El grande de España
En el momento de la expedición emprendida en 1823-4 por el rey Luis
XVIII para salvar a Fernando VII del régimen constitucional, yo me encontraba
por casualidad en Tours, camino de España. La víspera de mi marcha, fui al
baile en casa de una de las mujeres más amables de esta ciudad en la que, como
es sabido, se divertían más que en ninguna otra capital de provincia; y poco
antes del souper, pues se soupe aún en Tours, me
uní a un grupo de tertulianos en medio del cual, un señor que me resultaba
desconocido, contaba una aventura.
El orador, llegado muy tarde al baile, había cenado, según creo, en
casa del recaudador general. Al entrar se había incorporado a una mesa de écarté;
luego, tras haber pasado varias veces, para alegría de sus
contrincantes cuyo equipo perdía, se había levantado, vencido por un
subteniente de carabineros; y, para consolarse, había participado en una
conversación sobre España, tema habitual de mil disertaciones.
Durante el relato, examiné con un interés involuntario el rostro y la
persona del narrador. Era uno de esos seres de mil rostros que se parecen a
tantos tipos que el observador queda indeciso, y no sabe si tiene que
incluirlos entre las personas de genio modestas o entre los intrigantes
subalternos. En primer lugar, estaba condecorado con la cinta roja; pero ese
símbolo demasiado prodigado, ya no prejuzga nada a favor de nadie; tenía una
chaqueta verde, y a mí no me gustan las chaquetas verdes en un baile, cuando la
moda aconseja a todo el mundo llevar traje negro; además llevaba pequeñas
hebillas metálicas en los zapatos, en lugar de lazos de seda; su pantalón era
de un casimir horriblemente desgastado, y su corbata estaba mal puesta; en
definitiva, vi que no le daba demasiada importancia al atuendo ¡podía ser un
artista!
Sus gestos y su voz tenían un no sé qué vulgar, y su rostro, presa de
los rubores que el trabajo de la digestión le imprimía, no realzaba por ningún
rasgo sobresaliente el conjunto de su persona; tenía la frente despejada y poco
cabello en la cabeza. De acuerdo con todos esos diagnósticos, dudaba en hacer
de él un consejero de prefectura, o un antiguo comisario de guerra; pero, al
verlo posar la mano sobre la manga de su vecino de manera magistral, lo incluí
en la categoría de los escribanos, los burócratas y sus compinches. Finalmente
estuve completamente convencido de mi observación cuando noté que sólo era
escuchado por su historia; ninguno de los oyentes le concedía esa atención
sumisa y esas miradas complacientes que son privilegio de las personas muy
consideradas. No sé si pueden imaginarse al hombre, llenándose la nariz con
tomas de rapé, hablando con la rapidez de las personas con prisa por terminar
su discurso por miedo a que se les abandone; por lo demás, expresándose con
gran facilidad, contando bien las cosas, dibujando de un trazo, y jovial como
un bufón de regimiento. Para evitarles el tedio de las digresiones, me permito
trasvasar su historia a un estilo narrativo y añadirle ese toque didáctico
necesario a los relatos que, de la charla informal pasan al estado tipográfico.
Algún tiempo después de su entrada en Madrid, el gran duque de Berg
invitó a los principales personajes de esta ciudad a una fiesta francesa
ofrecida por el ejército a la capital recién conquistada. Pese al esplendor de
la gala, los españoles no se mostraron en ella muy risueños; sus mujeres
bailaron poco; en definitiva, que los invitados jugaron y perdieron o ganaron
mucho. Los jardines del palacio estaban bastante espléndidamente iluminados
como para que las damas pudieran pasearse por ellos con tanta seguridad como lo
habrían hecho en pleno día… La fiesta era imperialmente bella, y no se escatimó
nada con el fin de darle a los españoles una elevada idea del emperador, si
querían juzgarlo a partir de sus lugartenientes. En un bosquecillo cercano al
palacio, entre la una y las dos de la mañana, algunos militares franceses
charlaban del desarrollo de la guerra, y del futuro poco tranquilizador que
auguraba la actitud misma de los españoles presentes en aquella pomposa fiesta.
