jueves, 29 de abril de 2021

GUSTAVE FLAUBERT (1821-1880)

 

PROLOGO DE J.L. BORGES  AL LIBRO:  Las Tentaciones De San Antonio de Gustave Flaubert

Gustave Flaubert (1821-1880) puso toda su fe en el ejercicio de la literatura. Incurrió en lo que Whitehead llamaría la falacia del diccionario perfecto; creyó que para cada cosa de este intrincado mundo preexiste una palabra justa, le mot juste, y que el deber del escritor es acertar con ella. Creyó haber comprobado que esa palabra es invariablemente la más eufónica. Se negó a apresurar su pluma; no hay una línea de su obra que no haya sido vigilada y limada. Buscó y logró la probidad y no pocas veces la inspiración. "La prosa ha nacido ayer", escribió. "El verso es por excelencia la forma de las literaturas antiguas. Las combinaciones de la métrica se han agotado; no así las de la prosa." Y en otro lugar: "La novela espera a su Homero". De los muchos libros de Flaubert, el más raro es Las tentaciones de San Antonio. Una antigua pieza de títeres, un cuadro de Peter Breughel, el Caín de Byron y el Fausto de Goethe fueron su inspiración. En 1849, al cabo de un año y medio de trabajo tenaz, Flaubert convocó a Bouilhet y Du Camp, sus amigos íntimos, y les leyó con entusiasmo el vasto manuscrito, que constaba de más de quinientas páginas. Cuatro días duró la lectura en voz alta. El dictamen fue inapelable: arrojar el libro a las llamas y tratar de olvidarlo. Le aconsejaron que buscara un tema pedestre, que excluyera el lirismo. Flaubert, resignado, escribió Madame Bovary, que apareció en 1857. En cuanto al manuscrito, la sentencia de muerte no fue acatada. Flaubert lo corrigió y lo abrevió. En 1874, lo dio a la imprenta. Este libro está escrito con indicaciones escénicas, como si fuera un drama. Felizmente para nosotros prescinde de los excesivos escrúpulos que limitan y perjudican toda la obra ulterior. La fantasmagoría comprende el tercer siglo de la era cristiana y, al fin, el siglo XIX. San Antonio es también Gustave Flaubert. En las arrebatadas y espléndidas páginas terminales el monje quiere ser el universo, como Brahma o Walt Whitman. Albert Thibaudet ha escrito que Las tentaciones es una colosal "flor del mal". ¿Qué no hubiera dicho Flaubert de esa temeraria y torpe metáfora?

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GUSTAVE FLAUBERT

LAS TENTACIONES DE SAN ANTONIO

CAPITULO VI

El Diablo vuela con San Antonio encima, con el cuerpo estirado como el de un nadador. Sus dos alas, completamente abiertas, lo ocultan por entero como si se tratara de una nube.

ANTONIO

¿Adónde voy?

Antes me pareció vislumbrar la forma del Maldito. ¡No! Es una nube la que me lleva. ¿Acaso estoy muerto y subo hacia Dios?

¡Ah, qué bien se respira! El aire inmaculado me satura el alma. ¡Me siento ingrávido! ¡Se acabaron los sufrimientos!

Por debajo de mí se ven relámpagos, el horizonte se ensancha y hay ríos que se entrecruzan. Aquella mancha rubia es el desierto y aquel charco de agua, el Océano.

Ya aparecen otros océanos e inmensas regiones que yo no conocía. Allí están los países negros echando humo como si fueran hogueras, y la zona de las nieves, siempre oscurecida por la niebla. Voy a intentar situar las montañas por donde cada noche se pone el sol.

EL DIABLO

¡El sol no se pone jamás!

Antonio se sorprende al oír aquella voz. Le parece un eco de su pensamiento, una respuesta de su memoria.

Entretanto, la tierra va adquiriendo la forma de una bola, y él la percibe en medio del firmamento, dando vueltas sobre sí misma y alrededor del sol.

EL DIABLO

¿No ves como la tierra no es el centro del mundo? ¡Orgullo del hombre, humíllate!

ANTONIO

Apenas si la distingo, ahora. Se confunde con los demás fuegos.

El firmamento no es más que un tejido de estrellas.

El Diablo y Antonio siguen ascendiendo.

¡No se oye ruido alguno! ¡Ni siquiera el graznido de las águilas! ¡Nada!... Voy a asomarme para escuchar la armonía de los planetas...

EL DIABLO

¡No podrás oírlos! Ni tampoco verás el antíctono [planeta imaginario citado por Platón] de Platón, ni el foco de Filolao, ni las esferas de Aristóteles, ni los siete cielos de los judíos con las grandes aguas sobre la bóveda de cristal!

ANTONIO

Desde abajo, parecía tan sólida como un muro, pero, por el contrario, yo paso a través de ella. ¡Me hundo en ella!

Y llegan ante la luna, que parece un pedazo de hielo redondo, lleno de una luz inmóvil.

EL DIABLO

Antaño era la mansión de la almas. El buen Pitágoras incluso la adornó con pájaros y magníficas flores.

ANTONIO

En ella sólo veo llanos desolados y cráteres apagados bajo un cielo todo negro.

¡Vayamos hacia esos tres astros de resplandor más suave, para contemplar a los ángeles que los sostienen en vilo como si fueran antorchas!

EL DIABLO lo lleva hasta las estrellas

Se atraen y se repelen a un mismo tiempo. La acción de cada una de ellas es la resultante del movimiento de las demás y a ello contribuye, sin mediación de auxiliar alguno, la fuerza de una ley, la única virtud del orden.

ANTONIO

¡Sí, sí! ¡Mi inteligencia consigue abarcar todo eso! Y esto me produce un goce superior a los placeres de la ternura. ¡Me quedo sin aliento, estupefacto ante la inmensidad de Dios!

EL DIABLO

Como el firmamento que se va elevando a medida que tú subes, así crecerá él con la ascensión de tu pensamiento. Y sentirás aumentar tu gozo después de este descubrimiento del mundo, de este ensanchamiento del infinito.

ANTONIO

¡Volemos más alto! ¡Más alto aún! ¡Sin parar!

Los astros se multiplican, centellean. La Vía Láctea extiende por el cenit una especie de inmenso cinturón, con algún agujero de cuando en cuando. En aquellos huecos que deja su claridad, se ven espacios de tinieblas. Hay lluvias de estrellas, regueros de polvo de oro, vapores luminosos que flotan y se disuelven.

En ocasiones pasa de repente un cometa y luego vuelve a reinar la tranquilidad de las innumerables luces.

Antonio, con los brazos abiertos, se apoya en los dos cuernos del diablo, ocupando así toda su envergadura.

Recuerda con desdén su ignorancia de los días pasados, la mediocridad de sus sueños. ¡Ahora tiene allí, junto a él, esos globos luminosos que desde abajo contemplaba! Distingue el entrecruzamiento de sus trayectorias, la complejidad de sus direcciones. Los ve llegar desde lejos y, suspendidos como piedras de una honda, describir sus órbitas, prolongar sus hipérboles.

¡Con una sola mirada abarca la Cruz del Sur y la Osa Mayor, el Lince y el Centauro, la Nebulosa de la Dorada, los seis soles de la constelación de Orión, Júpiter con sus cuatro satélites y el triple anillo del monstruoso Saturno! ¡Todos los planetas, todos los astros que más tarde descubrirán los hombres! Se llena los ojos con sus luces y carga su pensamiento con el cálculo de sus distancias. Luego agacha la cabeza.

¿Cuál es la finalidad de todo esto?

EL DIABLO

¡No existe finalidad! ¿Cómo iba a tener Dios una finalidad? ¿Qué experiencia podría instruirlo, qué reflexión determinarlo?

Antes del principio él no hubiera actuado y ahora sería inútil.

ANTONIO

No obstante, Él creó el mundo de una sola vez, por el poder de su palabra.

EL DIABLO

Pero los seres que pueblan la tierra van llegando a ella sucesivamente. Y en el cielo van surgiendo igualmente nuevos astros, efectos diferentes de causas varias.

ANTONIO

¡La variedad de las causas es la voluntad de Dios!

EL DIABLO

¡Pero admitir en Dios varios actos de voluntad es admitir varias causas y destruir su unidad!

Su voluntad no puede separarse de su esencia. Él no ha podido tener otra voluntad al no tener otra esencia. Y puesto que existe eternamente, obra asimismo eternamente.

