que no pudo quitarse de la cabeza que eran los fantasmas de los que le habían hablado en su infancia. Entonces, olvidando lo que su abuela le había recomendado que hiciera, hacer como que no las veía, se puso a saludarlas como hombre bien educado que era. Las saludó a todas y, cuando llegó a la séptima, que era la más alta y más visible, no pudo reprimir decirle:

-Señorita, soy su servidor.

Apenas pronunció esta frase, la vieja señorita se encontró sentada a la grupa detrás de él, abrazándolo con sus dos brazos fríos, como la aurora, y la vieja yegua, aterrorizada, emprendió el galope, llevando al señor de la Selle por medio del pantano.

Aunque muy sorprendido, el buen gentilhombre no perdió la cabeza.

-Por el alma de mi padre -pensó- yo no he hecho jamás mal a nadie y ningún espíritu puede hacérmelo a mí.

Sujetó su montura y la obligó a librarse del barro en el que se debatía, mientras que la señorita parecía intentar retenerla allí y hundirla en el fango.

El señor de la Selle llevaba escopetas en su silla de montar, y se le ocurrió utilizarlas; pero, considerando que tenía que vérselas con un ser sobrenatural, y recordando que sus padres le habían recomendado que no ofendiera nunca a las señoritas de agua, se contentó con decirle a ésta con suavidad:

-Bella dama, debería dejarme seguir mi camino, pues yo no he cruzado el suyo para contrariarla, y si la he saludado, no es por burla, sino por cortesía. Si desea oraciones o misas, hágame saber su deseo y, palabra de gentilhombre, que las tendrá.

Entonces, el señor de la Selle oyó por encima de su cabeza una voz extraña que decía:

-Manda decir tres misas por el alma de Luneau, y vete en paz.

Al instante la figura del fantasma se desvaneció, la yegua volvió a ser dócil y el señor de la Selle regresó a su casa sin más problemas.

Pensó que había tenido una visión, pero no por ello dejó de encargar las tres misas. Mas ¡cuál no sería su sorpresa cuando, al abrir la bolsa, encontró además del dinero que había recibido en la feria en esta ocasión, las seiscientas libras en escudos con la efigie del rey de hacía diez años!

Alguien dijo que Luneau, arrepintiéndose a la hora de su muerte, había encargado a su hijo de esta restitución, y que éste, para no manchar la reputación de su padre, se lo había encargado a las señoritas…. El señor de la Selle no permitió jamás una palabra contra la honradez del difunto y cuando se hablaba de estas cosas sin respeto en su presencia, acostumbraba a decir:

-El hombre no puede explicarlo todo. Tal vez sea mejor para él vivir sin reproche que sin creencias.

Légendes rustiques, ed. 1877 

 

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