-¡Caray! -dijo un francés cuyo traje indicaba que era médico jefe de
algún cuerpo del ejército- ayer le solicité formalmente mi regreso a Francia al
príncipe Murat. Sin tener precisamente miedo de dejar mis huesos en la
península, prefiero ir a curar las heridas producidas por nuestros buenos
vecinos alemanes; sus armas no penetran tanto en el torso como los puñales
castellanos… Además, el miedo a España es para mí como una superstición… Desde
mi infancia he leído libros españoles, un montón de aventuras sombrías y mil
historias de este país, que me han predispuesto intensamente contra las
costumbres de sus habitantes… ¡Pues bien!, desde nuestra entrada en Madrid, ya
he podido ser si no protagonista, al menos cómplice de una peligrosa intriga,
tan negra, tan oscura como puede serlo una novela de lady Radcliffe… Y como
creo bastante en mis presentimientos, desde mañana mismo me largo… Murat no me
negará sin duda el permiso; pues nosotros, gracias a los servicios secretos que
prestamos, tenemos protecciones siempre eficaces…
-Puesto que te das a la fuga, ¡cuéntanos al menos tu aventura!
-exclamó un coronel, viejo republicano que se preocupaba muy poco del lenguaje
y de las adulaciones imperiales.
Entonces, el médico miró atentamente a su alrededor, pareció querer
reconocer los rostros de quienes le rodeaban y, seguro ya de que no había
ningún español cerca de él, dijo:
-Puesto que somos todos franceses… con mucho gusto, coronel Charrin…
Hace seis días -prosiguió- regresaba tranquilamente a mi alojamiento hacia las
once de la noche, después de haber dejado al general Latour, cuyo hotel se
encuentra a unos pasos del mío, en mi misma calle; salíamos los dos de casa del
ordenador de pagos, donde habíamos tenido una berlanga bastante animada… De
repente, en la esquina de una calleja, dos desconocidos, o más bien dos
diablos, se lanzaron sobre mí y me cubrieron la cabeza y los brazos con una
capa… Grité, pueden creerlo, como un perro apaleado; pero el paño ahogó mi voz,
luego fui llevado en un vehículo a gran velocidad; y cuando mis acompañantes me
libraron de la dichosa capa, oí una voz de mujer y estas inquietantes palabras
dichas en un mal francés:
-Si grita o hace ademán de escapar, si se permite el menor movimiento
sospechoso, el señor que está delante de usted es capaz de apuñalarlo sin
escrúpulos. Por lo tanto, manténgase tranquilo. Ahora voy a explicarle la causa
de su secuestro… Si se molesta en tender su mano hacia mí, encontrará entre
nosotros dos su instrumental de cirugía que hemos mandado a buscar a su casa,
de su parte; sin duda, le será necesario. Lo llevamos a una casa donde su
presencia es indispensable… Se trata de salvar el honor de una dama. En este
momento está a punto de dar a luz un hijo de su amante, a espaldas de su
marido. Aunque éste se separa poco de su mujer de la que está apasionadamente
enamorado y que la vigila con toda la atención de los celos españoles, ella ha
sabido ocultarle su embarazo. Él cree que se encuentra enferma. Le llevamos
para que la asista en el parto. Por lo que, como ve, los peligros de la empresa
no le conciernen; sólo tiene que obedecernos; si no lo hace, el amante de la
dama, que está sentado frente a usted en el coche y que no sabe ni una palabra
de francés, lo apuñalará a la menor imprudencia…
-Y ¿quién es usted? -dije buscando la mano de mi interlocutora, cuyo
brazo estaba envuelto en la manga de una chaqueta de uniforme…
-Yo soy la camarera de la señora, su confidente; y estoy totalmente
dispuesta a recompensarlo personalmente, si se presta galantemente a las
exigencias de nuestra situación.
-¡Con mucho gusto! -dije viéndome embarcado a la fuerza en una
aventura peligrosa.