¡Contempla el sol! De sus bordes escapan altas llamas que sueltan chispas, y éstas se dispersan para convertirse en mundos; y más allá de la última de ellas, allende esas profundidades en las que sólo percibes tú la noche, hay otros soles que giran, y detrás de éstos, otros y otros más, indefinidamente...

ANTONIO

¡Basta, basta! ¡Me da miedo! ¡Voy a caerme al abismo!

EL DIABLO se detiene y, meciéndolo suavemente, le dice:

¡La nada no existe! ¡El vacío no existe! Por todas partes hay cuerpos que se mueven sobre el fondo inmutable de la Inmensidad; y como si algo pudiera limitarla ya no sería la inmensidad sino un cuerpo, no conoce límites.

ANTONIO, boquiabierto

¡No conoce límites!

EL DIABLO

¡Aunque subas al cielo y sigas subiendo, subiendo sin parar, jamás alcanzarás el final! Aunque desciendas bajo la tierra durante millones y millones de siglos, jamás llegarás al fondo, puesto que no hay fondo, ni final , ni alto, ni bajo, ni término alguno, ¡y la Inmensidad se halla comprendida en Dios que no es una porción del espacio, de tal o cual tamaño, sino la propia Inmensidad!

ANTONIO pregunta lentamente

Entonces... la materia... ¿forma parte de Dios?

EL DIABLO

¿Y por qué no? ¿Puedes tú saber dónde él acaba?

ANTONIO

¡Me prosterno, al contrario, me humillo ante su poder!

EL DIABLO

¡Y pretendes ablandarlo con tus oraciones! Tú le hablas, lo adornas incluso con virtudes como la bondad, la justicia y la clemencia, en lugar de reconocer que posee todas las perfecciones.

Concebir algo más allá es concebir a Dios más allá de Dios mismo, el ser por encima del ser. Él es, pues, el Ser único, la única sustancia.

Si la Sustancia pudiera dividirse perdería su naturaleza y ya no sería la misma, Dios no existiría. Él es, pues, indivisible igual que el infinito: y si tuviese un cuerpo, este cuerpo estaría compuesto de partes, con lo cual ya no sería uno, no sería ya infinito. ¡Por tanto, no puede ser una persona!

ANTONIO

En ese caso, mis oraciones, mis sollozos, los padecimientos de mi carne, los arrebatos de mi pasión, todo eso estaría encaminado hacia una mentira... al espacio... de manera inútil... ¡Como el grito de un pájaro, como un torbellino de hojas secas!

Se echa a llorar.

¡Oh, no! Por encima de todo eso hay alguien, un alma grande, un Señor, un padre a quien mi corazón adora y que me quiere a mí!

EL DIABLO

Tú deseas que Dios no sea dios, pues si Él sintiese amor, cólera o compasión, pasaría de su perfección a otra perfección mayor o más pequeña. No puede Dios descender a un sentimiento, ni encarcelarse dentro de una forma.

ANTONIO

No obstante, yo lo veré algún día...

EL DIABLO

Junto con los Bienaventurados, ¿no es así? ¡Cuando lo finito goce de lo infinito, en un lugar limitado que encierra a lo absoluto!

ANTONIO

No importa, es menester que exista un paraíso para el bien y un infierno para el mal.

EL DIABLO

¿Acaso es la exigencia de tu razón la que hace las leyes de las cosas? ¡Sin duda, el mal le es indiferente a Dios puesto que la tierra se halla invadida por él!

¿Acaso dios lo tolera por impotencia o lo conserva por crueldad?

¿Te imaginas que Él está continuamente reajustando el mundo como obra imperfecta y que vigila los movimientos de todas las criaturas, desde el vuelo de la mariposa hasta el pensamiento del hombre?

Si Él ha creado el universo, su providencia es superflua. Si la Providencia existe, entonces la creación es defectuosa.

Pero el mal y el bien no te conciernen sino a ti, igual que el día y la noche, el placer y la pena, la muerte y el nacimiento, que son relativos a un rincón de la inmensidad, a un medio especial, a un interés particular., puesto que sólo el infinito es permanente, existe el infinito, y nada más!

El Diablo ha ido extendiendo progresivamente sus alas; ahora cubren todo el espacio.

ANTONIO ya no ve nada y desfallece

Un frío horrible me hiela hasta el fondo del alma. ¡Es superior incluso al dolor! Es como una muerte más profunda que la muerte. Me pierdo en la inmensidad de las tinieblas. Penetran en mí. ¡Mi conciencia estalla bajo esta dilatación de la nada!

EL DIABLO

Pero las cosas que te ocurren sólo lo hacen por mediación de tu espíritu. Al igual que un espejo cóncavo, deforma los objetos, y tú careces de medios para comprobar su exactitud.

Jamás conocerás el universo en su total extensión; por consiguiente, no puedes hacerte una idea de su causa, ni tener una noción justa de Dios, ni siquiera decir que el Universo es infinito, pues primero tendrías que conocer el Infinito...

La Forma quizá sea un error de tus sentidos, la Sustancia, una figuración de tu pensamiento.

A menos que al ser el mundo un perpetuo fluir de las cosas, la verdad sea la apariencia, y la ilusión, la única realidad.

Pero, ¿estás al menos seguro de que ves? ¿Estás seguro de que vives? ¿Tal vez no haya nada a tu alrededor?

El Diablo ha agarrado a Antonio y, sosteniéndolo en vilo, lo mira abriendo la boca, dispuesto a devorarlo.

¡Adórame, pues! ¡Y maldice a ese fantasma a quien tú llamas Dios!

Antonio alza los ojos al cielo en un último gesto de esperanza.

El Diablo lo suelta.

 

miércoles, 21 de abril de 2021

George Sand (Amandine Aurore Lucile Dupin) (1804-1876)

 George Sand

Las lavanderas nocturnas

He aquí, en mi opinión, la más siniestra de las visiones del miedo. Es también la más difundida pues creo que se encuentra en todos los países.

En torno a las charcas estancadas y a los manantiales límpidos; en los brezales como a orillas de las fuentes umbrías; en los caminos hundidos bajo los viejos sauces como en la llanura abrasada por el sol, durante la noche se oye la paleta precipitada y el chapoteo furioso de las lavanderas fantásticas. En determinadas provincias se cree que evocan la lluvia y atraen la tormenta al hacer volar hasta las nubes, con su ágil paleta, el agua de las fuentes y de los pantanos. Pero aquí hay una confusión. La evocación de las tormentas es monopolio de los brujos conocidos como «conductores de nubes». La auténticas lavanderas son las almas de las madres infanticidas. Golpean y retuercen incesantemente un objeto que se asemeja a ropa mojada pero que, visto desde cerca, no es sino el cadáver de un niño. Cada una tiene el suyo o los suyos, si ha sido varias veces criminal. Hay que evitar observarlas o molestarlas; porque, aunque tuviera usted seis pies de alto y músculos en proporción, lo agarrarían, lo golpearían en el agua y lo retorcerían ni más ni menos que como un par de medias.

Todos hemos oído con frecuencia la paleta de las lavanderas de noche resonar en el silencio de las charcas desiertas. Pero no hay que engañarse. Se trata de una especie de rana que produce ese ruido formidable. Es muy triste haber hecho ese pueril descubrimiento y no poder esperar ver la aparición de esas terribles brujas retorciendo sus harapos inmundos, en la bruma de las noches de noviembre, a la pálida luz de una pálida luna creciente reflejada por las aguas.

Sin embargo, yo tuve la emoción de escuchar un relato sincero y bastante aterrador acerca de este tema.

Un amigo mío, hombre de más talento que sentido común, debo reconocerlo, y sin embargo un espíritu ilustrado y culto, pero, debo reconocerlo también, proclive a dejar su razón de lado, muy valiente ante las cosas reales, pero fácil de impresionar y alimentado desde su infancia con las leyendas de la región, tuvo dos encuentros con las lavanderas que no contaba sino con repugnancia y con una expresión en el rostro que transmitía un escalofrío a su auditorio.

Una noche, hacia las once, en una «traîne» encantadora que corre serpenteando y saltando, por así decirlo, sobre el flanco ondulado del barranco de Urmont, vio a orillas de una fuente, a una vieja que lavaba y retorcía en silencio.

Aunque aquella bonita fuente tuviera mala fama, no vio en ello nada de sobrenatural y le dijo a la anciana:

-Está lavando muy tarde, buena mujer.