Entonces, aprovechando la oscuridad, quise comprobar si la cara y las
formas de la camarera estaban en armonía con las ideas que los sonidos, ricos y
guturales, de su voz me habían inspirado… La camarera se había sometido por
anticipado sin duda a todas las eventualidades de aquel singular rapto, pues
guardó el más complaciente de los silencios, y el vehículo no había rodado más
de diez minutos por Madrid cuando recibió y me devolvió un apasionado beso. El
señor que llevaba enfrente no se molestó por algunos puntapiés que le propiné
de forma involuntaria; pero como no comprendía el francés, supongo que no les
prestó atención.
-Sólo puedo ser su amante con una condición -me dijo la camarera como
respuesta a todas las bobadas que yo le recitaba, llevado por el calor de una
pasión improvisada, para la que todo eran obstáculos.
-¿Cuál?
-Que no intentará nunca saber a quién pertenezco… Si voy a su casa,
será de noche y me tendrá que recibir a oscuras.
Nuestra conversación se encontraba en ese punto cuando el vehículo
llegó cerca de la tapia de un jardín.
-¡Déjeme taparle los ojos!- me dijo la camarera-; se apoyará en mi brazo
y yo misma lo guiaré.
Luego me colocó sobre los ojos y me anudó fuertemente detrás de la
cabeza un pañuelo muy tupido. Oí el ruido de una llave colocada con precaución
en la cerradura de una puertecilla sin duda por el silencioso amante que había
estado frente a mí; y pronto, la doncella de cuerpo arqueado, que tenía cierto
meneo al andar, me condujo, a través de las avenidas enarenadas de un gran
jardín, hasta un determinado lugar donde se detuvo. Por el ruido que hicieron
nuestros pasos, supuse que nos encontrábamos delante de la casa.
-¡Ahora, guarde silencio! -me dijo al oído- y preste mucha atención…
No pierda de vista ni una sola de mis señales, pues no podré ya hablarle sin
peligro para los dos, y en este momento se trata de salvarle a usted la vida.
-Luego añadió con voz más alta-: La señora está en una habitación de la planta
baja; para llegar hasta allí, tendremos que pasar por la habitación y delante
de la cama de su marido; por lo que no tosa, ande con cuidado, y sígame
atentamente para no golpear ningún mueble o poner los pies fuera de la alfombra
que he dispuesto para nuestros pasos…
En ese momento, el amante gruñó sordamente, como alguien impacientado
por tantos retrasos. La camarera se calló; oí abrir una puerta, percibí el aire
cálido de un apartamento y avanzamos con cautela, como ladrones en expedición.
Por fin, la suave mano de la camarera me quitó la venda. Me encontré en una
habitación grande, alta y mal iluminada por una única lámpara humeante. La
ventana se encontraba abierta, pero había sido protegida por gruesos barrotes
de hierro por el marido celoso; fui arrojado en ella como a un callejón sin
salida.
En el suelo, y sobre una estera, se encontraba una magnífica mujer,
cuya cabeza estaba cubierta por un velo de muselina, pero a través del cual sus
ojos llenos de lágrimas brillaban con todo el esplendor de las estrellas.
Oprimía con fuerza un pañuelo de batista sobre la boca, y lo mordía tan
vigorosamente que sus dientes lo habían desgarrado y habían penetrado a medias
en él… No he visto jamás cuerpo más bello, pero ese cuerpo se retorcía de dolor
como se retuerce una cuerda de arpa que se arroja al fuego. La desgraciada
había formado dos arbotantes con sus piernas apoyándolas sobre una especie de
cómoda; y con las dos manos, se agarraba a los palos de una silla estirando los
brazos, cuyas venas estaban horriblemente hinchadas. Se parecía a un criminal
en las angustias del potro… Por lo demás, ni un grito, ni ningún otro ruido que
no fuera el sordo crujido de sus huesos, y nosotros estábamos allí, los tres
mudos e inmóviles… Los ronquidos del marido resonaban con constante
regularidad…
Quise ver a la camarera, pero se había vuelto a poner la máscara de la
que se había deshecho, sin duda, durante el trayecto y sólo pude ver dos ojos
negros y formas muy pronunciadas que abombaban su uniforme. El amante estaba
también enmascarado. Cuando llegó, arrojó unas toallas sobre las piernas de su
amante, y dobló sobre el rostro el velo de muselina.
Una vez que hube observado concienzudamente a aquella mujer, reconocí
por ciertos síntomas antaño observados en una muy triste circunstancia de mi
vida, que el bebé estaba muerto; entonces me incliné hacia la camarera para
informarle de la situación. En ese momento, el desconfiado desconocido sacó su
puñal; pero tuve tiempo de decírselo todo a la doncella, que le dijo dos
palabras en voz baja. Al oír mi pronóstico, el amante tuvo un ligero escalofrío
que le subió de los pies a la cabeza como un relámpago, y me pareció ver
palidecer su rostro bajo la máscara de terciopelo negro. La doncella,
aprovechando un momento en el que este hombre desesperado miraba a la moribunda
que se ponía morada, me indicó con un gesto los dos vasos de limonada servidos
sobre una mesa, y me hizo un gesto negativo. Comprendí que debía abstenerme de
beber, pese al horrible calor que me hacía sudar. De repente, el amante, que
sin duda tenía sed, tomó uno de los vasos, y se bebió más o menos la mitad de
la limonada que contenía.
En ese momento, la dama tuvo una violenta convulsión que me indicaba
el momento favorable a la crisis, y, cogiendo mi lanceta, la sangré
apresuradamente en el brazo derecho con bastante fortuna. La camarera recogió
con toallas la sangre que brotaba abundantemente; luego la desconocida entró en
un abatimiento propicio para mi operación… Me armé de valor, y tras una hora de
trabajo, logré extraer al bebé en trozos. El español, que no pensaba ya en
envenenarme, comprendiendo que acababa de salvar a su amante, lloraba bajo su
máscara y, en ocasiones, gruesas lágrimas caían sobre su capa.
Por lo demás, la mujer no lanzó ni un grito, pero seguía mordiendo el
pañuelo, temblaba como un animal salvaje cercado, y sudaba gruesas gotas. En un
instante horriblemente crítico, hizo un gesto para indicar la habitación de su
marido; el marido acababa de darse la vuelta; y, de los cuatro, era la única
que había oído el roce de las sábanas, el ruido de la cama o de las cortinas.
Nos detuvimos, y a través de los agujeros de sus máscaras, la camarera y el
amante se lanzaron miradas de fuego…
Aprovechando esta especie de tregua, tendí la mano para coger el vaso
de limonada que el desconocido había empezado; pero él, creyendo que iba a
beber de alguno de los vasos llenos, saltó con la agilidad de un gato, y colocó
su largo puñal sobre los dos vasos envenenados. Me dejó el suyo, haciendo un
gesto con la cabeza para decirme que me tomara el resto. Había tantas cosas,
tantas ideas, tanto sentimiento, en aquel gesto y en su vivo movimiento, que le
perdoné casi las atroces combinaciones meditadas para matar y enterrar
cualquier tipo de huella de aquellos acontecimientos. Me dio la mano cuando
acabé de beber; luego, tras haber dejado escapar un movimiento convulsivo,
envolvió personalmente con todo cuidado los restos de su hijo; y cuando, después
de dos horas de cuidados y miedos, la camarera y yo recostamos a su amante, me
apretó de nuevo las manos y, sin que yo lo supiera, introdujo en mi bolsillo
una suma importante. Entre paréntesis, como yo ignoraba el suntuoso regalo del
español, mi criado me robó aquel tesoro dos días después, y huyó provisto de
una verdadera fortuna. Le dije al oído a la doncella las precauciones que había
que tomar; luego le manifesté el deseo de que me dejaran libre. La camarera
permaneció junto a su señora, circunstancia que no me tranquilizó en exceso;
pero decidí mantenerme alerta. El amante hizo un paquete con el cuerpo del bebé
muerto y la ropa teñida por la sangre de su amante; luego lo apretó
fuertemente, lo ocultó bajo su capa; y, pasándome la mano sobre los ojos como
para decirme que los cerrara, salió delante de mí invitándome con un gesto a
que me agarrara a un faldón de su traje; lo que hice, no sin echarle una última
mirada a la camarera. Ésta se quitó la máscara al ver que el español había
salido, y me mostró el rostro más bello del mundo.