Ella no respondió. Pensó que era sorda y se acercó. La luna estaba brillante y la fuente resplandecía como un espejo. Entonces percibió claramente las facciones de la anciana: era completamente desconocida para él, lo que le sorprendió porque dada su condición de agricultor, cazador y paseante de la campiña, no había rostro desconocido para él a varias leguas a la redonda. Así fue como me contó personalmente sus impresiones frente a aquella lavandera singularmente retrasada:

-Sólo se me ocurrió pensar en la leyenda una vez que había perdido de vista a aquella mujer. No pensé en ella antes de encontrarla. No creía en ella y no sentí ningún recelo al abordarla. Pero tan pronto como estuve junto a ella, su silencio, su indiferencia ante la aproximación de un transeúnte, le dieron el aspecto de un ser absolutamente ajeno a nuestra especie. Si la vejez la privaba del oído y la vista, ¿cómo es que había venido a lavar tan lejos, sola, a esta hora tan insólita, a aquella fuente helada en la que trabajaba con tanta fuerza y actividad? Esto era al menos digno de observación; pero lo que me sorprendió aún más, fue lo que yo sentí personalmente. No tuve ninguna sensación de miedo, pero sí una repugnancia, un asco invencibles. Seguí mi camino sin que ella volviera la cabeza. No fue sino cuando llegué a mi casa cuando pensé en las brujas de los lavaderos, y entonces tuve mucho miedo, lo confieso abiertamente, y nada del mundo me habría decidido a volver sobre mis pasos.»

En otra ocasión, el mismo amigo pasaba cerca de los estanques de Thevet, hacia las dos de la mañana. Venía de Linières, donde aseguró no haber comido ni bebido, circunstancia que yo no podría garantizar. Iba solo, en cabriolé, seguido de su perro. Como su caballo iba cansado, se bajó en una cuesta y se encontró a orillas de la carretera, cerca de un canal donde tres mujeres lavaban, golpeaban y retorcían con gran vigor, sin decir nada. Su perro se acercó de repente a él sin ladrar. Él mismo pasó sin mirar demasiado. Pero apenas había dado unos cuantos pasos, oyó que alguien iba detrás de él, y que la luna dibujaba a sus pies una sombra muy alargada. Se volvió y vio que una de las tres mujeres lo seguía. Las otras dos venían a cierta distancia como para apoyar a la primera.

-En esta ocasión -dijo- sí pensé en las lavanderas malditas, pero tuve una emoción distinta a la de la primera vez. Aquellas mujeres eran de una estatura tan elevada y la que me seguía de cerca tenía hasta tal punto las proporciones, la cara y el andar de un hombre, que pensé que tenía que vérmelas con algunos tipos del pueblo probablemente mal intencionados. Llevaba un buen garrote en la mano, me volví y le dije:

-¿Qué quiere de mí?

No recibí respuesta y al ver que no me atacaba, no tuve pretexto para atacarla yo, por lo que me vi obligado a volver a mi cabriolé, que iba bastante lejos por delante de mí, con aquel desagradable ser en los talones. No decía nada y parecía disfrutar teniéndome bajo el efecto de una provocación. Yo seguía sujetando mi bastón, dispuesto a romperle la mandíbula al menor roce, y llegué así a mi cabriolé, con mi cobarde perro, que no decía ni pío y que saltó al vehículo al tiempo que yo.

Entonces me volví y, aunque había oído hasta ese momento pasos tras los míos y había visto una sombra caminar al lado de la mía, no vi a nadie. Sólo vi, a unos treinta pasos por detrás, en el lugar donde las había visto lavar, a las tres grandes diablesas saltando, danzando y retorciéndose como locas a orillas del canal. Su silencio, que contrastaba con aquellos saltos desenfrenados, las hacía aún más singulares y más penosas de ver.»

Si después de haber escuchado este relato, se intentaba hacerle al narrador alguna pregunta de detalle, o darle a entender que había sido víctima de una alucinación, él sacudía la cabeza y decía:

-Hablemos de otra cosa. Prefiero pensar que no estoy loco.

Esas palabras, pronunciadas con expresión triste, imponían silencio a todo el mundo.

No existe charca o fuente que no sea frecuentada bien por las lavanderas nocturnas, o bien por otros espíritus más o menos molestos. Algunos de estos huéspedes son sólo extraños. En mi infancia, yo temía mucho pasar por delante de cierta cuneta donde se veían los «pies blancos». Las historias fantásticas que no se explican respecto a la naturaleza de los seres que ponen en escena, y que quedan imprecisas e incompletas, son las que más impresionan la imaginación. Aquellos pies blancos que caminaban, según decían, a lo largo de la cuneta a determinadas horas de la noche, eran pies de mujer, flacos y descalzos, con un trozo de vestido blanco o de camisa larga que flotaba y se agitaba sin cesar. Caminaba rápido y en zigzag, y si se le decía: «Te estoy viendo… ¿Quieres escapar?» corría aún más y no se sabía por dónde había desaparecido. Cuando no se le decía nada caminaba delante de ti, pero cualquier esfuerzo que se hiciera para ver más arriba de los tobillos, resultaba inútil. No tenía piernas, ni cuerpo, ni cabeza, sólo pies. No sabría explicar qué tenían aquellos pies de terrorífico, pero por nada del mundo habría querido verlos.

En otros lugares hay hilanderas nocturnas; se escucha la rueca en la habitación en la que se está y en ocasiones se ven sus manos. En nuestra comarca, he oído hablar de una brayeuse nocturna que hilaba el cáñamo delante de la puerta de ciertas casas y dejaba oír el ruido regular de la braye, de una manera que no era natural. Había que dejarla tranquila, y si se obstinaba en volver muchas noches seguidas, había que poner una vieja hoja de guadaña a través del instrumento que cogía para hacer ruido: por un momento trataba de romper la hoja, luego se cansaba, la arrojaba delante de la puerta y no regresaba más.

También está la peillerouse o harapienta nocturna, que se sentaba en la guenillière de la iglesia. Peille es una antigua palabra francesa que significa guenille, harapo; por eso el porche de la iglesia en el que se sientan durante los oficios los mendigos que llevan peilles o guenilles, se llama guenillière.

Aquella harapienta abordaba a los transeúntes y les pedía limosna. Había que cuidarse mucho de darle algo; de hacerlo, se ponía alta y fuerte aunque te hubiera parecido achacosa, y te molía a palos. Un tal Simon Richard, que vivía en la antigua casa cural y que sospechaba alguna broma por parte de las chicas de la aldea hacia él, quiso bromear con ella. Lo dejaron por muerto. Yo le vi el costado al día siguiente, que estaba muy magullado y arañado, efectivamente. Juraba que sólo había visto a una anciana, menuda, pero que tenía los puños de tres hombres y medio.

En vano quisieron hacerle creer que se las había visto con algún tipo más fuerte que él que, disfrazado, se había vengado de alguna mala jugada que él le habría hecho. Era fuerte y valiente, incluso pendenciero y vengativo. Sin embargo, una vez que se recuperó, abandonó la parroquia y no volvió más, diciendo que no le temía ni a hombre ni a mujer, pero sí a los seres que no son de este mundo y que no tienen el cuerpo «como los cristianos».

Légendes rustiques, ed. 1877

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George Sand

Las señoritas

Les demoiselles o señoritas del Berry nos parecen primas de las milloraines normandas que el autor de La Normandie merveilleuse describe como seres de estatura gigantesca. Se mantienen inmóviles y su forma, poco definida, no permite reconocer ni sus miembros ni su rostro. Cuando alguien se acerca a ellas, huyen dando una serie de saltos irregulares muy rápidos.

Las señoritas o damas blancas son de todos los países. No creo que sean de origen galo, sino más bien de la Francia de la Edad Media. Sea como fuere, contaré una de las leyendas más completas que he podido recoger a propósito de ellas.

Un gentilhombre del Berry, llamado Jean de la Selle, vivía el siglo pasado en su castillo situado al fondo de los bosques de Villemort. La zona, triste y salvaje, se alegra un poco en la linde con los bosques, allí donde el terreno seco, plano y cubierto de robles, se inclina hacia praderas que humedecen una serie de pequeños lagos hoy mal cuidados.

Ya en el tiempo del que hablamos, las aguas empapaban los prados del señor de la Selle, dado que el buen gentilhombre no poseía suficiente fortuna como para hacer sanear sus tierras. Poseía una gran extensión, pero de escasa calidad y de pequeño rendimiento.