Crucé los apartamentos siguiendo al amante; y cuando me encontré en el
jardín, al aire libre, confieso que respiré como si me hubieran quitado un
enorme peso del pecho. Caminaba a una distancia respetuosa de mi guía,
observando sus menores movimientos con la mayor atención.
Una vez llegados a la puertecilla, me cogió de la mano, y puso sobre
mis labios un sello, montado en una sortija, que yo le había visto en un dedo
de la mano izquierda. Comprendí todo el significado de aquel gesto elocuente.
Salimos a la calle y, en lugar del vehículo, había dos caballos esperándonos.
Montamos cada uno en un animal; el español cogió mi brida, la sujetó con la
mano izquierda, cogió entre los dientes la brida de su montura, pues tenía el
sangriento paquete en la mano derecha, y partimos con la rapidez del relámpago.
Me fue imposible observar el menor objeto que pudiera servirme para reconocer
la ruta que recorrimos. Al amanecer, yo me encontré cerca de mi puerta, y el
español escapó, dirigiéndose hacia la puerta de Atocha.
-¿Y no vio usted nada que pudiera hacerle sospechar de qué dama se
trataba? -preguntó un oficial al médico.
-Una sola cosa… -dijo-. Cuando sangraba a la desconocida, observé en
su brazo, más o menos a la mitad, una pequeña verruga, del tamaño de una
lenteja, rodeada de pelos oscuros… El palacio me pareció magnífico, inmenso; la
fachada no se acababa nunca…
En ese momento, el indiscreto cirujano se detuvo, pálido. Todos los
ojos fijos en los suyos siguieron la misma dirección; y los franceses vieron a
un español envuelto en una capa, cuya mirada de fuego brillaba en la oscuridad,
en medio de un bosquecillo de naranjos donde se mantenía de pie. El oyente
desapareció de inmediato con una rapidez de silfo, cuando un joven subteniente
se lanzó tras él.
-¡Caramba! Amigos míos -exclamó el médico- esos ojos de basilisco me
han dejado helado. Oigo campanas; les digo adiós o me enterrarán aquí.
-¡No seas tonto! -dijo el coronel Charrin-, Lecamus ha seguido al
espía, él sabrá darnos razón del mismo.
-¿Qué ha pasado Lecamus? -preguntaron los oficiales, al ver regresar
jadeante al subteniente.
-¡Al diablo! -respondió Lecamus-. Creo que ha pasado a través de las
murallas; y, como no creo que sea un brujo, sin duda es de la casa; conoce los
pasadizos, los rodeos, y se me ha escapado fácilmente.
-¡Estoy perdido! -dijo el cirujano con voz taciturna.
-¡Vamos!, tranquilízate -contestaron los oficiales; te acompañaremos
por turnos en tu casa hasta que te marches… y, por esta noche, te acompañamos
todos.
Efectivamente, tres jóvenes oficiales, que habían perdido su dinero en
el juego y no sabían qué hacer, recondujeron al médico a su alojamiento, y se
ofrecieron a permanecer con él, lo que éste aceptó.
Dos días después, había obtenido su regreso a Francia, y hacía todos
los preparativos para marcharse con una dama a la que Murat le había
proporcionado una gran escolta. Acababa de cenar en compañía de sus amigos,
cuando su criado vino a avisarle que una mujer joven quería hablar con él. El
cirujano y los tres oficiales bajaron de inmediato; pero la desconocida sólo
pudo decir: «¡Tenga cuidado!» Y cayó muerta. Era la camarera que, sintiéndose
envenenada, esperaba llegar a tiempo para salvar al médico. El veneno la
desfiguró por completo.
-¡Demonios! ¡demonios! -exclamó-. ¡A eso se le llama amor! ¡Sólo una
española es capaz de correr con un monstruo de veneno en el estómago!