Sin embargo, él vivía contento gracias a sus gustos modestos y a su carácter tranquilo y jovial. Los campesinos de sus tierras y de los alrededores lo tenían por un hombre de bondad extraordinaria y de rara delicadeza. Decían de él, que antes de perjudicar lo más mínimo a un vecino, fuera quien fuese, se dejaría quitar la camisa del cuerpo y su caballo de entre las piernas.

Y sucedió que, una tarde, el señor de la Selle, después de haber estado en la feria de La Berthenoux para vender un par de bueyes, regresaba por la linde del bosque, acompañado por su aparcero, el alto Luneau, que era un hombre listo y entendido, y llevando sobre la grupa flaca de su yegua gris la suma de seiscientas libras en grandes escudos con la efigie de Luis XIV. Era el importe de los animales vendidos.

Como buen rústico que era, el señor de la Selle había comido bajo los árboles y como no le agradaba beber solo, había hecho sentarse junto a él a Luneau y le había servido vino del país como a él mismo con el fin de hacerle sentirse cómodo dándole ejemplo. Hasta tal punto que el vino, el calor, el cansancio de la jornada y sobre todo, el trote cadencioso de la yegua, habían dormido al señor de la Selle y llegó a su casa sin saber demasiado el tiempo que había empleado ni el camino que había seguido. Era Luneau el que lo conducía y Luneau lo había conducido bien puesto que llegaban sanos y salvos; sus caballos no tenían ni un pelo mojado. El señor de la Selle no se encontraba borracho. Nunca en su vida lo habían visto perder el sentido. Por lo que, una vez que se quitó las botas, le dijo a su sirviente que llevara la bolsa a su habitación; luego estuvo charlando muy razonablemente con Luneau, le dio las buenas noches y se marchó a dormir sin más demora. Pero, al día siguiente, cuando abrió la bolsa para coger el dinero, sólo encontró gruesos guijarros, y después de inútiles investigaciones, se vio obligado a reconocer que le habían robado.

Luneau, llamado y consultado, juró por su óleo y su bautismo, que había visto el dinero bien contado en la bolsa, que él mismo había cargado y atado sobre la grupa de la yegua. Juró igualmente por su fe y su ley que no se había separado de su señor ni la anchura de un caballo mientras recorrieron la carretera general. Pero confesó que, una vez entrado en el bosque, se había sentido un poco pesado y que podía haberse dormido sobre su montura por un espacio de un cuarto de hora aproximadamente. Se había visto de repente junto a la «Gâgne-aux-demoiselles» y a partir de ese momento no había dormido más ni había encontrado a ningún cristiano.

-Bueno, -dijo el señor de la Selle- algún ladrón se habrá burlado de nosotros. Es más mi culpa que la tuya, mi pobre Luneau, y lo más prudente es no darle más vueltas. La pérdida es sólo para mí puesto que tú no llevas parte en la venta del ganado. Sabré cómo arreglármelas aunque la cosa me fastidia un poco. Eso me enseñará a no quedarme dormido mientras voy a caballo.

Luneau quiso en vano hacerle sospechar de algunos cazadores furtivos menesterosos del lugar.

-No, no -respondió el noble rústico- no quiero acusar a nadie. Todas las personas de la vecindad son personas decentes. No hablemos más de ello. Tengo lo que me merezco.

-Pero tal vez me deteste un poco, señor…

-¿Por haberte quedado dormido? No, amigo mío; si te hubiera confiado la bolsa estoy seguro de que te habrías mantenido despierto. Sólo me culpo a mí mismo y, ¡caray! no tengo intención de castigarme demasiado. Es suficiente con haber perdido el dinero, ¡salvemos al menos el buen humor y el apetito!

-Sin embargo, si me hiciera usted caso, señor, mandaría buscar en la «Gâgne-aux-demoiselles».

-La «Gâgne-aux-demoiselles» es una fosa cubierta de hierba que tiene por lo menos medio cuarto de legua de longitud; remover todo ese fango exigiría gran esfuerzo y además ¿qué encontraríamos en ella? ¡El ladrón no habrá sido tan tonto como para sembrar allí mis escudos!

-Usted dirá lo que quiera, patrón, pero el ladrón no es tal vez como usted imagina.

-¡Ah! ¡ah!, mi buen Luneau, ¿tú también crees que las señoritas son espíritus malévolos que disfrutan jugando malas pasadas?

-No sé nada, patrón, pero lo que sí sé muy bien es que estando allí una mañana antes del amanecer con mi padre, las vimos como lo estoy viendo a usted; y que cuando regresamos a casa asustados, no llevábamos sombrero ni gorro en la cabeza, ni zapatos en los pies, ni navajas en los bolsillos. ¡Son muy astutas! Dan la impresión de marcharse pero, sin tocarte, te hacen perder todo lo que pueden y se aprovechan, pues no se le vuelve a encontrar. Si estuviera en su lugar mandaría que desecaran ese pantano. Su prado valdría más y las señoritas se marcharían de ahí, pues todo hombre con sentido común sabe que no les gusta lo seco y que van de una charca a otra, de un estanque a otro, a medida que se les quita la bruma de la que se alimentan.

-Amigo Luneau, -respondió el señor de la Selle- secar el pantano sería, sin duda, algo beneficioso para el prado. Pero, además de que se necesitarían las seiscientas libras que he perdido, me lo pensaría dos veces antes de desalojar a las señoritas. Y no es que crea en ellas precisamente, pues no las he visto nunca, lo mismo que no creo en ningún otro trasgo de la misma especie; pero mi padre sí creía un poco, y mi abuela mucho. Cuando se hablaba de ellas mi padre decía: «Dejad tranquilas a las señoritas, no le han hecho daño nunca ni a mí ni a nadie», y mi abuela: «No atormentéis ni conjuréis jamás a las señoritas; su presencia es un bien en una propiedad y su protección trae buena suerte a una familia».

-Sí, pero no lo han protegido de los ladrones -respondió Luneau moviendo la cabeza.

Unos diez años después de esta aventura, el señor de la Selle regresaba de la misma feria de La Berthenoux, trayendo sobre la misma yegua gris, ya bastante vieja pero trotando sin rechistar, una suma equivalente a la que le habían robado de forma tan singular. En esta ocasión iba solo, pues Luneau había fallecido unos meses atrás, y nuestro gentilhombre no dormía cuando iba a caballo, habiendo abjurado y definitivamente perdido esa nefasta costumbre.

Cuando se encontró en la linde del bosque, a lo largo de la «Gâgne-aux-demoiselles», que está situada en la parte baja de un talud bastante elevado cubierto de matorral, de viejos árboles y de grandes hierbas silvestres, el señor de la Selle se entristeció al recordar a su pobre aparcero, que le hacía mucha falta, aunque su hijo Jacques, alto y delgado como él, como él despierto y prudente, hiciera todo lo posible por reemplazarlo. Pero no se reemplaza a los viejos amigos, y el señor de la Selle se iba haciendo viejo también. Tuvo ideas muy tristes, pero su buena conciencia las disipó pronto, y se puso a silbar una melodía de caza diciéndose que en su vida y en su muerte sería lo que Dios quisiera.

Cuando estaba más o menos a la mitad de la longitud del pantano, se quedó muy sorprendido al ver una forma blanca que hasta entonces había tomado por una vedija de esos vapores que cubren las aguas estancadas, cambiar de lugar, luego saltar y volar deshaciéndose entre las ramas. Una segunda forma más sólida salió de entre los juncos y siguió a la primera alargándose como un paño flotante; luego una tercera, y otra, y otra más; y, a medida que pasaban por delante del señor de la Selle, se transformaban en mujeres enormes, vestidas con ropajes largos, pálidas, con cabellos canosos arrastrándose más que revoloteando tras ellas, hasta el punto de que no pudo quitarse de la cabeza que eran los fantasmas de los que le habían hablado en su infancia. Entonces, olvidando lo que su abuela le había recomendado que hiciera, hacer como que no las veía, se puso a saludarlas como hombre bien educado que era. Las saludó a todas y, cuando llegó a la séptima, que era la más alta y más visible, no pudo reprimir decirle:

-Señorita, soy su servidor.

Apenas pronunció esta frase, la vieja señorita se encontró sentada a la grupa detrás de él, abrazándolo con sus dos brazos fríos, como la aurora, y la vieja yegua, aterrorizada, emprendió el galope, llevando al señor de la Selle por medio del pantano.

Aunque muy sorprendido, el buen gentilhombre no perdió la cabeza.

-Por el alma de mi padre -pensó- yo no he hecho jamás mal a nadie y ningún espíritu puede hacérmelo a mí.

Sujetó su montura y la obligó a librarse del barro en el que se debatía, mientras que la señorita parecía intentar retenerla allí y hundirla en el fango.

El señor de la Selle llevaba escopetas en su silla de montar, y se le ocurrió utilizarlas; pero, considerando que tenía que vérselas con un ser sobrenatural, y recordando que sus padres le habían recomendado que no ofendiera nunca a las señoritas de agua, se contentó con decirle a ésta con suavidad:

-Bella dama, debería dejarme seguir mi camino, pues yo no he cruzado el suyo para contrariarla, y si la he saludado, no es por burla, sino por cortesía. Si desea oraciones o misas, hágame saber su deseo y, palabra de gentilhombre, que las tendrá.

Entonces, el señor de la Selle oyó por encima de su cabeza una voz extraña que decía:

-Manda decir tres misas por el alma de Luneau, y vete en paz.

Al instante la figura del fantasma se desvaneció, la yegua volvió a ser dócil y el señor de la Selle regresó a su casa sin más problemas.

Pensó que había tenido una visión, pero no por ello dejó de encargar las tres misas. Mas ¡cuál no sería su sorpresa cuando, al abrir la bolsa, encontró además del dinero que había recibido en la feria en esta ocasión, las seiscientas libras en escudos con la efigie del rey de hacía diez años!

Alguien dijo que Luneau, arrepintiéndose a la hora de su muerte, había encargado a su hijo de esta restitución, y que éste, para no manchar la reputación de su padre, se lo había encargado a las señoritas…. El señor de la Selle no permitió jamás una palabra contra la honradez del difunto y cuando se hablaba de estas cosas sin respeto en su presencia, acostumbraba a decir:

-El hombre no puede explicarlo todo. Tal vez sea mejor para él vivir sin reproche que sin creencias.

Légendes rustiques, ed. 1877 

 

jueves, 15 de abril de 2021

HOMNORÉ DE BALZAC (1788-1850)


El grande de España

En el momento de la expedición emprendida en 1823-4 por el rey Luis XVIII para salvar a Fernando VII del régimen constitucional, yo me encontraba por casualidad en Tours, camino de España. La víspera de mi marcha, fui al baile en casa de una de las mujeres más amables de esta ciudad en la que, como es sabido, se divertían más que en ninguna otra capital de provincia; y poco antes del souper, pues se soupe aún en Tours, me uní a un grupo de tertulianos en medio del cual, un señor que me resultaba desconocido, contaba una aventura.

El orador, llegado muy tarde al baile, había cenado, según creo, en casa del recaudador general. Al entrar se había incorporado a una mesa de écarté; luego, tras haber pasado varias veces, para alegría de sus contrincantes cuyo equipo perdía, se había levantado, vencido por un subteniente de carabineros; y, para consolarse, había participado en una conversación sobre España, tema habitual de mil disertaciones.

Durante el relato, examiné con un interés involuntario el rostro y la persona del narrador. Era uno de esos seres de mil rostros que se parecen a tantos tipos que el observador queda indeciso, y no sabe si tiene que incluirlos entre las personas de genio modestas o entre los intrigantes subalternos. En primer lugar, estaba condecorado con la cinta roja; pero ese símbolo demasiado prodigado, ya no prejuzga nada a favor de nadie; tenía una chaqueta verde, y a mí no me gustan las chaquetas verdes en un baile, cuando la moda aconseja a todo el mundo llevar traje negro; además llevaba pequeñas hebillas metálicas en los zapatos, en lugar de lazos de seda; su pantalón era de un casimir horriblemente desgastado, y su corbata estaba mal puesta; en definitiva, vi que no le daba demasiada importancia al atuendo ¡podía ser un artista!

Sus gestos y su voz tenían un no sé qué vulgar, y su rostro, presa de los rubores que el trabajo de la digestión le imprimía, no realzaba por ningún rasgo sobresaliente el conjunto de su persona; tenía la frente despejada y poco cabello en la cabeza. De acuerdo con todos esos diagnósticos, dudaba en hacer de él un consejero de prefectura, o un antiguo comisario de guerra; pero, al verlo posar la mano sobre la manga de su vecino de manera magistral, lo incluí en la categoría de los escribanos, los burócratas y sus compinches. Finalmente estuve completamente convencido de mi observación cuando noté que sólo era escuchado por su historia; ninguno de los oyentes le concedía esa atención sumisa y esas miradas complacientes que son privilegio de las personas muy consideradas. No sé si pueden imaginarse al hombre, llenándose la nariz con tomas de rapé, hablando con la rapidez de las personas con prisa por terminar su discurso por miedo a que se les abandone; por lo demás, expresándose con gran facilidad, contando bien las cosas, dibujando de un trazo, y jovial como un bufón de regimiento. Para evitarles el tedio de las digresiones, me permito trasvasar su historia a un estilo narrativo y añadirle ese toque didáctico necesario a los relatos que, de la charla informal pasan al estado tipográfico.

Algún tiempo después de su entrada en Madrid, el gran duque de Berg invitó a los principales personajes de esta ciudad a una fiesta francesa ofrecida por el ejército a la capital recién conquistada. Pese al esplendor de la gala, los españoles no se mostraron en ella muy risueños; sus mujeres bailaron poco; en definitiva, que los invitados jugaron y perdieron o ganaron mucho. Los jardines del palacio estaban bastante espléndidamente iluminados como para que las damas pudieran pasearse por ellos con tanta seguridad como lo habrían hecho en pleno día… La fiesta era imperialmente bella, y no se escatimó nada con el fin de darle a los españoles una elevada idea del emperador, si querían juzgarlo a partir de sus lugartenientes. En un bosquecillo cercano al palacio, entre la una y las dos de la mañana, algunos militares franceses charlaban del desarrollo de la guerra, y del futuro poco tranquilizador que auguraba la actitud misma de los españoles presentes en aquella pomposa fiesta.

-¡Caray! -dijo un francés cuyo traje indicaba que era médico jefe de algún cuerpo del ejército- ayer le solicité formalmente mi regreso a Francia al príncipe Murat. Sin tener precisamente miedo de dejar mis huesos en la península, prefiero ir a curar las heridas producidas por nuestros buenos vecinos alemanes; sus armas no penetran tanto en el torso como los puñales castellanos… Además, el miedo a España es para mí como una superstición… Desde mi infancia he leído libros españoles, un montón de aventuras sombrías y mil historias de este país, que me han predispuesto intensamente contra las costumbres de sus habitantes… ¡Pues bien!, desde nuestra entrada en Madrid, ya he podido ser si no protagonista, al menos cómplice de una peligrosa intriga, tan negra, tan oscura como puede serlo una novela de lady Radcliffe… Y como creo bastante en mis presentimientos, desde mañana mismo me largo… Murat no me negará sin duda el permiso; pues nosotros, gracias a los servicios secretos que prestamos, tenemos protecciones siempre eficaces…

-Puesto que te das a la fuga, ¡cuéntanos al menos tu aventura! -exclamó un coronel, viejo republicano que se preocupaba muy poco del lenguaje y de las adulaciones imperiales.