El médico permanecía singularmente pensativo. Finalmente, para ahogar
los siniestros presentimientos que le atormentaban, volvió a la mesa y bebió
inmoderadamente, lo mismo que sus compañeros; luego, medio ebrios, se acostaron
temprano. En mitad de la noche, el médico fue despertado por el chirrido que
hicieron los aros de las cortinas violentamente corridas sobre sus varillas. Se
incorporó, presa de esa trepidación mecánica de todas las fibras que se adueña
de nosotros en un momento de despertar súbito. Entonces vio delante de él a un
español envuelto en su capa. El desconocido lanzaba la misma mirada ardiente
que la que había salido de entre la vegetación durante la fiesta y por la que
se había quedado tan impactado. El cirujano gritó: «¡Socorro!… A mí, amigos
míos» Pero a esa llamada de auxilio, el español contestó primero con una risa
amarga: «El opio crece para todo el mundo». Y, después de esa especie de
sentencia, le mostró a sus tres amigos profundamente dormidos; y, sacando
bruscamente de debajo de su capa un brazo de mujer recién cortado, se lo
presentó al médico, mostrándole una señal similar a la que él había descrito
tan imprudentemente: «¿Es la misma?» preguntó. Al resplandor de un farol
colocado sobre la cama, el cirujano, helado de espanto, contestó con un gesto
afirmativo y, sin más información, el marido de la desconocida le hundió el
puñal en el corazón.
-Este cuento es furiosamente pardo -dijo uno de los oyentes- pero es
más inverosímil todavía; porque ¿puede explicarme cuál de los dos le contó la
historia, el muerto o el español?
-Señor -contestó el narrador, molesto por la observación-, como
afortunadamente la puñalada que recibí en lugar de deslizarse hacia la
izquierda lo hizo hacia la derecha, supongo que admitirá que yo conozca mi
propia historia… le juro que hay aún algunas noches en las que veo en sueños
aquellos dichosos ojos…
El cirujano en jefe se detuvo, palideció, y se quedó boquiabierto, en
una verdadera crisis de epilepsia. Nos volvimos todos para mirar hacia el
salón. En la puerta se encontraba un grande de España, uno de esos afrancesados
en el exilio, que había llegado hacía quince días a Touraine con su familia.
Aparecía por vez primera en sociedad y, como había llegado tarde, visitaba los
salones, acompañado de su mujer cuyo brazo derecho permanecía inmóvil.
Nos separamos en silencio para dejar pasar a aquella pareja, que no
vimos sin una emoción profunda. ¡Era un auténtico cuadro de Murillo! El marido
tenía dos ojos de fuego en unas órbitas hundidas y ojerosas. Su rostro estaba
demacrado, el cráneo sin cabello y el cuerpo de una delgadez extrema. La mujer…
¡imagínensela! No, porque no la pintarían como era. Tenía una estatura
considerable; estaba pálida, pero era bella aún; su tez, por un privilegio
inaudito para una española, era deslumbrante de blancura; pero su mirada caía
sobre nosotros como una colada de plomo fundido… su hermosa frente, adornada
con perlas y blanca, se parecía al mármol de una tumba; tenía sin duda una gran
pena en el corazón… Era el dolor español en todo su esplendor… Es inútil añadir
que el médico había desaparecido…
-Señora, -le pregunté a la condesa hacia el final de la velada- ¿en
qué acontecimiento perdió usted el brazo?
-En la guerra de la Independencia -contestó.
…………………
Honoré de Balzac
La cúpula de los Inválidos
Un hermoso día del mes de junio, entre las cuatro y las cinco, salí de
la celda de la calle du Bac donde mi honorable y estudioso amigo, el barón de
Werther, me había ofrecido el almuerzo más delicado del que se pueda hacer
mención en los castos y sobrios anales de mi estómago; pues el estómago tiene
su literatura, su memoria, su educación, su elocuencia; el estómago es un hombre
dentro del hombre; y jamás experimenté de modo tan curioso la influencia
ejercida por este órgano sobre mi economía mental.
Después de habernos obsequiado amablemente con vinos del Rin y de
Hungría, había terminado la comida de amigos haciendo que nos sirvieran vino de
Champaña. Hasta aquel momento, su hospitalidad podría considerarse normal, de
no ser por su charla de artista, sus relatos fantásticos y, sobre todo, de no
ser por nosotros, sus amigos, todos personas de entusiasmo, corazón y pasión.
Hacia el final del almuerzo, nos encontramos todos presas de una dulce
melancolía y sumergidos en una absorción bastante lógica en personas que han
comido bien. Percatándose de ello, el barón, el excelente crítico, el erudito
alemán que, pese a su baronía, lleva la admirable y poética vida de los monjes
del siglo XVI en su celda abacial; nuestro monje -digo-, remató su obra de
gastrolatría con una auténtica salida de monje.
En un momento en el que la conversación quedó interrumpida cuando nos
encontrábamos en sillones inventados por el confort inglés pero perfeccionados
en París que habrían causado admiración a los benedictinos, Werther se sentó
ante una especie de mesita y, levantando una parte de la tapa, sacó de un
instrumento alemán unos sonidos que se encontraban a mitad de camino entre los
acentos lúgubres de un gato cortejando a una gata o soñando con los placeres
del canalón, y las notas de un órgano vibrando en una iglesia. No sé lo que
hizo con aquel instrumento de melancolía, pero mi inteligencia no se vio jamás
tan cruelmente trastornada como en aquella ocasión.
El aire, dirigido hacia los metales, producía unas vibraciones
armónicas tan fuertes, tan graves, tan agudas, que cada nota atacaba
instantáneamente una fibra, y aquella música de verdín, aquellas melodías
impregnadas de arsénico, introdujeron violentamente en mi alma todas las
ensoñaciones de Jean-Paul, todas las baladas alemanas, toda la poesía
fantástica y doliente que me hizo huir en medio de gran agitación, a mí que soy
alegre y jovial. Me sentí como si mi personalidad se hubiera desdoblado. Mi ser
interior había abandonado mi forma exterior por la que una o dos mujeres, mi
familia y yo, sentimos algo de amistad. El aire ya no era el aire; mis piernas
ya no eran piernas, eran algo flojo y sin consistencia que se doblaba; los
adoquines se hundían, los transeúntes bailaban y París me parecía singularmente
alegre.
Tomé la calle de Babylone y caminé melancólicamente hacia los
bulevares, adoptando como punto de referencia la cúpula de los Inválidos. Al
dar la vuelta a no sé qué calle, ¡vi que la cúpula venía hacia mí!… En un
primer momento me quedé algo sorprendido y me detuve. Sí, era sin duda la
cúpula de los Inválidos que se paseaba boca abajo, apoyando en el suelo su
punta, y tomaba el sol como cualquier buen burgués del barrio del Marais.
Interpreté esta visión como un efecto óptico y gocé del mismo placenteramente,
sin querer explicarme el fenómeno; pero tuve sensación de pavor cuando, viendo
que se acercaba a mí, quería pisarme los talones… Eché a correr, pero oía
detrás de mí el paso pesado de aquella dichosa cúpula, que parecía burlarse de
mí. Sus ojos reían; efectivamente, el sol al pasar por las ventanas abiertas de
tramo en tramo, le daba un vago parecido con ojos, y la cúpula me lanzaba
auténticas miradas…
-¡Soy bastante tonto! -pensé-. Voy a ponerme detrás de ella…
La dejé pasar, y entonces volvió a colocarse con la punta hacia
arriba. En esa posición, me hizo un gesto con la cabeza, y su maldito ropaje
azul y oro se arrugó como la falda de una mujer… Entonces di unos pasos hacia
atrás para plantarla allí mismo, pues empecé a sentirme inquieto. No había duda
de que, al día siguiente, los periódicos no dejarían de contar que yo, autor de
algunos artículos insertados en La Revue, me había llevado la
cúpula de los Inválidos; aquello me resultaba indiferente porque tenía
intención de defenderme y de contar abiertamente que la cúpula se había
encaprichado conmigo y me había seguido por su cuenta. Mi carácter bien
conocido, mis hábitos y costumbres debían hacer comprender que, lejos de
degradar los monumentos públicos, yo abogaba por dialogar con ellos.