Entonces, el médico miró atentamente a su alrededor, pareció querer reconocer los rostros de quienes le rodeaban y, seguro ya de que no había ningún español cerca de él, dijo:

-Puesto que somos todos franceses… con mucho gusto, coronel Charrin… Hace seis días -prosiguió- regresaba tranquilamente a mi alojamiento hacia las once de la noche, después de haber dejado al general Latour, cuyo hotel se encuentra a unos pasos del mío, en mi misma calle; salíamos los dos de casa del ordenador de pagos, donde habíamos tenido una berlanga bastante animada… De repente, en la esquina de una calleja, dos desconocidos, o más bien dos diablos, se lanzaron sobre mí y me cubrieron la cabeza y los brazos con una capa… Grité, pueden creerlo, como un perro apaleado; pero el paño ahogó mi voz, luego fui llevado en un vehículo a gran velocidad; y cuando mis acompañantes me libraron de la dichosa capa, oí una voz de mujer y estas inquietantes palabras dichas en un mal francés:

-Si grita o hace ademán de escapar, si se permite el menor movimiento sospechoso, el señor que está delante de usted es capaz de apuñalarlo sin escrúpulos. Por lo tanto, manténgase tranquilo. Ahora voy a explicarle la causa de su secuestro… Si se molesta en tender su mano hacia mí, encontrará entre nosotros dos su instrumental de cirugía que hemos mandado a buscar a su casa, de su parte; sin duda, le será necesario. Lo llevamos a una casa donde su presencia es indispensable… Se trata de salvar el honor de una dama. En este momento está a punto de dar a luz un hijo de su amante, a espaldas de su marido. Aunque éste se separa poco de su mujer de la que está apasionadamente enamorado y que la vigila con toda la atención de los celos españoles, ella ha sabido ocultarle su embarazo. Él cree que se encuentra enferma. Le llevamos para que la asista en el parto. Por lo que, como ve, los peligros de la empresa no le conciernen; sólo tiene que obedecernos; si no lo hace, el amante de la dama, que está sentado frente a usted en el coche y que no sabe ni una palabra de francés, lo apuñalará a la menor imprudencia…

-Y ¿quién es usted? -dije buscando la mano de mi interlocutora, cuyo brazo estaba envuelto en la manga de una chaqueta de uniforme…

-Yo soy la camarera de la señora, su confidente; y estoy totalmente dispuesta a recompensarlo personalmente, si se presta galantemente a las exigencias de nuestra situación.

-¡Con mucho gusto! -dije viéndome embarcado a la fuerza en una aventura peligrosa.

Entonces, aprovechando la oscuridad, quise comprobar si la cara y las formas de la camarera estaban en armonía con las ideas que los sonidos, ricos y guturales, de su voz me habían inspirado… La camarera se había sometido por anticipado sin duda a todas las eventualidades de aquel singular rapto, pues guardó el más complaciente de los silencios, y el vehículo no había rodado más de diez minutos por Madrid cuando recibió y me devolvió un apasionado beso. El señor que llevaba enfrente no se molestó por algunos puntapiés que le propiné de forma involuntaria; pero como no comprendía el francés, supongo que no les prestó atención.

-Sólo puedo ser su amante con una condición -me dijo la camarera como respuesta a todas las bobadas que yo le recitaba, llevado por el calor de una pasión improvisada, para la que todo eran obstáculos.

-¿Cuál?

-Que no intentará nunca saber a quién pertenezco… Si voy a su casa, será de noche y me tendrá que recibir a oscuras.

Nuestra conversación se encontraba en ese punto cuando el vehículo llegó cerca de la tapia de un jardín.

-¡Déjeme taparle los ojos!- me dijo la camarera-; se apoyará en mi brazo y yo misma lo guiaré.

Luego me colocó sobre los ojos y me anudó fuertemente detrás de la cabeza un pañuelo muy tupido. Oí el ruido de una llave colocada con precaución en la cerradura de una puertecilla sin duda por el silencioso amante que había estado frente a mí; y pronto, la doncella de cuerpo arqueado, que tenía cierto meneo al andar, me condujo, a través de las avenidas enarenadas de un gran jardín, hasta un determinado lugar donde se detuvo. Por el ruido que hicieron nuestros pasos, supuse que nos encontrábamos delante de la casa.

-¡Ahora, guarde silencio! -me dijo al oído- y preste mucha atención… No pierda de vista ni una sola de mis señales, pues no podré ya hablarle sin peligro para los dos, y en este momento se trata de salvarle a usted la vida. -Luego añadió con voz más alta-: La señora está en una habitación de la planta baja; para llegar hasta allí, tendremos que pasar por la habitación y delante de la cama de su marido; por lo que no tosa, ande con cuidado, y sígame atentamente para no golpear ningún mueble o poner los pies fuera de la alfombra que he dispuesto para nuestros pasos…

En ese momento, el amante gruñó sordamente, como alguien impacientado por tantos retrasos. La camarera se calló; oí abrir una puerta, percibí el aire cálido de un apartamento y avanzamos con cautela, como ladrones en expedición. Por fin, la suave mano de la camarera me quitó la venda. Me encontré en una habitación grande, alta y mal iluminada por una única lámpara humeante. La ventana se encontraba abierta, pero había sido protegida por gruesos barrotes de hierro por el marido celoso; fui arrojado en ella como a un callejón sin salida.

En el suelo, y sobre una estera, se encontraba una magnífica mujer, cuya cabeza estaba cubierta por un velo de muselina, pero a través del cual sus ojos llenos de lágrimas brillaban con todo el esplendor de las estrellas. Oprimía con fuerza un pañuelo de batista sobre la boca, y lo mordía tan vigorosamente que sus dientes lo habían desgarrado y habían penetrado a medias en él… No he visto jamás cuerpo más bello, pero ese cuerpo se retorcía de dolor como se retuerce una cuerda de arpa que se arroja al fuego. La desgraciada había formado dos arbotantes con sus piernas apoyándolas sobre una especie de cómoda; y con las dos manos, se agarraba a los palos de una silla estirando los brazos, cuyas venas estaban horriblemente hinchadas. Se parecía a un criminal en las angustias del potro… Por lo demás, ni un grito, ni ningún otro ruido que no fuera el sordo crujido de sus huesos, y nosotros estábamos allí, los tres mudos e inmóviles… Los ronquidos del marido resonaban con constante regularidad…

Quise ver a la camarera, pero se había vuelto a poner la máscara de la que se había deshecho, sin duda, durante el trayecto y sólo pude ver dos ojos negros y formas muy pronunciadas que abombaban su uniforme. El amante estaba también enmascarado. Cuando llegó, arrojó unas toallas sobre las piernas de su amante, y dobló sobre el rostro el velo de muselina.

Una vez que hube observado concienzudamente a aquella mujer, reconocí por ciertos síntomas antaño observados en una muy triste circunstancia de mi vida, que el bebé estaba muerto; entonces me incliné hacia la camarera para informarle de la situación. En ese momento, el desconfiado desconocido sacó su puñal; pero tuve tiempo de decírselo todo a la doncella, que le dijo dos palabras en voz baja. Al oír mi pronóstico, el amante tuvo un ligero escalofrío que le subió de los pies a la cabeza como un relámpago, y me pareció ver palidecer su rostro bajo la máscara de terciopelo negro. La doncella, aprovechando un momento en el que este hombre desesperado miraba a la moribunda que se ponía morada, me indicó con un gesto los dos vasos de limonada servidos sobre una mesa, y me hizo un gesto negativo. Comprendí que debía abstenerme de beber, pese al horrible calor que me hacía sudar. De repente, el amante, que sin duda tenía sed, tomó uno de los vasos, y se bebió más o menos la mitad de la limonada que contenía.

En ese momento, la dama tuvo una violenta convulsión que me indicaba el momento favorable a la crisis, y, cogiendo mi lanceta, la sangré apresuradamente en el brazo derecho con bastante fortuna. La camarera recogió con toallas la sangre que brotaba abundantemente; luego la desconocida entró en un abatimiento propicio para mi operación… Me armé de valor, y tras una hora de trabajo, logré extraer al bebé en trozos. El español, que no pensaba ya en envenenarme, comprendiendo que acababa de salvar a su amante, lloraba bajo su máscara y, en ocasiones, gruesas lágrimas caían sobre su capa.

Por lo demás, la mujer no lanzó ni un grito, pero seguía mordiendo el pañuelo, temblaba como un animal salvaje cercado, y sudaba gruesas gotas. En un instante horriblemente crítico, hizo un gesto para indicar la habitación de su marido; el marido acababa de darse la vuelta; y, de los cuatro, era la única que había oído el roce de las sábanas, el ruido de la cama o de las cortinas. Nos detuvimos, y a través de los agujeros de sus máscaras, la camarera y el amante se lanzaron miradas de fuego…

Aprovechando esta especie de tregua, tendí la mano para coger el vaso de limonada que el desconocido había empezado; pero él, creyendo que iba a beber de alguno de los vasos llenos, saltó con la agilidad de un gato, y colocó su largo puñal sobre los dos vasos envenenados. Me dejó el suyo, haciendo un gesto con la cabeza para decirme que me tomara el resto. Había tantas cosas, tantas ideas, tanto sentimiento, en aquel gesto y en su vivo movimiento, que le perdoné casi las atroces combinaciones meditadas para matar y enterrar cualquier tipo de huella de aquellos acontecimientos. Me dio la mano cuando acabé de beber; luego, tras haber dejado escapar un movimiento convulsivo, envolvió personalmente con todo cuidado los restos de su hijo; y cuando, después de dos horas de cuidados y miedos, la camarera y yo recostamos a su amante, me apretó de nuevo las manos y, sin que yo lo supiera, introdujo en mi bolsillo una suma importante. Entre paréntesis, como yo ignoraba el suntuoso regalo del español, mi criado me robó aquel tesoro dos días después, y huyó provisto de una verdadera fortuna. Le dije al oído a la doncella las precauciones que había que tomar; luego le manifesté el deseo de que me dejaran libre. La camarera permaneció junto a su señora, circunstancia que no me tranquilizó en exceso; pero decidí mantenerme alerta. El amante hizo un paquete con el cuerpo del bebé muerto y la ropa teñida por la sangre de su amante; luego lo apretó fuertemente, lo ocultó bajo su capa; y, pasándome la mano sobre los ojos como para decirme que los cerrara, salió delante de mí invitándome con un gesto a que me agarrara a un faldón de su traje; lo que hice, no sin echarle una última mirada a la camarera. Ésta se quitó la máscara al ver que el español había salido, y me mostró el rostro más bello del mundo.