La mayor dificultad, y la que más me inquietaba, era saber qué iba a
hacer yo con aquella cúpula. No hay duda de que se podía ganar una fortuna…
Además de que la amistad de la cúpula de los Inválidos con un hombre no era
sino algo muy halagador, podía llevarla a algún país extranjero, exponerla en
Londres junto a Saint-Paul… Pero si tenía intención de seguirme, ¿cómo iba a
volver yo a mi casa?… ¿Dónde la iba a poner? Naturalmente, iba a producir
considerables desperfectos por las calles por donde pasara; es verdad que
podría llevarla por los muelles y mantenerla siempre junto al río… Si me
molestaba en avisar, la gente la dejaría pasar; pero, si se empeñaba en entrar
en mi casa, derribaría el inmueble en el que vivo de alquiler. ¡Menuda
indemnización me pediría el propietario! La casa no está asegurada contra
cúpulas… Y, si la llevaba a Londres o a Berlín, ¡qué desperfectos no haría por
el camino…!
-¡Santo Dios! ¡Qué raros están los Inválidos sin la cúpula! -exclamé.
Al oír estas palabras, las personas que se encontraban cerca
levantaron los ojos hacia la iglesia y rompieron a reír. Decían: «Pero ¿qué ha
sido de ella?» «¡Estoy seguro de que todo París está preocupado!» Entonces
escuché un griterío, un clamor que hacía pensar en que se aproximaba el fin del
mundo: «¡Ya está! ¡están reclamando su cúpula!» me dije.
Tenía razón, la cúpula de los Inválidos es uno de los monumentos más
bellos de París; y, desde que, por una fantasía bastante rara entre cúpulas,
era de mi propiedad, la admiraba con embeleso. Bajo los rayos del sol
resplandecía como si estuviera cubierta de piedras preciosas, su azul se
destacaba claramente en el del cielo, y su linterna tan graciosa, tan
maravillosamente elegante y ligera, parecía ofrecerme detalles en los que no
había reparado hasta entonces. Es verdad que tenía algunas zonas estropeadas y
que habían perdido el dorado; pero yo no era suficientemente rico como para
devolverles su esplendor imperial.
Cerca de Nemours he conocido a un agricultor que tiene la singular
habilidad de fascinar a las abejas y de hacer que le sigan sin picarle. Es su
rey: les silba y acuden; les dice que se marchen y huyen. Tal vez haya llegado
yo a un completo desarrollo moral, a un poder sobrenatural y haya adquirido el
poder de atraer a las cúpulas.
Entonces, por el interés de Francia, pensé en colocar ésta en su lugar
habitual y viajar por Europa para traerme a París numerosas cúpulas célebres,
las de Oriente, las de Italia, y las más bellas torres de catedrales… ¡Qué
prestigio! ¡Qué serían a mi lado los Paganini, los Rossini, los Cuvier, los
Canova o los Goethe! Tenía la fe más absoluta en mi poder, la fe de la que
habló Cristo, la voluntad sin límites que permite mover montañas, la fuerza con
cuya ayuda podemos abolir las leyes del espacio y del tiempo, cuando vi avanzar
hacia mí, a la máxima velocidad que pueden alcanzar los caballos de los
servicios públicos, un cabriolé que desembocó por la calle Saint-Dominique.
-¡Tenga cuidado con la cúpula! -grité.
El conductor no me oyó, lanzó su caballo hasta el centro de la cúpula;
yo solté un enorme grito pues la pobre cúpula, que no había podido echarse a un
lado, se hizo mil pedazos, y me salpicó totalmente. Luego, cuando pasó aquel
condenado cabriolé, vi a la tozuda cúpula volverse a colocar boca abajo, sobre
la punta, con pequeñas sacudidas; las piedras se armaban de nuevo, las bellas
franjas doradas reaparecían, y yo me secaba la cara instintivamente; pues en
aquel momento, mi ser exterior regresó y me encontré cerca de los Inválidos,
ante un enorme charco de agua en el que se reflejaba la cúpula de los
Inválidos.
Creo que estaba borracho… ¡Maldita fisarmónica! ¡Qué manera de atacar
los nervios!…