Crucé los apartamentos siguiendo al amante; y cuando me encontré en el jardín, al aire libre, confieso que respiré como si me hubieran quitado un enorme peso del pecho. Caminaba a una distancia respetuosa de mi guía, observando sus menores movimientos con la mayor atención.

Una vez llegados a la puertecilla, me cogió de la mano, y puso sobre mis labios un sello, montado en una sortija, que yo le había visto en un dedo de la mano izquierda. Comprendí todo el significado de aquel gesto elocuente. Salimos a la calle y, en lugar del vehículo, había dos caballos esperándonos. Montamos cada uno en un animal; el español cogió mi brida, la sujetó con la mano izquierda, cogió entre los dientes la brida de su montura, pues tenía el sangriento paquete en la mano derecha, y partimos con la rapidez del relámpago. Me fue imposible observar el menor objeto que pudiera servirme para reconocer la ruta que recorrimos. Al amanecer, yo me encontré cerca de mi puerta, y el español escapó, dirigiéndose hacia la puerta de Atocha.

-¿Y no vio usted nada que pudiera hacerle sospechar de qué dama se trataba? -preguntó un oficial al médico.

-Una sola cosa… -dijo-. Cuando sangraba a la desconocida, observé en su brazo, más o menos a la mitad, una pequeña verruga, del tamaño de una lenteja, rodeada de pelos oscuros… El palacio me pareció magnífico, inmenso; la fachada no se acababa nunca…

En ese momento, el indiscreto cirujano se detuvo, pálido. Todos los ojos fijos en los suyos siguieron la misma dirección; y los franceses vieron a un español envuelto en una capa, cuya mirada de fuego brillaba en la oscuridad, en medio de un bosquecillo de naranjos donde se mantenía de pie. El oyente desapareció de inmediato con una rapidez de silfo, cuando un joven subteniente se lanzó tras él.

-¡Caramba! Amigos míos -exclamó el médico- esos ojos de basilisco me han dejado helado. Oigo campanas; les digo adiós o me enterrarán aquí.

-¡No seas tonto! -dijo el coronel Charrin-, Lecamus ha seguido al espía, él sabrá darnos razón del mismo.

-¿Qué ha pasado Lecamus? -preguntaron los oficiales, al ver regresar jadeante al subteniente.

-¡Al diablo! -respondió Lecamus-. Creo que ha pasado a través de las murallas; y, como no creo que sea un brujo, sin duda es de la casa; conoce los pasadizos, los rodeos, y se me ha escapado fácilmente.

-¡Estoy perdido! -dijo el cirujano con voz taciturna.

-¡Vamos!, tranquilízate -contestaron los oficiales; te acompañaremos por turnos en tu casa hasta que te marches… y, por esta noche, te acompañamos todos.

Efectivamente, tres jóvenes oficiales, que habían perdido su dinero en el juego y no sabían qué hacer, recondujeron al médico a su alojamiento, y se ofrecieron a permanecer con él, lo que éste aceptó.

Dos días después, había obtenido su regreso a Francia, y hacía todos los preparativos para marcharse con una dama a la que Murat le había proporcionado una gran escolta. Acababa de cenar en compañía de sus amigos, cuando su criado vino a avisarle que una mujer joven quería hablar con él. El cirujano y los tres oficiales bajaron de inmediato; pero la desconocida sólo pudo decir: «¡Tenga cuidado!» Y cayó muerta. Era la camarera que, sintiéndose envenenada, esperaba llegar a tiempo para salvar al médico. El veneno la desfiguró por completo.

-¡Demonios! ¡demonios! -exclamó-. ¡A eso se le llama amor! ¡Sólo una española es capaz de correr con un monstruo de veneno en el estómago!

El médico permanecía singularmente pensativo. Finalmente, para ahogar los siniestros presentimientos que le atormentaban, volvió a la mesa y bebió inmoderadamente, lo mismo que sus compañeros; luego, medio ebrios, se acostaron temprano. En mitad de la noche, el médico fue despertado por el chirrido que hicieron los aros de las cortinas violentamente corridas sobre sus varillas. Se incorporó, presa de esa trepidación mecánica de todas las fibras que se adueña de nosotros en un momento de despertar súbito. Entonces vio delante de él a un español envuelto en su capa. El desconocido lanzaba la misma mirada ardiente que la que había salido de entre la vegetación durante la fiesta y por la que se había quedado tan impactado. El cirujano gritó: «¡Socorro!… A mí, amigos míos» Pero a esa llamada de auxilio, el español contestó primero con una risa amarga: «El opio crece para todo el mundo». Y, después de esa especie de sentencia, le mostró a sus tres amigos profundamente dormidos; y, sacando bruscamente de debajo de su capa un brazo de mujer recién cortado, se lo presentó al médico, mostrándole una señal similar a la que él había descrito tan imprudentemente: «¿Es la misma?» preguntó. Al resplandor de un farol colocado sobre la cama, el cirujano, helado de espanto, contestó con un gesto afirmativo y, sin más información, el marido de la desconocida le hundió el puñal en el corazón.

-Este cuento es furiosamente pardo -dijo uno de los oyentes- pero es más inverosímil todavía; porque ¿puede explicarme cuál de los dos le contó la historia, el muerto o el español?

-Señor -contestó el narrador, molesto por la observación-, como afortunadamente la puñalada que recibí en lugar de deslizarse hacia la izquierda lo hizo hacia la derecha, supongo que admitirá que yo conozca mi propia historia… le juro que hay aún algunas noches en las que veo en sueños aquellos dichosos ojos…

El cirujano en jefe se detuvo, palideció, y se quedó boquiabierto, en una verdadera crisis de epilepsia. Nos volvimos todos para mirar hacia el salón. En la puerta se encontraba un grande de España, uno de esos afrancesados en el exilio, que había llegado hacía quince días a Touraine con su familia. Aparecía por vez primera en sociedad y, como había llegado tarde, visitaba los salones, acompañado de su mujer cuyo brazo derecho permanecía inmóvil.

Nos separamos en silencio para dejar pasar a aquella pareja, que no vimos sin una emoción profunda. ¡Era un auténtico cuadro de Murillo! El marido tenía dos ojos de fuego en unas órbitas hundidas y ojerosas. Su rostro estaba demacrado, el cráneo sin cabello y el cuerpo de una delgadez extrema. La mujer… ¡imagínensela! No, porque no la pintarían como era. Tenía una estatura considerable; estaba pálida, pero era bella aún; su tez, por un privilegio inaudito para una española, era deslumbrante de blancura; pero su mirada caía sobre nosotros como una colada de plomo fundido… su hermosa frente, adornada con perlas y blanca, se parecía al mármol de una tumba; tenía sin duda una gran pena en el corazón… Era el dolor español en todo su esplendor… Es inútil añadir que el médico había desaparecido…

-Señora, -le pregunté a la condesa hacia el final de la velada- ¿en qué acontecimiento perdió usted el brazo?

-En la guerra de la Independencia -contestó.

…………………

Honoré de Balzac

La cúpula de los Inválidos

Un hermoso día del mes de junio, entre las cuatro y las cinco, salí de la celda de la calle du Bac donde mi honorable y estudioso amigo, el barón de Werther, me había ofrecido el almuerzo más delicado del que se pueda hacer mención en los castos y sobrios anales de mi estómago; pues el estómago tiene su literatura, su memoria, su educación, su elocuencia; el estómago es un hombre dentro del hombre; y jamás experimenté de modo tan curioso la influencia ejercida por este órgano sobre mi economía mental.

Después de habernos obsequiado amablemente con vinos del Rin y de Hungría, había terminado la comida de amigos haciendo que nos sirvieran vino de Champaña. Hasta aquel momento, su hospitalidad podría considerarse normal, de no ser por su charla de artista, sus relatos fantásticos y, sobre todo, de no ser por nosotros, sus amigos, todos personas de entusiasmo, corazón y pasión.

Hacia el final del almuerzo, nos encontramos todos presas de una dulce melancolía y sumergidos en una absorción bastante lógica en personas que han comido bien. Percatándose de ello, el barón, el excelente crítico, el erudito alemán que, pese a su baronía, lleva la admirable y poética vida de los monjes del siglo XVI en su celda abacial; nuestro monje -digo-, remató su obra de gastrolatría con una auténtica salida de monje.

En un momento en el que la conversación quedó interrumpida cuando nos encontrábamos en sillones inventados por el confort inglés pero perfeccionados en París que habrían causado admiración a los benedictinos, Werther se sentó ante una especie de mesita y, levantando una parte de la tapa, sacó de un instrumento alemán unos sonidos que se encontraban a mitad de camino entre los acentos lúgubres de un gato cortejando a una gata o soñando con los placeres del canalón, y las notas de un órgano vibrando en una iglesia. No sé lo que hizo con aquel instrumento de melancolía, pero mi inteligencia no se vio jamás tan cruelmente trastornada como en aquella ocasión.

El aire, dirigido hacia los metales, producía unas vibraciones armónicas tan fuertes, tan graves, tan agudas, que cada nota atacaba instantáneamente una fibra, y aquella música de verdín, aquellas melodías impregnadas de arsénico, introdujeron violentamente en mi alma todas las ensoñaciones de Jean-Paul, todas las baladas alemanas, toda la poesía fantástica y doliente que me hizo huir en medio de gran agitación, a mí que soy alegre y jovial. Me sentí como si mi personalidad se hubiera desdoblado. Mi ser interior había abandonado mi forma exterior por la que una o dos mujeres, mi familia y yo, sentimos algo de amistad. El aire ya no era el aire; mis piernas ya no eran piernas, eran algo flojo y sin consistencia que se doblaba; los adoquines se hundían, los transeúntes bailaban y París me parecía singularmente alegre.

Tomé la calle de Babylone y caminé melancólicamente hacia los bulevares, adoptando como punto de referencia la cúpula de los Inválidos. Al dar la vuelta a no sé qué calle, ¡vi que la cúpula venía hacia mí!… En un primer momento me quedé algo sorprendido y me detuve. Sí, era sin duda la cúpula de los Inválidos que se paseaba boca abajo, apoyando en el suelo su punta, y tomaba el sol como cualquier buen burgués del barrio del Marais. Interpreté esta visión como un efecto óptico y gocé del mismo placenteramente, sin querer explicarme el fenómeno; pero tuve sensación de pavor cuando, viendo que se acercaba a mí, quería pisarme los talones… Eché a correr, pero oía detrás de mí el paso pesado de aquella dichosa cúpula, que parecía burlarse de mí. Sus ojos reían; efectivamente, el sol al pasar por las ventanas abiertas de tramo en tramo, le daba un vago parecido con ojos, y la cúpula me lanzaba auténticas miradas…

-¡Soy bastante tonto! -pensé-. Voy a ponerme detrás de ella…

La dejé pasar, y entonces volvió a colocarse con la punta hacia arriba. En esa posición, me hizo un gesto con la cabeza, y su maldito ropaje azul y oro se arrugó como la falda de una mujer… Entonces di unos pasos hacia atrás para plantarla allí mismo, pues empecé a sentirme inquieto. No había duda de que, al día siguiente, los periódicos no dejarían de contar que yo, autor de algunos artículos insertados en La Revue, me había llevado la cúpula de los Inválidos; aquello me resultaba indiferente porque tenía intención de defenderme y de contar abiertamente que la cúpula se había encaprichado conmigo y me había seguido por su cuenta. Mi carácter bien conocido, mis hábitos y costumbres debían hacer comprender que, lejos de degradar los monumentos públicos, yo abogaba por dialogar con ellos.

La mayor dificultad, y la que más me inquietaba, era saber qué iba a hacer yo con aquella cúpula. No hay duda de que se podía ganar una fortuna… Además de que la amistad de la cúpula de los Inválidos con un hombre no era sino algo muy halagador, podía llevarla a algún país extranjero, exponerla en Londres junto a Saint-Paul… Pero si tenía intención de seguirme, ¿cómo iba a volver yo a mi casa?… ¿Dónde la iba a poner? Naturalmente, iba a producir considerables desperfectos por las calles por donde pasara; es verdad que podría llevarla por los muelles y mantenerla siempre junto al río… Si me molestaba en avisar, la gente la dejaría pasar; pero, si se empeñaba en entrar en mi casa, derribaría el inmueble en el que vivo de alquiler. ¡Menuda indemnización me pediría el propietario! La casa no está asegurada contra cúpulas… Y, si la llevaba a Londres o a Berlín, ¡qué desperfectos no haría por el camino…!

-¡Santo Dios! ¡Qué raros están los Inválidos sin la cúpula! -exclamé.

Al oír estas palabras, las personas que se encontraban cerca levantaron los ojos hacia la iglesia y rompieron a reír. Decían: «Pero ¿qué ha sido de ella?» «¡Estoy seguro de que todo París está preocupado!» Entonces escuché un griterío, un clamor que hacía pensar en que se aproximaba el fin del mundo: «¡Ya está! ¡están reclamando su cúpula!» me dije.

Tenía razón, la cúpula de los Inválidos es uno de los monumentos más bellos de París; y, desde que, por una fantasía bastante rara entre cúpulas, era de mi propiedad, la admiraba con embeleso. Bajo los rayos del sol resplandecía como si estuviera cubierta de piedras preciosas, su azul se destacaba claramente en el del cielo, y su linterna tan graciosa, tan maravillosamente elegante y ligera, parecía ofrecerme detalles en los que no había reparado hasta entonces. Es verdad que tenía algunas zonas estropeadas y que habían perdido el dorado; pero yo no era suficientemente rico como para devolverles su esplendor imperial.

Cerca de Nemours he conocido a un agricultor que tiene la singular habilidad de fascinar a las abejas y de hacer que le sigan sin picarle. Es su rey: les silba y acuden; les dice que se marchen y huyen. Tal vez haya llegado yo a un completo desarrollo moral, a un poder sobrenatural y haya adquirido el poder de atraer a las cúpulas.

Entonces, por el interés de Francia, pensé en colocar ésta en su lugar habitual y viajar por Europa para traerme a París numerosas cúpulas célebres, las de Oriente, las de Italia, y las más bellas torres de catedrales… ¡Qué prestigio! ¡Qué serían a mi lado los Paganini, los Rossini, los Cuvier, los Canova o los Goethe! Tenía la fe más absoluta en mi poder, la fe de la que habló Cristo, la voluntad sin límites que permite mover montañas, la fuerza con cuya ayuda podemos abolir las leyes del espacio y del tiempo, cuando vi avanzar hacia mí, a la máxima velocidad que pueden alcanzar los caballos de los servicios públicos, un cabriolé que desembocó por la calle Saint-Dominique.

-¡Tenga cuidado con la cúpula! -grité.

El conductor no me oyó, lanzó su caballo hasta el centro de la cúpula; yo solté un enorme grito pues la pobre cúpula, que no había podido echarse a un lado, se hizo mil pedazos, y me salpicó totalmente. Luego, cuando pasó aquel condenado cabriolé, vi a la tozuda cúpula volverse a colocar boca abajo, sobre la punta, con pequeñas sacudidas; las piedras se armaban de nuevo, las bellas franjas doradas reaparecían, y yo me secaba la cara instintivamente; pues en aquel momento, mi ser exterior regresó y me encontré cerca de los Inválidos, ante un enorme charco de agua en el que se reflejaba la cúpula de los Inválidos.

Creo que estaba borracho… ¡Maldita fisarmónica! ¡Qué manera de atacar los nervios!…

 

¿NO HAY OTRO LUGAR DONDE PODAMOS ENCONTRARNOS?

  E ra una fría mañana gris y el aire era como el humo. En esta inversión de los elementos que se produce a veces, el cielo gris, suave y ap...